59

Despreciaba a Elaine por su traición pero, por extraño que parezca, era un alivio no estar en posesión de la camisa incriminatoria. Aunque nos estaba chantajeando, también estaba posponiendo un dilema moral que me concernía. Según la ley, como esposa de Peter no tenía que testificar en su contra. Sin embargo, ocultar o destruir una prueba era otra historia. Pero ahora, me dije a mí misma, no estaba ocultando ninguna prueba porque no la tenía.

El día después de la vista para la fianza los medios de comunicación hicieron su agosto. La portada de un diario sensacionalista incluía una foto de Peter delante del juez y de espaldas a la cámara. El juez tenía la vista baja. El titular decía: «Zzzzzzz. ¿El juez también está dormido?». En otro diario, una caricatura mostraba a Peter con unos electrodos en la frente, un tubo respirador por encima del hombro, y un hacha en la mano con actitud de querer echar la puerta abajo.

Yo no sabía si Peter tenía acceso a la prensa, pero tampoco se lo pregunté. En mi siguiente visita, le pregunté sobre el sueño que tuvo en el centro especializado, cuando intentó abrir la puerta porque quería regresar a la finca de los Althorp.

—¿Crees que existe la posibilidad de que de verdad vieses a Gary merodeando por la casa de Susan la noche que desapareció? —le pregunté.

—¡En absoluto, Kay! Si lo hubiera visto, ¡jamás le habría permitido acercarse a ti a menos de un kilómetro!

Por supuesto que no se lo habría permitido. Estaba convencido de que aquello era sólo una ramificación confusa de su sueño… pero no lo era.

Nuestras visitas eran tan dolorosas… Nos veíamos a través de una pared de plexiglás y hablábamos por un teléfono. Él podía sentarse junto a sus abogados en torno a la mesa de conferencias pero no podía tocarme. Yo anhelaba rodearle con mis brazos, sentir la fuerza de los suyos alrededor de mi cuerpo. Pero eso no iba a suceder.

En mi mente seguía vivo el comentario de Conner Banks de que Peter se había casado conmigo por lo que yo había oído en la capilla. Pero cuando vi cómo Peter me miraba, cómo se le iluminó la cara en cuanto posó sus ojos en mí, volví a estar segura de que me amaba y que me había amado desde el principio.

Pero unas horas más tarde, cuando estaba sola en casa, no me parecía imposible que él y Susan hubieran discutido por dinero en la capilla aquella tarde. Por entonces Peter estaba en la universidad. ¿Cuánto dinero debía de recibir de un padre que era famoso por su tacañería? Si Susan tenía derecho a exigirle algo, ¿pudo Peter caer en la desesperación, quizá por miedo a su padre, y querer silenciarla?

Aquellas preguntas me acosaban sin cesar, pero cuando se acercaba por fin el siguiente día de visita me sentía fatal por haber dudado de mi esposo.

Durante las semanas posteriores a la vista, saqué una docena de veces la tarjeta de Nicholas Greco y pensé en llamarle. Tenía el absurdo presentimiento de que aquel detective podría ayudar a Peter de alguna manera. Pero cada una de esas veces me recordé que Peter no estaría arrestado si Greco no hubiese encontrado la pista de María Valdez, y siempre acababa metiendo la tarjeta en el cajón y cerrándolo con un golpe.

Estábamos disfrutando de un cálido mes de febrero, y me animé otra vez a hacer footing; todas las mañanas salía a correr por la finca. A menudo me detenía en el lugar donde habían descubierto los restos de mi padre. Esa tumba me parecía más real que la que compartía ahora con mi madre en el Mary Rest Cemetery. La policía había excavado al menos tres metros y medio en cada dirección alrededor del lugar donde los perros habían empezado a ladrar frenéticos. Ahora la fosa estaba tapada de nuevo, pero aún destacaba entre la hierba que la rodeaba, y yo sabía que la suciedad empezaría a desaparecer con el rocío de la primavera.

Decidí plantar rosales en ese lugar, pero entonces me di cuenta de que hacía tan poco tiempo que era la señora Carrington que ni siquiera sabía quién se encargaba del paisajismo.

A veces me detenía junto a la verja y miraba al otro lado, al lugar donde habían encontrado el cuerpo de Susan. Intentaba imaginar a Peter, con veinte años, pensando que sería seguro depositar el cadáver allí porque los perros rastreadores ya habían examinado toda la finca. Incluso telefoneé a la compañía del gas. Uno de sus empleados me dijo que había una tubería cerca del límite de nuestra propiedad, al otro lado de la valla, y que su compañía gozaba de un permiso perpetuo para arreglar la instalación o sustituirla. Me contó que normalmente no necesitaban remover el terreno a casi quince metros del límite.

«Cuando sospechamos que hay una fuga, nos acercamos sin notificarlo previamente —me dijo—. El día que encontraron el cuerpo de esa chica, Althorp, alguien había informado de que olía a gas, y enviamos un equipo de inmediato. Nuestros detectores practicaron agujeros mucho más cerca de su valla de lo que probablemente tengan que hacerlo jamás».

Eso podría explicar por qué, incluso aunque Peter fuera culpable, no se mostró inquieto cuando vio que el equipo de emergencia empezó a cavar cerca de la acera.

