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La impactante grabación de la policía, donde se veía a Peter Carrington arrodillado en el césped de la casa de los Althorp y agrediendo luego al primer policía que se le acercó, hizo que Nicholas Greco se plantease si tenía sentido acudir a la cita con Nancy y Jeffrey Hammond, la pareja invitada a la cena la noche que Grace Carrington se ahogó.

Cuando Nancy Hammond escuchó el mensaje que Greco le dejó en el con testador, le telefoneó para explicarle que habían estado fuera, visitando a unos parientes en California, y le invitó a que fuera a verlos.

La pareja vivía en una bonita calle de Englewood, donde la mayoría de las casas eran antiguas y tenían amplios porches y contraventanas, el tipo de casas que se construyeron a finales del siglo XIX. Greco subió los cinco escalones y llamó al timbre.

Nancy Hammond abrió la puerta, se presentó y le invitó a entrar. Era una mujer menuda que aparentaba cuarenta y pocos años; el cabello plateado le enmarcaba el rostro y suavizaba sus angulosos rasgos.

—Jeff acaba de llegar a casa —dijo—. Ahora mismo baja. Ah, aquí está —añadió.

Jeffrey Hammond estaba bajando por la escalera desde el primer piso.

—¿Así es como me presenta mi mujer? —Dijo, enarcando las cejas—. ¿«Aquí está»?

Greco se dijo que estaba cerca de los cincuenta. Le recordó al astronauta John Glenn; como éste, Hammond era calvo y tenía marcadas patas de gallo, fruto de sonreír mucho. Si algo molestaba a Greco era ver a un hombre que no aceptaba la inevitabilidad de su ADN. Era capaz de reconocer una peluca a un kilómetro, y a sus ojos aún era peor un hombre con largos mechones de pelo peinados sobre una reluciente calva.

Greco se había informado a fondo sobre aquella pareja, y descubrió que eran lo que cabría esperar de las amistades de Grace Carrington. Tenían sólidas bases familiares: el padre de ella había sido senador de estado; el bisabuelo de él, miembro del gabinete presidencial. Ambos eran personas bien educadas, y tenían un hijo de dieciséis años que estaba en un internado. Jeffrey Hammond recaudaba fondos para una fundación privada. Nancy Hammond trabajaba a tiempo parcial, realizando funciones administrativas en la oficina del congresista local.

Greco les había explicado, tanto en el mensaje grabado como en la conversación telefónica, por qué quería hablar con ellos. Mientras les seguía al salón, fue tomando nota mental de los detalles de la casa. Era evidente que uno de los dos era músico. Un gran piano con libros de partituras dominaba el salón. La superficie del piano estaba cubierta de fotos familiares. En la mesita del café había varias revistas bien organizadas: National Geographic, Time, Newsweek. Greco se dio cuenta de que tenían aspecto de que las hubieran leído. El sofá y las sillas eran de buena calidad pero necesitaban un tapizado nuevo.

Su impresión general fue la de un hogar agradable habitado por personas inteligentes. En cuanto se sentaron, fue directamente al grano.

—Hace cuatro años, ustedes declararon ante la policía sobre la conducta de Grace Carrington durante la cena que compartieron con ella la noche en que murió.

Jeffrey Hammond miró a su esposa.

—Nancy, yo pensaba que Grace parecía totalmente sobria cuando llegamos. Tú no estabas de acuerdo.

—Estaba muy nerviosa, incluso agitada —dijo Nancy Hammond—. Grace estaba embarazada de siete meses y medio, y había tenido algunos falsos dolores de parto. Hizo esfuerzos por mantenerse alejada del alcohol. Lo pasó mal. La mayoría de sus amigos estaban en la ciudad y no dejaban de entrar y salir de su apartamento. A Grace le encantaban las fiestas. Pero el médico le había dicho que hiciera mucho reposo, y creo que en la mansión se sentía más segura que en Nueva York. Como es lógico, allí se aburría mucho.

—Está claro que usted la conocía muy bien —comentó Greco.

—Estuvo ocho años casada con Peter. Durante ese tiempo fuimos socias del mismo gimnasio en Englewood. Siempre que Grace estaba en la mansión, se entrenaba en aquel gimnasio. Nos hicimos amigas.

—¿Confiaba en usted?

