Por primera vez en varios días, cuando atravesé las puertas de la mansión no había periodistas en las inmediaciones. Supongo que habrían visto cómo Peter y Vincent se marchaban y que les habrían seguido. Había telefoneado a Maggie y le había dicho que iría a verla. Por su voz me pareció afligida; probablemente sabía que lo que había dicho a la prensa era un golpe bajo, y que yo estaría furiosa.
Pero hacía más de tres semanas que no la veía, y en cuanto crucé la puerta me di cuenta de cuánto la había echado de menos. El salón estaba más desordenado de lo habitual, pero Maggie tenía un aspecto estupendo. Sentada en su butaca favorita, viendo la serie Judge Judy, asentía aprobadoramente con una sonrisa en el rostro al veredicto que acababa de emitir la juez. Le encantaban los exabruptos que la juez Judy lanzaba a los abogados. El televisor estaba a todo volumen porque Maggie nunca se ponía los audífonos, pero oyó cómo se cerraba la puerta a mi espalda y se puso en pie de un salto para darme un abrazo.
Por supuesto, fue Maggie la que dijo la primera palabra.
—¿Cómo está? —me preguntó.
—Supongo que te refieres a mi marido, Peter. Pues está sometido a una tremenda presión y lo lleva de maravilla.
—Kay, estoy preocupada por ti. Él es…
La interrumpí.
—Maggie, si se te ocurre emplear la palabra para describir a Peter que creo que vas a emplear, saldré por esa puerta y no volveré.
Ella sabía que hablaba muy en serio.
—Vamos a tomar un té —me sugirió.
Pocos minutos después yo estaba apoltronada en el sofá, y ella en su butaca. Las dos sosteníamos la taza de té, un acto familiar que me hacía sentir cómoda y a gusto. Le pregunté por sus amigos y le hablé de nuestra luna de miel.
No hablamos de la acusación de Gladys Althorp ni del hecho de que la ex doncella hubiera cambiado su versión de los hechos. Estaba segura de que Maggie hubiera aprovechado ese tema. Pero llevé la conversación adonde yo quería.
—Maggie, por terrible que haya sido para los Althorp, me alegro de que descubrieran el cuerpo de Susan. Al menos le concede a su madre cierta paz.
—Lo encontraron en la propiedad de los Carrington —dijo Maggie sin poder contenerse.
—Técnicamente en la propiedad de la familia, pero fuera de la valla. Cualquiera podría haberlo dejado allí —sin darle tiempo a responder, añadí—: ¿Sabes que fue papá quien tuvo la idea de desplazar la valla para que si alguna vez se hacían obras en la calle no afectasen al jardín?
—Sí. Recuerdo que tu padre me habló de ello en su momento. Quería hacer algo con el terreno de la propiedad que quedaba al otro lado de la valla, pero al final no hizo nada.
—Maggie, estabas equivocada en una cosa. A papá no lo echaron del trabajo por sus problemas con la bebida. Lo echaron porque Elaine Carrington empezó a flirtear con él y, cuando él no le siguió el juego, prescindieron de sus servicios. Peter me lo contó. ¿De dónde sacaste la idea de que lo despidieron por beber?
—Me da igual lo que te contase tu marido. Kay, tu padre tenía un problema con la bebida.
—Bueno, según Peter, papá no bebía mientras trabajaba.
—Kay, cuando tu padre me contó que le habían despedido, estaba muy enfadado, furioso.
—Eso fue unas pocas semanas después de que Susan Althorp desapareciese, ¿no?
—Sí, si no recuerdo mal fue exactamente quince días después.
—Entonces, seguro que la policía interrogó también a papá. En esa fecha seguía trabajando allí.
—Interrogaron a todos los que trabajaban en la mansión e incluso a quienes la visitaban. Tú estabas aquí conmigo la noche que Susan desapareció. Tu padre había invitado a unos amigos a jugar al póquer en vuestra casa. A medianoche seguían jugando, y creo que cuando por fin se separaron estaban bastante alegres. Ese tal Greco se pasó de la raya insinuando que el suicidio de tu padre tuvo algo que ver con Susan Althorp.
—De eso estoy segura, pero en una cosa tiene razón: nunca recuperaron el cuerpo de papá. ¿Por qué estás tan segura de que se suicidó?
—Kay, el día que se cumplía el sexto aniversario de la muerte de tu madre le acompañé al cementerio. Eso fue sólo un mes antes de que acabase con su vida. Habían pasado seis años, pero se vino abajo y lloró como un niño. Me dijo que la echaba de menos cada día que pasaba, y que no mejoraba. Había algo más. Me dijo que le encantaba trabajar en la mansión de los Carrington. Sí, es cierto que trabajaba también para otra gente, pero los Carrington eran los únicos que le dejaban hacer exactamente lo que él quería. Quedarse sin ese empleo fue un golpe muy duro.
Maggie se levantó de la butaca, se acercó a mí y me abrazó.
