Durante la noche, la dirección del viento había cambiado, y las nubes bajas habían sido llevadas sobre el Atlántico. El sábado amaneció con un sol de oro. Pero el aire seguía frío, y el meteorólogo de la CBS anunciaba que las nubes regresarían, y que incluso podría haber nevada por la tarde. Neeve salió de la cama de un salto. Se había citado con Jack para correr por el parque a las siete y media.
Se puso un chándal, las zapatillas, y se ató el pelo en una coleta. Myles ya estaba en la cocina. Al verla, frunció el ceño.
—No me gusta que salgas a correr sola tan temprano.
—Sola, no.
Myles levantó la vista.
—Ya veo. ¿Vais rápido, eh? Me gusta el chico, Neeve.
Ella se sirvió zumo de naranja:
—No te hagas demasiadas esperanzas. El agente de Bolsa también te gustaba.
—No dije que aquél me gustara. Dije que parecía respetable. Hay una diferencia. —Dejó el tono de broma—. Neeve, he estado pensando. Es más lógico que vayas primero al Condado de Rockland y hables con los detectives de allá, antes de ver a los nuestros. Si tienes razón, la ropa que tenía puesta Ethel Lambston salió de tu tienda. Eso es lo primero que hay que establecer. Calculo que después de eso tendrás que volver a revisar su armario, y ver exactamente qué prendas faltan. Sabemos que Homicidios se concentrará en el ex marido, pero nunca se puede dar nada por seguro.
Sonó el timbre del interfono. Atendió Neeve. Era Jack.
—Ya bajo —le dijo.
—¿A qué hora quieres ir al Condado de Rockland? —le preguntó a Myles—. Realmente tendría que trabajar durante un rato.
—A media tarde estará bien. —Ante la expresión sorprendida de su hija, Myles agregó—: Canal Once está cubriendo el funeral de Nicky Sepetti, en directo. Quiero asiento de primera fila.
*****
Denny había tomado posición a las siete. A las siete y veintinueve vio a un tipo alto con chándal dirigiéndose al edificio Schwab. Pocos minutos después, Neeve Kearny bajaba a reunirse con él. Empezaron a correr hacia el parque. Denny lanzó una maldición en voz baja. Si ella hubiera salido sola… Él había venido a través del parque. Estaba casi desierto. Podría haberla liquidado en cualquier parte. Buscó la pistola en el bolsillo. La noche anterior, al volver a su habitación, el Gran Charley había estado aparcado enfrente de la pensión, esperándolo. Charley había bajado el cristal de la ventanilla y la había tendido una bolsa de papel manila. Denny la había cogido, y sus dedos habían percibido la forma de una pistola.
—La Kearny está empezando a causar graves problemas —le dijo el Gran Charley—. Ya no importa si no parece un accidente. Liquídala como puedas.
Ahora sintió la tentación de seguirlos al parque, y matarlos a los dos. Pero quizás eso no le gustaría al Gran Charley.
Denny empezó a caminar en dirección opuesta. Hoy estaba envuelto en un jersey voluminoso que le colgaba hasta las rodillas, pantalones desgarrados, sandalias de cuero y una gorra que antaño había sido amarilla. Bajo la gorra llevaba una peluca gris; hebras de un grasiento cabello canoso le caían sobre la frente. Parecía un obrero viejo que hubiera perdido la razón. Según el otro disfraz parecía un borracho vagabundo. De este modo nadie recordaría a un tipo de tales y cuales características, que había sido visto rondando el edificio donde vivía Neeve Kearny.
Al meter la moneda en la máquina de la estación de Metro de la Calle 72, pensó que debería cobrarle al Gran Charley el dinero que le costaba cambiarse de ropa.
*****
Neeve y Jack entraron al parque por la Calle 79, y empezaron a correr hacia el Este, y después hacia el Norte. Al acercarse al Museo Metropolitano, Neeve instintivamente empezó a torcer hacia el Oeste. No quería pasar por el sitio en el que había muerto la madre. Pero ante una mirada intrigada de Jack, dijo:
—Perdón, vamos por donde tú quieras.
Trató de mantener la vista resueltamente hacia adelante pero no resistió el impulso de mirar el claro entre los árboles desnudos. El día que mamá no había ido a recogerla a la escuela la superiora, hermana María, la había hecho esperar en su oficina y le había sugerido que empezara a hacer los deberes. Ya eran casi las cinco cuando vino Myles a recogerla. Para entonces, ella ya sabía que ocurría algo malo. Mamá se retrasaba.
No bien alzó la vista y vio a Myles, de pie a su lado, con los ojos enrojecidos, aquella expresión que era una mezcla de angustia y piedad, ella lo comprendió todo. Le había tendido los brazos al tiempo que le decía:
—¿Mamá está muerta?
—Mi pobrecita —había dicho Myles cogiéndola en brazos y apretándola contra el pecho—. Pobrecita mía.
*****
Neeve sintió que le asomaban las lágrimas a los ojos. Aceleró y pasó corriendo frente al claro, y frente a la ampliación del Met donde se hallaba la colección egipcia. Había llegado casi hasta la fuente, antes de aminorar la marcha.
Jack se había mantenido a su altura. Ahora la tomó por el brazo.
—¿Neeve?
Era una pregunta. Cuando doblaron hacia el Oeste, y después hacia el Sur, la marcha reducida a una caminata rápida, ella le habló de Renata.
Salieron del parque por la Calle 79. Las últimas calles que los separaban del edificio Schwab, las hicieron caminando uno junto a otro, cogidos de las manos.
*****
Cuando encendió la radio, a las siete de la mañana del sábado, Ruth oyó la noticia de la muerte de Ethel. Había tomado una pastilla a medianoche, y durante las horas que siguieron había dormido con un sueño drogado, lleno de pesadillas que ahora apenas si recordaba. Seamus era arrestado. Seamus en un juicio. El demonio-mujer, Ethel, atestiguaba contra él. Años atrás, Ruth había trabajado en el bufete de un abogado, y tenía una idea bastante aproximada de la clase de cargos que podían presentar contra Seamus.
Pero al escuchar el informativo y bajar con mano trémula la taza de té, comprendió que podía agregar un detalle más: asesinato.
Apartó la silla de la mesa y corrió al dormitorio. Seamus estaba despertándose. Sacudiendo la cabeza, pasándose la mano por la cara con un gesto característico que a ella siempre le había molestado.
—¡La mataste! —gritó—. ¡Cómo puedo ayudarte si no me dices la verdad!
