44

—Los abogados se quedan a almorzar —dijo Jane Barr a su marido cuando éste volvió de hacer los recados que le había encargado—. ¿No crees que después de tres horas seguidas ya es suficiente? La señora Carrington tiene un aspecto horrible. Me temo que esa chica se está poniendo enferma.

—Ha tenido que soportar mucha presión —afirmó Gary Barr mientras colgaba el abrigo en el armario situado junto a la puerta de la cocina.

—He preparado caldo de pollo —dijo Jane innecesariamente, pues el aroma a pollo, cebollas y apio inundaba la cocina—. Hornearé unas galletas y prepararé una ensalada y queso. Ninguno de ellos es vegetariano.

Gary Barr conocía a su mujer. Durante las dos últimas semanas, desde que se descubrieron los restos de Susan Althorp, Jane había estado atando cabos. La observó mientras se acercaba a la pila y limpiaba la lechuga. Se puso detrás de ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con timidez.

Jane se dio la vuelta; su rostro crispado por la culpabilidad y la ira.

—En este mundo nunca ha habido un ser humano tan bueno como Peter Carrington, y ahora mismo está en la cárcel porque…

—No lo digas, Jane —ordenó Gary Barr, ahora era su rostro el que reflejaba ira—. No lo digas y no lo pienses. Porque no es cierto. Te juro por mi alma que no es cierto. Me creíste hace veintidós años. Harías bien en seguir creyéndome ahora, porque, si no, podríamos acabar viviendo bajo el mismo techo que Peter Carrington, y no me refiero a esta casa.