Vincent Slater había asistido a una comida de negocios en Manhattan y no llegó a casa a tiempo para responder a la petición urgente de Kay. Ella le había dejado un mensaje en el contestador: «Si no vuelves esta misma tarde, recuerda llamarme a primera hora de la mañana».
Eran las once y media de la noche cuando Slater escuchó el mensaje. Sabía que Kay se acostaba bastante pronto, así que no podía llamarla a aquellas horas. Pero ¿qué podía ser tan urgente? Aunque por lo general dormía de un tirón, aquella noche se despertó varias veces.
Su teléfono sonó a las siete de la mañana. Era Kay.
—No quiero que hablemos por teléfono —dijo ella—. Pero acuérdate de pasar a verme de camino a la ciudad.
—Ya me he levantado y estoy vestido. Voy para allá.
Cuando llegó a la mansión, Kay le llevó a la cocina, donde había estado tomándose un café.
—Quería verte antes de que Jane llegara a las ocho —dijo—. Hace un mes, en nuestra primera mañana aquí después de la luna de miel, Peter y yo salimos a correr temprano. Antes de salir, preparé café. Fue estupendo estar solos los dos, los señores Recién Casados. Parece que hayan pasado años.
Bajo la clara luz de la mañana, a Slater le pareció que Kay había perdido peso. Se le marcaban más los pómulos, sus ojos parecían más grandes. Temiendo lo que tuviera que contarle, le preguntó qué había pasado para que estuviera tan inquieta.
—¿Que qué ha pasado? No gran cosa. Sólo que, según parece, la cariñosa madrastra de Peter lleva años protegiéndole y ahora es ella la que necesita una ayudita.
—¿Qué quieres decir, Kay?
—Está dispuesta a venderme un objeto que podría perjudicar muchísimo a Peter si cayera en manos de la persona equivocada, es decir, de la fiscal. El precio es un millón de dólares, y los necesita hoy.
—¿Qué objeto? —cortó Slater. Kay, ¿de qué me estás hablando?
Kay se mordió el labio inferior.
—No puedo decirte de qué se trata, así que no me preguntes nada. Necesita el dinero hoy porque su maravilloso hijo Richard ha perdido todas sus apuestas y está endeudado hasta el cuello. Sé que Peter abrió una cuenta corriente a nombre de los dos. ¿De qué cantidad disponemos? ¿Lo suficiente para extenderle un cheque?
—Kay, no estás usando la cabeza. Para cobrar un cheque hacen falta unos días. La única manera de que disponga de ese dinero rápidamente es hacer una transferencia directa a su cuenta. ¿Estás segura de que quieres hacerlo? Ya sabes qué piensa Peter de las apuestas de Richard. No querrá respaldar ese vicio. Quizás Elaine se esté tirando un farol.
—¡No es un farol! ¡No lo es! —gritó Kay, y se cubrió la cara con las manos; las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
Sorprendido, Slater la observó mientras ella, impaciente, se enjugaba las lágrimas y se esforzaba por controlar sus emociones.
—Lo siento. Es que…
—De acuerdo, Kay —dijo él para tranquilizarla—. De acuerdo. Cálmate. Le enviaré el dinero hoy mismo.
—No quiero que Peter se entere —dijo Kay en voz baja pero controlada—. Al menos aún no. Esta noche acudirá a esa clínica para los trastornos del sueño. Ya tiene bastante de que preocuparse para encima cargar con esto.
—De momento no tiene por qué enterarse. Tengo poderes para hacer transferencias. Una vez hayamos enviado el dinero, no podrás recuperarlo. ¿Te dará ese objeto antes de la transferencia?
—Lo dudo mucho. Deja que me termine el café y luego la llamo. No quiero que note que estoy preocupada cuando hable con ella.
Slater no apartó la mirada de Kay. Ésta abrazaba con las manos la taza de café, como si quisiera calentárselas. Estuvieron sentados a la mesa unos pocos minutos, sin hablar, dando sorbos al café. Entonces Kay se encogió de hombros.
