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Cinco días después de que encontraran los restos de mi padre, la policía me entregó el medallón que llevaba colgado al cuello. Lo habían fotografiado y analizado en busca de posibles pruebas, pero luego decidieron dármelo. En el laboratorio le quitaron la suciedad acumulada en veintidós años, hasta que el material original, la plata, salió a la luz. El medallón estaba cerrado, pero la humedad se había colado en el interior, y la foto de mi madre estaba oscurecida, aunque sus rasgos aún se distinguían. En el funeral de mi padre me colgué la cadena y el medallón.

Por supuesto, culparon a Peter de la muerte de papá. Vincent Slater había llevado a Peter a Manhattan y le había traído de vuelta la tarde que se descubrieron los restos, y llegaron pocos minutos después de que los desenterrasen. Slater llamó inmediatamente a Conner Banks, que contactó con la fiscal Krause. Ella le dijo que había hablado con el juez Smith, que había programado una vista de emergencia para aquella tarde a las ocho. También le dijo que, aunque aún no pretendía obtener una orden de detención contra Peter tras este homicidio recién descubierto, bien pudiera darse el caso. Esa noche pensaba solicitar que el juez aumentase la fianza y alterase los términos para que sólo se le permitiera salir de la finca en caso de urgencia médica.

Banks dijo a Vincent que se reuniría con él y con Peter en el tribunal. Yo quería ir con ellos, pero Peter se negó en redondo.

Intenté que se diese cuenta de que, después de aquel terrible disgusto, mi segunda reacción era de infinito arrepentimiento por todos los años que había estado enfadada con mi padre. Le dije que toda la ira que había sentido al creerme abandonada se había convertido en compasión por mi padre, acompañada por el deseo furioso de descubrir quién lo mató. Sentada en el regazo de Peter, envuelta aún en la manta, con la puerta de la biblioteca cerrada, le dije que sabía que él era inocente, que lo sabía con todos los huesos de mi cuerpo, con cada fibra de mi ser.

Maggie me telefoneó en cuanto escuchó las noticias en la televisión local. Peter me dijo enseguida que la invitase a venir. Afortunadamente, Maggie llegó cuando él y Vincent ya se habían ido al palacio de justicia. Entonces le dije a Jane Barr que ya podía irse a su casa. El descubrimiento del cuerpo de papá la había impactado.

—Su padre era un hombre encantador, señora Carrington —dijo, llorando—. Y pensar que ha estado ahí enterrado todos estos años…

Le agradecía su aprecio por mi padre, pero no quería seguir hablando del tema. Le dije a Gary que se fuese a casa con ella.

Maggie y yo nos sentamos en la cocina. Ella preparó té y tostadas; era lo que más nos apetecía a las dos. Mientras dábamos sorbos al té y mordisqueábamos las tostadas, las dos éramos muy conscientes de que en el jardín la policía seguía examinando el terreno, y oíamos ladrar a los perros mientras los llevaban de un extremo al otro del parque.

Aquella noche Maggie tenía el aspecto que correspondía a sus ochenta y tres años. Yo sabía que se preocupaba por mí, y la entendía. Maggie pensaba que era una locura creer en la inocencia de Peter, y no quería que siguiera viviendo en la misma casa que él. Nada de lo que le dijese podría tranquilizarla.

Vincent me telefoneó a las nueve en punto para decirme que habían aumentado la fianza de Peter en otros diez millones, y que el banco de Manhattan ya había enviado un mensajero con un cheque certificado por ese importe.

—Es mejor que te vayas, Maggie —le dije—. No me gusta que conduzcas de noche, y sé que no quieres encontrarte con Peter.

—Kay, no pienso dejarte sola con él. ¡Cielo santo! ¿Por qué estás tan ciega y te comportas como una tonta?

—Porque hay otra explicación para todo lo que ha sucedido, y porque estoy decidida a encontrarla. Maggie, en cuanto sepamos cuándo nos devolverán el cuerpo de papá, celebraremos un funeral privado. Supongo que tienes el título de propiedad de la tumba.

—Sí, está en la caja fuerte. Lo cogeré. No lleves a tu marido al funeral, Kay. Si Peter Carrington estuviera allí fingiendo llorarle, estarías sacándole la lengua a tu padre.

Hacía falta valor para decir eso sabiendo que podía conseguir que no volviese a dirigirle la palabra.

—A Peter no le permitirán asistir al funeral de papá —aseguré—, pero si se lo permitieran, estaría a mi lado.

Mientras nos dirigíamos a la puerta principal, dije:

—Maggie, escúchame. Tú pensabas que a papá lo despidieron porque bebía. Eso no era verdad. Pensabas que se suicidó porque estaba deprimido. Eso tampoco era verdad. Sé que cuando papá desapareció te encargaste de vender la casa y deshacerte de todo lo que había dentro.

—Llevé a mi casa los muebles del salón, el dormitorio y el comedor —repuso Maggie—. Eso ya lo sabes, Kay.

—Y almacenaste la mayor parte de las cosas en el desván. Pero ¿qué más te llevaste a casa? ¿Qué fue de los archivos de trabajo de mi padre?

—Sólo hay uno. Tu padre nunca guardaba las cosas. Les dije a los de la mudanza que pusieran el archivo en el desván, pero era un mueble muy alto y lo dejaron tumbado en el suelo. Encima pusieron mi viejo sofá, boca abajo.

«No me extraña no haberlo visto nunca», pensé.

—Me gustaría ver su contenido cuanto antes —dije.

Nos detuvimos frente al armario de los invitados y cogí su abrigo. La ayudé a ponérselo, se lo abotoné y le di un beso.

—Ve con cuidado al volver a casa —le advertí—. Puede que aún quede algo de hielo en la carretera. Acuérdate de cerrar el seguro del coche. Y recuerda bien lo que te voy a decir: cualquier día de estos tú y Peter seréis los mejores amigos del mundo.

—¡Ay, Kay! —suspiró ella mientras abría la puerta y salía—. No hay peor ciego que el que no quiere ver.