—¿Qué estás diciendo?
Ella encendió la radio. El locutor estaba describiendo cómo y dónde había sido encontrada Ethel.
—Tú llevaste a las chicas de picnic al Parque Morrison durante años —le gritó—. Lo conoces como la palma de tu mano. ¡Ahora dime la verdad! ¿Tú la mataste?
Una hora después, paralizado de terror, Seamus iba al bar. Habían encontrado el cadáver de Ethel. Sabía que la Policía vendría a por él.
Ayer, Brian, el cantinero del turno de día, había hecho los dos turnos. Para mostrar su disgusto, lo había dejado todo sucio y desordenado. El chico vietnamita que se ocupaba de la cocina, ya estaba allí. Al menos él trabajaba con ganas.
—¿Está seguro de que debería haber venido, señor Lambston? —le preguntó—. Se lo ve muy enfermo.
Seamus trató de recordar lo que le había dicho Ruth.
Di que tuviste gripe. Nunca faltas al trabajo. Tienen que creer que estuviste enfermo de verdad ayer, y que estuviste enfermo el fin de semana pasado. Tienen que creer que no saliste del apartamento durante el fin de semana pasado. ¿Hablaste con alguien? ¿Alguien te vio? Esa vecina seguramente dirá que fuiste allí por lo menos un par de veces esta semana.
—Todavía siento escalofríos —le dijo a su empleado—. Ayer estuve mal, pero durante el fin de semana fue peor.
A las diez lo llamó Ruth. Como un niño, él repetía, palabra por palabra, lo que ella le decía.
Abrió el bar a las once. Al mediodía los clientes que quedaban empezaron a aparecer.
—Seamus —le dijo uno de ellos, con el rostro jovial cruzado por las arrugas—, es triste por la pobre Ethel, pero es grandioso que tú quedes libre, al fin, del pago de la pensión. ¿La casa invita?
A las dos, poco después de un almuerzo razonablemente concurrido, entraron dos hombres al bar. Uno tenía poco más de cincuenta años, era robusto y de cara roja, un hombre que no necesitaba mostrar la placa para decir que era policía. Su acompañante era un hispánico delgado, de menos de treinta años. Se identificaron como detectives O'Brien y Gómez, del Distrito Vigésimo.
—Señor Lambston —preguntó O'Brien—. ¿Está enterado de que su ex esposa, Ethel Lambston, ha sido encontrada en el Parque Estatal Morrison, víctima de un homicidio?
Seamus se aferró al borde de la barra y los nudillos se le pusieron blancos. Asintió, sin poder articular palabra.
—¿Le molestaría acompañarnos al cuartel central? —preguntó el detective O'Brien. Se aclaró la garganta—. Querríamos revisar algunos datos con usted.
*****
Después de que Seamus salió hacia el bar, Ruth llamó al apartamento de Ethel Lambston. Levantaron el receptor, pero nadie habló. Al fin ella dijo:
—Quiero hablar con el sobrino de Ethel Lambston, Douglas Brown. Habla Ruth Lambston.
—¿Qué quiere? —Ruth reconoció la voz del sobrino.
—Debo verlo. Estaré allí en un momento.
Diez minutos después un taxi la dejaba frente al apartamento de Ethel. Al bajar y pagarle al taxista a través de la ventanilla, Ruth alzó la vista. Una cortina se movió en el cuarto piso. La vecina de arriba que no se perdía nada.
Douglas Brown estaba esperándola. Abrió la puerta y dio un paso atrás para permitirle entrar. El interior seguía notablemente ordenado, aunque Ruth advirtió una fina capa de polvo sobre la mesa. Los apartamentos de Nueva York necesitaban limpieza diaria.
Sin creer que la mera idea pudiera ocurrírsele siquiera en un momento como éste, se quedó frente a Douglas mirando la bata cara, y el pijama de seda que asomaba por debajo del ruedo de ésta. Douglas tenía los ojos pesados, como si hubiera estado bebiendo. Sus rasgos, muy regulares, habrían sido apuestos de haber tenido vigor. En lugar de eso, le recordaban a Ruth las esculturas que hacían los niños con arena, y que deshacían el viento y las olas.
—¿Qué quiere? —preguntó él.
—No le haré perder el tiempo diciéndole que lamento que Ethel haya muerto. Quiero la carta que le escribió Seamus, y quiero poner esto en su lugar. —Extendió la mano. El sobre que sostenía estaba sin cerrar. Douglas miró adentro: contenía un cheque por el monto de la pensión mensual, datado el 5 de abril.
—¿Qué está tramando?
—No estoy tramando nada. Estoy haciendo un intercambio que me parece justo. Devuélvame la carta que Seamus le escribió a Ethel, y ponga esto en su lugar. El motivo por el que vino Seamus el miércoles fue pagar la pensión. Ethel no estaba en casa y volvió el jueves porque estaba preocupado por no haber metido bien el sobre en el buzón. Sabía que ella lo demandaría si el cheque no llegaba.
—¿Y por qué iba a hacerlo yo?
—Porque el año pasado Seamus le preguntó a Ethel a quién le dejaría todo su dinero, por eso. Ella le dijo que no tenía alternativa: usted era su único pariente. Pero la semana pasada Ethel le dijo a Seamus que usted le estaba robando, y que ella pensaba cambiar su testamento.
Ruth vio a Douglas ponerse de un blanco lechoso.
—Miente.
—¿Sí? —Preguntó Ruth—. Le estoy dando una oportunidad. Désela usted a Seamus. No diremos una palabra sobre lo ladrón que es usted, si usted no dice nada sobre la carta.
Douglas no pudo menos que admirar a esta mujer decidida que se enfrentaba a él, con el bolso apretado bajo el brazo, un abrigo modesto, zapatos de tacón bajo, gafas sin aros que ampliaban sus ojos celestes y boca rígida. Sabía que ella no estaba alardeando.
Alzó los ojos al cielo.
—Parece olvidar que esa charlatana de arriba le está diciendo a todo el que quiera escucharla, que Seamus y Ethel tuvieron una gran pelea el día antes de que ella desapareciera.
—Hablé con esa mujer. No puede citar una sola palabra. Sólo dice que oyó voces altas. Seamus habla naturalmente alto. Ethel chillaba cada vez que abría la boca.
—Parece haber pensado en todo —le dijo Douglas—. Traeré la carta. —Fue al dormitorio.
