53

Después de que Banks y Markinson se fueran, subí al piso de arriba y me eché a descansar. Eran casi las cinco de la tarde. Sabía que en la puerta había un guardia de seguridad, y otro patrullando por la finca. Había enviado a Jane a su casa diciéndole que no me encontraba bien y que más tarde me calentaría un plato de su sopa casera. Gracias a Dios, no puso trabas. Supongo que se dio cuenta de que quería estar sola.

Sola en esta enorme mansión, de la que, hacía cientos de años y en otro país, sacaron a un sacerdote a rastras y lo mataron a puñaladas en el jardín. Tumbada en la cama de nuestra suite, yo también sentía como si me hubieran apuñalado.

¿Era posible, me pregunté, que mi esposo, Peter Carrington, me hubiera metido prisa para casarnos porque necesitaba estar seguro de que jamás testificaría contra él?

¿Era posible que sus declaraciones de amor no fueran más que los cálculos de un asesino de sangre fría que, en lugar de correr el riesgo de matarme, prefirió casarse conmigo?

Recordé la imagen de Peter, encerrado en su celda, mirándome con unos ojos que brillaban de amor. ¿Se estaba burlando de mí, de Kay Lansing, la hija del paisajista, que había cometido la estupidez colosal de pensar que él se había enamorado de ella la primera vez que la vio?

«No hay peor ciego que el que no quiere ver», recordé.

Descansé la mano sobre el vientre, un gesto que casi se había convertido en un acto reflejo cuando me enfrentaba a pensamientos o situaciones indeseadas. Estaba segura de que el bebé era un niño, no porque prefiriese un niño a una niña, sino porque lo sabía. Estaba segura de que llevaba dentro de mí al hijo de Peter.

«Peter me quiere —me dije—. No hay otra respuesta».

«¿Me estoy engañando a mí misma? No. No. No».

«"Aférrate a lo que tienes, porque en eso consiste la felicidad." ¿Quién dijo eso? No me acuerdo. Pero voy a aferrarme al amor que siento por Peter y a lo que creo. Debo hacerlo, porque cada fibra de mi ser me dice que es así. Esto es lo real».

Por fin sentí que me calmaba. Supongo que incluso me adormilé un rato, porque el sonido del teléfono en la mesita de noche me despertó sobresaltada. Era Elaine.

—Kay —me dijo, y oí que le temblaba la voz.

—Sí, Elaine. —Tenía la esperanza de que, si estaba en su casa, no se le ocurriera venir a verme.

—Kay, tengo que hablar contigo. Es tremendamente importante. ¿Puedo ir a verte dentro de cinco minutos?

No tenía más remedio que aceptar. Me levanté y me lavé la cara con agua fría; me retoqué las pestañas con rímel y los labios con una barra color pastel y bajé la escalera. El hecho de que me arreglase para ver a la madrastra de Peter puede parecer una tontería, pero sentía que se avecinaba una guerra entre Elaine y yo para decidir cuál era el territorio de cada una. Peter estaba en la cárcel, yo era una recién llegada, y ella se había acostumbrado a entrar y salir de la mansión como si fuera de nuevo su casa.

Sin embargo, cuando Elaine llegó aquella tarde no había nada en ella de la señora de la casa que intenta restablecer su posición. Estaba blanca como el papel y le temblaban las manos. No cabía duda de que estaba nerviosa, terriblemente incómoda. Vi que llevaba una bolsa de plástico debajo del brazo.

No me dio tiempo ni de saludarla.

—Kay, Richard está metido en un grave problema. Ha vuelto a apostar. Tengo que conseguirle un millón de dólares ahora mismo.

¡Un millón de dólares! Aquello era más de lo que yo habría ganado si hubiese trabajado toda la vida en la biblioteca.

