A pesar de la gabardina, Conner Banks temblaba de frío mientras recorría la distancia entre el parking y el palacio de justicia del condado de Bergen, en Hackensack, Nueva Jersey. El aparcamiento estaba a rebosar, y la plaza que por fin encontró libre quedaba muy lejos del palacio de justicia.
Apresuró el paso, y Walter Markinson, con el rostro mojado debido al granizo, le espetó:
—¡Tranquilo! Yo no corro tres kilómetros todas las mañanas, como haces tú.
—Lo siento.
—No habría estado mal que trajeses un paraguas.
—Lo siento.
Durante el trayecto desde Manhattan, habían deliberado sobre las palabras exactas de la declaración que harían a los medios de comunicación. «El señor Carrington es inocente de estos cargos, y su inocencia quedará demostrada ante el tribunal». O bien: «Nuestro cliente siempre ha mantenido su inocencia. La acusación contra su persona se basa en suposiciones, insinuaciones y el testimonio de una mujer que, después de veintidós años, contradice la declaración que hizo bajo juramento».
«Tal como se está desarrollando el caso, más nos valdría defender a Jack el Destripador», pensó Conner, apesadumbrado. Nunca se había visto inmerso en un circo mediático como ése.
«Este palacio de justicia ha acogido algunos casos bastante sensacionalistas», pensó mientras por fin llegaban a la protección que brindaba el edificio. Estaba el caso del Zapatero, aquel tipo de Filadelfia que recorrió el condado de Bergen atacando a mujeres y llevando consigo a su hijo de doce años. Su última víctima era una enfermera de veintiún años que había ido a la casa donde él estaba robando en aquel momento, para ayudar a una inválida que vivía en ella, y a la que había asesinado. Luego estaban los asesinatos de Robert Reldon. Aquel hombre atractivo y de buena familia recordaba un poco a Peter Carrington. Secuestró y mató a dos mujeres jóvenes. Durante el juicio, le pegó un puñetazo al policía que estaba quitándole las esposas fuera de la vista del jurado, saltó por la ventana, robó un coche y disfrutó de media hora de libertad. Ahora, veinte o treinta años después, el Zapatero estaba muerto, y Reldon seguía pudriéndose en la cárcel.
«Y es bastante probable que Peter Carrington se pase el resto de su vida como él», pensó Conner.
La vista se celebraría en el tribunal de su señoría Harvey Smith, el juez que había firmado la orden de arresto de Peter Carrington. Tal como Banks había previsto, cuando Markinson y él llegaron, la sala estaba atiborrada de público y de periodistas. Las cámaras apuntaban a una mujer sentada hacia el centro de la sala. Para su consternación, Banks se dio cuenta de que se trataba de Gladys Althorp, la madre de la víctima.
Él y Markinson atravesaron la sala a paso ligero.
Faltaban sólo veinte minutos para las tres, pero Kay Carrington ya estaba allí, sentada en la primera fila, junto a Vincent Slater. A Banks la sorprendió verla vestida con un chándal. Luego entendió, o creyó adivinar, el motivo: Slater le había dicho que Carrington estaba a punto de salir a correr cuando llegaron con la orden de arresto. «Eso es lo que él llevará puesto cuando pague la fianza y se vaya a su casa —pensó Banks—. Su mujer le apoya firmemente».
La expresión malhumorada de Markinson cambió a la actitud propia de un padre benevolente. Con el ceño fruncido y una mirada de empatía, dio unas palmaditas en el hombro de Kay mientras decía con voz tranquilizadora:
—No se preocupe. En cuanto esa tal Valdez se suba al estrado la haremos picadillo.
«Kay sabe lo mal que están las cosas —pensó Banks—. Walter no debería subestimarla». Detectó un destello de ira en la mirada que Kay dirigió a Markinson.
Con voz baja y forzada contestó:
—Walter, no necesito que me tranquilice. Sé a qué nos enfrentamos. Pero también sé que alguien acabó con la vida de esa chica, y ese alguien debería estar ahora en esta sala en lugar de mi marido. Peter es inocente. Es incapaz de hacerle daño a nadie. Quiero estar segura de que eso es también lo que usted cree.
«Bienaventurados los que sin ver creyeron». Las palabras del Evangelio acudieron a la mente de Conner Banks mientras saludaba a Kay y a Vincent.
—Kay, esta noche Peter estará en casa —dijo—. Eso sí se lo puedo garantizar.