—Ya estoy bien —dijo.
Marcó el número de teléfono de Elaine y esperó mientras el aparato sonaba una y otra vez al otro extremo de la línea.
—Me produce cierta satisfacción saber que voy a despertarla —dijo amargamente—. Cuando entró en casa ayer por la tarde parecía a punto de venirse abajo, pero cuando le prometí que hoy tendría el dinero, enseguida se animó. ¡Ah, aquí está!
Slater observó cómo la expresión de Kay se endurecía mientras hablaba con Elaine. Por lo que podía oír de la conversación dedujo que ésta no iba a desprenderse de lo que fuera que tuviera hasta que la transferencia se hubiera realizado.
«¿Qué puede ser?», se preguntó.
«Elaine seguía viviendo en la mansión la noche que desapareció Susan —pensó Slater—. La suite principal está justo a la vuelta de la esquina del antiguo cuarto de Peter».
¿Podía haber visto llegar a Peter a casa aquella noche vestido con una camisa ensangrentada?
«Sí, podía», concluyó, asintiendo ligeramente.
Slater recordó los episodios de sonambulismo de que había sido testigo años atrás, cuando acompañaba a Peter de vacaciones. Sólo una vez se produjo un incidente, cuando en la estación de esquí despertó a Peter demasiado rápido y éste le agredió. Las otras tres o cuatro veces que le había visto sonámbulo, cuando regresaba a su cama se quedaba profundamente dormido de inmediato. Slater dedujo que Elaine pudo haber ido a su cuarto y haber sacado la camisa del cesto de la ropa sucia sin que Peter se diera cuenta.
Kay colgó el auricular.
—No se fía de mí. Dice que su banquero le telefoneará en cuanto el dinero esté en su cuenta, y que sólo entonces vendrá a traerme el objeto del que te hablaba.
—¿Es la camisa que Peter llevaba aquella noche? —preguntó Slater.
—No voy a responder a eso. No puedo.
—Lo entiendo. Muy bien, me voy a Nueva York. Tengo que firmar algunos papeles para hacer la transferencia.
—¡El dinero! Ésa es la causa de la mayoría de los crímenes, ¿no? El amor o el dinero. Susan necesitaba dinero, ¿verdad?
Slater se la quedó mirando.
—¿Cómo es posible que sepas eso?
—¡Oh, claro que no lo sé! —repuso ella, girando la cara para desviar la mirada. Luego, con tono sorprendido, dijo—: ¡Oh, Gary, no le he oído entrar!
—Me detuve para hablar con el guardia frente a la verja, señora Carrington. Le ofrecí una taza de café, y luego vine directamente a la casa.
«Lo que quiere decir que ha entrado por la puerta principal —pensó Slater—. Es listo. Si estaba en el vestíbulo, ¿cuánto habrá oído?». Sabía que Kay estaba pensando lo mismo.
Kay se puso en pie.
—Te acompaño a la puerta, Vince.
Caminó en silencio hasta que llegaron al vestíbulo, y luego, con un susurro, dijo:
—¿Crees que ha oído lo que estábamos diciendo?
—No lo sé, pero no tenía por qué entrar por la puerta principal. Creo que vio mi coche, nos vio hablando por la ventana de la cocina y luego retrocedió y usó una excusa para intentar enterarse de algo.
—Eso es lo que pienso yo también. Llámame cuando hayas hecho la transferencia y yo… —Kay vaciló antes de añadir—: Completaré la transacción.
Al mediodía, Slater llamó a Kay para decirle que el millón de dólares ya estaba en la cuenta de Elaine.
A las doce y media, Kay le telefoneó de nuevo, parecía enfadada e inquieta.
—No me lo va a dar. Dice que lo vendió demasiado barato. Que su contrato prematrimonial es una miseria. Quiere que hablemos de una cantidad suficiente para cubrir sus necesidades futuras.