Ruth fue, sin ruido, hasta el escritorio. Junto al montón de cartas pudo ver el borde de la daga de mango rojo y dorado de la que le había hablado Seamus. En un instante estaba en su bolso. ¿Era sólo su imaginación, o la sintió pegajosa?
Cuando Douglas Brown salió del dormitorio con la carta de Seamus en la mano, Ruth la cogió echándole apenas una mirada, y la metió en el bolso. Antes de marcharse le tendió la mano.
—Lamento mucho la muerte de su tía, señor Brown —le dijo—. Seamus me pidió que le transmitiera sus condolencias. Por más problemas que hayan tenido, hubo una época en que se quisieron y fueron felices juntos. Ese es el tiempo que él quiere recordar.
—En otras palabras —dijo Douglas fríamente—, cuando la Policía pregunte, ésta es la razón oficial de su visita.
—Exacto —dijo Ruth—. La razón no oficial es que si mantiene su palabra, ni Seamus ni yo le sugeriremos siquiera a la Policía que estaba planeando desheredarlo.
*****
Ruth volvió a casa y comenzó a limpiar el apartamento con un fervor casi religioso. Frotó las paredes, descolgó todas las cortinas y las dejó remojándose en agua jabonosa dentro de la bañera. La aspiradora de veinte años de edad gimió con poca eficacia sobre la alfombra gastada.
Mientras trabajaba, su mente seguía obsesionada con la idea de librarse de la daga.
Descartó los lugares obvios. ¿El incinerador? Pero la Policía podía investigar en la basura. No quería arrojarla a un cesto de papeles en la calle. Quizá la estaban siguiendo, y en ese caso, la recuperarían.
A las diez llamó a Seamus y le hizo ensayar lo que debía decir si lo interrogaban.
No podía dilatarlo más. Tenía que decidir qué hacer con la daga. La sacó del bolso, la puso bajo el chorro de agua hirviendo y después la frotó con un polvo para lustrar bronces. Aun así le parecía sentirla pegajosa… pegajosa con la sangre de Ethel.
No estaba de ánimo para sentir la menor compasión por Ethel. Todo lo que importaba era preservar un futuro limpio para sus hijas.
Miró la daga con odio. Ahora parecía nueva, recién comprada. Una de esas porquerías indias, con la hoja afilada como una navaja de afeitar, con el mango decorado con un dibujo complicado, rojo y dorado. Probablemente cara.
Nueva.
Por supuesto. Tan fácil. Tan simple. Sabía exactamente dónde esconderla.
A las doce, Ruth entraba a Prahm y Singh, un almacén indio en la Sexta Avenida. Fue de exhibidor en exhibidor, deteniéndose a revisar el contenido de las cestas. Al fin, encontró lo que buscaba: una gran cesta de abridores de cartas. Los mangos eran réplicas baratas del abridor de Ethel. Tomó uno. Según su recuerdo, era semejante al que tenía en el bolso.
Sacó la daga de Ethel, la dejó caer en la cesta, y después revolvió el contenido hasta asegurarse de que el arma que había matado a la mujer había quedado en el fondo.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó un empleado.
Sobresaltada, Ruth alzó la vista:
—Oh… sí. Estaba… quiero decir, quería ver un abrelatas.
—Venga por aquí, se lo mostraré.
A la una, Ruth estaba de vuelta en el apartamento, haciéndose una taza de té y esperando a que el corazón dejara de golpearle el pecho. Nadie lo encontrará allí, se dijo. Nadie, nunca…
*****
Cuando Neeve se marchó a la tienda, Myles bebió una segunda taza de café, y pensó en el hecho de que Jack Campbell los llevaría en su coche a Rockland. Jack le gustaba instintivamente, pese a recordar que, durante años, había estado previniendo a Neeve acerca de confiar demasiado en el mito del amor a primera vista. «Dios santo —pensó—, ¿será posible que el rayo caiga dos veces en el mismo lugar, después de todo?».
A las diez menos cuarto se instaló en su cómodo sillón de cuero, a mirar la cobertura que hacía la televisión del funeral de Nicky Sepetti. Tres coches cargados de costosos arreglos florales, precedieron al coche fúnebre hasta la iglesia de Santa Camila. Una flota de limusinas llevaba a los deudos, y a quienes simulaban serlo. Myles sabía que en el trayecto estaban los hombres del FBI y de la oficina del Fiscal Federal, además de la Policía local, tomando números de matrículas de coches privados, fotografiando las caras de todos los presentes en la iglesia.
A la viuda de Nicky, la escoltaban un cuarentón robusto y una mujer más joven, con una capucha negra que la ocultaba buena parte del rostro. Los tres llevaban gafas oscuras. «El hijo y la hija no querían ser reconocidos», pensó Myles. Sabía que ambos se habían distanciado de los asociados de Nicky. Lo que demostraba inteligencia por parte de ellos.
La cobertura seguía adentro de la iglesia. Myles bajó el volumen y, sin apartar la vista de la pantalla, fue al teléfono. Herb estaba en su oficina.
—¿Has visto el News y el Post? —le preguntó Herb—. Están dándole mucho espacio al asesinato de Ethel Lambston.
—Los vi.
—Seguimos concentrados en el ex marido. Ya veremos qué nos revela la investigación en el apartamento de la Lambston. Esa discusión que oyó la vecina, el jueves, pudo terminar a puñaladas. Por otra parte, él también pudo asustarla lo suficiente como para que ella pensara en huir de la ciudad, y después la siguió. Myles, tú me enseñaste que todo asesino deja su tarjeta de visita. Encontraremos la de éste.
Acordaron que Neeve se encontraría con los detectives de homicidios del Distrito 20, en el apartamento de Ethel, el domingo por la tarde.
—Llámame si hay algo interesante en el Condado de Rockland —dijo Herb—. El alcalde está impaciente por anunciar que el caso está resuelto.
—El alcalde será el primero en enterarse —respondió Myles con ironía—. Te llamaré, Herb.
Myles subió el volumen del aparato, y vio cómo un cura bendecía los restos de Nicky Sepetti. El féretro fue sacado de la iglesia mientras el coro cantaba el salmo «No Temas, Siempre Estaré Contigo». Myles reflexionó sobre las palabras. «No Temas, Siempre Estaré Contigo». Tú estuviste conmigo día y noche, hijo de perra, durante diecisiete años, pensó mientras los portadores quitaban la tela blanca que cubría el ataúd, y se lo echaron al hombro. Quizá cuando esté seguro de que estás pudriéndote en tierra, me sienta libre de ti.
