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Crecí a la sombra del rapto del niño de los Lindbergh.

Con esto quiero decir que nací y crecí en Englewood, Nueva Jersey. En 1932, el nieto del embajador Dwight Morrow, ciudadano más importante de Englewood, fue secuestrado. Además, el padre del niño, el coronel Charles Lindbergh, era en aquel tiempo el hombre más famoso del mundo: había sido el primero en cruzar volando en solitario el océano Atlántico en su avión de un solo motor, el Spirit of St. Louis.

Mi abuela, que en aquella época tenía ocho años, recuerda los grandes titulares, la multitud de reporteros que se congregó delante de Next Day Hill, la propiedad de los Morrow, así como la detención y el juicio de Bruno Hauptmann.

Pasó el tiempo y los recuerdos se fueron difuminando. Hoy en día, la residencia más destacable de Englewood es la mansión de los Carrington, aquel edificio que recuerda a un castillo y en el que yo me colé cuando era pequeña.

Pensaba en todo esto cuando, por segunda vez en mi vida, crucé las puertas de la finca de los Carrington. «Han pasado veintidós años», pensé, recordando a la curiosa niña de seis años que fui. Quizá lo que hizo que de repente me sintiera avergonzada y triste fue recordar que los Carrington despidieron a mi padre sólo unas semanas después de aquel episodio. La luminosa mañana de octubre había ido dando paso a una tarde de viento y lluvia, y deseé haber cogido una chaqueta más gruesa. La que llevaba me parecía demasiado fina y llamativa.

Aparqué mi coche de segunda mano a un lado del impresionante camino de acceso; no quería que nadie me viera. Después de recorrer más de doscientos mil kilómetros, un coche no presenta su mejor aspecto, a pesar de que lo había lavado hacía poco y, por fortuna, no tenía ninguna abolladura.

Llevaba el pelo recogido en un moño, pero mientras subía por la escalera y llamaba al timbre el viento me lo deshizo. Abrió la puerta un hombre que parecía tener cincuenta y tantos años, con entradas, labios finos y expresión severa. Vestía un traje negro. No estaba segura de si era el mayordomo o un secretario, pero antes de que yo abriera la boca me dijo, sin presentarse, que el señor Carrington me estaba aguardando y rogó que fuera tan amable de entrar.

La luz del sol que se filtraba a través de los ventanales de cristales emplomados iluminaba el amplio vestíbulo. Junto a un tapiz medieval que representaba una escena bélica había una estatua de un guerrero con armadura. Me hubiera gustado detenerme a contemplar el tapiz, pero seguí obedientemente a mi escolta por un pasillo que nos llevó hasta la biblioteca.

—Ha llegado la señorita Lansing, señor Carrington —dijo—. Estaré en el despacho.

Esa información me llevó a suponer que se trataba de un secretario.

Cuando era pequeña solía hacer dibujos de la casa en la que me gustaría vivir. Una de las habitaciones que más me gustaba imaginar era aquella en la que me pasaría las tardes leyendo. En aquel cuarto siempre había una chimenea y librerías. En uno de los dibujos añadí un cómodo diván en el que yo, acurrucada en un extremo, sostenía un libro en la mano. No estoy diciendo que sea una artista, no lo soy. Mis figuras estaban hechas con palotes, y las estanterías no eran rectas; la alfombra era una versión multicolor de una que había visto en el escaparate de una tienda de alfombras antiguas. No lograba plasmar en el papel la imagen exacta que tenía en mente, pero sabía lo que quería: quería el tipo de estancia en la que me encontraba en ese momento.

Peter Carrington estaba sentado en un butacón de piel, con los pies sobre un cojín. La lámpara de la mesa que tenía al lado iluminaba el libro que estaba leyendo y revelaba también su atractivo perfil.

