Quizá suene extraño pero, pasados los dos primeros días, agradecí estar sola por la noche. Si Peter no podía estar conmigo, prefería estar sola. En Jane y Gary Barr había algo que me ponía nerviosa. Jane siempre estaba pendiente de mí. Sabía que le preocupaba verme tan abatida, pero no me gustaba sentirme observada como un insecto bajo un microscopio.
Después de la visita de los detectives, Maggie vino a casa corriendo y llorando, e intentó explicarme que jamás les habría permitido subir al desván si se le hubiera ocurrido que eso me iba a molestar.
Le debo demasiado, y la quiero demasiado, para hacer que se sintiera peor de lo que ya se sentía. Tal como me explicaron los abogados, aunque mi padre había dirigido la carta a Peter, no había ninguna prueba de que no la hubiese abierto otra persona. Durante el registro de la casa encontraron otra copia de aquel boceto en los archivos de mi padre.
Conseguí tranquilizar a Maggie diciéndole que no la estaba evitando, y logré que comprendiera por qué no podía permitir que viviese conmigo. Al final admitió que estaría más a gusto en su propia casa, en su propia butaca, en su propia cama. Le dije que yo estaba segura en la mansión: siempre había guardias de seguridad en la puerta y recorriendo a pie los terrenos. Nada dijimos acerca del hecho de que, como Peter estaba en la cárcel, ella no tenía que temer por mi seguridad personal.
Mis visitas a Peter me rompían el corazón. Se estaba convenciendo hasta tal punto de que era el auténtico culpable de las muertes de Susan y de mi padre que empezó a adoptar una actitud de desapego frente a su propia defensa. El gran jurado había decidido acusarle de los dos asesinatos, y el juicio se había fijado para octubre.
Los abogados, sobre todo Conner Banks, se reunían con él en la cárcel, de modo que yo los veía menos que antes. Empecé a saber de las personas con las que había trabajado en la biblioteca, y de otros amigos, tanto de la zona como de Manhattan. Todos tenían mucho cuidado cuando hablaban conmigo, se mostraban solícitos pero incómodos, sin saber qué decir.
«Kay, siento tanto lo de tu padre… Hubiera asistido al funeral de haber sabido dónde se celebraba…».
«Kay, si hay algo que pueda hacer, no sé, tal vez te apetezca salir a cenar o ir al cine…».
Yo sabía lo que cruzaba por la mente de aquellas buenas personas: es difícil abordar este tipo de cosas desde un punto de vista racional. Yo era la señora Carrington, esposa de uno de los hombres más ricos del país, y era también la señora Carrington, esposa de un doble —o quizás incluso triple— asesino.
Di largas a todas las propuestas de quedar con gente. Sabía que incluso un sencillo almuerzo resultaría incómodo para todos. Glenn era la única persona a la que lamentaba no ver. Habló con tanta naturalidad cuando me llamó…
—Kay, debes de estar pasando un calvario —dijo.
Una vez más, fue bonito oír su voz. No quise fingir.
—Sí, la verdad es que sí.
—Kay, puede que suene estúpido, pero he estado intentando imaginar qué haría si estuviera en tu lugar. Y tengo la respuesta.
—¿Y?
—Cenar con un viejo amigo como yo. Mira, sé que eso es lo que siempre he sido para ti, y está bien. Tú serás la que lleve la conversación.
Y lo decía en serio. Glenn sabía que para mí nunca hubo un «nosotros». En realidad, imagino que para él tampoco lo hubo. Yo seguía pensando lo mismo. Me hubiera encantado salir a cenar con él, pero intenté imaginar cómo me sentiría si estuviera en el lugar de Peter y me enterase de que mi esposo se había ido a cenar con una antigua novia…
—Glenn, suena de maravilla, pero no es buena idea —dije, y luego me sorprendí a mí misma añadiendo—: al menos todavía no.
¿En qué momento comencé a creer que Peter tenía razón, que había cometido los crímenes de que le acusaban mientras estaba sumido en un estado alterado de conciencia? Empecé a razonar que, si él lo creía, ¿cómo podía no aceptarlo yo? Y, por supuesto, pensar eso me partía el alma en dos.
