12

Por la mañana, Peter no dio señales de que supiera que por la noche había tenido un episodio de sonambulismo. No estaba segura de si debía comentárselo o no. ¿Qué podría decirle? ¿Que me había parecido que intentaba empujar algo o a alguien para hundirlo en el agua o quizá para sacarlo del fondo de la piscina?

Pensé que había dado con la explicación. Peter había tenido una pesadilla en la que veía a Grace ahogarse en la piscina. Y estaba intentando rescatarla. Tenía sentido, pero me pareció innecesario hablar con él del tema. Seguro que no se acordaba de nada.

Nos levantamos a las siete. Los Barr llegarían a las ocho para preparar el desayuno, pero yo hice zumo y café porque habíamos decidido salir a correr por los terrenos de la mansión. Por extraño que parezca, hasta entonces habíamos hablado muy poco del trabajo de mi padre como paisajista en esa propiedad. Le había contado a Peter lo dura que debió de resultarle a mi padre la muerte de mi madre, y que su suicidio me dejó desolada. Por supuesto, no mencioné las cosas tan terribles que Nicholas Greco me había dado a entender. Me irritaba que éste pudiera pensar que papá había decidido quitarse de en medio porque tenía algo que ver con la desaparición de Susan Althorp.

Mientras corríamos, Peter empezó a hablar de mi padre.

—Mi madre no cambió el jardín tras la muerte de mi abuela —me dijo—. Pero Elaine, cuando se casó con mi padre, dijo que el jardín parecía diseñado como un cementerio. Afirmaba que sólo le faltaba algún que otro «Descanse en paz». Tu padre hizo un trabajo magnífico para crear los jardines que tenemos ahora.

—Elaine lo despidió porque bebía mucho —dije, intentando que mis palabras sonaran imparciales.

—Eso es lo que ella dice —contestó Peter, ecuánime—. Elaine siempre flirteaba, incluso cuando mi padre estaba vivo. Le hizo proposiciones a tu padre y él la rechazó. Ése fue el verdadero motivo de que lo despidiera.

Me detuve tan en seco, que cuando él frenó ya había dado seis zancadas.

—Lo siento, Kay. Eras una niña. ¿Cómo podías haberlo sabido?

Por supuesto, fue Maggie quien me dijo que la afición de mi padre a la bebida le había costado el trabajo. Echaba la culpa de todo lo que pasaba al vicio de papá: la pérdida de su trabajo en la finca, incluso su suicidio. De repente sentí furia hacia ella. Mi padre había sido demasiado noble para contarle la verdadera razón por la que le despidieron, y entonces, como era una sabionda, decidió que ya sabía cuál era el motivo. «No es justo, Maggie —pensé—, no es justo».

—Kay, no quería que te pusieras triste —me dijo Peter, tomándome de la mano y entrelazando sus dedos con los míos.

Levanté la vista hacia él. El rostro aristocrático de Peter quedaba fortalecido por su mandíbula firme, "pero cuando le miraba siempre veía sus ojos. En ese momento su mirada era de preocupación, de inquietud por haberme molestado sin quererlo.

—No, no estoy triste, en absoluto. De hecho, has despejado una duda importante. Durante todos estos años he imaginado a mi padre dando tumbos por estos terrenos en plena borrachera, y me he sentido avergonzada. Ahora puedo borrar esa idea para siempre.

Peter se dio cuenta de que no tenía ganas de seguir hablando sobre ese tema.

—Muy bien —dijo—. ¿Aceleramos el ritmo?

Corriendo por los senderos empedrados que serpentean por los jardines, y cambiando de dirección un par de veces, recorrimos un kilómetro y medio, y luego decidimos dar una última vuelta por el final del camino occidental que acababa en la calle. El lugar estaba protegido por altos setos. Peter me explicó que muchos años atrás el ayuntamiento instaló una tubería de gas cerca de la acera, y cuando mi padre preparó el diseño del jardín propuso desplazar las vallas unos quince metros más adentro. De ese modo, si alguna vez los de la compañía del gas tenían que hacer reparaciones, no estropearían el jardín.

Cuando llegamos junto a los setos, oímos voces y el sonido de maquinaria al otro lado de la valla. Miramos por una abertura y vimos que un equipo de trabajadores desviaba el tráfico y descargaba material de unos camiones.

