La enfermera que recibió a Nicholas Greco en la puerta del dormitorio de Gladys Althorp le rogó que no se quedara mucho rato.
—Está muy débil —le dijo—. Hablar la cansa.
La enferma reposaba en una cama de hospital que habían colocado al lado de la enorme cama de su dormitorio. Tenía las manos sobre la colcha, y Greco se dio cuenta de que no llevaba la alianza que siempre le había visto.
«¿Tiene los dedos demasiado delgados para evitar que la alianza se le caiga, o es una última muestra de rechazo hacia su marido?», se preguntó Greco.
Gladys Althorp tenía los ojos cerrados, pero los abrió un instante después de que Greco llegase al lado de la cama. Sus labios se movieron, y su voz era muy débil cuando le saludó.
Greco fue directo al grano.
—Señora Althorp, no quería molestarla, pero hay algo que me gustaría investigar. Podría tener que ver con quién ayudó a Peter Carrington a ocultar el cuerpo de Susan.
—Oí las sirenas de la policía la noche que vino aquí. Le pedí a la enfermera que me llevase hasta la ventana. Les vi arrastrándolo hasta el coche… y… —el pecho de Gladys Althorp empezó a subir y bajar bruscamente debido al esfuerzo para respirar.
La enfermera acudió presurosa a su lado.
—Señora Althorp, por favor, no intente hablar. Limítese a respirar despacio.
«No debería haber venido», pensó Greco. Puso la mano sobre la de la enferma, muy pálida, y le dijo:
—Lo siento muchísimo. No debería haberla molestado, señora Althorp.
—No se vaya. Ha venido para algo. Cuénteme.
Greco sabía que lo mejor era ser directo.
—Me gustaría mucho saber los nombres de las mejores amigas de su hija, aquellas con las que iba a las fiestas cuando el embajador Althorp les proporcionaba un chófer.
Si a Gladys Althorp le sorprendió la pregunta, no lo demostró.
—Eran tres. Fueron a la Elisabeth Morrow School con Susan.
La señora Althorp hablaba más despacio, dándose tiempo para respirar hondo entre cada palabra.
—La mejor amiga de Susan era Sarah Kennedy. Se casó con Stuart North. Vernie Bauer y Lenore Salem eran las otras dos. Me temo que no puedo… —Suspiró y cerró los ojos.
—Señor Greco, creo realmente que no debe hacerle más preguntas —dijo la enfermera.
«Ahora Susan tendría sólo cuarenta años», pensó Greco. Las otras chicas debían de ser de la misma edad, año más o menos. Calculó que sus padres tendrían entre sesenta y tantos y casi ochenta años. Quería preguntar a la madre de Susan si las familias de aquellas mujeres seguían viviendo en la zona, pero en lugar de ello asintió a las palabras de la enfermera y se dio la vuelta para irse. Entonces vio que Gladys Althorp volvía a abrir los ojos.
—Esas chicas estuvieron en el funeral de Susan —dijo Gladys Althorp. Las comisuras de sus labios se curvaron en un intento de sonrisa—. Solían llamarse las cuatro mosqueteras…
—Entonces, ¿aún viven por aquí? —preguntó Greco rápidamente.
—Sarah sí. Cuando ella y Stuart se casaron, compraron la casa de al lado. Aún viven en ella.
Cuando Greco salió de la casa de los Althorp, dudó que volviera a ver a Gladys Althorp. Por una parte, se sentía fatal por haberla molestado incluso aquellos breves minutos. Sin embargo, por otra, cada vez le producía más inquietud la facilidad con que las piezas habían encajado, y eso le hacía pensar que había piezas importantes del puzle que aún no estaban en su lugar.
Algunos hechos sueltos habían empezado a llamar su atención. Había llegado a la conclusión de que Peter Carrington tuvo que contar con ayuda para ocultar el cuerpo de Susan hasta que los perros acabaran su búsqueda.
Y si Peter mató a Jonathan Lansing, tuvo que contar con alguien que le siguiera hasta aquel lugar cerca del Hudson donde dejó el coche de Lansing.
Y el ejemplar desaparecido de la revista People, que había estado sobre la mesa la noche en que murió Grace Carrington, tenía su importancia. Greco creía que sabía lo que había pasado. Nancy Hammond vio a Grace arrancar una página de la revista. Su esposo, Jeffrey, afirmó que no la había visto hacerlo.
