En la biblioteca, durante la hora en que leía en voz alta para los niños, a veces les recitaba uno de mis poemas favoritos. Era «The Children's Hour», de Henry Wadsworth Longfellow, y empieza así: «Entre la oscuridad y la luz del día, cuando la noche empieza a caer…».
La luz del día empezaba a apagarse cuando oí el ladrido de los perros en el exterior; el sonido provenía de la zona occidental de la finca. Peter se había ido otra vez al despacho de los abogados en Manhattan, pero yo había decidido quedarme en casa. Me sentía agotada, y de hecho pasé buena parte del día en la cama, dormitando a ratos.
Cuando por fin me levanté eran las cuatro. Me duché, me vestí, bajé a la biblioteca de Peter y me senté a leer en su cómodo butacón, esperando que volviese a casa.
Cuando oí los ladridos, corrí a la cocina. Jane llegaba en ese momento de la casa del guarda para preparar la cena.
—Hay más coches de policía en la puerta, señora Carrington —me dijo, nerviosa. Gary se ha acercado para ver qué sucede.
«Los perros deben de haber encontrado algo», pensé. Sin molestarme en ponerme el abrigo, salí corriendo al exterior, bajo la fría luz crepuscular, y seguí el camino que conducía a los ladridos. Los detectives estaban cercando un área en la zona del estanque más cercana a la casa; durante el verano, el estanque estaba lleno de peces. Los coches patrulla corrían por la pradera cubierta de escarcha; las luces destellaban.
—Uno de los perros ha encontrado el hueso de una pierna —me susurró Gary Barr.
—¡Un hueso! ¿Creen que es humano? —pregunté.
Sólo llevaba un suéter fino, los dientes me castañeteaban por el frío.
—Estoy seguro de que sí.
Oí el sonido de las sirenas que se acercaban. «Vienen más policías —pensé—. Los periodistas vendrán detrás». ¿Quién podía estar enterrado allí? Aquella zona estuvo habitada por tribus indias. De vez en cuando se encontraban restos de sus enterramientos. Quizás habían dado con un hueso de uno de aquellos primeros nativos.
Entonces oí que uno de los adiestradores de perros decía:
—… y estaba envuelto en el mismo tipo de plástico que la chica.
Sentí cómo se me doblaban las piernas y oí que alguien gritaba:
—¡Sujétenla!
No me desmayé, pero un detective me cogió de un brazo y Gary Barr del otro, y me acompañaron de vuelta a casa. Les pedí que me llevaran a la biblioteca de Peter. Cuando me dejé caer en su butaca estaba temblando, de modo que Jane cogió una manta y me la echó por los hombros. Le pedí a Gary que se quedase fuera y me informase de lo que pasara. Al cabo de un rato volvió para contarme que había oído a los detectives decir que habían encontrado un esqueleto humano completo, y que alrededor del cuello llevaba una cadena con un medallón.
¡Un medallón! Yo ya había sospechado que los restos podrían ser de mi padre. Cuando oí lo del medallón, supe que era el que mi padre llevaba siempre, con la foto de mi madre dentro. En aquel momento tuve la certeza total de que los restos que habían descubierto los perros habían sido carne de mi carne y sangre de mi sangre.