—Supongo que esto es exactamente lo que mi padre previo —sugerí.

—Supongo que sí —respondió Peter. Luego se dio la vuelta y empezó a correr de nuevo—. ¿Echamos una carrera hasta la casa? —gritó por encima del hombro.

—¡Eso es trampa! —protesté cuando él salió disparado.

Pocos minutos después, sin aliento pero ambos satisfechos —al menos eso pensaba yo—, entramos en la mansión.

Los Barr estaban en la cocina; reconocí el aroma de las magdalenas de maíz horneándose. Yo normalmente desayunaba un café solo y medio panecillo tostado, sin mantequilla ni crema de queso, así que si quería mantenerme en forma no me quedaba más remedio que ser disciplinada. Pero ese día la dieta no me preocupaba, era nuestro primer desayuno en casa.

Lo bueno que tienen las mansiones es que puedes elegir entre muchos ambientes. La habitación del desayuno es como un pequeño jardín interior, muy acogedora, con celosías pintadas de verde y blanco, una mesa redonda con sobre de cristal, sillas de enea con cojines, y un aparador con preciosa porcelana de color verde y blanco. Al contemplar los objetos de porcelana recordé una vez más que la casa estaba llena de tesoros que la familia coleccionaba desde el siglo XIX. Tuve un pensamiento fugaz: ¿habría alguien que llevase un inventario?

Me di cuenta de que Jane Barr estaba preocupada por algo. Su cálida bienvenida no escondía la inquietud de su mirada. Algo iba mal, pero no quería preguntárselo delante de Peter. Supe que él también se había dado cuenta.

En la mesa, a su lado, estaba el New York Times. Hizo ademán de cogerlo pero luego lo apartó.

—Kay, estoy tan acostumbrado a leer el periódico durante el desayuno que casi olvido que ahora tengo un buen motivo para postergarlo.

—No tienes por qué —le dije—. Quédate con la primera parte. Yo leeré las noticias locales.

Después de servirnos la segunda taza de café, Jane Barr entró de nuevo en la habitación. Esta vez no intentó ocultar su inquietud.

—Señor Carrington, no me gusta ser portadora de malas noticias, pero cuando estuve en el supermercado esta mañana estaban repartiendo ejemplares de la revista Celeb. La noticia de la portada trata de usted. Sé que dentro de poco recibirá llamadas, así que quería advertírselo, pero también deseaba que tomase el desayuno tranquilo.

Vi que tenía un ejemplar de la revista, doblado aún por la mitad, debajo del brazo. Se lo entregó a Peter.

Él lo desdobló, miró la portada y luego cerró los ojos, como si pretendiera borrar una visión demasiado dolorosa. Extendí la mano sobre la mesa y cogí la revista. El titular, enorme, decía: «Peter Carrington asesinó a mi hija». Debajo había dos fotos encaradas. Una era un retrato de Peter, ese tipo de foto de archivo que usan los periódicos cuando publican un artículo sobre un ejecutivo. En la foto Peter no sonreía, lo cual no me extrañó. Mi Peter, tímido por naturaleza, no es de los que posan ante la cámara. A pesar de todo, en aquella fotografía especialmente desfavorecedora tenía un aspecto frío, incluso altivo y desdeñoso.

Al lado de su foto estaba la de Susan Althorp, una Susan radiante, con su vestido de entrada en sociedad, la larga melena rubia cayéndole sobre los hombros, los ojos brillantes, su joven y hermoso rostro trasluciendo alegría. Sin atreverme a mirar a Peter, pasé la página. La doble página interior era igual de dolorosa: «Madre moribunda exige justicia». Había una foto de Gladys Althorp, pálida y con expresión de angustia, rodeada de fotos de su hija en todas las etapas de su breve vida.

Sé lo bastante de leyes para entender que, si Peter exigía una retractación y no la conseguía, su única alternativa era demandar a Gladys Althorp. Lo miré y no supe leer su expresión. Pero estaba segura de que lo último que quería era que yo empezase a soltar sapos y culebras.

—¿Qué piensas hacer? —pregunté.

Jane Barr se fue a la cocina.

Me daba la sensación de que Peter sentía dolor, como si hubiera sufrido una agresión física. Sus ojos brillaban y, cuando habló, su voz traicionó su angustia.