—Elaine —protesté—, antes que nada, no dispongo de semejante cantidad de dinero, y es inútil que se lo pida a Peter. Me dijo que hacías una estupidez al acudir siempre en su ayuda. Dijo que hasta que no te niegues a pagar sus deudas de juego Richard no se verá obligado a luchar contra su ludopatía.

—Si Richard no paga esta deuda, no vivirá lo bastante para acabar con su adicción —dijo Elaine. Era evidente que estaba al borde de la histeria—. Escúchame, Kay. Llevo protegiendo a Peter casi veintitrés años. Le vi volver a casa la noche que mató a Susan. Andaba sonámbulo, y tenía la camisa manchada de sangre. No sabía en qué tipo de problemas se había metido, pero sí que tenía que protegerle. Saqué la camisa del cesto de la colada para que la doncella no la viera. Si crees que estoy mintiendo, mira esto.

Dejó caer la bolsa que llevaba en la mano sobre la mesita del café y sacó algo de ella. Era una camisa de hombre. La sostuvo ante mis ojos. Había manchas oscuras en el cuello y alrededor de los tres primeros botones.

—¿Entiendes qué es esto? —me preguntó.

Me invadió un mareo que hizo que me hundiese en el sofá. Sí, entendía qué era lo que tenía en la mano. No dudé ni por un instante que era la camisa de Peter y que las manchas oscuras eran la sangre de Susan Althorp.

—Ten listo el dinero para mañana por la mañana, Kay —dijo Elaine.

De repente me vino a la mente la imagen de Peter agrediendo a Susan. La autopsia reveló que la joven había recibido un fuerte impacto en la boca. Peter había agredido al policía de esa misma manera. «¡Dios mío! —pensé—. ¡Dios mío, no hay esperanza para él!».

—¿Viste volver a Peter a casa aquella noche? —pregunté.

—Sí.

—¿Estás segura de que iba sonámbulo?

—Totalmente. Pasó a mi lado en el pasillo y ni me vio.

—¿A qué hora llegó?

—A las dos.

—¿Qué hacías en el pasillo a esas horas?

—El padre de Peter seguía quejándose de lo que había costado la fiesta, así que decidí irme a una de las otras habitaciones. Fue entonces cuando vi a Peter subiendo por la escalera.

—Y luego entraste en el cuarto de baño de Peter para recoger la camisa. Imagina que te hubiera visto, Elaine. ¿Qué habría pasado?

—Le habría dicho que sabía que era sonámbulo y que quería comprobar que había vuelto a la cama sano y salvo. Pero no se despertó. Gracias a Dios que cogí la camisa… Si la hubieran encontrado en el cesto de la colada a la mañana siguiente, le habrían detenido y condenado. Seguramente aún estaría cumpliendo condena.

Elaine empezó a parecer más serena. Supongo que se dio cuenta de que le conseguiría el dinero. Dobló con cuidado la camisa y volvió a meterla en la bolsa de plástico, como si fuera la dependienta de unos grandes almacenes que acabase de hacer una venta.

—Si realmente querías ayudar a Peter, ¿no habría sido mejor que te deshicieras de la camisa? —le espeté.

—No, porque es una prueba de que lo vi aquella noche.

«Una especie de póliza de seguro —pensé—. Algo que guardar para un día de necesidad».

—Te conseguiré el dinero, Elaine —le prometí—, pero sólo si me das la camisa.

—Te la daré, Kay. Siento hacer esto. He protegido a Peter porque le quiero. Ahora tengo que proteger a mi hijo. Por eso estoy aquí haciendo un trato contigo. Cuando tengas un hijo, lo entenderás.

«Quizá ya lo entiendo», pensé. No le había dicho a nadie que estaba embarazada, sólo a los abogados. Era demasiado pronto, y además no quería que la noticia se filtrase a la prensa. «Por supuesto, ahora no pienso decirle nada a Elaine sobre el bebé», pensé amargamente. No cuando estaba negociando para comprar la camisa manchada de sangre que demostraba que su padre era un asesino.