Dispuse la celebración de la misa por el funeral de mi padre en la iglesia más cercana al cementerio Mary Rest, donde está enterrada mi madre. Se encuentra en Malwah, un pueblo a unos veinte minutos al noroeste de Englewood. Había albergado la esperanza de que el lugar y la hora del funeral se mantuviesen en secreto, pero cuando llegamos a la iglesia un ejército de fotógrafos nos esperaba.
A Maggie y a mí nos recogió un chófer de la funeraria. Mientras avanzaba por el pasillo vi caras conocidas: Vincent Slater, Elaine, Richard Walker, los Barr. Sabía que asistirían, pero no quise llegar con ellos. No formaba parte de su mundo cuando mi padre murió. Durante esas últimas horas, quería separarme de ellos. Quería tener a mi padre para mí.
Sumida en mi dolor, me aislé incluso de Maggie. Sabía que ella había querido a mi padre, y que se alegró mucho cuando se casó con mi madre. Creo que después de la muerte de mi madre, animó a papá a que saliera con otras mujeres pero, conociéndola, estoy segura de que en el fondo la complació que él no pudiera o no quisiera hacerlo.
Por otro lado, delante de mí Maggie siempre había criticado a mi padre por su afición a la bebida, aunque creo que exageraba aquellas historias para intentar encontrar un sentido a su desaparición.
La iglesia estaba medio llena, sobre todo por amigos de Maggie; supe así que no había sido capaz de guardar su promesa de no decir dónde se celebraría el funeral. Pero entonces vi las lágrimas en sus ojos y la compadecí. Una vez me dijo que nunca asistía a un funeral sin revivir la muerte de mi madre.
Me senté en el primer banco de la iglesia, a unos centímetros del ataúd, y acaricié con los dedos el colgante que había pasado tantos años junto al cuerpo de mi padre. No dejaba de pensar, una y otra vez, que debía haber sabido que él era incapaz de suicidarse. Nunca me habría abandonado.
Maggie se echó a llorar cuando la solista cantó el «Ave María», como en el entierro de mi madre.
«Ave, Ave, Ave, María». «¿Cuántas veces habré oído esta canción?», me pregunté. Esa canción era la misma de siempre. Mientras las últimas y hermosas notas se disolvían en el silencio, empecé a pensar en aquel episodio en la capilla de la mansión, tantos años atrás. ¿Podría ser que la escena entre el hombre y la mujer tuviera mayor importancia de lo que yo pensaba?
Aquel pensamiento pasó por mi cabeza y luego se esfumó. Acabó la misa. Seguí el ataúd de papá por el pasillo.
Una vez fuera de la iglesia, los periodistas se agolparon a mi alrededor. Uno de ellos me preguntó:
—Señora Carrington, ¿le molesta que su esposo no pueda estar con usted en este día tan difícil de su vida?
Miré directamente a la cámara. Sabía que si retransmitían el funeral por la televisión, Peter lo estaría viendo.
—A mi esposo, como ustedes saben, no se le permite salir de nuestra propiedad. Es inocente de la muerte de Susan Althorp, inocente de la muerte de su primera esposa, inocente de la muerte de mi padre. Invito a Barbara Krause, fiscal del condado de Bergen, a que recuerde el principio legal y moral que impera en este país: toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Señora Krause, imagine que mi marido es inocente de esos crímenes y luego vuelva a considerar todos los hechos relativos a estas tres muertes. Le aseguro que eso es lo que yo voy a hacer.
Aquella noche, cuando nos acostamos, Peter lloró mientras yo le abrazaba.
—No te merezco, Kay —susurró—. No te merezco.
Tres horas después, me desperté. Peter ya no estaba en la cama. Embargada por una terrible premonición, atravesé corriendo el salón y entré en el otro dormitorio. Tampoco estaba allí. Entonces oí el chirrido de unos neumáticos en el camino de entrada. Corrí a la ventana a tiempo de ver el Ferrari de Peter acelerando hacia la puerta.
Quince minutos después, los coches patrulla, alertados por el sistema de monitorización global que hacía el seguimiento de su pulsera electrónica, lo rodearon: estaba arrodillado en el césped helado de la casa de los Althorp. Cuando un policía se dispuso a arrestarle, Peter se levantó de un salto y le dio un puñetazo en la cara.
—Estaba sonámbulo —le dije a Conner Banks a la mañana siguiente, después de que Peter lo convocara—. Si no, nunca habría salido de la finca.
Una vez más, Peter apareció en la sala del palacio de justicia vestido con un mono naranja. En esta ocasión, además de las esposas llevaba cadenas en los tobillos. Escuché, atónita, la relación de los cargos: violación de la fianza… agresión a un agente… riesgo demostrado de fuga.
El juez no tardó en llegar a una decisión. Retiró la fianza de veinte millones de dólares; Peter se quedaría en la cárcel.
—Es sonámbulo —insistí a Banks y a Markinson—. Es sonámbulo.
—Baje la voz, Kay —me apremió Banks—. En este país el sonambulismo no es una disculpa. De hecho, en este país hay dos personas que están cumpliendo cadena perpetua porque mataron a alguien durante un episodio.