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El trabajo a tiempo parcial que Pat Jennings había aceptado en la Walker Art Gallery la había hecho famosa. Ahora que Peter Carrington no sólo estaba acusado de asesinato, sino que aparecía en un vídeo saltándose las condiciones de la fianza y agrediendo a un policía, todos los amigos de Pat estaban ansiosos por enterarse de los chismorreos que pudiera contarles sobre cualquier miembro de la familia Carrington.

Pat guardaba silencio absoluto excepto con Trish, su mejor amiga durante los últimos veinte años. Cuando estudiaban en la universidad les asignaron el mismo dormitorio, y les pareció muy divertido que cada una hubiera optado por que la conociesen con una variante del nombre que compartían, Patricia.

Trish trabajaba en las oficinas del selecto centro comercial Bergdorf Goodman, situado en la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y siete, a sólo una manzana de la galería. Una vez a la semana, las dos mujeres se reunían para un almuerzo rápido y, con absoluta confianza, Pat la ponía al día de los últimos rumores de los que se había enterado.

Le contó que le parecía que Richard Walker tenía una relación amorosa con una joven artista novel, Gina Black.

—Le organizó un cóctel en la galería y fueron cuatro gatos. Cuando entra en la galería me doy cuenta de que está loca por él. Lo siento por ella, porque apuesto a que la cosa no dura. Por lo que él comenta, creo que ha tenido un montón de novias. Piensa que se casó dos veces y que ninguno de los dos matrimonios le duró lo suficiente para cambiar los manteles. Seguro que sus esposas se cansaron de ver que era un donjuán y un ludópata.

A la semana siguiente, Pat habló de Elaine Carrington.

—Richard me ha dicho que su madre pasa la mayor parte del tiempo en su apartamento de Nueva York. Está resentida porque piensa que Kay, la nueva esposa de Peter Carrington, no quiere que vaya a la mansión a menos que ella la invite.

»No creo que Richard haya ido mucho a Nueva Jersey —prosiguió—. Me dijo que entiende lo difícil que debe de ser para Kay, sabiendo que casi con toda probabilidad su marido mató a su padre, aunque no lo recuerde. Richard me dijo que cree que debió de pasar lo mismo que cuando Peter agredió al policía. Bueno, las dos hemos visto el vídeo en la tele. Estaba claro que Peter Carrington estaba totalmente fuera de sí. Daba miedo.

—Desde luego —asintió Trish—. ¡Qué triste casarse con un tío con tanto dinero y luego enterarse de que está pirado! Aparte de esa artista, ¿tiene alguna pista nueva sobre la vida amorosa de Richard?

—Bueno, hay algún indicio, sí, pero no estoy segura de que sea nada nuevo. Hay una mujer que le ha estado llamando; debe de ser una de sus ex. Se llama Alexandra Lloyd.

—Alexandra Lloyd…, un nombre curioso —comentó Trish—. A menos que se lo haya inventado. Quizá se dedique al espectáculo. ¿La has visto alguna vez?

—No. Apuesto a que es artista. De todos modos, él pasa de sus llamadas.

Tres días después, como Pat Jennings no podía aguantar hasta la siguiente reunión con Trish, le telefoneó.

—Richard está hecho polvo —susurró al auricular—. Sé que ha perdido dos grandes sumas en las carreras. Su madre vino a verlo esta mañana. Cuando llegué, estaban en su despacho, con la puerta cerrada, ¡y no veas la que tenían liada! Él le decía que necesitaba dinero, y ella le gritaba que no tenía. Entonces él dijo algo sobre que ella sabía perfectamente de dónde sacarlo, y ella gritó: «¡Richard, no me hagas recurrir a eso!».

—¿Y qué quería decir? —preguntó Trish, sin aliento.

—No tengo ni idea —admitió Pat—, pero me encantaría saberlo. Si lo descubro, te llamo.