La viuda de Nicky llegó al último peldaño al descender a la acera, se separó abruptamente de su hija e hijo, y se acercó al locutor de televisión más próximo. Con el rostro en primer plano, cansado y resignado, dijo:
—Quiero hacer una declaración. Hay mucha gente que no aprueba los negocios de mi marido, que en paz descanse. Fue enviado a la cárcel por esos negocios. Pero fue mantenido en la cárcel durante muchos años más de lo que correspondía, por un crimen que no cometió. En su lecho de muerte, Nicky me juró que no había tenido nada que ver con el asesinato de la esposa del jefe de Policía Kearny. Piensen lo que quieran de él, pero sepan que no fue responsable de esa muerte.
Un coro de preguntas sin respuestas la siguió cuando volvía a cogerse del brazo de sus hijos. Myles apagó el televisor. «Mentiroso hasta el fin», pensó. Pero mientras se ponía la corbata y la anudaba con movimientos diestros y veloces comprendió que, por primera vez, germinaba en su mente una semilla de duda.
*****
Después de enterarse de que habían hallado el cuerpo de Ethel Lambston, Gordon Steuber entró en un frenesí de actividad. Mandó vaciar su último almacén clandestino de Long Island, y mandó amedrentar a los obreros ilegales que había empleado, acerca de las consecuencias que sufrirían si hablaban con la Policía. Después, llamó por teléfono a Corea para cancelar el siguiente embarque de una de las fábricas que tenía allí. Al enterarse de que el embarque ya estaba siendo cargado en el aeropuerto, arrojó el teléfono contra la pared en un gesto de salvaje frustración. Después, obligándose a pensar racionalmente, trató de evaluar los riesgos. ¿Cuántas pruebas habría tenido la Lambston, y cuántos habrían sido los tiros al aire? ¿Y cómo podía salirse él mismo del artículo?
Aunque era sábado, May Evans, su secretaria desde hacía muchos años, había venido a poner en orden el fichero. May tenía un marido borracho, y un hijo adolescente que siempre estaba metido en problemas. Gordon había pagado fianzas por este chico al menos media docena de veces. Con eso compraba la discreción de ella. Ahora, le pidió a May que fuera a su oficina.
Tranquilizado, la estudió: la piel apergaminada, que ya se empezaba a derrumbar en arrugas, los ojos ansiosos, los modales nerviosos y ávidos de agradar.
—May —le dijo—, ¿ha oído la noticia de la muerte trágica de Ethel Lambston?
May asintió.
—May, ¿estuvo Ethel aquí, una noche, hace unos diez días?
May lo miró, buscando una pista en su rostro. Al fin arriesgó:
—Hubo una noche en que me quedé un poco después de hora. Todos se habían ido salvo usted. Creí ver a Ethel, pero no estoy segura.
Gordon sonrió:
—Ethel no vino, May.
Ella asintió.
—Entiendo —dijo—. ¿Y usted cogió la llamada de ella la semana pasada? Quiero decir, me parece que le pasé esa llamada y usted le colgó de inmediato, muy irritado.
—No, no cogí esa llamada. —Gordon agarró una de las manos surcadas de venas azules, de May, y la apretó ligeramente—. Según yo lo recuerdo, me negué a hablar con ella, me negué a verla, y no tenía la menor idea de lo que ella pudo escribir sobre mí en su artículo.
May retiró la mano y retrocedió un paso del escritorio. El cabello de un castaño desteñido estaba rizado alrededor del rostro.
—Entiendo, señor —dijo en voz baja.
—Bien. Cierre la puerta al salir.
*****
Igual que Myles, Anthony della Salva vio el funeral de Nicky Sepetti por la televisión. Sal vivía en un ático sobre el Central Park Sur, en Trump Pare, el lujoso edificio de apartamentos que Donald Trump había renovado para los muy ricos. Su apartamento, decorado por el decorador de interiores más a la moda en el momento, sobre el estilo Arrecife del Pacífico, tenía una vista del Central Park, que cortaba el aliento. Desde el divorcio de su última esposa, Sal había decidido vivir en Manhattan. Basta de casas aburridas en Westchester o Connecticut o la Island o en las Palisades. Le gustaba la libertad de poder salir a cualquier hora de la noche y encontrar un buen restaurante abierto. Le gustaban los estrenos en el teatro y las fiestas chic, y que lo reconociera la gente que importaba. Su lema era «Dejémosle los suburbios a los fracasados».
Sal llevaba puesta una de sus últimas creaciones: pantalones de ante en color natural, con una chaqueta Eisenhower a juego. Puños y cuello verde oscuro le daban un aire deportivo. Los críticos de moda no habían sido amables con sus últimas dos colecciones importantes, pero las habían elogiado. Por supuesto, el verdadero estrellato en el juego de la ropa estaba reservado a los modistos que revolucionaban la moda femenina. Y no importaba lo que dijeran o dejaran de decir acerca de sus colecciones; de todos modos, se referían a él como uno de los maestros del siglo XX, el creador del estilo Arrecife del Pacífico.
Sal pensó en la visita que le había hecho Ethel Lambston, en su oficina, dos meses antes. Esa boca nerviosa e incansable; esa costumbre de hablar demasiado rápido. Escucharla era como tratar de seguir los números en un contador de décimas de segundo. Ethel había señalado el mural con el diseño Arrecife del Pacífico, y había sentenciado:
—Eso es genio.
—Hasta una periodista entrometida como usted, reconoce la verdad, Ethel —había replicado él, y los dos se rieron.
—Vamos —lo había incitado ella—, relájese y olvídese de esas fantasías de la villa en Roma. Lo que gente como usted no entiende, es que esas fábulas de nobleza europea han pasado de moda. Vivimos en un mundo de Burger Kings. Lo que vale es el hombre de orígenes humildes. Le estoy haciendo un favor, cuando le digo a la gente que usted proviene del Bronx.
—Hay mucha gente en la Séptima Avenida con mucho más para barrer debajo de la alfombra, que el hecho de haber nacido en el Bronx, Ethel. Yo no me avergüenzo.
Sal vio cómo bajaban a pulso el ataúd de Nicky Sepetti por las escalinatas de Santa Camila. «Basta», pensó, y estaba a punto de apagar el aparato cuando la viuda de Sepetti se arrojó sobre un micrófono y afirmó que su marido no había tenido nada que ver con el asesinato de Renata.