—Kay, tu padre te quería con locura, pero padecía una profunda depresión, y cuando uno bebe y está deprimido, pasan cosas terribles.
Las dos nos echamos a llorar.
—Maggie, tengo tanto miedo… —admití—. Tengo tanto miedo de lo que pueda pasarle a Peter…
Ella no me respondió, pero fue como si hubiese gritado lo que le pasaba por la cabeza: «Kay, a mí me da miedo lo que pueda pasarte a ti».
Llamé a Peter al móvil. Aún estaba en la ciudad, y no llegaría a casa hasta las diez de la noche.
—Sal a cenar con Maggie —me dijo. Luego incluso se rió y añadió—: Dile que invito yo.
Maggie y yo salimos a por «un plato de pasta», como ella suele decir. Nuestra conversación se centró en recuerdos de mi madre, y una vez más me contó la historia de cómo conquistó al público cuando cantó su canción. Maggie me dijo que su voz sonaba emocionada cuando cantó la última línea de «La misma canción». Mientras me lo contaba tenía un brillo en la mirada y tarareaba la melodía, aunque desafinaba un poco. Estuve a punto de preguntarle algo sobre mi visita a la capilla aquella tarde tantos años atrás, pero me contuve. No quería que me soltara un sermón sobre la tontería que cometí.
Después de la cena, la acompañé hasta su puerta, la miré mientras entraba y luego me fui a casa. En la residencia del guarda aún había algunas luces encendidas, así que asumí que los Barr estaban dentro. «Sin embargo, nunca sé si Elaine está o no en casa», pensé. Su casa se encuentra demasiado lejos de la puerta principal de la mansión para ver si hay alguna luz encendida.
Sólo eran las nueve. Entrar sola en la mansión me daba miedo. Casi imaginaba que alguien me esperaba oculto dentro de la armadura del vestíbulo. Las luces del exterior proyectaban sombras amortiguadas por las cristaleras de colores. Por un instante me pregunté si eran las mismas luces que había instalado mi padre, aquellas que fue a comprobar aquella tarde, cuando me llevó con él.
Me puse cómoda, una bata y zapatillas, y esperé a que Peter volviera a casa. No tenía ganas de encender el televisor y encontrarme con otra noticia sobre el caso Althorp y las últimas revelaciones de la doncella que había cambiado su versión de los hechos. No servía de nada; las palabras carecían de sentido.
Estuve pensando en mi padre. Tenía la mente repleta de buenos recuerdos. Aún le echaba de menos.
Peter llegó a casa poco después de las once. Parecía agotado.
—A partir de hoy ya no formo parte de la junta directiva —anunció—. Conservaré un puesto en la empresa.
Me dijo que Vincent había encargado que les llevasen la cena al despacho, pero admitió que apenas la había probado. Bajamos a la cocina, saqué un tazón de sopa que había preparado Jane Barr de la nevera y la calenté para Peter. Pareció animarse un poco. Entonces cogió del bar una botella de vino tinto y dos copas. Llenó las copas y levantó la suya.
—Haremos el mismo brindis todas las noches —propuso—. Lo conseguiremos. La verdad saldrá a la luz.
—Amén —respondí con fervor.
Peter se me quedó mirando fijamente; sus ojos estaban tristes y pensativos.
—Aquí estamos solos, Kay —dijo—. Si esta noche te pasara algo, no cabe duda de que me echarían la culpa, ¿verdad?
—No me va a pasar nada —contesté—. ¿Qué te hace decir eso?
—Kay, ¿sabes si me he levantado sonámbulo desde que estamos en casa?
Su pregunta me sorprendió.
—Sí, la primera noche. No me habías dicho que fueras sonámbulo…
—Era un crío. Todo empezó después de la muerte de mi madre. El médico me dio un medicamento y durante un tiempo los episodios cesaron. Pero tuve una pesadilla en la que metía el brazo en la piscina intentando coger algo, y no para de venirme a la mente. Si eso hubiera pasado lo sabrías, ¿no?
—Es que pasó, Peter. Me desperté sobre las cinco de la mañana y no estabas en mi habitación. Te busqué en la tuya y luego se me ocurrió mirar por la ventana. Te vi junto a la piscina. Estabas arrodillado al lado, con el brazo dentro del agua. Luego entraste de nuevo en la casa y te acostaste. Sabía que no debía despertarte.
—Kay —empezó, con voz dubitativa, y luego dijo algo en un tono tan bajo que no pude oírle con claridad.
Se le quebró la voz, y se mordió el labio. Estaba a punto de llorar.
Me levanté, rodeé la mesa y le acuné en mis brazos.
—¿Qué pasa, Peter? ¿Qué pretendes decirme?
—No… no es nada.
Pero sí que era algo, y era terriblemente importante. Podría jurar que Peter había musitado: «He tenido otras pesadillas, y quizá sucedieron realmente…».