—El golpe que mató a Jonathan Lansing fue tan fuerte que le hundió la parte posterior del cráneo —dijo Barbara Krause mientras leía el informe de la autopsia—. Me pregunto qué sentirá ahora Kay Carrington cuando mire a su marido.
Tom Moran se encogió de hombros.
—Si no se pone nerviosa al quedarse sola en casa con ese tío por la noche, me pregunto si está en sus cabales.
—Esta vez podemos estar seguros de que Carrington contaba con la ayuda de alguien —dijo Krause—. No pudo dejar el coche de Lansing en ese lugar perdido de la mano de Dios y luego volver a casa haciendo autoestop. Alguien tuvo que llevarle.
—He examinado nuestro archivo de cuando Lansing desapareció, y entonces se consideró un posible suicidio. La compañía de seguros sospechaba que era un fraude. Enviaron a sus investigadores para que recorrieran la zona donde se encontró el coche. Un tío como Peter Carrington no pasa desapercibido. Tiene cierto carisma. Me da igual si llevaba ropas donadas por el Ejército de Salvación: alguien tuvo que verlo. Nadie que corresponda con la descripción de Carrington subió a un autobús ni alquiló un vehículo en esa zona. Como mucho, si condujo el coche de Lansing hasta allí, alguien le esperaba para recogerlo.
—Se suponía que a Lansing lo habían despedido por su adicción a la bebida —dijo Krause—, pero imaginemos que hubo otro motivo. Supongamos que alguien temiera que Lansing fuera una amenaza. Lo echaron dos semanas después de la desaparición de Susan. Supuestamente se suicidó al cabo de otras dos semanas. A esas alturas la policía había examinado a fondo los terrenos con los perros, incluida la zona de la propiedad que queda al otro lado de la verja.
Krause tenía la copia del diseño paisajístico de Lansing sobre la mesa.
—La pregunta es: ¿lo entregó después de que Susan fuera enterrada allí? Si es así, firmó su propia sentencia de muerte. —Echó un vistazo a su reloj—. Vale más que te pongas en marcha. El funeral de Lansing es a las once en punto. Abre bien los ojos para ver quién asiste.