Repasé mentalmente todo lo que sabía de aquella noche. Elaine afirmaba que vio a Peter llegar a casa a las dos de la mañana. No había duda de que a medianoche llevó a Susan a casa en el coche. Me pregunté si Susan se había atrevido a huir de casa inmediatamente o si esperó veinte minutos o media hora para asegurarse de que sus padres no la oían marcharse. Y tanto si Peter había salido sonámbulo como si no, ¿en qué momento, entre las doce y media y las dos de la mañana, habría oculta do el cuerpo de Susan?

Si lo hizo, no cabía duda de que contó con la ayuda de alguien. Mi sospecha de que Gary Barr tenía algo que ver con todo aquello era cada vez más fuerte. Eso explicaría por qué Gary parecía tan nervioso e incluso había intentado escuchar a escondidas. Si, por lealtad, había intentado ayudar a Peter, debía de estar muy preocupado de que pudieran considerarlo cómplice de asesinato.

Conner Banks me facilitó una copia de una cinta de The Learning Channel en la que se recogían los asesinatos cometidos en Estados Unidos por dos hombres durante un episodio de sonambulismo. Los dos cumplían cadena perpetua. En la misma cinta se veían la reconstrucción de un homicidio y de una agresión con daños físicos graves cometidos por dos hombres en Canadá en las mismas circunstancias. A los dos los absolvieron. Viendo la cinta se me encogió el estómago. Los hombres se mostraron confusos cuando la policía los detuvo, y no recordaban nada de lo sucedido. Uno de ellos se despertó en su coche y fue a una comisaría de policía porque estaba cubierto de sangre.

Una manera de mantenerme ocupada —y era algo con lo que realmente disfrutaba— era hacer cambios en la mansión. Por lo que Peter me había contado, Grace no había cambiado casi nada pero había re decorado por completo el apartamento de la Quinta Avenida. Durante las semanas que transcurrieron entre la recepción benéfica y nuestra boda, yo sólo estuve en ese apartamento unas pocas veces. Ahora, sin Peter, no me apetecía ir. Es una tontería, pero me hubiera sentido como una intrusa. Si enviaban a Peter a la cárcel, sabía que tendría que tomar decisiones importantes sobre todas las propiedades.

Sin embargo, entretanto empecé a introducir pequeños cambios en esta casa… mi casa, como recordé. Le pedí a Gary que bajase la caja de porcelana de Limoges de la que le hablé a Peter. Jane lavó y secó los platos, las tazas y las bandejas, así como los preciosos complementos que se empleaban en las grandes cenas de finales del siglo XIX.

—Ya no se ven cosas como éstas, señora Carrington —decía Jane, maravillada.

En el comedor principal había un aparador espléndido del siglo XVII. Colocamos allí la vajilla de Limoges, y empaquetamos la porcelana que había elegido Elaine. «Menudo cambio», pensé.

En una habitación del segundo piso encontré un pesado arcón repleto de cubertería de plata ennegrecida. Cuando Jane y Gary acabaron de limpiarla, vimos que todos los cubiertos lucían las mismas iniciales.

—¿De quién son las iniciales ASC? —pregunté a Peter durante una de mis visitas.

—¿ASC? Seguramente de mi tátara tátara, lo que sea, abuela. Se llamaba Adelaide Stuart y se casó con mi tátara tátara, lo que sea, abuelo en 1820. Recuerdo que mi madre decía que Adelaide afirmaba tener algún parentesco remoto con el rey Carlos, y que nunca permitió que el antepasado de mi padre olvidase que ella gozaba de mejor posición social que él. Ella fue la que decidió trasladar la mansión desde Gales.

Me di cuenta de que conversaciones como ésa eran la mejor manera de arrancar a Peter una sonrisa. Le gustaba la idea de que estuviera dejando mi propia huella en su casa.

—Haz lo que quieras, Kay. Algunas habitaciones son demasiado frías y señoriales para mi gusto. Pero deja mi biblioteca tal como está, y ni se te pase por la cabeza cambiarle el tapizado a mi butaca.

Le conté que iba a cambiar algunos de los cuadros del piso de abajo por otros que había encontrado en el segundo piso y que me gustaban más.

Invitaba a cenar a Maggie un par de veces por semana, y a veces nos íbamos al restaurante a comer pasta. Sabía que los comensales me seguían con la mirada cuando entrábamos, pero decidí que no podía esconderme para siempre y que, en realidad, al menos hasta que empezase el juicio, sólo despertaba curiosidad.

Después de que Elaine se negara a darme la camisa no la vi durante tres semanas, aunque de vez en cuando veía que su coche salía o entraba por el camino. Hice que cambiaran todas las cerraduras de la casa, de modo que no pudiera entrar sin llamar al timbre. Una noche, cuando los Barr se habían retirado ya a su casa y yo estaba leyendo en la butaca de Peter, de repente el timbre de la puerta resonó frenéticamente.

Corrí a abrir la puerta y Elaine se precipitó dentro de la mansión con mirada enloquecida y las manos crispadas como garras. Durante un instante creí que me iba a estrangular.

—¿Cómo te atreves? —gritó—. ¿Cómo te atreves a saquear mi casa?

—¡Saquear tu casa!

Supongo que el asombro de mi voz y lo que fuera que vio en mi rostro le hicieron comprender que no sabía de qué me estaba hablando.

De inmediato, la furia de su rostro se convirtió en pánico.

—Kay —dijo—. Oh, Dios mío, Kay… ¡No está! ¡Alguien la ha robado!

No tuve que preguntarle a qué se refería. La camisa de Peter, manchada con la sangre de Susan, la camisa que sin duda alguna le convertía en un asesino, había desaparecido.