Las gafas de lectura, apoyadas en el puente de la nariz, resbalaron cuando levantó la cabeza. Las recogió y las dejó en la mesa, luego apartó los pies del cojín y se levantó. Yo lo había visto alguna vez en la ciudad y había observado su foto en los periódicos, así que ya tenía una idea de cómo era, pero estar con él en la misma habitación era distinto. Peter Carrington emanaba una autoridad silenciosa que se manifestó incluso cuando me sonrió y me tendió la mano.

—Kathryn Lansing. Su carta era persuasiva.

—Gracias por recibirme, señor Carrington.

Su apretón de manos fue firme. Sabía que me estaba estudiando tanto como yo a él. Era más alto de lo que yo había creído, y tenía el talle esbelto de un corredor. Sus ojos eran más grises que azules. Su rostro era delgado y de rasgos regulares. Llevaba el pelo, castaño oscuro, un poco largo, pero le sentaba bien. Vestía un cárdigan marrón oscuro con hebras de color bronce. Si me hubieran preguntado a qué se dedicaba sólo viendo su aspecto, habría dicho que era profesor universitario.

Sabía que tenía cuarenta y dos años. Eso quería decir que el día que me colé en su casa él debía de tener unos veinte. Me pregunté si estaba en la casa cuando se celebró aquella fiesta. Por supuesto, cabía la posibilidad de que así fuera; a finales de agosto probablemente aún no habría regresado a Princeton, donde cursaba sus estudios. O, si el curso ya había empezado, podía haber ido a casa a pasar el fin de semana. Princeton estaba sólo a una hora y media de coche de Englewood.

Me invitó a sentarme en uno de los dos sillones idénticos situados cerca del hogar.

—Hace tiempo que buscaba una excusa para encender la chimenea —dijo—. Y esta tarde el tiempo ha colaborado.

En aquel momento no me quedó ninguna duda de que la chaqueta color verde lima que había elegido era más propia de una tarde de agosto que de mediados de otoño. Noté que un mechón de mi cabello se deslizaba por mi hombro e intenté retorcerlo y sujetarlo en el moño.

Tengo un máster en biblioteconomía; mi pasión por los libros me llevó de forma natural a elegir esa carrera. Desde que me gradué, de eso hacía entonces cinco años, he trabajado en la Biblioteca Pública de Englewood, y estoy muy implicada en el proyecto de alfabetización de mi comunidad.

Y allí estaba, en una biblioteca impresionante, «con el sombrero en la mano», como solía decir mi abuela. Pretendía organizar una fiesta con el fin de recaudar fondos para el programa de alfabetización, y quería que fuese algo espectacular. Tenía el convencimiento de que sólo había una manera de conseguir que la gente pagase trescientos dólares por un cóctel: celebrarlo en esa casa. La mansión de los Carrington tenía un lugar destacado en la historia de Englewood y de las ciudades de alrededor. Todo el mundo conocía su pasado y también que la habían trasladado allí desde Gales. Estaba convencida de que la posibilidad de entrar en ella aseguraría el éxito de la reunión.

Por lo general me siento bastante cómoda conmigo misma, pero allí sentada, viendo cómo aquellos ojos grises me analizaban, me sentía azorada e incómoda. De repente fui otra vez la hija del paisajista que bebía demasiado.

«Domínate —me dije—, ya vale de tanta vergüenza tonta». Después de ese pequeño rapapolvo mental, anuncié mi propuesta, tantas veces ensayada.

—Señor Carrington, tal como le expuse en mi carta, existen muchas buenas causas, lo que significa muchas razones, por las que la gente firma un cheque. Por supuesto, nadie puede respaldar todas las causas. Francamente, hoy en día incluso las personas acomodadas se sienten desbordadas. Por eso es esencial para nuestra reunión encontrar el modo de que la gente colabore económicamente con nosotros.

Y entonces me lancé y le pedí que nos permitiese celebrar un cóctel en su casa. Vi cómo cambiaba su expresión y el «no» que se iba formando en sus labios.

Lo dijo con gran delicadeza.

—Señorita Lansing… —Comenzó.

—Por favor, llámeme Kay.