Durante un momento Sal se quedó quieto, con las manos cruzadas. Estaba seguro de que Myles había estado mirando. Sabía lo que debía de estar sintiendo Myles, y decidió llamarlo. Le alivió escuchar su voz tranquila. Sí, había visto ese pequeño espectáculo improvisado, dijo.
—Apuesto a que la intención del viejo, al hacer ese juramento, fue que lo creyeran los hijos —sugirió Sal—. Los dos están casados, y no querrán que los nietos se enteren de que el retrato de Nicky estaba en primer plano, en los archivos de la Policía.
—Es una suposición obvia —dijo Myles—. Aunque, para decirte la verdad, el instinto me dice que más en el estilo de Nicky habría estado una confesión genuina en el lecho de muerte, para salvar su alma. —Su voz se apagó—. Debo irme. Neeve tiene el desagradable trabajo de ver si la ropa que estaba usando Ethel, se la había vendido ella.
—Espero que no, por su bien —dijo Sal—. No necesita ese tipo de publicidad. Dile a Neeve que, si no tiene cuidado, la gente empezará a decir que no quiere morirse con ropa de ella puesta. Y una cosa así puede bastar para terminar con la mística de una boutique.
*****
A las tres, Jack Campbell estaba en la puerta del apartamento 16 B en el edificio Schwab. Cuando volvió Neeve de la tienda, se quitó el traje marinero de Adele Simpson y se puso un jersey rojo y negro largo hasta la cadera, y pantalones. El efecto arlequín quedaba resaltado por los pendientes que ella misma había diseñado para el conjunto: las máscaras de la comedia y de la tragedia, en ónice y granates.
—No puede evitar estar a la moda —contestó Myles secamente, mientras saludaban a Jack.
Neeve se encogió de hombros:
—Myles, sabes una cosa, no me gusta nada lo que tengo que hacer. Pero me da la sensación de que a Ethel le agradaría que yo me presente bien vestida a reconocer la ropa que ella llevaba al morir. Es algo que tú no puedes entender, el placer que encontraba ella en la moda.
El estudio estaba iluminado por los últimos rayos del sol de la tarde. El meteorólogo había acertado. Las nubes se espesaban sobre el Hudson. Jack miró a su alrededor, apreciando algunas de las cosas que se le habían escapado la noche anterior. El hermoso paisaje de las colinas de Toscana, colgado a la izquierda de la chimenea. La fotografía sepia, enmarcada, de un bebé en brazos de una mujer morena de rasgos hermosos. Supo que eran Neeve y su madre. Se preguntó cómo sería perder a la mujer amada a manos de un asesino. Intolerable.
Observó que Neeve y su padre se miraban, el uno al otro, exactamente con la misma expresión. La similitud era tan grande que quiso sonreír. Sintió que esta discusión respecto de la moda era algo habitual en ellos, y no quería meterse en medio. Fue a la ventana, donde estaba expuesto al sol un libro que, evidentemente, había sido estropeado.
Myles había preparado café, y estaba sirviéndolo en unos elegantes jarros de Tiffany.
—Neeve, te diré una cosa —dijo—. Tu amiga Ethel ya no gastará sumas fabulosas en ropa extravagante. En este momento está en su traje de nacimiento, envuelta en una mortaja, en la morgue, con una tarjeta de identificación atada al dedo gordo del pie.
—¿Así fue como terminó mamá? —preguntó Neeve, con voz baja y furiosa. De inmediato abrió la boca y corrió hacia su padre, a quien cogió por los hombros—. Oh, Myles, perdóname. Decir eso fue una estupidez malvada por mi parte.
Myles se había quedado quieto como una estatua, con la cafetera en la mano. Pasaron veinte largos segundos.
—Sí —dijo—, fue así exactamente como terminó tu madre. Y ha sido una estupidez malvada lo que hemos dicho ambos.
Se volvió hacia Jack:
—Perdona esta pequeña riña doméstica. Mi hija ha sido, no sé si bendecida o maldita, con una combinación de carácter italiano y susceptibilidad irlandesa. Por mi parte, yo nunca he podido entender por qué las mujeres se preocupan tanto por la ropa. Mi madre, que en paz descanse, lo compraba todo en la tienda Alexander, en Fordham Road, usaba vestidos abotonados todos los días, y uno estampado, también de Alexander, para la misa del domingo y las cenas del Club de Policía. Con Neeve, lo mismo que con su madre antes, yo mantengo interesantes discusiones sobre el tema.
—Ya me he dado cuenta —dijo Jack cogiendo un jarro de la bandeja que le ofrecía Myles—. Me alegra ver que no soy el único que abusa del café —observó.
—En este momento, quizá sería más apropiado un whisky o una copa de vino —observó Myles—. Pero lo ahorraremos para después. Tengo una botella de un borgoña excelente, que nos dará el calor necesario cuando lo necesitemos, pese a lo que me ha dicho el médico. —Fue hasta el botellero, emplazado en la parte inferior de la biblioteca, y sacó una botella—. En los viejos tiempos, yo no distinguía un vino de otro —le dijo a Jack—. El padre de mi esposa tenía una excelente bodega, verdaderamente buena, por lo que Renata creció en casa de un conocedor. Ella me enseñó. Me enseñó muchas cosas que he ido olvidando con el tiempo. —Señaló el libro puesto en la ventana—. Eso era de ella. Se mojó la otra noche. ¿Habría algún modo de restaurarlo?
Jack cogió el libro.
—Qué pena —dijo—. Esos dibujos deben de haber sido preciosos. ¿Tiene una lupa?
—En alguna parte debe de haber una.
Neeve buscó en el escritorio de Myles, y trajo una lupa. Ella y Myles miraron a Jack, que estudiaba las páginas manchadas y arrugadas.
—Los dibujos en sí están intactos —dijo—. Les diré qué haré. Preguntaré a alguien en la editorial, y veré si averiguo el nombre de un buen restaurador. —Le devolvió la lupa a Myles—. Y, a propósito, no creo que sea buena idea dejarlo al sol.
Myles cogió el libro y la lupa y los puso en el escritorio.
—Te agradeceré cualquier cosa que puedas hacer. Y ahora, sería mejor que nos marcháramos.
*****
Se sentaron los tres en el asiento delantero del Lincoln Town Car de Myles, quien condujo. Jack Campbell pasó un brazo por encima del respaldo. Neeve trató de no sentir con tanta intensidad su presencia, de no apoyarse contra él cuando el coche giraba por la rampa de la autopista Henry Hudson y entraba en el puente George Washington.
