A sus treinta y ocho años, Conner Banks era el miembro más joven del equipo de abogados de Carrington, pero nadie, ni siquiera sus colegas más famosos (y publicitados), podía negar que era un genio ante los tribunales de lo penal. Durante sus primeros años de estudio en Yale, Banks, hijo, nieto y sobrino de adinerados abogados mercantiles, dejó clara su decisión de ser abogado criminalista, para consternación de sus familiares. Cuando se licenció en la Harvard Law School, trabajó para un juez de lo penal en Manhattan, hasta que lo contrató Walter Markinson, un famoso abogado que había defendido a todo tipo de acusados y que era especialmente conocido por mantener lejos de la cárcel a las grandes celebridades.
En uno de los primeros casos que defendió en un tribunal, cuando ya trabajaba para Markinson, Banks tuvo que convencer al jurado de que la exótica esposa de cierto multimillonario padeció enajenación mental transitoria cuando le pegó un tiro a la amiguita de su marido. El veredicto de no culpable por enajenación se emitió tras menos de dos horas de deliberación, casi un récord para cualquier jurado que hubiera decidido un caso de asesinato con aquella defensa.
Aquel caso disparó la reputación de Conner Banks, que durante los diez años siguientes continuó creciendo. Gracias a su estilo afable, su imponente presencia y sus atractivos rasgos célticos, se convirtió en una celebridad por derecho propio. Era conocido por su ingenio rápido y por las hermosas mujeres a las que acompañaba a fiestas de alto nivel.
Cuando Gladys Althorp acusó directamente a Peter Carrington de haber asesinado a su hija, Vincent Slater llamó a Walter Markinson y le pidió que reuniese a un equipo con los mejores abogados para sopesar la posibilidad de demandar a la señora Althorp y, suponiendo que decidiéramos seguir adelante, llevar el caso.
Peter Carrington prefería que los abogados celebrasen las reuniones en su casa, no en Manhattan, de ese modo él podría estar presente sin sufrir el acoso de la prensa en cuanto saliera de la mansión. Ahora, una semana después, Conner Banks se había convertido en un visitante habitual de la finca de los Carrington.
La primera vez que cruzaron las puertas y vieron la mansión, el socio de Conner comentó con desdén: «Pero ¿quién demonios querría vivir en algo tan grande?». Banks, a quien le apasionaba la historia, replicó: «De hecho, a mí me gustaría. Es una casa magnífica».
Cuando los abogados llegaron al salón donde iban a celebrarse las reuniones, Slater ya estaba allí. En una mesita supletoria había café, té, botellas de agua y algunos canapés. Sobre la mesa, blocs de notas y bolígrafos. Los otros dos abogados, Saúl Abramson, de Chicago, y Arhtur Robins, de Boston, sesentones y con una trayectoria brillante en casos penales, llegaron pocos minutos después que Conner Banks y Markinson.
Entonces Peter Carrington entró en la sala. Banks se sorprendió al ver que le acompañaba su esposa.
A Banks no le gustaba fiarse de las primeras impresiones, pero era imposible no admitir que Peter tenía un carisma especial. A diferencia de sus abogados y de Slater, que vestían trajes típicamente conservadores, Carrington llevaba una camisa con el cuello abierto y un cárdigan. Una vez se hicieron las presentaciones, Peter se dirigió a los abogados:
—Olvídense de «señor Carrington». Soy Peter. Mi esposa se llama Kay. Tengo la sensación de que vamos a estar viéndonos durante bastante tiempo, así que saltémonos las formalidades.
Conner Banks no había sabido qué esperar de la esposa de Carrington. En cierto sentido, ya la había prejuzgado: la bibliotecaria que se casaba con un millonario tras un romance fugaz, otra caza fortunas con suerte.
De inmediato se dio cuenta de que Kay Lansing Carrington no encajaba en absoluto con aquella imagen. Como su esposo, vestía de manera informal, con un suéter y unos pantalones. Pero el tono escarlata de su jersey de cuello alto enmarcaba un rostro dominado por unos ojos de un azul tan oscuro que parecía casi negro, igual que su largo cabello recogido en la nuca.
Durante aquella primera reunión, y las que vinieron luego, ella siempre se sentó a la derecha de Peter, situado a la cabecera de la mesa. Slater ocupaba el lugar a la izquierda de Carrington. Al sentarse al lado de Slater, Conner Banks pudo apreciar la comunicación no verbal que existía entre Peter Carrington y su mujer. A menudo sus manos se tocaban con ternura, y el afecto que reflejaban sus ojos cuando se miraban le hizo preguntarse si eso de ser libre como el viento, como lo era él, era realmente tan magnífico.
