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Cuando recibí la llamada de Vincent Slater, me hallaba en la biblioteca. Era a última hora de la mañana de un miércoles, y estaba a punto de iniciar los trámites para celebrar la reunión para recaudar fondos en el hotel Glenpointe, en Teaneck, una ciudad vecina a Englewood. Ya había organizado otras reuniones en ese lugar, y habían hecho un trabajo realmente bueno, pero me dolía que Peter Carrington me hubiese dejado en la estacada. Ni que decir tiene que cuando escuché el mensaje de Slater me sentí eufórica y decidí compartir mi entusiasmo con Maggie, mi abuela materna, que me había criado y que sigue viviendo en la misma casa modesta de Englewood en la que crecí.

Vivo en la calle Setenta y nueve Oeste, en Manhattan, en un pequeño apartamento de un segundo piso. De tamaño se parece bastante a una caja de cerillas, pero tiene una chimenea que funciona, techos altos, un dormitorio donde cabe una cama y un vestidor, y una cocina separada del salón. Lo amueblé con objetos de segunda mano procedentes de las zonas más elegantes de Englewood, y me encanta cómo ha quedado. También me gusta mucho trabajar en la biblioteca de Englewood y, por supuesto, eso quiere decir que veo con frecuencia a mi abuela, Margaret O'Neil, a la que mi padre y yo siempre hemos llamado Maggie.

Su hija, que era mi madre, murió cuando yo tenía sólo dos semanas. Sucedió a última hora de la tarde. Estaba recostada en la cama, dándome el pecho, cuando una embolia le paró el corazón. Poco después, mi padre llamó por teléfono y, al ver que mi madre no respondía, se alarmó. Acudió corriendo a casa y encontró su cuerpo sin vida; sus brazos seguían abrazándome. Yo dormía con los labios pegados a su pecho, muy tranquila.

Mi padre era ingeniero. Después de trabajar durante un año con una empresa constructora de puentes, se dedicó al paisajismo, que siempre había sido su vocación y que entonces convirtió en su profesión. Empleaba su mente en llevar a cabo otro tipo de ingeniería, creando jardines con muros de piedra, cascadas y caminos serpenteantes. Ésa fue la razón por la que lo contrató la madrastra de Peter Carrington, Elaine, a la que no complacía el gusto por la rigidez paisajística de su predecesora.

Papá era ocho años mayor que mi madre, que tenía treinta y dos cuando falleció. Por entonces, él ya gozaba de una sólida reputación laboral. Todo hubiera ido bien de no ser porque, después de la muerte de mi madre, papá empezó a beber demasiado. Debido a ese hábito, yo cada vez pasaba más y más tiempo con mi abuela. Recuerdo las veces que ella le rogaba:

—Por el amor de Dios, Jonathan, tienes que buscar ayuda. ¿Qué pensaría Annie si viera lo que te estás haciendo? ¿Y qué pasa con Kathryn? ¿No crees que se merece algo mejor?

Una tarde, después de que Elaine Carrington le despidiera, mi padre no vino a casa de mi abuela a recogerme. Encontraron su coche aparcado en una orilla del río Hudson, a unos treinta kilómetros al norte de Englewood. En el asiento delantero estaba su cartera, las llaves de casa y su talonario. Ninguna nota, ningún adiós. Nada que indicara que supiese lo mucho que yo lo necesitaba. Me pregunto hasta qué punto me culpaba de la muerte de mi madre, si pensaba que, de alguna manera, yo le había arrebatado la vida al nacer. Pero no, no es posible. Yo quería a mi padre con locura, y siempre me pareció que él me correspondía. Un niño sabe estas cosas. Nunca recuperaron su cuerpo.

Aún recuerdo los días cuando volvíamos de casa de Maggie y él y yo preparábamos juntos la cena.

«Como sabes, Maggie no es buena cocinera —me decía—, así que tu madre tuvo que coger un libro de cocina y aprender por pura desesperación. Ella y yo solíamos probar juntos recetas nuevas, y ahora lo hacemos tú y yo».

Entonces se ponía a hablarme de mi madre. «Recuerda siempre que ella hubiera dado cualquier cosa por verte crecer. Un mes antes de que nacieras ya había puesto la cuna al lado de nuestra cama. Te has perdido tantas cosas por no tenerla, por no conocerla…».

Aún no le perdono que no recordase todo aquello cuando decidió quitarse la vida.

Mientras recorría el trayecto entre la biblioteca y la casa de Maggie para contarle la noticia, todos estos pensamientos se agolpaban en mi mente. Mi abuela tiene un hermoso arce rojo en su pequeño jardín. El árbol da un aire especial a la casa. Lamenté ver cómo el viento se llevaba sus últimas hojas. Sin aquella protección, la casa parecía indefensa y un poco destartalada. Es un edificio estilo Cape Cod de una sola planta, además de un desván inacabado donde Maggie amontona las cosas que ha ido acumulando durante sus ochenta y tres años de vida: cajas de fotos que nunca ha pegado en álbumes; cajas de cartas y postales de Navidad que nunca tendrá tiempo de releer y ordenar; los muebles que sustituyó por los de la casa de mis padres pero de los que no logró deshacerse; ropa que no se pone desde hace veinte o treinta años.

