«Está nervioso —decidió Pat Jennings mientras observaba a su jefe, Richard Walker. Estoy segura de que ya ha vuelto a apostar a las carreras de caballos. A pesar de todo lo que gana en este puesto, o lo que no gana, más le valdría probar suerte con los ponis».
Pat llevaba trabajando medio año como recepcionista y secretaria en la Walker Art Gallery. Cuando aceptó el empleo, le pareció un trabajo perfecto para una mujer con dos hijos en la escuela primaria. Trabajaba de nueve de la mañana a tres de la tarde, pero sabía que si se celebraba un cóctel para inaugurar una exposición, tendría que volver por la tarde. Durante el tiempo que llevaba en la empresa, eso sólo había pasado una vez, y la asistencia había sido escasa.
El problema era que la galería no vendía lo suficiente ni siquiera para cubrir gastos. «Richard se hundiría si no fuera por su madre», pensó Pat mientras lo veía pasear inquieto de una pintura a otra, enderezándolas.
«Hoy está realmente de los nervios —pensó—. Estos últimos días le he oído hacer apuestas, y supongo que ha perdido un dineral. Claro que el asunto del cuerpo de aquella chica que han encontrado en la propiedad de su hermanastro es de lo más preocupante». El día anterior, Richard había puesto la televisión para ver en directo el funeral de Susan Althorp. «Él también la conocía —pensó Pat—. A pesar del tiempo que ha pasado, ver cómo llevaban el féretro a la iglesia debió de traerle recuerdos muy dolorosos».
Aquella mañana le preguntó a Walker cómo llevaba su hermanastro el hecho de estar en boca de todos.
—Todavía no he visto a Peter —repuso Walker—. Le llamé para decirle que puede contar conmigo. Pensar que todo esto le está pasando justo después de la luna de miel… Tiene que ser difícil.
Más tarde, la galería estaba tan tranquila que, cuando sonó el teléfono, Pat dio un respingo. «Este lugar acabará con mis nervios», pensó mientras cogía el auricular.
—Walker Art Gallery. Buenas tardes.
Levantó la vista y vio que Richard Walker se acercaba corriendo y meneando los brazos. Le leyó los labios: «No estoy. No estoy».
—Páseme a Walker —dijo una voz. No era una petición, sino una orden.
—Me temo que ha salido a hacer una visita. No creo que vuelva esta tarde.
—Deme el número de su móvil.
Pat sabía qué decir en estos casos.
—Cuando está reunido no lo conecta. Si me da su nombre y su número, yo…
Su interlocutor colgó el auricular con tanta fuerza que Pat tuvo que apartar la oreja.
Walker estaba de pie junto a su mesa; tenía la frente cubierta de sudor y le temblaban las manos. Antes de que le preguntase nada, Pat le dijo:
—No me ha dejado un nombre, pero puedo decirte una cosa, Richard: estaba muy enfadado.
Y como se compadecía de él, se atrevió a aconsejarle:
—Richard, tu madre tiene mucho dinero. Pídele lo que necesites. Ese tío me ha dado escalofríos. Y un último consejo: deja de apostar en las carreras.
Dos horas después, Richard Walker estaba en casa de su madre, en la finca de los Carrington.
—Tienes que ayudarme —suplicó—. Si no les pago, me matarán. Sabes que lo harán. Te juro que ésta será la última vez.
Elaine Carrington clavó los ojos en su hijo con una mirada furibunda.
—Richard, me has dejado sin fondos. Recibo un millón anual de este estado. El año pasado, entre las apuestas y los pagos por la galería, gastaste casi la mitad.
—Mamá, te lo suplico.
Ella apartó la vista. «Sabe que tengo que dárselo —pensó Elaine—. Y sabe de dónde puedo sacar ese dinero si estoy lo bastante desesperada».