—Kay, durante veintidós años he respondido a todas y cada una de las preguntas que me han hecho sobre la desaparición de Susan. Unas pocas horas después de que se confirmara que había desaparecido, la oficina del fiscal se me echó encima, me interrogaron. Veinticuatro horas después, incluso antes de que nadie nos lo pidiera, mi padre dio permiso para que los sabuesos inspeccionaran la finca. Permitió que registraran la mansión. Me confiscaron el coche. No pudieron reunir ninguna prueba que apuntase que yo sabía qué le había sucedido a Susan después de que la dejara en su casa aquella noche. ¿Te imaginas qué pesadilla si le exijo una retractación a la madre de Susan, me la niega y tengo que demandarla? Te diré lo que pasaría. Será como un circo de tres pistas para los medios de comunicación, y esa pobre mujer morirá mucho antes de que se acerque la fecha del juicio.

Se puso en pie. Temblaba y se esforzaba por contener las lágrimas. Rodeé la mesa y le abracé. Mi única manera de ayudarle era decirle cuánto le amaba.

Creo que mis palabras le consolaron un poco, al menos le hicieron sentirse menos solo. Pero entonces, con voz triste, e incluso distante, me dijo:

—No te he hecho ningún favor al casarme contigo, Kay. No necesitas verte envuelta en este escándalo.

—Ni tú tampoco —le contesté—. Peter, creo que, por horrible que sea todo esto, tienes que pedirle a la señora Althorp que se retracte, y que si es necesario la demandes por infamia y calumnia. Lo siento por ella, pero se lo ha buscado.

—No sé qué hacer —repuso él—. La verdad es que no lo sé.

Mientras Peter se estaba duchando llegó Vincent Slater. Yo sabía que tenían previsto reunirse aquella mañana en el despacho de Peter.

—Tienes que convencer a Peter de que exija una retractación —le dije.

—Ése es un tema que consultaremos con nuestros abogados, Kay —contestó; su tono indicaba que no quería seguir hablando de ello.

Nos quedamos mirándonos. Cuando lo conocí, el día que fui a la mansión para pedir que se celebrase allí el cóctel, percibí desde el primer minuto la animosidad de Slater hacia mi persona. Pero sabía que debía tener cuidado. Aquel hombre era una parte importante en la vida de Peter.

—Peter tiene la oportunidad de limpiar su nombre, de demostrar que no hay ninguna prueba que lo relacione con la desaparición de Susan —le dije a Vincent—. Si no exigiera una retractación, vendría a ser como si se colgara al cuello un cartel de: «Lo hice yo. Soy culpable».

No me contestó. Luego Peter se despidió de mí con un beso y los dos se fueron.

Aquella tarde, mientras excavaban para colocar los nuevos cables, los operarios del ayuntamiento encontraron el esqueleto de una mujer, envuelto en plástico y enterrado en una zona sin vallar en el extremo de la propiedad de los Carrington. En la parte delantera de su vestido blanco de gasa, muy deteriorado, se apreciaban manchas de lo que podría ser sangre.

Gary Barr fue quien entró corriendo para decirme lo que había sucedido. Volvía de hacer unas compras cuando pasó junto a la excavación y un trabajador, cuya máquina había sacado el cuerpo a la luz, dio la voz de alarma. Gary aparcó y contempló la escena mientras llegaban los coches de la policía con sus estridentes sirenas.

A través de las cámaras de seguridad situadas fuera de la mansión, vi cómo una multitud se congregaba en la zona. Creo que no dudé ni por un segundo que aquél era el cuerpo de Susan Althorp.

El sonido del timbre de la puerta me recordó el tañido de las campanas durante el funeral de mi padre. Aún recuerdo aquel sonido plañidero cuando, cogida de la mano de Maggie, salimos de la iglesia y nos quedamos con unos amigos en las escaleras de la iglesia de Santa Cecilia. Recuerdo que Maggie dijo algo así como: «Cuando encuentren el cuerpo de Jonathan, si lo encuentran, lo enterraremos debidamente, por supuesto».

Pero eso nunca ocurrió.

Cuando Jane Barr entró corriendo, aturdida para informarnos de que unos detectives querían hablar con el señor Carrington, me cruzó por la cabeza el incongruente pensamiento de que el funeral oficial por Susan Althorp se celebraría pronto.