Creo que no pegué ojo en toda la noche. Peter estaba tan cansado que se acostó de inmediato; yo me tumbé a su lado, lo rodeé con el brazo e intenté encontrarle un sentido a lo que le había oído decir. ¿Significaba que los sucesos que él consideraba pesadillas habían ocurrido realmente mientras andaba en sueños?
Peter se despertó a las seis de la mañana. Le propuse que fuésemos a correr un rato. Casi nunca tengo dolor de cabeza, pero aquella mañana sentí que se avecinaba uno. Él estuvo de acuerdo, y nos vestimos rápidamente. En la cocina, preparó zumo mientras yo hacía café y le preparaba una tostada. Ni siquiera nos sentamos a la mesa; nos bebimos el zumo y el café de pie.
Aquél fue el último minuto más o menos normal que compartimos en mucho tiempo.
El sonido insistente del timbre de la puerta nos sobresaltó. Nos miramos; los dos sabíamos lo que iba a ocurrir. Había llegado la policía para detenerlo.
Es increíble cómo reacciona uno ante una catástrofe. Corrí hacia la tostadora y cogí la tostada justo cuando saltaba. Quería que Peter comiese algo antes de que se lo llevasen.
Cuando se la ofrecí, negó con la cabeza.
—Peter, tal vez pase mucho tiempo hasta que puedas comer algo —le dije—. Anoche apenas cenaste.
El sonido del timbre resonaba por toda la casa y allí estábamos nosotros hablando de comida. Pero al final Peter cogió la tostada y empezó a comérsela. Con la otra mano volvió a llenar la taza de café y, aunque estaba muy caliente, comenzó a dar grandes sorbos.
Corrí a abrir la puerta. Al otro lado había por lo menos seis hombres y una mujer. Podía oír el ladrido de los perros procedente de alguno de los vehículos de la flota de coches y furgonetas aparcados en el camino de entrada.
—¿La señora Carrington?
—Sí.
—Soy Tom Moran, ayudante de la fiscal. ¿Está en casa el señor Carrington?
—Sí —dijo Peter, que me había seguido hasta el vestíbulo.
—Señor Carrington, tengo una orden que me autoriza a registrar las casas y terrenos de su propiedad. —Se la tendió a Peter y añadió—: Queda usted detenido por el asesinato de Susan Althorp. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá ser usado en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a disponer de un abogado mientras le interroguen. Si decide responder a las preguntas, podrá dar por terminado el interrogatorio cuando lo desee. Sé que puede permitirse un abogado, de modo que no entraré en los detalles para solicitar un abogado de oficio.
Yo sabía que aquello podía pasar desde el día anterior. Pero presagiar un acontecimiento y luego ver que de hecho sucede es la diferencia entre una pesadilla y la realidad. Dos detectives pasaron junto a mí y se situaron a ambos lados de Peter. Al darse cuenta de lo que se disponían a hacer, Peter me entregó la orden de registro y luego tendió las manos hacia delante. Oí el sonido de las esposas al cerrarse. Peter estaba pálido como la cera, pero se mantenía tranquilo.
Uno de los detectives volvió a abrir la puerta delantera. Estaba claro que iban a llevarse a Peter de inmediato.
—Permítame que coja su abrigo —le dije a Moran—. Fuera hace frío.
Jane y Gary Barr acababan de llegar.
—Yo iré a buscarlo, señora Carrington —propuso Jane con voz temblorosa.
—¿Adónde se llevan a mi marido? —pregunté a Moran.
—A la cárcel del condado de Bergen.
—Os seguiré en mi coche —le dije a Peter.
—Señora Carrington, le aconsejo que espere un poco —dijo Moran—. Vamos a tomar las huellas dactilares del señor Carrington y a hacerle algunas fotos. Durante ese tiempo no podrá verlo. Tenemos prevista una reunión con el juez Harvey Smith para esta tarde a las tres, en el tribunal del condado de Bergen. En ese momento se fijará la fianza.
—Kay, llama a Vincent y dile que lo tenga todo preparado para pagarla —me dijo Peter.
Mientras los detectives apremiaban a Peter a ponerse en marcha, Gary Barr le echó el abrigo sobre los hombros, y Peter se agachó para darme un beso. Sentí sus labios fríos sobre mi mejilla.
—A las tres en punto —dijo con voz ronca—. Nos veremos allí, Kay. Te quiero.
Moran y uno de los detectives salieron con él. Cuando la puerta se cerró a su espalda, fui incapaz de moverme.
El ambiente cambió. Aún quedaban unos seis detectives en el vestíbulo. Mientras los observaba, todos menos la mujer se pusieron guantes de plástico: se disponían a empezar el registro. Los ladridos de los perros llegaban ahora con más fuerza: habían empezado a rastrear el terreno. Jane Barr me cogió del brazo.
