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Las dos semanas de luna de miel fueron idílicas. Nos habíamos casado tan pronto que cada día descubríamos cosas nuevas el uno del otro, pequeñas cosas, como que yo siempre tomaba una taza de café a media mañana, o que a él le encantaban las trufas y yo las detestaba. No fui consciente de la soledad en la que había vivido hasta que Peter estuvo conmigo a todas horas. A veces me despertaba por la noche, escuchaba el ritmo de su respiración y me parecía increíble que fuera su esposa.

Me había enamorado de él intensamente, y me parecía que Peter me amaba en la misma medida. En una ocasión cuando empezábamos a vernos todos los días, él me preguntó: «¿De verdad estás interesada en un hombre "sospechoso" de dos muertes?».

Mi respuesta fue que, mucho antes de que lo conociese, estaba convencida de que él era víctima de las circunstancias, y que imaginaba lo espantoso que todo aquello debió de ser y, por supuesto, seguía siendo para él.

«Lo es —me dijo—, pero no hablemos de ello. Kay, me haces tan feliz que empiezo a creer que tengo un futuro, que llegará un momento en que la desaparición de Susan se resolverá y la gente sabrá con total seguridad que yo no tuve nada que ver».

Por tanto, durante nuestro noviazgo nunca hablamos de Susan Althorp ni de Grace, la primera esposa de Peter. Él hablaba con cariño de su madre, y no había duda de que habían estado muy unidos. «Mi padre estaba continuamente de viaje por negocios. Mi madre siempre le había acompañado, pero desde que nací se quedó en casa conmigo», recordaba.

Me pregunté si fue después de perderla cuando se instaló en su mirada aquella expresión de dolor.

Durante el viaje de bodas me sorprendió que Peter no recibiera llamadas de su oficina y que él tampoco hiciese ninguna. Más tarde me enteré del motivo.

Los paparazzi estaban siempre frente a las puertas de la villa que habíamos alquilado y, exceptuando un breve paseo por la playa pública, no salimos de la propiedad. Yo telefoneaba a Maggie todos los días para saber cómo estaba, y ella tuvo que admitir, a regañadientes, que las historias sobre Peter habían desaparecido de los periódicos sensacionalistas. Empecé a albergar la esperanza de que Nicholas Greco se hubiera encontrado en un callejón sin salida en su investigación sobre la desaparición de Susan Althorp; al menos, en lo relativo a Peter.

Pronto descubrí que había estado viviendo de falsas esperanzas.

Mi casa: me parecía imposible que pudiera referirme de ese modo a la mansión de los Carrington. Cuando, a nuestro regreso de la luna de miel, atravesamos las puertas de la finca, recordé a la niña que se escabulló escalera arriba hasta la capilla, y la emoción que sentí cuando regresé en octubre para pedirle a Peter que la recepción se celebrase allí.

En el vuelo de regreso, Peter se había ido encerrando cada vez más en sí mismo. Me sentí inquieta, pero creía conocer el motivo. Estaría de nuevo bajo la mirada pública y, debido a las exigencias de su profesión, no podría evitarlo. Yo había renunciado a mi puesto en la biblioteca, pues con gran pesar me encantaba mi trabajo. Por otra parte, había estado pensando en cuál sería la mejor manera de ayudar a Peter. Le animaría a que hiciese muchos viajes de negocios. Si los medios de comunicación no podían perseguir a todas horas al objetivo central de la investigación de Greco, el público perdería interés. Por supuesto, yo le acompañaría en sus viajes.

—¿Todavía se estila lo de cruzar la puerta con la novia en brazos? —preguntó Peter cuando nos detuvimos en la puerta principal.

Enseguida me di cuenta de que si le respondía que sí se sentiría muy incómodo, y me pregunté si habría entrado así con Grace cuando se casaron hacía doce años.

—Preferiría que entrásemos cogidos de la mano —contesté, y supe que mi respuesta le había gustado.

Después de aquellas dos magníficas semanas en el Caribe, la primera tarde en la mansión me resultó un poco extraña. En un desacertado gesto de «bienvenida a casa», Elaine había organizado una cena exquisita para la que había contratado un catering y relegado a los Barr a la cocina. En lugar del comedor pequeño que daba sobre la terraza, había ordenado que la cena se sirviera en el comedor principal. A pesar de que tuvo el sentido común de colocarnos el uno frente al otro en aquella mesa enorme, me sentí incómoda debido a los dos camareros que continuamente pululaban a nuestro alrededor.