Por pura curiosidad, Banks había hecho investigaciones sobre lo acontecido incluso antes de que le contrataran para considerar la cuestión de la demanda. El caso suscitó su interés porque había coincidido con el ex embajador Charles Althorp en algunas reuniones sociales y se había dado cuenta de que su mujer nunca le acompañaba.
En las dos primeras reuniones, que tuvieron lugar antes de que se descubriese el cuerpo de Susan Althorp, el debate se centró en decidir si era necesario que Peter demandase a Gladys Althorp por infamia y calumnia.
—Nunca se retractará de lo que ha declarado —dijo Markinson—. Ésta es su manera de forzar la mano. Tendrá que responder a interrogatorios y hacer una declaración. Esperan atraparle cuando esté bajo juramento. Por el momento, el fiscal no tiene pruebas suficientes para condenarle. Peter, usted salía con Susan aunque fuera ocasionalmente. Eran amigos desde hacía tiempo, una amistad que surgió de contactos familiares. Aquella noche la llevó a su casa en coche. Por desgracia, como al volver entró en la casa por la puerta lateral no tenemos a nadie que confirme que realmente subió al piso de arriba.
«¿A nadie? —Se preguntó Conner Banks—. ¿Un tío de veinte años, poco después de medianoche, con la fiesta en pleno apogeo, y se va a dormir? Nuestro cliente es inocente —pensó, con sarcasmo—. Por supuesto que lo es. Mi trabajo consiste en defenderle. Pero eso no quiere decir que tenga que creer lo que dice».
—Yo diría que lo que ha mantenido vivo este caso es el hecho de que no aparezca su camisa —afirmó Markinson—. El hecho de que la doncella dijese que la sacó del cesto de la ropa sucia y la entregó al encargado de la lavandería significa que si intentan usar la camisa desaparecida como prueba incriminatoria les saldrá el tiro por la culata. Usted no tiene nada que perder haciendo la demanda y, si llegáramos a un juicio, demostrar al público que este caso se basa en acusaciones sin fundamento.
La tercera reunión se celebró después del funeral de Susan Althorp, así como de la sorprendente revelación de que María Valdez, la doncella que había afirmado haber entregado la camisa de Peter a la lavandería, ahora se retractaba de sus declaraciones.
Esta vez, cuando los Carrington entraron en el comedor, sus rostros reflejaban una tensión evidente. Sin molestarse en saludar a los abogados, Peter dijo:
—Esa mujer miente. No puedo probarlo, pero sé que miente. Metí esa camisa en el cesto de la colada. No tengo ni idea de por qué me está haciendo esto.
—Intentaremos demostrar que miente, Peter —contestó Markinson—. Examinaremos todo lo que ha hecho esa mujer durante los últimos veintidós años. Quizá descubramos que se ha metido en asuntos que la convertirían en una testigo poco creíble.
Al principio Conner Banks había sospechado que Peter Carrington era culpable de la muerte de Susan Althorp. Ahora, sumando todas las pruebas, estaba casi seguro. Nadie le había visto volver a la casa la noche de la fiesta. Con veinte años, se va derecho a la cama cuando aún quedan invitados bailando en la terraza. Nadie le ve aparcar el coche. Nadie le ve entrar. A la mañana siguiente, Susan no aparece y la camisa que llevaba Carrington tampoco. Ahora descubren los restos de ella en su propiedad. La fiscal tiene que estar a punto de arrestarlo. «Peter, haré todo lo que pueda para sacarte de ésta —pensó mientras contemplaba al hombre que cogía las manos de su esposa—, pero anoche vi algunas imágenes del funeral. En cierto sentido, me gustaría ser el fiscal en este caso. Y sé que mis colegas piensan lo mismo».
Kay intentaba contener las lágrimas. «Respaldará a su marido —pensó Banks—. Eso está bien. Pero si él es responsable de la muerte de Susan Althorp, cualquiera podría considerarlo sospechoso de la muerte de su primera esposa. ¿Es un psicópata? Y si lo es, ¿supondrá un obstáculo su nueva esposa?».
¿Por qué le daba la sensación de que había algo extraño, y quizás oscuro, en aquella prisa con que Carrington había llevado al altar a una mujer a la que conocía desde hacía tan poco tiempo?