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Mientras esperaba a que llegase su visita, Gladys Althorp contempló la fotografía de su hija desaparecida. La habían sacado en la terraza de la mansión de los Carrington la misma noche de su desaparición. Llevaba un vestido blanco de gasa que se ceñía a su esbelto talle. Su largo cabello rubio, ligeramente despeinado, le caía sobre los hombros. No sabía que le hacían la foto, y su expresión era seria, incluso pensativa. ¿En qué estaría pensando? Gladys se hizo otra vez la misma pregunta mientras recorría con los dedos la boca de Susan. ¿Tuvo una premonición de que le iba a pasar algo malo?

¿O quizás esa noche se dio cuenta al fin de que su padre había tenido una aventura con Elaine Carrington?

Gladys suspiró mientras se ponía en pie lentamente, apoyando una mano en el brazo del sillón. Brenda, la nueva ama de llaves, le había servido la cena en una bandeja y luego se había retirado a su apartamento, sobre el garaje. Lamentablemente, Brenda no era buena cocinera. «No estoy tan hambrienta», pensó Gladys mientras llevaba la bandeja a la cocina. La visión de la comida sin tocar le produjo una leve sensación de náusea; rápidamente echó las sobras en la trituradora, pasó los platos por el agua del grifo y los metió en el lavavajillas.

Sabía que a la mañana siguiente Brenda le diría: «Pero ¡déjeme eso a mí, señora Althorp!». «Y yo le contestaré que sólo he tardado un minuto en poner orden —pensó Gladys—. Poner orden. Así se podría describir lo que estoy haciendo ahora. Intentar poner orden en la cuestión más importante de mi vida antes de abandonarla».

«Quizá seis meses», le dijeron los médicos cuando le anunciaron el veredicto que aún no había compartido con nadie.

Volvió al estudio, su habitación favorita de las diecisiete que tenía la casa. «Siempre he querido reducir algo de espacio, y sé que Charles lo hará cuando yo ya no esté». Sabía por qué no lo había hecho. Allí estaba el cuarto de Susan, con todas sus cosas tal como estaban la noche en que se fue después de llamar a la puerta de Charles para anunciarle que ya había vuelto a casa.

«A la mañana siguiente la dejé dormir cuanto quiso —pensó Gladys, evocando aquel día una vez más—. Entonces, al mediodía, fui a despertarla. La cama no estaba deshecha. No había tocado las toallas del baño. Seguro que volvió a marcharse en cuanto anunció que había llegado.

»Antes de morir, tengo que averiguar qué fue de ella —se juró—. Quizás ese investigador descubra la respuesta». El investigador se llamaba Nicholas Greco. Lo había visto en la televisión hablando de los crímenes que había resuelto. Después de jubilarse como detective del departamento de policía de Nueva York, Greco había abierto su propia agencia y había adquirido fama por resolver crímenes que parecían imposibles de esclarecer.

«Las familias de las víctimas necesitan que el caso quede cerrado —había dicho en una entrevista—. Para ellas no habrá paz hasta entonces. Afortunadamente, cada día contamos con nuevos instrumentos y se desarrollan nuevos métodos que permiten examinar con una nueva mirada los casos que siguen abiertos».

Ella le había pedido que fuera a su casa esa noche a las ocho por dos motivos. El primero, porque sabía que Charles no estaría en casa. El segundo, porque no quería que Brenda estuviera trabajando cuando el detective llegase. Dos semanas antes, Brenda había entrado en el estudio mientras Gladys estaba viendo un vídeo de Greco en la televisión. «Señora Althorp, creo que los casos reales de los que habla ese señor son más interesantes que los de ficción —le dijo Brenda—. Nada más verle la cara uno se da cuenta de lo listo que es».

Las campanillas de la puerta delantera repicaron a las ocho en punto. Gladys se apresuró a abrir. La primera impresión que le causó Nicholas Greco fue reconfortante y tranquilizadora.

Como ya lo había visto en televisión, sabía que era un hombre conservador en la forma de vestir; rozaba los sesenta años, era de estatura media, tenía el pelo castaño claro y ojos marrón oscuro. Pero al verlo en persona, le agradó que su apretón de manos fuera firme y que la mirase directamente a los ojos. Todo en su aspecto y maneras invitaba a confiar en él.

Se preguntó qué impresión le había causado ella. Probablemente había visto a una mujer de sesenta y tantos años, demasiado delgada y con la palidez propia de una enfermedad terminal.