Nancy Hammond comentó que en aquel instante la atención de los otros invitados se centró en la llegada repentina de Peter a casa. «Cree que es la única que vio a Grace arrancar la página y metérsela en el bolsillo», pensó Greco. Quien se llevó luego la revista, ¿creía que la página seguía dentro?
Si era así, eso respondería a un montón de preguntas.
Sin embargo, abriría también un nuevo interrogante. Peter Carrington no sabía nada de la revista. Según el testimonio de todos ellos —Elaine, su hijo Richard, Vincent Slater y los Hammond—, después de quitarle la copa a Grace y reprenderla por su conducta, Peter subió directamente al piso de arriba.
Greco miró el reloj: eran las cinco en punto. Cogió el móvil y marcó el número de Información. Había temido que el número de teléfono de Stuart y Sarah North no figurase en el listín, pero sí estaba. Una voz grabada dijo: «Estamos marcando el 201-555-1570 para usted. Si desea enviar un mensaje de texto…».
En casa de los North descolgaron tras el segundo timbrazo. El tono de voz de la mujer que respondió era cálido. Greco se presentó y le explicó que acababa de visitar a Gladys Althorp.
—Me contrató para reabrir la investigación sobre la muerte de Susan. ¿Es usted Sarah Kennedy North?
—Sí. Y usted debe de ser el investigador que localizó a la doncella. El embajador nos habló de usted.
—Quizá sea una petición imposible, pero estoy en mi coche, justo delante de casa de los Althorp. Sé que usted vive en la puerta de al lado. ¿Podría hacerle una visita de unos pocos minutos? La señora Althorp me dijo que es usted la mejor amiga de Susan. Me gustaría mucho hacerle algunas preguntas sobre ella.
—Yo era la mejor amiga de Susan. Por supuesto que puede venir. La primera casa a la derecha de la de los Althorp.
Tres minutos después, Nicholas Greco subía por el camino de entrada a la casa de los North. Sarah North le estaba esperando con la puerta entreabierta.
Era una mujer alta, con ojos bastante separados, cabellos pelirrojo oscuro, y la complexión propia de una atleta. Iba vestida de manera cómoda, con un suéter y unos tejanos. La cálida sonrisa con la que le invitó a entrar en el estudio que había junto al vestíbulo parecía sincera. La impresión inmediata que tuvo Greco acerca del interior de la casa era que la habían amueblado con gusto y dinero.
—Mi marido no llega a casa hasta las seis y media —explicó Sarah cuando se sentó en el sofá y señaló a Greco la silla que estaba al lado—. Su despacho está en el centro de Manhattan, e insiste en ir y volver en coche. Estoy segura de que usted sabe lo que se tarda en las horas punta.
—Creo que a principios del siglo XX a Englewood se la conocía como «el dormitorio de Wall Street».
—Es verdad, y hasta cierto punto sigue siendo así. ¿Cómo está la señora Althorp?
—Me temo que no muy bien. Señora North, he localizado a la doncella, cuyo testimonio puede contribuir a condenar a Peter Carrington, pero no estoy satisfecho. Hay algunas cosas que no encajan, y ahora sospecho que contó con un cómplice. Me interesa saber cosas sobre el año anterior a la muerte de Susan. Sé que en ocasiones su padre contrataba a un chófer para que las llevase, a ella y a sus amigas, de un sitio a otro. ¿No tenían edad para conducir?
—Sí, claro que sí, pero si íbamos a una fiesta lejos de aquí, el embajador insistía en que a Susan la llevaran en coche. A mis padres la idea les encantaba, claro. No querían que fuésemos en coche con adolescentes que podían haber bebido unas copas de más y liarse a correr por la carretera. Por supuesto, pasábamos la mayor parte del tiempo en la universidad, donde el embajador no podía controlar lo que hacíamos. Pero así eran las cosas en casa.
—Sin embargo, la noche de la fiesta en la finca de los Carrington, su padre permitió que fuera Peter Carrington quien llevara a Susan a casa.
—A él Peter le encantaba. Confiaba en él. Sentía que era distinto. En verano, cuando los demás estábamos en el club jugando al tenis o al golf, Peter, con su camisa y su corbata, estaba en el despacho, con su padre.
—Así pues, cuando les acompañaba un chófer, en el coche iban Susan, usted y dos chicas más…
—Sí. Susan se sentaba delante, con Gary, y Vernie, Lenore y yo íbamos detrás.
