El martes por la mañana, el día después de la vista, Philip Meredith cogió el tren de Filadelfia a Nueva York. Consciente de que su foto aparecería en la portada de los periódicos, tuvo la precaución de ponerse gafas de sol oscuras. No tenía ganas de que cualquier extraño lo reconociera y quizá lo abordara. No quería la compasión ajena. No había puesto los ojos en Peter Carrington desde el funeral de su hermana. Había ido al palacio de justicia simplemente por el placer de verle esposado y acusado de asesinato. Su estallido de ira le sorprendió tanto como a cualquiera de los presentes en la sala.
Pero ahora que había sucedido, quería seguir adelante con su acusación. Si Nicholas Greco había logrado encontrar a un testigo clave contra Peter Carrington en el caso Althorp, quizá pudiera encontrar la prueba que demostrase que también Grace había sido asesinada.
Se bajó del tren en Penn Station, en la calle Treinta y siete con la Séptima Avenida, y hubiera preferido recorrer a pie la distancia hasta la oficina de Greco en Madison Avenue, entre las calles Cuarenta ocho y Cuarenta y nueve. Pero el hecho de que estuviera diluviando lo decidió a ponerse a la cola de la parada de taxi. Ese tiempo hacía que recordase el día que enterraron a Grace. Por supuesto, no hacía frío —era a primeros de septiembre—, pero llovía. Ahora ella estaba enterrada en la parcela de la familia Carrington, en el Gate of Heaven Cemetery, en el condado de Westchester. Ésa era otra cosa que quería hacer, llevar sus restos a Filadelfia. «Debería estar con las personas que la querían —pensó—, con sus padres y sus abuelos».
Por fin llegó a la cabeza de la cola. Se subió al siguiente taxi disponible y dio la dirección. Hacía mucho tiempo que no estaba en Manhattan, y le sorprendieron los embotellamientos. La carrera le costó nueve dólares, y se dio cuenta de que al taxista no le gustó que no añadiese propina al billete de diez que le dio.
«Entre el precio del tren y de los taxis de ida y de vuelta, este día me está saliendo caro, antes incluso de hablar con Greco», pensó Philip. Él y su esposa Lisa ya habían discutido por ello.
«Cuando te oí en el tribunal casi me dio un ataque —le dijo ella—. Sabes que yo quería a Grace, pero llevas cuatro años obsesionado con este tema. Contratar a un detective privado cuesta un dinero que no tenemos, pero por el amor de Dios, hazlo. Pide un préstamo si es necesario, pero acaba con todo esto sea como sea».
El 342 de Madison, un edificio estrecho, sólo tenía ocho pisos; el despacho de Greco estaba en el cuarto; era una suite con un pequeño vestíbulo. La recepcionista le dijo a Meredith que le esperaban y enseguida le acompañó al despacho privado de Greco.
Después de un saludo cordial y un comentario breve sobre el tiempo, Greco entró de lleno en el tema.
—Cuando me telefoneó a casa anoche, dijo que podría tener alguna prueba de que la muerte de su hermana no fue un accidente. Hábleme de ello.
—«Prueba» quizá sea una palabra excesiva —admitió Meredith—. El término que debería haber utilizado es «motivo». Iba más allá de la preocupación de Peter por que Grace tuviera un niño deficiente. Estamos hablando de que el motivo para matar a Grace fue un montón de dinero.
—Le escucho —dijo Greco.
—Su matrimonio nunca fue perfecto. Peter y Grace eran diferentes. A ella le gustaba la vida social neoyorquina, y a él no. Según su contrato prematrimonial, Grace hubiera recibido unos veinte millones de dólares en caso de divorcio, a menos, y ésta es una condición muy importante, que diera a luz a un hijo de Peter. Entonces, en caso de divorcio, hubiera recibido veinte millones anuales para que el niño pudiera tener la educación propia de un Carrington.
—Cuando su hermana murió, Peter Carrington se ofreció a someterse al detector de mentiras, y lo superó —dijo Greco—. Sus ingresos se calculan en ocho millones de dólares semanales. A usted y a mí, esas cifras exorbitantes nos parecen increíbles. Sin embargo, ni siquiera esa gran suma que, según el contrato prematrimonial, hubiera debido pagar a su esposa en caso de divorcio es motivo suficiente para matar a su hijo nonato. Aun en el caso de que el niño hubiera padecido el síndrome de alcoholismo fetal, la familia tenía los recursos necesarios para darle los mejores cuidados.
