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Jane Barr había preparado sopa de ternera y cebada por si los abogados se quedaban a comer, pero a las once y cuarto ya se habían ido. Jane se alegró de tener un motivo para cocinar, necesitaba una ocupación que la distrajera. Habían llamado a Gary para que acudiera a la oficina del fiscal, y allí estaba en esos momentos. Jane estaba preocupada. ¿Qué querrían preguntarle? Después de todos esos años, no iban a interrogarle sobre Susan Althorp, ¿no?

«Por favor, que no sea eso», rogó.

Kay Carrington se sirvió una taza de sopa antes de ir a visitar a Peter a la cárcel. «Hay algo curioso en esta chica —pensó Jane—. No procede de una familia con dinero, pero tiene algo especial, no es orgullo, sino complicidad. Es perfecta para Peter. Y estoy segura de que está embarazada. Ella no me lo ha dicho, pero lo sé».

«¿Dónde andará Gary? —se preguntó al tiempo que consultaba el reloj—. ¿Qué tipo de preguntas le estarán haciendo? ¿Cuánto les habrá contado?».

Después del almuerzo, normalmente Jane se iba a la caseta del guarda, donde se quedaba buena parte de la tarde, y luego regresaba a la mansión para encender las luces, correr las cortinas y preparar la cena. Cuando llegó a su casa se encontró a Gary comiéndose un bocadillo y tomando una cerveza.

—¿Por qué no me has avisado de que ya estabas en casa? —preguntó—. ¡Estaba en vilo esperando saber qué quería esa gente!

—Encontraron algunos datos de mi vida, de cuando era un chaval —respondió Gary, cortante—. Ya te hablé de ello. En la adolescencia tuve algunos problemas con la justicia, pero se suponía que los archivos estaban sellados. De todos modos, en aquella época algo se filtró a los periódicos, y supongo que así es como lo han descubierto.

Jane se dejó caer en una silla.

—Pero de eso hace muchísimo tiempo… No pueden utilizar en tu contra lo que pasó hace tanto, ¿no? ¿O es que ahora ven en aquel episodio algo más que lo que hubo?

Cuando Gary Barr miró a su esposa, en sus ojos había algo cercano al desprecio.

—¿Tú qué crees? —preguntó.

Jane aún no había empezado a desabrocharse su chaqueta de invierno. Alzó la mano y pasó el primer botón por el ojal. Tenía los hombros caídos.

—He pasado toda mi vida en esta ciudad —dijo—. Nunca he querido vivir en otra parte. Hemos trabajado para buena gente. Ahora todo eso está en peligro. Lo que hiciste fue terrible… ¿Te han preguntado sobre ello? ¿Saben algo? ¿Lo saben?

—¡No! —respondió Gary, furioso—. No han descubierto nada, así que deja de preocuparte. La ley de prescripción significa que ahora estoy limpio. E incluso aunque intentaran acusarme de cualquier otra cosa, puedo ofrecerles algo que no podrán rechazar.

—¿De qué estás hablando? —Preguntó Jane con evidente inquietud—. ¡La ley de prescripción no se aplica en caso de asesinato!

Gary Barr se levantó de golpe de la silla y le arrojó el bocadillo que se estaba comiendo.

—¡No vuelvas a usar esa palabra nunca más! —gritó.

—Lo siento, Gary. No quería que te enfadaras. Lo siento mucho.

Con las lágrimas acumulándose en sus ojos, Jane contempló la mancha de mostaza en su abrigo, el pan de centeno, las lonchas de jamón y las rodajas de tomate tiradas por el suelo, a sus pies.

Cerrando y abriendo los puños, Barr se esforzó por controlarse.

—Vale. Muy bien. Pero recuerda esto: una cosa era estar allí, y otra muy distinta matarla. Vale. Voy a limpiar esto. De todos modos, el bocadillo estaba malísimo. ¿Queda algo de la sopa que preparabas esta mañana?

—Sí. Mucha.

—Hazme un favor y tráeme un poco, ¿quieres? He tenido un día duro. Siento haber perdido los estribos. No te lo mereces, Jane. Eres una buena persona.