Los dos nos alegramos cuando acabamos de cenar y pudimos subir al piso de arriba. La suite de Peter consistía en dos dormitorios muy grandes separados por un hermoso salón. Todo en el dormitorio situado a la derecha de este último indicaba que se trataba de un territorio masculino. Tenía dos grandes aparadores tallados a mano; un bonito sofá de piel granate con sillas a juego junto a la chimenea; una cama gigantesca, con estanterías con libros encima de la cabecera, y una pantalla de televisión que bajaba del techo con sólo pulsar un botón. Las paredes eran blancas, la colcha tenía cuadros blancos y negros, y la moqueta era gris ceniza. Varios cuadros de distintas escenas de la caza del zorro en un paisaje inglés adornaban las paredes.

El dormitorio del otro lado del salón era el de la señora de la mansión. La esposa de Peter, Grace, había sido la última en ocuparlo. Antes de eso, era Elaine quien dormía en él y, antes incluso, la madre de Peter, y todas sus antepasadas desde 1848. Era una estancia muy femenina, con las paredes de un suave color melocotón y las cortinas, la cabecera y la ropa de cama de color verde. Un bonito canapé y unas butacas junto al hogar contribuían a crear una atmósfera agradable y acogedora. Encima de la repisa de la chimenea había un cuadro precioso que representaba un jardín. Supe que pronto querría dejar mi propia huella en aquella habitación, porque me gustan los colores más intensos, pero me hacía gracia pensar que en aquella estancia podría haber cabido mi pequeño estudio de soltera.

Peter ya me había advertido de que padecía frecuentes episodios de insomnio, y que cuando eso ocurriera se iría al otro cuarto a leer. Como estoy segura de que yo seguiría durmiendo aunque sonasen las trompetas del Juicio Final, le dije que no era necesario, pero todo lo que le hiciera sentirse más cómodo y le ayudara a dormir me parecía bien.

Aquella noche nos acostamos en mi habitación; mi mente lanzaba cohetes ante la evidencia de que mi vida como esposa de Peter ya había empezado. No sé qué me despertó durante la noche, pero cuando abrí los ojos Peter no estaba. Me dije que estaría leyendo en su cuarto, pero de repente me invadió una oleada de inquietud. Me puse las zapatillas, me arropé con una bata y crucé en silencio el salón. La puerta de su cuarto estaba cerrada. La abrí sin hacer ruido. Estaba oscuro, pero la luz del alba se filtraba por las cortinas de la ventana y vi que la habitación estaba vacía.

No sé qué me impulsó a hacerlo, pero me acerqué deprisa a la ventana y miré hacia abajo. Desde allí se veía claramente la piscina. Como era febrero, estaba cubierta, pero Peter se encontraba allí, arrodillado junto a ésta, con una mano apoyada en el borde mientras metía la otra en el agua, por debajo de la pesada cubierta de vinilo. Movía el brazo adelante y atrás, como si empujara algo hacia el fondo de la piscina o como si quisiera sacarlo de ella.

«¿Por qué? ¿Qué está haciendo?», me pregunté. Entonces, mientras lo observaba, él se puso en pie, se dio la vuelta y regresó lentamente hacia la casa. Unos minutos después, abrió la puerta del dormitorio, entró en el baño, encendió la luz, se secó el brazo y la mano con una toalla y se estiró la manga de la chaqueta de pijama. Luego apagó la luz, entró en el cuarto y se quedó plantado delante de mí. Estaba claro que no era consciente de mi presencia, y entonces comprendí qué estaba pasando. Peter era sonámbulo. Una chica de nuestra habitación en la universidad lo había sido, y nos advirtieron que nunca la despertásemos de golpe.

Mientras Peter atravesaba el salón, lo seguí en silencio. Volvió a meterse en la cama de mi dormitorio. Me quité la bata, sacudí los pies para desprenderme de las zapatillas y, con cuidado, me acosté a su lado. Pocos minutos después, me rodeó con el brazo y su voz soñolienta dijo:

—Kay.

—Estoy aquí, cariño.

Sentí que su cuerpo se relajaba, y pronto su respiración tranquila me indicó que se había dormido. Pero durante el resto de la noche permanecí despierta. Ahora sabía que Peter era sonámbulo, pero ¿le pasaba con frecuencia? Y, mucho más importante, ¿por qué, en ese estado, había hecho el gesto de empujar algo hacia el fondo de la piscina o sacarlo de ella?

«¿Algo… o a alguien?».