—A mi hermana la mataron —dijo Philip Meredith—. Durante los ocho años que estuvo casada con Peter, tuvo tres abortos. Estaba desesperada por tener un hijo. Nunca se hubiera suicidado estando embarazada. Sabía que era alcohólica, y había empezado a acudir a Alcohólicos Anónimos. Estaba decidida a dejar la bebida.
—Las pruebas demostraron que, cuando la encontraron, el nivel de alcohol en sangre superaba tres veces el límite legal. Son muchas las personas que no logran superar su adicción, señor Meredith. Estoy seguro de que usted lo sabe.
Philip Meredith vaciló, y luego se encogió de hombros.
—Voy a contarle algo que juré a mis padres que nunca revelaría. Pensaban que esto perjudicaría irrevocablemente el recuerdo que la gente tenía de Grace. Pero mi padre está muerto, y mi madre, en una residencia. Como le dije, tiene Alzheimer y no sabe nada de lo que está pasando.
Meredith bajó el tono de voz, como si temiera que alguien más le oyese.
—Cuando murió, Grace tenía una aventura. Tuvo mucho cuidado, en el sentido de que se aseguró de que el niño era hijo de Peter. Grace quería dar a luz y divorciarse de Peter. El hombre con el que estaba liada no tenía dinero, y a Grace le encantaba el estilo de vida al que la fortuna de los Carrington la había acostumbrado. Creo que la noche de la fiesta la primera copa que tomó contenía alcohol con el objetivo de que siguiera bebiendo, porque una vez se la tomó ya no pudo parar.
—Grace estaba borracha cuando Carrington llegó a casa. ¿Quién podría haber manipulado la bebida?
Philip Meredith miró fijamente a Greco.
—Vincent Slater, por supuesto. Haría cualquier cosa por los Carrington, y quiero decir cualquier cosa. Es uno de esos sicarios que se apega al dinero y que hace siempre la voluntad de su amo.
—¿Añadió alcohol a la bebida de su hermana con la idea de emborracharla para luego poder ahogarla? Eso es ir demasiado lejos, señor Meredith.
—Grace estaba embarazada de siete meses y medio. Si de repente se hubiera puesto de parto, habría habido muchas posibilidades de que el niño sobreviviera. Ya había tenido alguna falsa alarma de parto. No había tiempo que perder. Peter no llegaría a casa hasta la mañana siguiente. Creo que Slater añadió vodka a la soda de mi hermana con el fin de emborracharla y luego, cuando se desmayara, meterla en la piscina. Cuando Peter llegó a casa, agarró la copa que mi hermana tenía en la mano y la arrojó a la moqueta; fue el mismo tipo de reacción espontánea que ayer yo tuve en el tribunal. Imagino que aún se arrepiente de haberse puesto así. Si hubiera tenido tiempo para pensar, habría desempeñado su papel habitual de marido benevolente y comprensivo que solía adoptar cuando Grace bebía.
—¿Me está diciendo que cree que Slater manipuló la bebida de su hermana, y que luego, cuando se desmayó, Peter la ahogó en la piscina?
—A la piscina la tiró Peter o Slater, de eso estoy convencido. No tenemos más que la palabra de Slater de que esa noche se fue a su casa. No me sorprendería que hubiese ayudado a Peter a deshacerse también del cuerpo de Susan Althorp. No me sorprendería que Slater hubiera hecho desaparecer la camisa de Peter después de matar a Susan. Es así de leal, así de inmoral.
—¿Por qué no acude al despacho de la fiscalía con su teoría? Ahora su madre no puede enterarse de que ha roto la promesa que le hizo.
—Porque no quiero que nadie arrastre por el fango el nombre de mi hermana, y quizá para nada. Puedo darles un motivo y una teoría, pero inevitablemente se produciría una filtración y algún periodista se haría con la historia.
Nicholas Greco recordó la entrevista que le hizo a Slater en su casa. Aquel día pensó que Slater estaba nervioso. Ocultaba algo, algo que le daba miedo que saliera a la luz. ¿Podría ser que tuviese un papel en la muerte de Susan Althorp o de Grace Carrington, o de ambas?
—Estoy interesado en llevar este caso, señor Meredith —se oyó decir a sí mismo. Soy consciente de sus circunstancias actuales, y estoy dispuesto a ajustar mis honorarios. Podemos incluir la condición de que, si usted recibe una compensación económica, yo recibiré una suma adicional.