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La primera semana de noviembre el tiempo fue cálido, pero después llegaron rápidamente el frío y la llovizna, ese tipo de días que invitan a quedarte en la cama o a volver a ella con los periódicos del día y una taza de café… cosas para las que yo no tenía tiempo. Casi todos los días, a primera hora de la mañana voy a entrenarme a un gimnasio de Broadway, después me ducho, me visto y me dirijo a la biblioteca de Nueva Jersey. Las reuniones sobre la fiesta de beneficencia se celebraban después de las horas de trabajo.

Como era de esperar, las entradas para el cóctel se vendieron muy rápido, lo cual siempre es gratificante, pero la historia rediviva de la desaparición de Susan Althorp había despertado nuevamente el interés por el caso. Y cuando Nicholas Greco, el investigador privado, anunció en la televisión que la familia Althorp le había contratado para investigar la desaparición de su hija, el asunto empezó a ponerse al rojo vivo. Justo después de la declaración de Greco, Barbara Krause, la formidable fiscal del condado de Bergen, afirmó ante la prensa que estaba abierta a cualquier prueba que lograse cerrar el caso. «Peter Carrington ha estado siempre presuntamente relacionado con la desaparición de Susan Althorp», dijo.

Por su parte, las columnas de varios periódicos informaron de que la junta directiva de Carrington Enterprises estaba presionando a Peter para que dimitiese como presidente y director ejecutivo, a pesar de que era, con diferencia, el máximo accionista de la empresa. Según las noticias, los otros directivos consideraban que ahora que la compañía era pública no era aconsejable que una persona «presuntamente sospechosa» en dos posibles homicidios siguiera dirigiendo una organización internacional que movía varios miles de millones de dólares.

Las fotografías de Peter empezaron a aparecer con regularidad en las secciones de economía de los principales diarios y en revistas sensacionalistas.

Así pues, durante el mes de noviembre mantuve los dedos cruzados, esperando recibir en cualquier momento una llamada de Vincent Slater para anunciarme que el cóctel quedaba cancelado y que enviarían un cheque para compensar la pérdida de ingresos.

Pero la llamada no se produjo. El día después de Acción de Gracias fui a la mansión con el proveedor de catering que habíamos contratado, para precisar los detalles. Slater nos recibió y nos presentó al matrimonio de mayordomos de la mansión, Jane y Gary Barr. Debían de tener poco más de sesenta años, y era evidente que llevaban mucho tiempo trabajando para los Carrington. Pensé que tal vez estaban en la mansión la noche de aquella infausta cena, pero no tuve el valor de preguntárselo. Más tarde me enteré de que empezaron a trabajar para el padre de Peter después de la muerte de su primera esposa, la madre de Peter, pero que luego, cuando entró en escena Elaine Walker Carrington, se despidieron. Sin embargo, los Carrington lograron convencerlos para que regresaran después de que Grace, la esposa de Peter, se ahogase. Parecían saberlo todo sobre la mansión.

Nos dijeron que el salón estaba dividido en dos habitaciones y que, cuando se abrían las puertas correderas, podía acoger a doscientas personas. El bufet estaría dispuesto en el comedor principal. Por toda la sala se distribuirían mesitas y sillas para que los asistentes no tuvieran que hacer equilibrios con los platos. Antes de marcharnos, Vincent Slater se reunió de nuevo con nosotros para comunicarnos que el señor Carrington costearía todos los gastos de la recepción. Y, sin darme tiempo a agradecérselo, añadió:

—Tendremos un fotógrafo. Le rogamos que sus invitados se abstengan de usar sus propias cámaras.

—Como habrá imaginado, daremos una pequeña charla sobre la campaña de alfabetización —dije—. Sería muy de agradecer que el señor Carrington pronunciase unas palabras a modo de saludo.

—Tenía previsto hacerlo —dijo Slater, y luego añadió—: Antes de que se me olvide, supongo que no hace falta decir que las escaleras que conducen al piso de arriba estarán acordonadas.

Yo había albergado la esperanza de escabullirme al piso de arriba para ver la capilla con ojos de adulta. Con el paso de los años, a veces me he preguntado si tendría que haberle contado a Maggie la conversación de la que fui testigo, pero se habría enfadado conmigo por colarme en la casa y, además, ¿qué hubiera podido decirle? Había oído a un hombre y a una mujer discutiendo por un asunto de dinero. Si hubiera pensado que aquella discusión tenía algo que ver con la desaparición de Susan Althorp la habría hecho pública incluso años más tarde. Pero si hubo algo que a buen seguro Susan Althorp no tuvo que hacer en su vida fue suplicar dinero a nadie. Por tanto, lo único que podría deducirse de mi revelación era que a los seis años yo era una niña muy curiosa.

