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Por primera vez, los abogados se quedaron a comer. Con sus hábiles manos, Jane Barr preparó una bandeja de bocadillos y café. Había visto en la televisión la noticia de cómo María Valdez cambiaba su declaración, y se quedó sin habla. «Todo es culpa de Elaine —pensó—. Si no nos hubiera despedido, aquella mañana la colada la habría recogido yo. Habría sabido exactamente qué había dentro del cesto y qué no, y si lo había enviado a la lavandería o no. ¿Cómo es posible que esa tal Valdez cambie ahora su declaración? ¿Quién le está pagando?», se preguntó.

«Qué mala suerte que yo no estuviera cuando ese detective, Nicholas Greco, vino a hablar con Gary —pensó—. Desde entonces ha estado nervioso. Cree que al contarle a Greco que Peter se sorprendió cuando supo que el bolso de Susan no estaba en el coche pudo haberlo perjudicado».

«¿Qué mal puede haber en eso?», le preguntó a Gary en aquel momento, pero ahora pensaba de otra forma. Quizás aquella información sí era importante. Pero conocía a Peter Carrington, y pensaba que no era capaz de hacerle daño a nadie.

Ella y Gary asistieron al funeral de Susan Althorp. «Era una muchacha tan dulce y tan hermosa… —pensó Jane mientras sacaba platos y vasos del armario—. Me gustaba verla tan bien vestida y saliendo con sus amigas cuando preparábamos las cenas de gala para la señora Althorp».

Fuera de la iglesia, antes de que el coche fúnebre y las limusinas de la familia partieran hacia el cementerio, los Althorp permanecieron en la sacristía, recibiendo el pésame de sus amigos. «¿Por qué Gary se escondió entre la multitud en vez de hablar con ellos? —se preguntó Jane—. Susan siempre se portó bien con él». El año que ella desapareció, la llevó a fiestas al menos media docena de veces, cuando el embajador no quería que ella o sus amigas cogieran el coche de vuelta a casa de madrugada. Pero Jane sabía que a su marido le costaba expresar sus emociones, y quizá le incomodaba hablar con los Althorp con todas aquellas personalidades alrededor.

Mientras Jane preparaba el almuerzo, Gary estaba pasando el aspirador en el piso de arriba. Entró en la cocina cuando ella ya estaba planteándose ir a buscarlo.

—Llegas en el momento justo —dijo Jane—. Puedes llevar al comedor los platos, los vasos y los cubiertos de plata. Pero acuérdate de llamar antes de entrar.

—Creo que sabré hacerlo —repuso él con sarcasmo.

—Por supuesto que sí —dijo ella, suspirando—. Lo siento. No sé dónde tengo la cabeza. No dejo de pensar en ayer, en el funeral. Susan era una chica muy guapa, ¿verdad?

Jane vio que el rostro de su marido adquiría un intenso tono escarlata mientras le daba la espalda.

—Sí que lo era —murmuró.

Cogió la bandeja y salió de la cocina.