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Casi como si hubiera llegado al límite de su resistencia, vi que algo cambiaba en Peter. Los dos dormimos bien, de puro agotamiento, pero creo que también porque sabíamos que estábamos inmersos en una guerra. La primera batalla la había ganado el enemigo, y ahora teníamos que reunir fuerzas y prepararnos para lo que viniera.

Cuando bajamos a las ocho y media de la mañana, Jane Barr había dispuesto el servicio del desayuno en la mesa del comedor pequeño, y dejado zumo recién exprimido y café en la mesa lateral.

—¿Por qué no? —dijimos cuando nos ofreció unos huevos revueltos con beicon, aunque yo me hice la firme promesa de que no seguiría con ese tipo de dieta.

En la mesa no estaban los periódicos habituales de la mañana.

—Los leeremos más tarde —dijo Peter—. Ya sabemos lo que van a decir.

Jane nos sirvió café y luego volvió a la cocina para preparar el desayuno. Peter esperó a que se hubiera ido para volver a hablar.

—Kay, no tengo que decirte que esto va a ser una guerra de desgaste. Los dos aceptamos que el gran jurado me procesará. Luego se fijará una fecha para el juicio, que podría ser dentro de un año o más. Usar la palabra «normal» es absurdo, pero la utilizaré de todos modos. Quiero que nuestra vida sea lo más normal posible hasta que vaya a juicio y el jurado emita un veredicto.

No me dejó hacer ningún comentario, porque prosiguió de inmediato:

—Se me permite salir de casa para hablar con mis abogados. Voy a hablar mucho con ellos, y lo haré en Parle Avenue. Vince tendrá que ser mis ojos y mis oídos en las oficinas centrales. También pasaré mucho tiempo allí.

Peter dio otro sorbo al café. En el breve instante en que no dijo nada, me di cuenta de que en menos de dos semanas me había acostumbrado tanto a que Vincent Slater estuviera presente constantemente que si no lo viera alrededor de Peter me parecería raro.

—Gary puede llevarnos y traernos de Manhattan —decía Peter en aquel momento—. Tengo la intención de pedir permiso para ir a Nueva York un mínimo de tres veces a la semana —Peter hablaba con determinación, y su expresión lo corroboraba.

Luego añadió:

—Kay, nunca podría hacer daño a otro ser humano. Me crees, ¿verdad?

—Te creo y lo sé —contesté.

Extendimos las manos por encima de la mesa y entrelazamos los dedos.

—Creo que me enamoré de ti en el momento en que te vi —le dije—. Estabas enfrascado en tu libro, y parecías estar muy cómodo en tu butacón. Entonces, cuando te pusiste de pie se te resbalaron las gafas.

—Y yo me enamoré de la preciosa chica cuyo pelo le caía sobre los hombros. Me vino a la mente un verso de «The High-wayman»: «Y Bess, la hija del terrateniente, la hija de ojos negros del terrateniente, estaba trenzando un nudo de amor escarlata en su pelo largo y oscuro». ¿Te acuerdas de cuando lo leíamos en el colegio?

—Claro. El ritmo del poema tiene la cadencia de los cascos de un caballo al galope. Pero piensa en esto: yo era la hija del paisajista, no del terrateniente —le recordé—. Y no tengo los ojos negros.

—Te acercas bastante.

Era curioso, pero aquella mañana mi padre no se me iba de la cabeza. Pensé en que unos días antes Maggie me había dicho que a mi padre le encantaba trabajar en la finca de los Carrington, y le gustaba especialmente la libertad que tenía para diseñar magníficos jardines sin limitaciones de presupuesto.

Mientras comíamos los huevos revueltos con beicon, repleto del pecaminoso colesterol, le pregunté a Peter sobre ese tema.

—Mi padre era un avaro al que le daban arrebatos de generosidad —dijo—. Eso es lo que intento que nuestros carísimos abogados comprendan. Si María Valdez volvió a Filipinas porque su madre estaba muy enferma, hubiera sido propio de mi padre extenderle un cheque para ayudarla a cubrir los gastos médicos. Sin embargo, ese mismo día se puso como una furia al enterarse del precio de una vajilla de porcelana que Elaine había encargado.