—Pensé que se llamaba Kathryn.

—Eso es lo que dicen mi certificado de nacimiento y mi abuela.

Se echó a reír.

—Entiendo —dijo, y empezó a elaborar una educada negativa—. Kay, me encantaría firmarle un cheque…

Le interrumpí.

—Estoy segura. Pero como le dije en mi carta, no es sólo cuestión de dinero. Necesitamos voluntarios que enseñen a leer a la gente, y la mejor manera de captarlos es invitarlos a un acontecimiento importante donde puedan apuntarse a nuestro proyecto. Conozco a un proveedor de catering que ha prometido reducir los costes si la fiesta se celebra aquí. Sólo serían dos horas, y significaría mucho para muchas personas.

—Tengo que pensarlo —dijo Peter Carrington mientras se ponía en pie.

La reunión había terminado. Pensé con rapidez y decidí que no tenía nada que perder si añadía una última cosa:

—Señor Carrington, he investigado mucho sobre su familia. Durante generaciones, éste fue uno de los hogares más hospitalarios del condado de Bergen. Su padre y su abuelo, y también su bisabuelo, respaldaron las actividades de la comunidad local y las obras de beneficencia. Si nos ayuda en esto, podría hacer mucho bien, y además le resultaría muy sencillo.

No tenía derecho a sentirme tan terriblemente decepcionada, pero así era. Peter Carrington no me respondió. Sin aguardar a que él o su secretario me acompañasen a la puerta, volví sobre mis pasos hasta la salida. Pensé en la escalera por la que me había colado hacía tantos años y me detuve a echar un breve vistazo a la parte trasera de la casa. Luego me fui, segura de que había hecho mi segunda y última visita a la mansión.

Dos días más tarde, la foto de Peter Carrington apareció en la portada de Celeb, un semanario nacional de cotilleos. En la foto, de hacía veintidós años, se le veía saliendo de una comisaría de policía después de que le hubiesen interrogado sobre la desaparición de la joven de dieciocho años Susan Althorp, tras la cena y el baile celebrados en la mansión de los Carrington. El titular vociferaba: «¿Sigue viva Susan Althorp?». Al pie de la foto se leía: «El industrial sigue siendo sospechoso de la desaparición de la debutante Susan Althorp, que esta semana cumpliría cuarenta años».

La revista se explayaba en los detalles sobre la búsqueda de Susan y, dado que su padre había sido embajador, comparaba el caso con el secuestro del niño de los Lindbergh.

El artículo incluía un resumen de las circunstancias que rodearon cuatro años atrás la muerte de la esposa, entonces embarazada, de Peter Carrington. Grace Carrington, conocida por sus abusos con el alcohol, había organizado una fiesta para celebrar el cumpleaños del hermanastro de Peter, Richard Walker. Carrington, que había llegado a la casa después de un vuelo de veintitrés horas desde Australia, le recordó a su mujer que estaba embarazada, le quitó la copa de la mano, vació su contenido en la alfombra y le preguntó, furioso: «¿No puedes mostrar un poco de respeto por el bebé que llevas dentro?». Después, alegó estar cansado y se fue a dormir. Por la mañana, el ama de llaves descubrió el cuerpo de Grace Carrington, todavía con el traje de noche de raso, en el fondo de la piscina. La autopsia demostró que había superado tres veces el límite legalmente permitido de alcohol en la sangre. El artículo acababa así: «Carrington afirmó que se retiró inmediatamente a descansar y que no se despertó hasta que la policía respondió a la llamada de emergencia. QUIZÁS. Estamos haciendo una encuesta al respecto. Visite nuestra web y díganos qué opina».

Una semana después, mientras estaba en la biblioteca, recibí una llamada telefónica de Vincent Slater; dijo que nos habíamos conocido con motivo de mi cita con Peter Carrington.

—El señor Carrington ha decidido ceder su casa para su recaudación de fondos. Le gustaría que coordinase conmigo los detalles de la reunión.