—«Confiar» tal vez sería decir demasiado. Sólo en una ocasión bajó la guardia y definió a Peter como un genio rico y una persona anodina, poco aventurera.

—Entonces, ¿no cree que estuviera deprimida?

—A Grace le preocupaba su dependencia de la bebida. Sabía que tenía un problema. Anhelaba ese hijo, y nunca se olvidaba de que ya había tenido tres abortos. Mi impresión es que cuando llegamos ya se había bebido una copa, y luego, de una manera o de otra, disimuladamente cayeron otras.

«Había varios motivos por los que quería que su hijo viviese», pensó Greco. Uno de ellos, y no el menos importante, podía ser que el bebé era su billete para una asignación anual de veinte millones de dólares durante el resto de su vida. Se volvió hacia Jeffrey Hammond y le preguntó:

—¿Qué piensa usted, señor Hammond?

Jeffrey Hammond pareció reflexionar.

—No paro de darle vueltas a esa noche —dijo—. Estoy de acuerdo en que Grace parecía nerviosa cuando llegamos, y luego, tristemente, a medida que avanzaba la velada se le empezó a trabar la lengua y a evidenciar problemas de equilibrio.

—¿Alguien intentó impedir que siguiera bebiendo?

—Cuando me di cuenta, era demasiado tarde. Fue al bar y, sin esconderse, se sirvió un vodka solo. Antes de la cena afirmó que sólo había bebido soda con un chorrito de lima.

—Eso fue de cara a la galería —dijo Nancy Hammond con sequedad—. Como la mayoría de los alcohólicos, seguro que tenía una botella escondida en alguna parte. Quizás en el tocador.

—¿Esperaba que su marido llegase a tiempo para la cena? —preguntó Greco.

—Recuerde que aquella cena no fue un encuentro planificado —dijo Jeffrey Hammond—. Grace llamó a Nancy el día antes para saber si estábamos libres. A primera hora de la tarde nos dijo que se acercaba el cumpleaños de Richard Walker, así que consideramos la ocasión su fiesta de cumpleaños. En la mesa no había cubiertos para Peter.

—¿Habló Grace de un artículo que había leído en la revista People sobre la actriz Marian Howley? —preguntó Greco.

—Sí —respondió rápidamente Nancy Hammond—. De hecho, cuando llegamos tenía la revista abierta por aquella página, y la dejó abierta. Comentó qué actriz tan maravillosa era Marian Howley, y dijo que iba a conseguir entradas para su nueva obra, que había coincidido con Howley en algunas fiestas benéficas, y que tenía un gusto exquisito. Después de la cena, cuando estábamos tomando café, volvió a hablar de ella, repitió, como suelen hacer los borrachos, la frase sobre el gusto tan estupendo que tenía aquella actriz. Luego arrancó la página de la revista, se la metió en el bolsillo de la chaqueta, y dejó caer la revista al suelo.

—Yo no la vi hacerlo —dijo Jeffrey Hammond.

—A esas alturas los demás no le hacíais ni caso. Eso pasó tan sólo unos segundos antes de que Peter llegase, y entonces se lió la gorda. Unos minutos después, nos fuimos.

Greco se sentía decepcionado. Había llegado con la esperanza de descubrir algo más, de enterarse de si la página arrugada que llevaba Grace Carrington en la chaqueta tenía alguna importancia especial. Se puso en pie para marcharse.

—No quiero robarles más tiempo —dijo—. Han sido ustedes muy amables.

—Señor Greco —dijo Nancy Hammond—, durante estos últimos cuatro años he creído que la muerte de Grace fue un accidente, pero después de ver esas imágenes de Peter Carrington pegándole al policía delante de la casa de los Althorp, he cambiado de opinión. Ese hombre es un psicópata, y puedo imaginarlo cogiendo a Grace cuando se quedó dormida en el sofá, llevándola a la piscina y tirándola. Ojalá pudiera decirle algo que le responsabilizara de su muerte.

—Sí, ojalá —dijo Jeffrey Hammond con firmeza—. Es una desgracia que casi con toda probabilidad Nueva Jersey vaya a abolir la pena de muerte.

Greco se disponía a mostrar su adhesión cuando vio algo que le sorprendió: la angustia en los ojos de Hammond. Con aquel instinto que raras veces le fallaba, Greco concluyó que acababa de descubrir la identidad del hombre que fue el amante de Grace Carrington.