Recordé que Peter me había dicho que contratase a un diseñador de interiores y que hiciera lo que quisiera para re decorar la casa.

—No parece que tú seas como él —le dije—. Al menos respecto a lo que me dijiste de hacer cambios en la mansión.

—Supongo que en cierto sentido sí me parezco a él —contestó Peter—. Por ejemplo, mi padre no soportó que Elaine contratase al chef, el mayordomo, el ama de llaves y las doncellas. Al igual que mi padre, yo prefiero contar con una pareja como los Barr, que cuando llega la noche se van a su casa. Por otra parte, nunca entendí por qué mi padre se enfadaba tanto por el dinero que gastábamos en las cosas cotidianas. Supongo que le quedaba algo del Carrington que empezó sin tener más que una camisa y se hizo de oro en los pozos petrolíferos; dicen que él era el padre de todos los tacaños. Dudo que hubiera pagado por unas semillas de hierba, así que ni hablemos de acres de plantas caras.

Acabamos de desayunar, y Peter empezó a organizar el día tal como lo había pensado. Telefoneó a Conner Banks por el móvil y le pidió que le consiguiera permiso para ir a Nueva York aquella tarde, para una reunión en la sala de conferencias de su bufete. Luego se pasó varias horas al teléfono con Vincent Slater y con ejecutivos de su empresa.

Me di cuenta de que me hacía ilusión ir a la ciudad con Peter. A esas alturas, no tenía sentido que yo estuviese en las reuniones que Peter mantendría con sus abogados. Quería dedicar ese tiempo a visitar mi pequeño apartamento. Algunas de mis prendas de invierno favoritas estaban todavía allí, además de algunas fotos enmarcadas de mis padres que quería tener conmigo.

Peter obtuvo el permiso necesario para salir de casa, y partimos para Nueva York a primera hora de la tarde.

—Aunque tu apartamento nos coge de camino, creo que le diré a Gary que nos lleve directamente a Park con la Cincuenta y cuatro —me dijo—. Si por casualidad nos siguen la policía o los periodistas y alguien saca una foto del coche aparcado delante de tu casa, podrían decir que me he saltado las condiciones de la fianza. Quizás esté paranoico, pero no puedo arriesgarme a volver a la cárcel.

Yo lo entendí perfectamente, y así lo hicimos. Cuando llegamos ante el edificio de los abogados, la lluvia caía con menos fuerza. La previsión hablaba de cielos despejados, y parecía que esta vez acertaría.

Peter vestía un traje oscuro, camisa, corbata y su bonito abrigo de cachemira azul oscuro. Tenía todo el aspecto del ejecutivo que era. Cuando Gary le abrió la puerta, Peter me dio un beso rápido y me dijo:

—Recógeme a las cuatro y media, Kay. Intentaremos evitar el tráfico de la hora punta.

Mientras le veía cruzar la acera a paso rápido, no pude evitar pensar lo tremendamente incongruente que era que, menos de veinticuatro horas antes, estuviera de pie, vestido con un mono de color naranja, esposado, oyendo cómo le acusaban de asesinato.

No había vuelto a mi apartamento desde el día en que Peter y yo nos casamos. Ahora, por una parte me resultaba acogedor y familiar, y por otra, mirándolo con nuevos ojos, me daba cuenta de lo pequeño que era en realidad. Peter había estado allí varias veces durante nuestro vertiginoso noviazgo. Durante la luna de miel me aconsejó que pagase el resto del alquiler y, exceptuando mis objetos personales, vendiera todo lo que había dentro.

Yo sabía que aún no estaba preparada para hacer algo así. Sí, tenía una vida nueva, pero una parte de mí no quería cortar del todo los vínculos con mi antigua vida. Escuché los mensajes del contestador. Ninguno de ellos era importante, excepto uno que me había dejado esa misma mañana Glenn Taylor, el hombre con el que salía antes de conocer a Peter. Por supuesto, le hablé de Peter en cuanto empezamos a vernos regularmente. «Y yo que estaba a punto de llevarte a comprar un anillo», dijo, riéndose, aunque sé que sólo bromeaba a medias. Luego añadió: «Kay, asegúrate de que sabes lo que haces. Carrington lleva mucho a su espalda».