Jack le tocó el hombro:
—Relájate —le dijo—. No muerdo.
*****
La oficina del fiscal de distrito en el Condado de Rockland era típica de los fiscales de distrito de todo el país. Atestada. Con muebles viejos e incómodos. Archivadores y escritorios cubiertos de carpetas. Habitaciones demasiado calefaccionadas salvo donde estaban abiertas las ventanas, y allí, la triste alternativa eran unas corrientes de aire helado.
Los esperaban dos detectives de la brigada de homicidios.
Neeve notó cómo algo cambiaba en Myles, en el instante de entrar al edificio. Su mandíbula se afirmó. Caminaba más erguido. Sus pupilas adquirieron un matiz azul metálico.
—Está en su elemento —le murmuró a Jack Campbell—. No me explico cómo sobrevivió a la inactividad de todo el año pasado.
—El fiscal querría verlo personalmente, señor. —Resultaba evidente que los detectives sabían que se hallaban en presencia del jefe de Policía que más tiempo había retenido el cargo, y que más se había hecho respetar en él.
El fiscal era una mujer, Myra Bradley, una joven atractiva que no podía tener más de treinta y seis o treinta y siete años. Neeve gozó con el gesto de asombro de Myles. «Vaya, si eres machista —pensó—. Seguramente sabías que habían elegido a Myra Bradley el año pasado, pero preferiste olvidarlo».
Ella y Jack fueron presentados. Myra Bradley les indicó que se sentaran, y fue al grano de inmediato:
—Como ustedes saben —dijo—, hay un asunto de jurisdicción. Sabemos que el cadáver fue trasladado, pero no sabemos desde dónde. Pudieron matarla en el mismo parque, a dos metros de donde la encontramos. De modo que nos hemos hecho cargo del asunto. —Señaló la carpeta que tenía sobre el escritorio—. De acuerdo con el informe forense, la muerte fue provocada por el corte violento con un instrumento afilado que le seccionó la vena yugular y parte de la tráquea. Es posible que ella haya presentado resistencia. Tenía amoratada la mandíbula, y hay un corte en una mejilla. Debo agregar que es un milagro que no se hayan ensañado con ella los animales en el parque. Probablemente eso se debió a que estaba bien cubierta por las piedras. El cadáver fue escondido con evidente intención de que no se lo encontrara. Meterla en ese sitio es algo que exigió una meticulosa planificación.
—Lo que significa que está buscando a alguien que conozca el parque —dijo Myles.
—Exacto. Es imposible calcular el momento exacto de la muerte pero, por lo que nos dijo el sobrino, ella faltó a una cita que tenía con él, el viernes pasado, hace ocho días. El cuerpo estaba bastante bien conservado, y cuando revisamos los datos del clima, vemos que el frío empezó hace nueve días, el jueves. De modo que, si Ethel Lambston murió el jueves o viernes y fue dejada en el parque inmediatamente después, eso explicaría la ausencia de descomposición.
Neeve estaba sentada a la derecha del escritorio de la fiscal. Jack en una silla a su lado. Si hubiera recordado su cumpleaños. Trató de apartar la idea y concentrarse en lo que estaba diciendo la mujer.
—… Ethel Lambston podría haber permanecido allí durante meses, hasta un punto en que la identificación se habría hecho extremadamente difícil. La intención de quien la escondió, era que no se la hallara. Y que no se la identificara. No llevaba joyas; no había bolso ni billetera cerca del cadáver. —Se volvió a Neeve—. ¿La ropa que usted vende tiene siempre las etiquetas de la tienda, cosidas?
—Por supuesto.
—La ropa que llevaba la señorita Lambston carecía de etiquetas. —La fiscal se puso de pie—. Si no le molesta, señorita Kearny, ¿querría ver esas prendas ahora?
Fueron al cuarto adyacente. Uno de los detectives trajo unas bolsas plásticas con prendas arrugadas y manchadas. Neeve miró mientras las vaciaban. Una contenía lencería, un juego de corpino y bragas con bordes de encaje, el corpino salpicado de sangre; unas medias con un enganche en la mitad de la pierna derecha. Zapatos de medio tacón, de suave cuero azul; una banda elástica los mantenía juntos. Neeve pensó en los estantes para zapatos que Ethel le había mostrado, con tanto orgullo, en su armario nuevo.
La segunda bolsa contenía un traje de tres piezas: lana blanca con puños y cuellos del mismo azul de los zapatos, falda blanca y una blusa a rayas azules y blancas. Las tres prendas estaban manchadas de sangre y barro. Neeve sintió la mano de Myles en el hombro. Estudió resueltamente la ropa. Algo estaba mal, algo que iba más allá del final trágico al que habían llegado las ropas, y la mujer que las vestía.
Oyó que la fiscal le preguntaba:
—¿Es uno de los trajes que faltaban del armario de Ethel Lambston?
—Sí.
—¿Se lo había vendido usted?
—Sí, para las fiestas. —Neeve miró a Myles—. Lo usó en la fiesta, ¿recuerdas?
—No.
Neeve hablaba lentamente. Sentía como si el tiempo se hubiera disuelto. Estaba en el apartamento, decorado para la fiesta navideña que daban todos los años. Ethel había estado especialmente atractiva. El traje blanco y azul era elegante, y le quedaba muy bien con sus ojos azules y cabello rubio plateado. Hubo muchos que la felicitaron por su apariencia. Después, Ethel se había concentrado en Myles, hablándole sin cesar, y él había pasado el resto de la velada tratando de evitarla.
Había algo que no encajaba en su recuerdo. ¿Qué era?
—Compró este traje junto con otras prendas, a comienzos de diciembre. Es un original de Renardo. Renardo es una sucursal de Textiles Gordon Steuber. —¿Qué era ese detalle del que no se acordaba? Simplemente no lo sabía—. ¿Llevaba un abrigo?
—No. —La fiscal les hizo un gesto a los detectives, que comenzaron a doblar la ropa y meterla en las bolsas de plástico—. El jefe Schwartz me dijo que el motivo por el que usted comenzó a preocuparse por Ethel, fue que todos sus abrigos seguían en el armario. ¿Pero, no podría haber comprado un abrigo en otra tienda?
Neeve se puso de pie. El cuarto olía levemente a antiséptico. No quería ponerse en ridículo insistiendo en que Ethel no compraba más que en su local.
—Con gusto puedo hacer un inventario del armario de Ethel —dijo—. Tengo todos los recibos de sus compras en una carpeta. Puedo decirles exactamente qué es lo que falta.