—Gracias por venir —le dijo—. Supongo que recibirá muchas llamadas de personas como yo.

—Yo tengo dos hijas —contestó Greco—. Si una de ellas desapareciese, no descansaría hasta encontrarla —tras una pausa, añadió—: Incluso si lo que descubriera no era lo que esperaba encontrar.

—Yo creo que Susan está muerta —afirmó Gladys Althorp con voz tranquila pero con una mirada súbitamente desolada y triste—. Pero nunca se habría marchado sola. Le sucedió algo, y creo que Peter Carrington es el responsable de su muerte. Sea cual sea la verdad, tengo que saberla. ¿Está dispuesto a ayudarme?

—Sí, señora.

—He reunido para usted toda la información que guardo sobre la desaparición de Susan. La tengo en mi estudio.

Mientras seguía los pasos de Gladys Althorp por el amplio pasillo, Nicholas Greco logró echar un vistazo a las pinturas colgadas en las paredes. «En esta familia hay un coleccionista —pensó—. No sé si estos cuadros son dignos de estar en un museo, pero sin duda son muy buenos».

Todo lo que veía en aquella casa reflejaba calidad y buen gusto. La moqueta verde esmeralda era gruesa y mullida. Las molduras que remataban las paredes blancas proporcionaban a los cuadros un marco adicional. La alfombra del estudio al que le llevó Gladys Althorp tenía un dibujo en tonos rojo pastel y azul. El azul del sofá y de las sillas era el mismo que el de la alfombra. Vio sobre la mesa la fotografía de Susan Althorp. Junto a ella había una bolsa multicolor repleta de documentos.

Se acercó a la mesa y cogió la fotografía. Desde que decidió aceptar el caso, había realizado una investigación preliminar; había visto esa misma foto en internet.

—¿Éste es el vestido que llevaba Susan cuando desapareció? —preguntó.

—Era el vestido que llevaba en la fiesta de los Carrington. Yo no me encontraba bien, y mi esposo y yo nos fuimos antes de que la fiesta acabase. Peter prometió que la traería a casa.

—¿Estaba usted despierta cuando entró?

—Sí, llegó una hora más tarde. Charles tenía puestas las noticias de las doce en su habitación. Oí cómo le llamaba.

—¿No es un poco pronto para que una joven de dieciocho años vuelva a casa?

A Greco no le pasó por alto que Gladys Althorp había apretado los labios. La pregunta la había molestado.

—Charles era un padre demasiado protector. Insistía en que Susan le despertase cuando llegara a casa.

Gladys Althorp era una más de las muchas madres angustiadas que Nicholas Greco había conocido a lo largo de su carrera. No obstante, sospechaba que, a diferencia de otras mujeres, Gladys siempre había sobrellevado sus emociones en privado. Le daba la sensación de que, para ella, contratarle había sido un paso difícil, un paso de gigante hacia un territorio que la asustaba.

Con ojos profesionales observó la extrema palidez de su piel, la fragilidad de su cuerpo. Tenía la firme sospecha de que aquella mujer padecía una enfermedad terminal y que ése había sido el motivo que la había decidido a ponerse en contacto con él.

Cuando se marchó, media hora después, Greco llevaba consigo la bolsa con los archivos que contenían toda la información que Gladys Althorp pudo facilitarle sobre las circunstancias relacionadas con la desaparición de su hija: las noticias publicadas en la prensa, el diario que ella escribió mientras progresaban las investigaciones, y un ejemplar reciente de la revista Celeb, con la foto de Peter Carrington en la portada.

En su investigación preliminar, Greco había anotado la dirección de la mansión de los Carrington. Siguiendo un impulso, decidió pasar por allí. A pesar de saber que no se hallaba lejos de donde vivían los Althorp, le sorprendió lo cerca que estaban las dos residencias. Peter Carrington no debió de tardar más de cinco minutos en dejar a Susan en su casa aquella noche, si eso fue lo que hizo, y no más de otros cinco en volver a su casa. Mientras conducía de regreso a Manhattan, se dio cuenta de que el caso ya le había enganchado. Estaba ansioso por empezar a trabajar. «Un corpus delicti clásico», pensó, pero luego recordó el dolor que reflejaban los ojos de Gladys Althorp y se avergonzó. «Voy a resolverlo por ella», pensó mientras sentía aquel conocido impulso de energía que le embargaba cuando empezaba a trabajar en un caso que prometía ser fascinante.