El mensaje de Glenn de aquella mañana expresaba justo lo que esperaba de él: preocupación y apoyo. Decía: «Kay, siento mucho lo que le está pasando a Peter. Vaya forma de empezar un matrimonio… Sé que lo superarás, pero recuerda: si puedo ayudarte de alguna manera, sólo tienes que decirlo».

Fue bonito oír su voz. Pensé en cuánto nos gustaba ir juntos al teatro, y que quizás un día él, Peter y yo podríamos salir a cenar y a ver una obra. Pero enseguida recordé que para Peter no volvería a haber noches libres a menos que lo absolvieran de los cargos. Y eso suponía también mi confinamiento, comprendí de repente, pues en aquel momento supe que nunca dejaría a Peter solo por las noches.

Saqué algunas prendas del armario y las dejé sobre la cama. Casi todas llevaban etiquetas de grandes almacenes. «Elaine no se pondría una de éstas ni muerta», pensé. Durante nuestra luna de miel, Peter me dio una tarjeta American Express Platinum. «Compra hasta que te aburras», dijo con una sonrisa.

Para mi sorpresa, estaba llorando. No quería tener un montón de ropa. Si hubiera estado en mi mano, habría regalado todo el dinero de los Carrington por ver a Peter exonerado de las muertes de Susan y Grace. Incluso deseé que pudiera mudarse a ese apartamento conmigo, y luchar a su lado para pagar los préstamos, como hacía Glenn. Cualquier cosa que simplificase nuestras vidas.

Me sequé los ojos y fui a coger las fotos del tocador. Había una de mis padres conmigo en el hospital, justo después de que yo naciera. Parecían tan felices juntos, sonriendo a la cámara… Yo, un bebé de cara diminuta, envuelta en una mantita, intentaba ver por encima de su borde. Mi madre era tan joven y tan bonita…, su pelo desparramado sobre la almohada. Mi padre tenía entonces treinta y dos años, conservaba su belleza juvenil y una mirada radiante. Tenían tanto por vivir… Y sin embargo a ella le quedaban sólo dos semanas de vida, antes de que aquella embolia nos la arrebatase.

Yo tenía unos doce años cuando me enteré de las circunstancias de su muerte y de que yo seguía aferrada a su pecho cuando mi padre la encontró. Recuerdo que entonces fruncí los labios y traté de imaginar cómo debía de ser eso de que me amamantase.

La primera vez que Peter fue a mi apartamento le enseñé la foto del hospital, y él dijo: «Espero que algún día podamos sacar fotos como ésta, Kay».

Luego cogió la foto en la que estaba con mi padre, la que nos hicieron poco antes de que papá se fuera con el coche a aquel lugar remoto y desapareciera en el río Hudson. Peter dijo: «Recuerdo muy bien a tu padre, Kay. A mí me gustaba saber por qué y cómo elegía determinadas plantas. Tuvimos un par de conversaciones interesantes».

Secándome aún los ojos, me acerqué a la repisa de la chimenea para llevarme también esa fotografía.

Por la noche, con el consentimiento de Peter, cogí su foto favorita de su madre, y otra donde salía él de pequeño con sus padres, y las coloqué sobre la repisa de la chimenea del salón de nuestra suite. Añadí las de mis padres que había traído del apartamento.

—Los abuelos —dijo Peter—. Algún día hablaremos de ellos a nuestros hijos.

—¿Qué debería decirles de él? —pregunté, señalando la foto de mi padre—. ¿Les diré que éste es el abuelo que abandonó su vida y a su hija?

—Intenta perdonarle, Kay —dijo Peter en voz baja.

—Lo intento —susurré—, pero no puedo. No puedo.

Me quedé mirando la imagen de mi padre y yo, y aunque sé que parece una tontería, en aquel momento sentí como si él pudiera oír lo que acababa de decir y me lo reprochase.

A la mañana siguiente, tal como había pronosticado el hombre del tiempo, brillaba el sol y la temperatura había subido bastante. A las nueve, oí ladridos en el exterior, y supe que los perros rastreadores de cadáveres habían vuelto.