—Me gustaría una descripción lo más completa posible. ¿Con este conjunto, usaba habitualmente algún accesorio especial?
—Sí. Un broche de oro y brillantes. Y unos pendientes haciendo juego. Un brazalete de oro, ancho. Y siempre usaba varios anillos de brillantes.
—No tenía una sola joya encima. Con eso podríamos tener un robo con asesinato.
Jack la cogió del brazo cuando salían de la oficina.
—¿Estás bien?
Neeve negó con la cabeza.
—Hay algo que se me escapa.
Uno de los detectives la había oído. Le dio su tarjeta:
—Llame en cualquier momento.
Fueron hacia la salida del edificio. Myles iba delante, charlando con la fiscal de distrito; era una cabeza más alto que ella. El año pasado, pensó Neeve, esa chaqueta le colgaba de los hombros. Después de la operación había quedado pálido y hundido. Ahora sus hombros llenaban la prenda. Su paso era firme y seguro. Y en esta situación se hallaba en su elemento. Era el trabajo policíaco que le había dado sentido a su vida. Neeve rogó que nada interfiriera con ese puesto que le habían prometido en Washington.
«Mientras pueda trabajar, vivirá hasta los cien años», pensó. Recordó esa frase: «Si quieres ser feliz por un año, gana la lotería. Si quieres ser feliz toda la vida, ama lo que haces».
El amor al trabajo era lo que había mantenido en pie a Myles, después de la muerte de Renata.
Y ahora Ethel Lambston estaba muerta.
Los detectives se habían quedado en el despacho cuando ellos salieron, guardando las ropas con las que había muerto Ethel, ropa que volvería a ver cuando debiera reconocerlas en el juicio. Las últimas que había usado…
Myles tenía razón. Era una tontería venir a este sitio, vestida como un tablero de ajedrez, con esos pendientes idiotas bailoteando en este lugar siniestro. Se felicitó por no haberse quitado la capa que ocultaba el llamativo conjunto. Una mujer estaba muerta. No una mujer fácil de tratar. No una mujer muy querida. Pero sí una mujer muy inteligente que no soportaba la tontería, que quería tener buen aspecto, pero no tenía ni el tiempo ni el instinto para abrirse camino sola en el mundo de la moda.
La moda. Ahí estaba. Había algo en el conjunto que había llevado…
Neeve sintió un temblor que le recorría el cuerpo. Fue como si Jack Campbell lo sintiera también. De pronto, le había pasado un brazo por encima de los hombros.
—La querías mucho, ¿eh? —le preguntó.
—Mucho más de lo que yo misma creía.
Sus pasos resonaban en el largo pasillo con piso de mármol. El mármol era viejo y estaba gastado, con grietas que lo atravesaban como venas bajo la carne.
La vena yugular de Ethel. El cuello de Ethel había sido tan delgado. Pero sin arrugas. Cerca de los sesenta, la mayoría de las mujeres empiezan a mostrar signos delatores de la edad. «El cuello es lo primero», recordaba Neeve que había dicho Renata, ante un fabricante que trataba de convencerla de comprar vestidos de cuello bajo para señoras maduras.
Ya se hallaban en la puerta. La fiscal y Myles estaban de acuerdo en que Manhattan y el Condado de Rockland cooperarían íntimamente en la investigación. Myles dijo:
—En realidad, debería mantener la boca cerrada. Siempre se me hace difícil recordar que ya no estoy apretando botones en la oficina del jefe de Policía.
Neeve comprendió lo que debía decir, y rogó que no sonara demasiado ridículo.
—Me pregunto… —la fiscal, Myles y Jack la miraban. Volvió a empezar—. Me pregunto si podría hablar con la mujer que encontró el cadáver. No se por qué, pero siento como si debiera hacerlo. —Trago saliva con firmeza.
Sintió que los ojos de los otros tres estaban fijos en ella.
—La señora Conway hizo una declaración completa —dijo Myra Bradley, lentamente—. Puede leerla si quiere.
«Me gustaría hablar con ella. Que no pregunten por qué —pensó locamente—. Tengo que hacerlo».
—Mi hija fue quien hizo posible la identificación de Ethel Lambston —dijo Myles—. Si ella quiere hablar con esta testigo, pienso que debería poder hacerlo.
Ya había abierto la puerta, y Myra Bradley se estremeció con la fría corriente de aire que entró.
—Parece que estemos en marzo —observó—. Escuche, no tengo ninguna objeción. Podemos llamar a la señora Conway y ver si está en casa. Por mi parte, creo que ha dicho todo lo que sabe, pero siempre cabe la posibilidad de que salga algo nuevo. Esperen un minuto.
Momentos después regresaba:
—Está en su casa. Y no tiene inconveniente en hablar con usted. Aquí está la dirección, y cómo llegar. —Le sonrió a Myles, con la sonrisa de dos policías profesionales—. Si recuerda haber visto al tipo que mató a la Lambston, llámenos, ¿eh?
*****
Kitty Conway tenía un fuego encendido en la chimenea de la biblioteca, una pirámide de leños de la que se desprendían llamas con las puntas azuladas.
—Díganme si hace demasiado calor aquí dentro —dijo disculpándose—. Es que, desde el momento en que toqué la mano de esa pobre mujer, no he dejado de tener frío.
Hizo una pausa, incómoda, pero los tres pares de ojos que la miraban parecían comprensivos.
Le gustaban. Neeve Kearny. Mejor que hermosa. Un rostro interesante, magnético, con esos pómulos altos, la piel muy blanca acentuando esos intensos ojos castaños. Pero el rostro mostraba tensión, las pupilas estaban muy dilatadas. Era obvio que el joven, JackCampbell, estaba preocupado por ella. Cuando le ayudó a quitarse la capa le dijo:
—Neeve, estás temblando todavía.
Kitty sintió una súbita oleada de nostalgia. Su hijo era del mismo tipo que Jack Campbell, de un poco más de un metro ochenta de estatura, hombros anchos, cuerpo delgado, una expresión fuerte e inteligente. Deploró una vez más el hecho de que Mike Junior viviera al otro lado del planeta.
Myles Kearny. Cuando la fiscal de distrito la había llamado, ella supo inmediatamente quién era él. Durante años, su nombre había aparecido constantemente en los medios de comunicación. A veces, incluso lo había visto en persona, cuando ella y Mike comían en el Pub de Neary, en la Calle 57 Este. Había leído en los periódicos acerca de sus problemas cardíacos y su jubilación, pero ahora lo veía espléndido. Un irlandés realmente apuesto.