Antes de que el proveedor de catering y yo nos marcháramos, miré hacia el pasillo con la esperanza de que la puerta de la biblioteca se abriera y Peter Carrington saliese. Por lo que sabía, estaba a medio mundo de distancia. Pero dado que muchos ejecutivos se toman libre el viernes después de Acción de Gracias, había fantaseado con que, de encontrarse en la casa, me cruzaría con él.

No sucedió. Me contenté pensando que faltaban menos de dos semanas para el 6 de diciembre, y que entonces lo vería. Luego intenté borrar de mi mente la sospecha de que si por cualquier motivo Peter Carrington no asistía a la recepción, me sentiría tremendamente decepcionada. Yo estaba saliendo, cada vez con mayor regularidad, con Glenn Taylor, decano asociado en el departamento de ciencias de la Universidad de Columbia. Nos habíamos conocido mientras tomábamos un café en Starbucks, lo que corroboraba la reputación de este establecimiento de ser un lugar estupendo para que los solteros hicieran nuevas amistades.

Glenn tiene treinta y dos años, y aunque proviene de Santa Barbara está tan integrado en nuestro estado como cualquier californiano. Incluso tiene aspecto de ser de aquí: después de vivir durante seis años en el Upper West Side de Manhattan, su cabello aún tiene un tono luminoso. Es bastante alto —mis ojos casi llegan a la altura de los suyos cuando llevo tacones—, y compartimos la pasión por el teatro. Creo que en los dos últimos años hemos asistido a la mayoría de los espectáculos de Broadway y del off-Broadway, con entradas con descuento, por supuesto. En ningún editorial de una revista de economía se ha hablado jamás de los incentivos que recibe al final del año una bibliotecaria, y Glenn todavía está pagando el préstamo que pidió durante sus estudios.

En cierto sentido, nos queremos y contamos el uno con el otro. A veces Glenn llega a decir que, con mi cerebro dedicado a la literatura y el suyo a la ciencia, nuestros hijos podrían ser auténticos genios. Pero sé que ni siquiera nos acercamos al nivel emocional de Jane Eyre y el señor Rochester, o de Cathy y Heathcliff…

Puede que haya puesto el listón demasiado alto, pero siempre me han gustado las historias clásicas de amor de las hermanas Bronte.

Desde el principio, hubo algo en Peter Carrington que me sedujo. Verlo allí sentado, solo, en aquella mansión que parecía un castillo, me impresionó. Ojalá hubiera podido ver qué libro estaba leyendo. Si yo también lo había leído, quizá podría haberme quedado unos minutos más charlando. «Vaya, veo que tiene la nueva biografía de Isaac Singer —le habría dicho—. ¿Está de acuerdo con la interpretación que el autor hace de su personalidad? Creo que fue un poco injusto, porque…».

Hay que ver por qué derroteros me llevaba la mente.

La noche antes de la recepción, fui a casa de Maggie para recogerla e ir a comer nuestro habitual plato de pasta. Cuando llegué, estaba empolvándose la nariz ante el espejo del recibidor y canturreaba con evidente alegría. Cuando le pregunté qué pasaba, me dijo que Nicholas Greco, el investigador que estaba trabajando en la desaparición de Susan Althorp, la había llamado e iría a verla. Llegaría en cualquier momento.

Me quedé pasmada.

—Maggie, por el amor de Dios, ¿a santo de qué querría hablar ese señor contigo?

Pero antes de que me respondiera, supe que Greco iría a verla porque mi padre trabajaba para los Carrington cuando Susan Althorp desapareció.

Automáticamente empecé a arreglar el salón. Puse todas las persianas a la misma altura, recogí los periódicos dispersos por la sala, colgué un suéter en el armario del recibidor y llevé a la cocina la taza de té y el plato de galletas que había sobre la mesita de café.

Greco llegó justo cuando estaba recolocando en el moño de Maggie algunas hebras de su pelo plateado.

Soy fan de Dashiell Hammet, y Sam Spade, sobre todo en El halcón maltes, es mi prototipo de detective privado. Aplicando ese baremo, Nicholas Greco se quedaba bastante corto. Por su aspecto y su forma de actuar me recordó al hombre del seguro que vino a verme cuando reventó una cañería en el apartamento que se halla encima del mío.