Él y Markinson ocuparon sus asientos. Detrás de ellos, el sonido de las voces crecía a medida que la sala que se iba llenando de gente. Era de esperar: aquél era uno de esos casos sonados a los que a muchos empleados del palacio de justicia les gustaba asistir.
—En pie —anunció el escribano.
Todos se pusieron en pie mientras el juez entraba a paso rápido en la sala y tomaba asiento. Banks hizo sus deberes en cuanto se enteró de quién iba a llevar la vista. Descubrió que aunque Harvey Smith tenía fama de justo, a la hora de dictar sentencia era bastante duro. «Quizá lo mejor que podamos conseguir para Carrington es alargar todo lo posible el procedimiento, porque una vez le condenen irá derecho a la cárcel —pensó Banks—. Una vez pague la fianza, al menos podrá dormir en su cama hasta que acabe el juicio».
El caso de Peter Carrington no era el único en el orden del día: otros detenidos aguardaban su propia vista. El escribano leyó los cargos mientras, uno tras otro, los detenidos comparecían ante el tribunal. «Comparativamente, son casos menores», pensó Banks. Al primero le acusaban de firmar cheques falsos. El segundo atracaba tiendas.
Peter Carrington era el tercero en la lista. Cuando le llevaron a la sala, vestido con un mono naranja y esposado, Banks y Markinson se pusieron en pie y se colocaron uno a cada lado de Peter.
La fiscal Krause leyó el cargo contra Carrington. Los chasquidos de las cámaras de fotos llenaron la sala cuando, mirando directamente al juez, con expresión grave y voz firme, Peter afirmó:
—Inocente.
Para Conner Banks, era evidente que Barbara Krause se sentía de lo más complacida por poder llevar personalmente ese caso. Cuando estaba a punto de anunciarse el importe de la fianza, Krause se dirigió al juez:
—Señoría, el acusado dispone de medios económicos ilimitados. Por tanto, el riesgo de que renuncie a la fianza y salga del país es muy alto. Solicitamos que la fianza se fije en función de sus recursos, que se le retire el pasaporte, que se le ordene llevar constantemente un localizador electrónico, que quede confinado a su casa y a los terrenos que la rodean, y que sólo pueda salir de esos límites para asistir a un oficio religioso o reunirse con sus abogados, así como que tales visitas se realicen después de solicitar permiso al monitor de su brazalete electrónico y de que éste haya sido debidamente notificado.
«Ésta no será un hueso fácil de roer», pensó Banks mirando a Krause.
—Señor Carrington, soy consciente —intervino el juez— de que teniendo en cuenta su patrimonio da lo mismo que fije una fianza de un dólar o de veinticinco millones. Por tanto, fijaré la fianza en diez millones de dólares.
Repasó la lista de condiciones que había solicitado la fiscal y las aprobó todas.
—Señoría —dijo Peter con voz alta y clara—, respetaré absolutamente todas las condiciones de la fianza. Puedo asegurarle que todavía no veo el momento de limpiar mi nombre en el juicio y de acabar con este suplicio para mí y para mi esposa.
—¡Tu esposa! ¿Y qué pasa con la esposa a la que ahogaste? ¿Qué pasa con ella?
Las palabras fueron pronunciadas a gritos, con una voz que destilaba pasión en cada sílaba.
Banks, como todas las personas presentes en la sala, se dio la vuelta rápidamente. Un hombre muy bien vestido estaba de pie en medio de la estancia. Tenía el rostro contraído por la furia; dio un puñetazo al asiento que tenía delante.
—¡Grace era mi hermana! Estaba embarazada de siete meses y medio. Tú mataste al hijo que nuestra familia no conocerá jamás. Cuando se casó contigo, Grace no bebía, pero tú la hundiste en una depresión. Luego conseguiste librarte de ella porque no querías enfrentarte a la posibilidad de tener un hijo tarado. ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!
—¡Saquen a ese hombre de la sala! —ordenó el juez Smith—. ¡Sáquenlo de inmediato! —repitió, golpeando con el mazo el estrado—. ¡Silencio en el tribunal!
—¡Mataste a mi hermana! —gritó desafiante el hermano de Grace Carrington mientras lo sacaban de la sala.
Tras su salida se produjo un profundo silencio, roto solamente por los sollozos incontrolables de Gladys Althorp, que, sentada, ocultaba la cara entre las manos.