—Peter ya dejó clara su estrategia ante el tribunal en la vista para la fijación de la fianza, Kay —dijo Conner Banks al tiempo que movía el índice hacia mí para enfatizar sus palabras—. Tenemos una copia de la cinta en la que se le ve levantándose de la cama en la clínica de trastornos del sueño. Hay una imagen muy clara de su rostro mirando directamente a la cámara. Está claro que tiene la mirada perdida y una expresión de total desconcierto. Creo que cuando los miembros del jurado vean la cinta, algunos, quizá todos, creerán que en ese momento Peter padecía un episodio de sonambulismo y que, por consiguiente, es sonámbulo. Pero, Kay, aun así la defensa no funcionará. Si quiere ver a Peter en su casa otra vez, como un hombre libre, tiene que convencerle de que nos permita atacar la argumentación de la fiscalía demostrando que existen dudas razonables de que matase a Susan y también de que matara a su padre.
—Estoy plenamente de acuerdo —dijo Markinson con gran énfasis.
Banks y Markinson estaban de nuevo en la mansión. Hacía una semana que alguien había robado la camisa de Peter de casa de Elaine. No sé quién estaba más angustiada por su desaparición, si Elaine o yo.
Para mí, sólo había dos personas que podían haberla robado: Gary Barr y Vincent Slater. Vincent había supuesto enseguida que el «objeto» con el que Elaine quería chantajearme era la camisa, y estoy casi segura de que Gary nos oyó hablar de ello.
Podía incluso imaginar a Vincent intentando recuperar la camisa una vez que Elaine hubo recibido el millón de dólares y sobre todo cuando ella quiso seguir chantajeándome, pero ¿por qué no me lo dijo? Le saqué el tema y le dije que el «objeto» de Elaine era la camisa desaparecida, pero él negó rotundamente haberla robado. No supe si creerle o no.
Si se la llevó Gary Barr, ¿qué pensaba hacer con ella? Quizá la conservaba como un seguro para hacer un trato con la fiscal, algo así como: «Peter era un crío. Me dio pena. Escondí el cuerpo y luego le ayudé a enterrarlo al otro lado de la valla».
Por supuesto, tanto Vincent como Gary podían acceder fácilmente a la casa de Elaine. Gary se pasaba el día de aquí para allá; Vince entraba y salía de la mansión cada dos por tres. El guardia de la casa estaba casi siempre en la puerta delantera. De vez en cuando daba una vuelta por la parte de atrás, pero a cualquiera de los dos les resultaría fácil evitar que los viera.
Antes de descubrir que habían entrado en su casa, Elaine había pasado cuatro días en su apartamento de Nueva York. Quien robó la camisa tuvo mucho tiempo para buscarla por toda la casa. Aparte de Vincent y Gary, me pasó por la mente otro posible sospechoso, aunque remoto. Mientras Elaine me contaba histérica que la camisa había desaparecido, se le escapó que Richard también sabía de su existencia. ¿Podía haberla cogido como seguro para sus futuras pérdidas en el juego? Pero Elaine me dijo que Richard no sabía que ella no había devuelto la camisa a la caja de seguridad del banco donde había estado escondida veintidós años, y que se había enfadado mucho cuando ella le dijo que la había perdido, y que no fingía.
Todos estos pensamientos acudían a mi cabeza mientras Conner Banks me exponía, paso a paso, los factores que él consideraba fundamentales para una defensa basada en la «duda razonable».
—Peter y Susan eran amigos, pero nadie ha apuntado en ningún momento que la cosa pasara de ahí —decía Banks—. La camisa que Peter llevaba esa noche no ha aparecido, pero la chaqueta, los pantalones, los calcetines y los zapatos sí, y en ellos no había ni rastro de sangre.
—Suponga que la camisa acaba apareciendo —dije—. Suponga, por suponer algo, que está manchada con la sangre de Susan.
Banks y Markinson me miraron como si fuera un bicho raro.
—Si existiera la más mínima posibilidad de que eso sucediera, intentaría llegar a un acuerdo de dos sentencias concurrentes de treinta años —aseguró Banks—. Y consideraría un golpe ele suerte que me las concedieran.