Imaginé a mi padre durante las últimas semanas de su vida. Perfeccionista como era, debía de haber estado ansioso por ver acabada la parte pendiente de su diseño para la finca de los Carrington, incluso aunque no pudiera terminarlo él.
Según el informe policial, le golpearon tan fuerte en la cabeza, que tenía el cráneo hundido. ¿Fue Peter quien levantó algún objeto pesado y le propinó el golpe?
Entonces me vinieron a la mente buenos recuerdos de mi padre, recuerdos que siempre había intentado alejar porque creía que me había abandonado.
Recuerdos como: mañanas de domingo cuando, después de la iglesia, me llevaba a Van Saun Park para dar un paseo en poni.
… Los dos cocinando juntos en la casa. Él diciéndome que Maggie no sabía cocinar y que mi madre tuvo que aprender algunas recetas para sobrevivir. «Papá, Maggie sigue sin saber cocinar», pensé.
… La nota que le escribió a Peter: «He disfrutado mucho de nuestras conversaciones, y te deseo lo mejor».
… Aquel día en que me colé en esta casa y subí a la capilla.
Durante ese tiempo, subía sola a la capilla casi todos los días. No había cambiado. Allí estaba la misma estatua desportillada de la Virgen María, la mesa que debió de servir de altar y las dos filas de bancos. Compré una vela eléctrica para ponerla a los pies de la imagen. Me sentaba allí durante diez o quince minutos, medio rezando, medio recordando la breve discusión que había oído aquel día, hacía veintidós años y medio.
Fue allí donde empezó a echar raíces una posibilidad en mi mente. Nunca se me había ocurrido que Susan Althorp podía haber sido la persona a la que oí pedir dinero. Su familia era rica. Siempre había leído que ella tenía una fortuna a su nombre.
Pero ¿y si hubiera sido Susan? Entonces, ¿quién era el hombre que le espetó: «Ésa es la misma canción de siempre»? Cuando ella se fue de la capilla, el hombre silbó las últimas notas de la canción. Aunque yo era una cría, me di cuenta de lo furioso que estaba.
Fue en aquella capilla donde echó raíces mi desesperada esperanza de que quizá pudiera encontrar una respuesta que resolviera los crímenes de los que se acusaba a Peter.
Tenía miedo de que Peter intuyera lo que estaba pensando. Si me creía, y se convencía de que era inocente, su siguiente pensamiento sería que el verdadero culpable podía seguir cerca. Y entonces empezaría a preocuparse por mí.
Tal como estaban las cosas, aunque Peter colaboraba activamente preparando su propia defensa, me daba cuenta de que los abogados le habían convencido de que era inútil esperar otra cosa que no fuera un veredicto de «culpable». Durante mis visitas, me animaba a que me distanciase de él, a que me divorciara. «Kay, en cierto modo estás tan prisionera como yo —decía—. Sé perfectamente que no puedes ir a ninguna parte sin que la gente te mire y hable de ti».
Le quería tanto… Estaba encerrado en una celda diminuta y se preocupaba de que yo me refugiara en una mansión. Le recordé que teníamos un trato. Podía visitarle en la cárcel y estar con él durante el juicio. «Así que no estropees el poco tiempo que podemos pasar juntos hablando de que te abandone», le dije. Por supuesto, yo no tenía ninguna intención de cumplir mi parte del trato. Si le condenaban, yo sabía que jamás me divorciaría de él, ni le abandonaría, ni dejaría de creer en su inocencia.
Pero él no dejaba de sacar el tema.
—Por favor, Kay, te lo ruego, sigue con tu vida —me dijo durante una visita a finales de febrero.
Yo tenía algo que decirle, algo que había descubierto hacía unos días, y quería encontrar un buen momento para contárselo. Entonces me di cuenta de que nunca habría un buen momento, pero que ése era el momento correcto.
—Estoy siguiendo con mi vida, Peter —aseguré—. Vamos a tener un bebé.