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Barbara Krause, Tom Moran y Nicholas Greco no volvieron de Lancaster hasta última hora de la tarde. Krause y Moran fueron directamente a sus despachos de la sala del tribunal del condado de Bergen y se pasaron las horas siguientes preparando una declaración jurada que resumía las pruebas reunidas hasta el momento en la investigación. Esta declaración se presentaría como respaldo a su petición de abrir un procedimiento penal y una orden de registro. Se acusaría a Peter Carrington del asesinato de Susan Althorp, y se autorizaría el registro de todas las casas y terrenos de la finca de los Carrington.

—Quiero que recorran la propiedad con perros policía especializados en buscar cadáveres —dijo Krause a Moran—. ¿Cómo es posible que no la encontraran hace veintidós años, cuando el olor debía de ser mucho más fuerte? ¿Podría ser que la enterraran en otra parte y luego, cuando pensaron que nadie volvería a buscar en los terrenos de la finca, la llevaran allí?

—Podría ser —dijo Moran—. Yo estaba allí cuando los perros rastrearon la zona donde se ha encontrado el cuerpo. No entiendo que no olieran el cadáver y que nuestros hombres, y yo me incluyo, no vieran el suelo removido.

—Ahora mismo llamo al juez Smith para ponerlo al corriente —dijo Barbara Krause— y pedirle que nos permita visitarle mañana en su casa a las cinco de la mañana, para que examine la orden de registro.

—Le encantará —comentó Moran—, pero eso nos dará tiempo de reunir a nuestro equipo esta noche y presentarnos en la finca con la orden de registro a las seis y media de la mañana, cuando Carrington aún esté acurrucado en la cama con su nueva esposa. Me va a gustar ser su despertador.

Cuando acabaron el papeleo eran más de las dos de la mañana. Moran se puso en pie y se estiró.

—No recuerdo que hayamos cenado —dijo.

—Hemos tomado unas ocho tazas de café por cabeza —aseguró Krause—. Mañana, cuando hayamos detenido a ese tipo, te invitaré a cenar.