«Damos vueltas y más vueltas, pero dónde acabaremos, no lo sabemos», pensé. Sin saberlo, Banks me había dado la respuesta. Si los abogados conocieran la existencia de la camisa, querrían llegar a un acuerdo con el tribunal, y Peter jamás afirmaría haber cometido esos asesinatos tan sólo para obtener una sentencia que, como máximo, le diera la posibilidad de salir de la cárcel cuando tuviera setenta y dos años.
«Nuestro hijo tendría treinta años», pensé.
—No intentaré convencer a Peter de que cambie su defensa —dije—. Es lo que quiere, y pienso respaldarle.
Ellos echaron sus sillas hacia atrás y se pusieron en pie.
—Entonces tendrá que enfrentarse a lo inevitable, Kay —dijo Markinson—. Tendrá que criar a su hijo sola.
Cuando salían del comedor, Markinson se detuvo frente al aparador.
—Una porcelana magnífica —comentó.
—Sí —respondí, consciente de que habíamos pasado a tener una conversación formal, de que los abogados de Peter habían tirado la toalla.
Conner Banks estaba observando una de las pinturas que había bajado del segundo piso.
—Este cuadro es impresionante —dijo—. Es un Morley, ¿no?
—No lo sé —confesé—. El arte no es mi fuerte. Simplemente me gustaba más que el que estaba antes aquí.
—Entonces es que tiene buen ojo —dijo con tono aprobador—. Nos vamos. Queremos reunir a un grupo de médicos que hayan tratado a personas con parasomnia y que puedan dar testimonio de que éstas son totalmente inconscientes de su conducta cuando están sonámbulas. Si usted y Peter insisten en esa defensa, tendremos que llamar a esos profesionales en calidad de testigos expertos.
Era día de visita en la cárcel del condado de Bergen. La cintura se me estaba ensanchando y cuando me vestí esa mañana tuve que dejar abierto el botón de arriba de mis pantalones. Casi siempre llevaba jerséis de cuello alto; me ayudaban a disimular lo delgada que estaba, exceptuando, por supuesto, la cintura. Me preocupaba seguir perdiendo peso, pero el ginecólogo me había dicho que eso era normal durante los primeros meses de embarazo.
¿Cuándo fue el momento exacto en que todas mis dudas sobre la inocencia de Peter empezaron a desaparecer? Creo que tuvo que ver con los archivos que había comenzado a examinar en el segundo piso. En ellos encontré documentos que me enseñaron muchas cosas sobre la infancia de mi marido. Su madre, hasta que falleció, había realizado un álbum de fotos por cada año de su vida; en aquella época Peter tenía doce. Me llamó la atención que su padre apareciera en muy pocas fotos. Peter me había contado que, después de que él naciera, su madre dejó de acompañar a su padre en los viajes de negocios.
La madre de Peter había escrito algunas notas en las páginas del álbum, comentarios cariñosos acerca de la inteligencia de Peter, su buena disposición para todo, su sentido del humor.
Ver la relación tan estrecha que Peter tenía con su madre me causó cierta desazón. «Al menos la tuviste doce años», pensé. Luego encontré una foto sacada por el fotógrafo del Record de Bergen el día del funeral de su madre. Peter con doce años, destrozado, intentando contener las lágrimas mientras caminaba junto al ataúd con la mano apoyada en él.
Sus anuarios universitarios estaban en uno de los archivadores. En uno de ellos, la frase que se le dedicaba hablaba de «gracia bajo presión», y supe entonces que Peter apenas había comenzado el último curso en Princeton cuando Susan desapareció. Durante los meses siguientes, la oficina del fiscal no dejó de citarlo para interrogarlo.
Cuando aquella tarde fui a la cárcel, Peter se quedó mirándome a través de la pared de plexiglás durante un minuto, sin decir palabra. Estaba temblando, y tenía los ojos llenos de lágrimas. Cogió el teléfono y con voz enronquecida dijo:
—Kay. No sé por qué, pero tenía la sensación de que hoy no ibas a venir, ni hoy ni nunca, que ya habías llegado al límite de la tristeza que podías soportar.
Durante un momento me pareció estar viendo el rostro de aquel niño de doce años en el funeral de la persona a la que más quería en el mundo.
—Nunca te abandonaré —le dije—. Te quiero demasiado para dejarte. Peter, no creo que en tu vida hayas hecho daño a nadie. Es imposible. Hay otra respuesta y, que Dios me ayude, pienso encontrarla.
Aquella tarde telefoneé a Nicholas Greco.