—Señora Carrington, venga a la cocina conmigo —dijo.
—Tengo que llamar a Vincent. Tengo que llamar a los abogados —contesté con una voz que me sonó extraña, baja pero aguda.
—Soy la detective Carla Sepetti —se presentó la policía; su tono fue amable—. Debo pedirles a los tres que se mantengan juntos; yo me quedaré con ustedes. Si lo desean, podemos esperar en la cocina hasta que el registro de la casa haya concluido. Entonces tendremos que salir para que puedan registrar la cocina.
—Deje que Jane le prepare algo para comer, señora Carrington —me dijo Gary Barr.
«Se supone que la comida te da fuerzas en los malos momentos —pensé, desquiciada—. Intentan que coma por el mismo motivo por el que yo insistí en que Peter comiese una tostada». Asentí y recorrí con los Barr el largo pasillo hasta la cocina; la detective Sepetti nos pisaba los talones. Pasamos junto a la biblioteca de Peter. Vi que en ella había dos detectives; uno de ellos sacaba los libros de las estanterías, y el otro examinaba el escritorio. Pensé en lo tranquilo que estaba Peter aquel día, hacía menos de cuatro meses, cuando estuve sentada en aquella habitación con él, admirando su decoración.
En la cocina intenté tomar una taza de café, pero la mano me temblaba tanto que el café se derramó en el plato. Jane apoyó su mano en mi hombro durante un segundo mientras quitaba el platito y lo reemplazaba por otro limpio. Yo sabía cuánto quería a Peter aquella mujer. Lo conocía desde que se quedó huérfano. Estaba segura de que ella también tenía el corazón en un puño.
Telefoneé a Vincent Slater. Recibió la noticia con calma.
—Era inevitable —dijo, tranquilo—. Pero esta noche estará de vuelta en casa, te lo prometo. En Nueva Jersey los jueces tienen la obligación de conceder una fianza. Estoy seguro de que pedirán millones, pero los tendremos preparados.
Los abogados debían llegar a las nueve de la mañana. Por ningún motivo en concreto, llamé a Conner Banks en lugar de a cualquiera de los otros tres.
—Contábamos con esto, Kay —aseguró—, aunque sé que para ustedes dos es muy duro. Conseguiremos una copia de la orden de arresto, y Markinson y yo estaremos en el tribunal a las tres. Nos veremos entonces.
Cuando colgué, me acerqué a la ventana. La previsión era de lluvia y granizo para el mediodía, pero mientras miraba al exterior empezaron a caer las primeras gotas. Pronto el granizo rebotó en los cristales.
—¿Puede ser que haya leído en alguna parte que los perros policía pueden realizar un rastreo cuando llueve? —le pregunté a la detective Sepetti.
—Depende de lo que anden buscando —contestó—. Si sigue lloviendo así, supongo que tendrán que suspenderlo.
—¿Y qué están buscando? —pregunté.
Fui consciente de la ira en mi voz. Lo que realmente quería preguntar era si pensaban que Peter era un asesino en serie, y si esperaban encontrar más cadáveres repartidos por toda la finca.
—No lo sé, señora Carrington —dijo ella, con mucha calma.
Me volví a mirarla. Debía de rondar los cincuenta años. Su cabello, que le llegaba hasta la barbilla, tenía un ondulado natural que suavizaba un poco la redondez de su rostro. Llevaba una americana azul oscuro y pantalones negros. Las únicas joyas que le vi fueron unos pendientes en forma de equis, aunque estoy segura de que llevaba un reloj bajo la manga de la chaqueta.
Era tan absurdo fijarse en detalles como aquéllos, que no tenían ninguna importancia para nadie… Me alejé de la ventana. En la cocina había un televisor pequeño, y lo encendí justo a tiempo para ver cómo Peter salía del coche patrulla y entraba en la cárcel del condado de Bergen.
—Según nuestras fuentes —decía el periodista—, mientras Carrington ha sido detenido acusado de asesinato, las pruebas en su contra siguen acumulándose. La ex doncella de la mansión, María Valdez, no sólo ha confesado que mintió cuando afirmó que vio la camisa de Carrington en el cesto de la colada, sino que además dispone de pruebas de que el padre de Carrington la sobornó con cinco mil dólares.
Apagué el televisor.
—¡Oh, Dios mío! —oí decir a Jane Barr—. No me lo creo. No habría hecho eso jamás. El padre del señor Carrington era un hombre honrado. Nunca sobornó a nadie.
«¿Ni siquiera para salvar la vida de su hijo?», me pregunté. ¿Qué hubiera hecho yo en su lugar?
No estaba segura de la respuesta.