Barbara Krause se reunió con Nicholas Greco y Tom Moran para volar a Lancaster, en Pensilvania, donde alquilaron un coche y fueron al domicilio de María Valdez Cruz, una casa modesta, al estilo de un rancho, situada cerca del aeropuerto. Había estado nevando, y el asfalto estaba resbaladizo; Greco, que ya había visitado a la ex doncella de los Carrington, conducía. Krause estaba indignada porque la prensa se había enterado de que María Valdez se había retractado de su declaración. Krause se juró a sí misma que descubriría la fuente de la filtración y que despediría al responsable.
—Cuando estuve aquí hace dos días, aconsejé a María que el día que la visitáramos estuviera con su abogado —explicó Greco mientras llamaban a la puerta.
Fue precisamente el abogado de Valdez, Duncan Armstrong, un hombre alto y delgado de poco más de setenta años, quien abrió la puerta. Una vez que los visitantes estuvieron dentro, el abogado permaneció en actitud protectora junto a su cliente, una mujer menuda, y expresó inmediatamente su indignación por la filtración a la prensa.
Moran había estado presente cuando interrogaron a María Valdez hacía veintidós años. «Entonces era una niña —pensó—, tendría unos diecinueve años, la misma edad que Susan Althorp». Pero se había revelado como una muchacha tenaz; y en ningún momento cambió su versión de que había entregado la camisa al servicio de lavandería.
Curiosamente, la firmeza y la determinación de que había hecho gala en aquellos momentos habían desaparecido. Mientras invitaba a sus huéspedes a tomar asiento en el salón acogedor e impoluto, parecía nerviosa.
—Mi marido se ha llevado a nuestras hijas al cine —dijo—. Son adolescentes. Les dije que iban a venir ustedes, y les expliqué que cuando era joven cometí el error de mentir a las autoridades, pero que nunca es demasiado tarde para arreglar las cosas.
—Lo que María quiere decir es que es posible que cometiese un error cuando la interrogaron tras la desaparición de Susan Althorp —intervino Armstrong—. Antes de que sigamos hablando, me gustaría ver los documentos que han preparado.
—Ofrecemos a la señora Cruz inmunidad a cambio de su cooperación plena y veraz en esta investigación —dijo Barbara Krause con voz firme.
—Echaré un vistazo a esos documentos —dijo Armstrong. Los leyó cuidadosamente y luego añadió—: Muy bien, María, esto quiere decir que en caso de que se celebre un juicio la llamarán para que declare, y los abogados defensores dirán que es ahora cuando miente. Pero lo importante es que nadie podrá juzgarla por haber dado una información falsa cuando lo hizo.
—Tengo tres hijas —repuso Cruz—. Si una de ellas desapareciera y luego encontraran su cuerpo, se me rompería el corazón. Cuando me enteré de que habían descubierto el cadáver de aquella chica, me sentí fatal al pensar que quizá mi declaración contribuyó a que el asesino quedase en libertad. Sin embargo, admito que no hubiera tenido valor para hablar si el señor Greco no me hubiera encontrado.
—¿Nos está diciendo que nunca vio esa camisa y que no se la entregó al encargado de la lavandería? —preguntó Moran.
—Yo no vi esa camisa. Sabía que el señor Peter Carrington había dicho que estaba en el cesto de la ropa, y tuve miedo de contradecirle. Acababa de llegar a este país, y no quería perder mi empleo. Envié a la lavandería las prendas que estaban en el cesto de la colada, pero estoy casi segura de que su camisa de vestir no estaba en él. En aquel momento la policía me estaba interrogando, y pensé que quizá me equivocaba, pero en el fondo sabía que no era así. En aquel cesto no había ninguna camisa de vestir. Pero le dije a la policía que sí que estaba, y que seguramente el encargado de la lavandería la había perdido.
—El propietario de la lavandería siempre afirmó que no había recibido aquella camisa —dijo Barbara Krause—. Esperemos que aún esté en activo.
—Si tengo que declarar, ¿creerán que es ahora cuando miento? —preguntó María tímidamente—. Porque puedo demostrar que no es así.
—¿Probar? ¿Qué quiere decir? —preguntó Moran.
—Dejé el trabajo aproximadamente un mes después de que la policía me interrogase. Regresé a Manila porque mi madre estaba muy enferma. El señor Carrington padre lo sabía, y antes de que me fuese me dio una «prima», así la llamó él, de cinco mil dólares. Estaba muy agradecido porque yo había respaldado la historia de su hijo. Para ser justos con él, creo que pensaba sinceramente que yo había dicho la verdad.
—Creo que está siendo usted demasiado caritativa —dijo Krause—. Ese dinero fue un soborno.
—Cobré el cheque, pero tenía miedo de que al volver a mi casa con tanto dinero la gente dijera que lo había robado, así que hice una copia del cheque, por ambas caras, antes de llevarlo al banco —explicó María al tiempo que sacaba una fotocopia del bolsillo de su chaqueta—. Aquí lo tienen.
Barbara Krause cogió la fotocopia del cheque, la estudió y se la pasó a Moran. Para Greco fue evidente que tanto Krause como Moran consideraban que aquélla era la prueba crucial.
—Ahora sabemos que la camisa nunca llegó a la lavandería —dijo Krause—. Es hora de detenerle y convocar al jurado.