—¿Gary? —Greco no quería que Sarah sospechase que era precisamente de aquel hombre de quien quería conocer más datos.
—Gary Barr. Él y su esposa ayudaban en las cenas cuando los Althorp tenían invitados. Y además era el chófer que nos llevaba de un lado a otro.
—¿Cómo se comportaba? ¿Era agradable?
—Oh, sí. Susan decía que era su «colega».
—¿Existe alguna posibilidad de que hubiera un… —Greco vaciló antes de añadir: interés romántico? ¿Podría ser que Susan estuviera prendada de él, como decíamos en mi época?
—¡De Gary! ¡Oh, no, nada de eso! Decía que la hacía sentirse bien, pero quería decir segura, a salvo.
—Señora North, espero que entienda que cuando le hago estas preguntas que usted, como amiga de Susan, puede no querer responder, no intento meterme donde no me llaman. Creo que Peter Carrington contó con la ayuda de alguien para esconder el cuerpo de Susan. ¿Me puede decir algo sobre Susan que me ayude a comprender por qué aquella noche se fue de su casa después de avisar a sus padres de que ya había llegado?
—Me he pasado veintidós años intentando entenderlo —dijo Sarah North con franqueza—. No parecía lógico que Peter ayudase a Susan a engañar a sus padres. De hecho, hasta que oí las sirenas de la policía la noche que se presentó en casa de los Althorp, yo dudaba de que fuese culpable. Pero aquella noche nos pusimos la bata y salimos corriendo a ver qué pasaba. Vi al policía al que golpeó. Le pegó fuerte. Tiene sentido que pasara algo así si agredió a Susan mientras estaba sonámbulo.
—¿Ustedes estuvieron en la fiesta en la finca de los Carrington aquella noche?
—Estábamos todos.
—¿Hasta qué hora se quedaron?
—Hasta las doce y media o una menos cuarto. Yo tenía que estar en casa a la una.
—Pero aquella noche Susan tenía que ser Cenicienta. Sus padres le dijeron que volviera a casa a medianoche.
—Durante la cena de aquella noche me di cuenta de que su padre estaba enfadado con ella. Creo que la estaba castigando.
—¿En qué sentido?
—No lo sé.
—¿A Susan le molestaba la actitud de su padre?
—Sí. De hecho, aquella noche Susan no era la de siempre. Aunque había que conocerla bien para darse cuenta.
—El embajador tiene fama de tener un carácter fuerte, ¿no es cierto, señora North?
—Cuando éramos niñas le llamábamos el «diploNOcus». Siempre le oíamos gritar a Susan y a sus hermanos. Es muy duro.
—¿Alguna vez se ha preguntado qué hubiera hecho de haber visto a Susan escabullirse de casa?
—La habría matado —dijo Sarah North, y se quedó de piedra al oír lo que había dicho—. Por supuesto, no literalmente.
—Por supuesto —afirmó Greco. Se levantó para irse—. Ha sido usted muy amable. ¿Puedo volver a llamarla si lo considero necesario?
—Claro. No creo que ninguno de nosotros esté satisfecho hasta que se aclare tanto la muerte de Susan como la de su padre.
—¡Su padre! ¿Se refiere al padre de la señora Carrington?
—Sí —dijo Sarah North con expresión de angustia—. Señor Greco, Kay Carrington vino a verme. Me preguntó el mismo tipo de cosas que usted. Le prometí que no le diría a nadie que había venido.
—Tiene mi palabra de que no se lo diré a nadie, señora North.
Mientras Nicholas Greco volvía a su coche, se sintió muy preocupado. Se encontró formulándose las dos preguntas que siempre se planteaba cuando intentaba resolver un caso: «¿Y si suponemos que…?» y «¿Qué pasaría si…?».
¿Y si suponemos que Peter Carrington es totalmente inocente de las tres muertes?
¿Qué pasaría si hay alguien ahí fuera, alguien relacionado con los Carrington, que es el verdadero asesino? ¿Qué haría esa persona si se enterase de que la joven esposa de Peter Carrington está haciendo preguntas que pueden conseguir que la verdad salga a la luz?
«Puede que Kay Carrington no quiera hablar conmigo, pero voy a reunirme con ella —pensó Greco mientras subía al coche—. Debo advertirla».