La planta baja no está mejor. Todo está limpio, pero Maggie instaura el desorden en cuanto entra en una habitación. Deja el suéter en una silla; los artículos del periódico que siempre tiene intención de leer, en otra; junto a la mecedora hay una pila de libros; las persianas nunca están a la misma altura; las zapatillas que no logra encontrar asoman entre una silla y un cojín. Es un auténtico hogar.

Maggie no encaja con lo que la famosa Martha Stewart considera que es llevar bien una casa, pero tiene muchos puntos a su favor. Abandonó la docencia para criarme, y sigue dando clases particulares a tres niños todas las semanas. Tal como descubrí por propia experiencia, aprender con ella puede ser divertido.

Pero cuando entré en la casa y le conté la noticia, no reaccionó como yo esperaba. En cuanto mencioné a Peter Carrington, vi una mirada de desaprobación en sus ojos.

—Kay, no me habías dicho que pensabas pedirle que te dejara celebrar la recaudación de fondos en su casa.

Maggie ha perdido unos centímetros de estatura en los últimos años. Suele bromear diciendo que está menguando, pero en cuanto bajé la vista hacia ella, de repente su presencia me pareció imponente.

—¡Maggie, es una idea genial! —protesté—. He estado en un par de reuniones en casas privadas y han sido un exitazo. La mansión de los Carrington tiene todos los números para serlo también. Vamos a cobrar trescientos dólares por la entrada. ¿En qué otro sitio conseguiríamos tanto dinero?

Entonces me di cuenta de que Maggie estaba preocupada, realmente inquieta.

—Maggie, Peter Carrington no pudo mostrarse más amable conmigo cuando fui a verlo para hablar sobre ello.

—No me dijiste que lo habías visto.

¿Por qué no lo había hecho? Quizá porque sabía, instintivamente, que mi abuela no habría aprobado que fuese a verle, y luego, cuando él me dijo que no, ya no había motivo para contárselo. Maggie estaba convencida de que Peter Carrington era el responsable de la desaparición de Susan Althorp y que podría estar implicado en la muerte de su esposa.

«Quizá no empujó a su mujer a la piscina, Kay —me dijo en una ocasión—, pero estoy segura de que si la vio caer no hizo nada por salvarla. Y en cuanto a Susan, fue él quien la llevó en coche a casa. Apostaría lo que fuera a que ella se escabulló para reunirse con él cuando sus padres creían que se había acostado».

En 1932, en la época en que secuestraron al niño de los Lindbergh, Maggie tenía ocho años, y se considera la mayor experta del mundo en ese tema, así como en la desaparición de Susan Althorp. Me había hablado del secuestro del niño de los Lindbergh desde que yo era pequeña, señalando que la madre del niño, Anne Morrow Lindbergh, se crió en Englewood, a algo más de un kilómetro de nuestra casa, y que el padre de Anne, Dwight Morrow, había sido embajador en México. Susan Althorp también creció en Englewood, y su padre fue embajador en Bélgica. Para Maggie, los paralelismos eran evidentes… y espantosos.

El secuestro del pequeño de los Lindbergh fue uno de los sucesos más sonados del siglo XX. El niño perfecto del matrimonio perfecto, y todas esas preguntas sin respuesta… ¿Cómo supo Bruno Hauptmann que los Lindbergh habían decidido quedarse aquella tarde en su casa nueva en el campo porque el niño estaba resfriado, en vez de volver a su propiedad en Morrow, como habían pensado hacer en un principio? ¿Cómo supo Hauptmann cuál era el punto exacto donde debía colocar la escalera para llegar a la ventana abierta del cuarto del niño? Maggie siempre buscaba similitudes entre ambos casos.

«El cuerpo del niño de los Lindbergh fue descubierto por casualidad —solía decirme—. Fue terrible, pero al menos la familia no ha tenido que pasarse el resto de su vida preguntándose si su hijo estaba creciendo en otra parte con alguien que lo maltratase. La madre de Susan Althorp se despierta todas las mañanas preguntándose si ése será el día que suene el teléfono y oiga la voz de su hija. Sé que así es como me sentiría yo si mi hija hubiera desaparecido. Si al menos hubieran encontrado el cuerpo, la señora Althorp podría visitar su tumba».

Hacía mucho tiempo que Maggie no hablaba del caso Althorp, pero apuesto cualquier cosa a que si estuviera en la cola del supermercado y viera la revista Celeb con la foto en portada de Peter Carrington, la compraría. Lo cual explicaba su repentina inquietud al saber que yo había estado en su presencia.

Le di un beso en la coronilla.

—Maggie, tengo hambre. Vámonos a comer por ahí un plato de pasta.

Cuando la dejé en su casa una hora y media después, tras vacilar unos instantes me dijo:

—Kay, entra un momento. Quiero asistir a ese cóctel. Te firmaré un cheque.

—Maggie, eso es una locura —protesté—. Es demasiado dinero para ti.

—Voy a ir —dijo ella.

Su determinación no admitía discusiones.

Pocos minutos después, atravesaba en coche el puente George Washington, de vuelta a mi apartamento, con su cheque en mi cartera. Sabía cuál era el motivo por el que había insistido en venir. Mientras yo estuviera bajo el techo de la mansión de los Carrington, Maggie sería mi guardaespaldas personal.