Sin embargo, esa impresión se diluyó rápidamente cuando, después de que Maggie me presentase como su nieta, él me dijo:

—Usted debe de ser la niña que acompañó a su padre a la mansión de los Carrington el mismo día que Susan Althorp desapareció.

Me lo quedé mirando sin responder; él sonrió y dijo:

—He estado estudiando los archivos sobre el caso. Hace veintidós años, su padre declaró en la oficina del fiscal que aquel día había acudido inesperadamente a la finca por un problema con la iluminación, y que la llevó a usted consigo. Uno de los empleados del proveedor de catering también mencionó que la vio sentada en un banco del jardín.

¿Me habría visto alguien colarme en la casa? Mientras invitaba a Greco a tomar asiento, tuve la esperanza de no parecer tan culpable como me sentía en ese momento.

Me irritaba ver que Maggie se lo estaba pasando en grande. Yo sabía que a aquel hombre, que ya no me recordaba al del seguro, lo habían contratado para que demostrara que Peter Carrington era responsable de la desaparición de Susan Althorp, y eso me molestaba.

Pero su siguiente pregunta me sorprendió. No se refirió a los Carrington ni a los Althorp, sino a mi padre.

—Su yerno —le preguntó a Maggie—, ¿había mostrado síntomas de depresión?

—Si recurrir a la botella se considera un síntoma de depresión, yo diría que sí —dijo Maggie, y luego me echó una mirada rápida, como si le preocupara que aquella respuesta pudiera molestarme. Se apresuró a explicarse—: Lo que quiero decir es que nunca superó la muerte de Annie. Ella era mi hija, pero un par de años después de su muerte rogué a Jonathan que empezase a frecuentar a otras mujeres. Le aseguro que había un montón de ellas que hubieran estado encantadas de salir con él. Pero él se negó en redondo. Decía: «Kathryn es la única chica a la que necesito». —Y entonces Maggie añadió algo innecesario—: Cuando tenía diez años, Kathryn decidió que quería que la llamasen Kay.

—Así pues, usted cree que el abuso del alcohol era un síntoma de su depresión, que fue lo que le condujo a quitarse la vida…

—Había perdido algunos trabajos como paisajista. Creo que el hecho de que los Carrington decidieran prescindir de él fue la gota que colmó el vaso. Su seguro estaba a punto de caducar. Cuando se le consideró legalmente fallecido, ese dinero sufragó los gastos para la educación de Kay.

—Pero no dejó ninguna nota, y su cuerpo jamás se encontró. He visto una foto suya. Era un hombre muy atractivo.

Yo empezaba a ver por dónde iban los tiros.

—¿Está usted insinuando que mi padre no se suicidó, señor Greco? —pregunté.

—No estoy insinuando nada, señorita Lansing. Siempre que un cuerpo no se recupera, la pregunta de cómo murió esa persona queda abierta. Existen numerosos casos documentados de personas que se creía que estaban muertas y que luego, veinte o treinta años después, aparecieron o fueron encontradas. Simplemente huyeron de una vida que, en cierto sentido, les parecía insoportable. Esas cosas pasan.

—Entonces, ¿piensa que Susan Althorp pudo hacer exactamente eso? —repliqué—. Nunca se encontró su cuerpo. Quizá de repente su vida le pareció insoportable.

—Susan era una chica joven y hermosa, una estudiante muy dotada que quería obtener una licenciatura en arte en Princeton, y la beneficiaria de un fondo económico que le garantizaría una vida cómoda y privilegiada. Era muy popular y atraía fácilmente a los hombres. Me temo que no veo motivos para comparar ambos casos.

—Peter Carrington le hizo algo a esa chica. Estoy segura de que le tenía celos —dijo Maggie, que ahora parecía un juez del Tribunal Supremo del Reino Unido emitiendo un veredicto—. Le concedí el beneficio de la duda hasta que su esposa se ahogó, pero eso lo único que demostró es que si uno ha matado a alguien puede volver a hacerlo. En cuanto a mi yerno, creo que estaba lo bastante deprimido para creer que, al garantizar la educación de Kay, le estaba haciendo un favor.

Aquella noche la pasta no me sentó bien, y que Maggie comentase la visita de Greco no contribuyó a aliviarme.

—Se supone que es muy listo, pero se equivocó de medio a medio al sugerir que tu padre pudo haberte abandonado.

«No, él nunca me habría abandonado —pensé—, pero no es por ahí por donde va Greco. Lo que se pregunta es si papá tuvo que desaparecer debido a lo que le sucedió a Susan Althorp».