Inconscientemente, se felicitó de haberse cambiado los tejanos y el viejo suéter estirado, por una blusa de seda y unos pantalones. Como ellos no aceptaron bebidas alcohólicas, insistió en preparar té.
—Necesitas algo para entrar en calor —le dijo a Neeve.
Sin aceptar ayuda, desapareció por el pasillo que iba a la cocina.
Myles se había sentado en un sillón de respaldo alto con tapizado a rayas rojas y anaranjadas. Neeve y Jack estaban juntos en un sofá en forma de medialuna, emplazado frente al fuego. Myles miraba con aprobación la sala. Cómoda. Había poca gente que tuviera el cerebro necesario para comprar sofás y sillones en los que un hombre alto pudiera echar la cabeza atrás. Se puso de pie y comenzó a examinar las fotos familiares enmarcadas. La historia habitual de una vida. La pareja joven. Kitty Conway no había perdido la belleza por el camino, eso podía asegurarse. Ella y su marido con su hijo. Un collage de los años de crecimiento del chico. La última foto mostraba a Kitty, su hijo, la esposa japonesa de éste, y su hijita. Myra Bradley les había dicho que la mujer que encontró el cadáver de Ethel, era viuda.
Oyó los pasos de Kitty en el pasillo. Con rapidez, Myles pasó a la biblioteca. Una sección le llamó la atención, una colección de libros que se veían muy leídos, de antropología. Empezó a examinarlos.
Kitty colocó la bandeja de plata en la mesita redonda, frente al sofá, sirvió el té y les ofreció galletas:
—Horneé una buena cantidad esta mañana; supongo que necesitaba trabajar, después de los nervios de ayer —dijo, y fue hacia Myles.
—¿Quién es el antropólogo en la familia? —preguntó él.
Ella sonrió:
—Yo, pero estrictamente aficionada. Me enganché en la universidad, cuando el profesor nos dijo que para conocer el futuro debíamos estudiar el pasado.
—Algo que yo les recordaba siempre a mis hombres en la brigada —dijo Myles.
—Está sacando a relucir sus encantos —le susurró Neeve a Jack—. No es común en él.
Mientras tomaban el té, Kitty les habló de la estampida del caballo por la pendiente, del plástico que había volado contra su cara, de su impresión borrosa de una mano en una manga azul. Explicó, acerca de la manga azul, de su propio chándal asomando del cesto de la ropa sucia, y de cómo, en ese momento, había sabido que debía volver al parque a investigar.
Neeve escuchaba con atención, la cabeza inclinada hacia un lado como si se esforzara por no perderse una sola palabra. Seguía con la abrumadora impresión de estar perdiéndose algo, algo que estaba frente a sus ojos, esperando solamente a que lo vieran. Y en ese momento comprendió de qué se trataba.
—Señora Conway, ¿podría describirme exactamente lo que vio al hallar el cuerpo?
—Neeve… —dijo Myles, y sacudió la cabeza. Él estaba llevando adelante el interrogatorio, y no le gustaba que lo interrumpieran.
—Perdona, Myles, pero esto es terriblemente importante. Hábleme de la mano de Ethel. Dígame lo que vio.
Kitty cerró los ojos.
—Fue como ver la mano de un maniquí. Estaba tan blanca, y las uñas tan rojas. El puño de la chaqueta era azul, le llegaba a la muñeca, y tenía enganchado ese trocho de plástico negro. La blusa era azul y blanca, pero apenas si se veía debajo de la manga. Parecía arrugada. Puede sonar como una locura, pero sentí la tentación de arreglarla.
Neeve soltó un largo suspiro. Se inclinó hacia adelante y se frotó la frente con las manos.
—Eso es lo que no encaja. Esa blusa.
—¿Qué pasa con la blusa? —preguntó Myles.
—Es que… —Neeve se mordió el labio. Sabía que volvería a ponerse en ridículo. La blusa que llevaba Ethel era parte del conjunto original de tres piezas. Pero cuando Ethel compró el traje, Neeve le había dicho que no creía que la blusa fuera lo correcto. Le había vendido a Ethel otra blusa, toda blanca, sin la distracción de las franjas azules. Había visto a Ethel usar ese conjunto dos veces, y ambas con la blusa blanca.
¿Por qué llevaba entonces la blusa azul y blanca?
—¿Qué sucede, Neeve? —insistió Myles.
—Probablemente no sea nada. Sólo que me sorprende que usara esa blusa con ese traje. No era lo correcto.
—Neeve, ¿no le dijiste a la Policía que reconociste el conjunto, y dijiste quién era el diseñador?
—Sí, Gordon Steuber. Era un conjunto de una de sus sucursales.
—Lo siento, pero no entiendo. —Myles trataba de ocultar su irritación.
—Creo que yo sí. —Kitty sirvió más té en la taza de Neeve—. Bebe esto —le ordenó—. Se te ve muy pálida. —Miró a Myles—. Si no me equivoco, Neeve está diciendo que Ethel Lambston no se hubiera vestido, deliberadamente, del modo en que fue encontrada.
—Sé que no habría hecho la combinación de ese modo —dijo Neeve. Miró a los ojos incrédulos de Myles—. La Policía descubrió que el cadáver había sido trasladado. ¿Hay algún modo de establecer si alguien la vistió después de muerta?
*****
Douglas Brown ya había sabido que la brigada de homicidios se proponía llevar a cabo una investigación en el apartamento de Ethel. Aun así, cuando llegaron con la orden, le produjeron un sobresalto. Era un equipo de cuatro detectives. Los vio sembrar polvo en las superficies, pasar aspiradoras por alfombras, pisos y muebles, y sellar cuidadosamente las bolsas plásticas en las que guardaban el polvo, y las fibras y partículas; se detuvieron especialmente sobre la pequeña alfombra oriental que había cerca del escritorio de Ethel. La visión del cadáver de Ethel en la morgue judicial había dejado a Doug con el estómago sensibilizado, como un recuerdo incongruente del paseo en bote que había hecho una vez, y la náusea intensa que le había producido. La vio cubierta de una sábana de la que sólo emergía el óvalo de la cara, como una monja, lo que al menos le permitió no ver la herida en el cuello. Para no tener que pensar siquiera en el cuello, se concentró en el cardenal violáceo y amarillento de la mejilla. Después había tenido un espasmo, y corrido al baño.
Toda la noche había estado despierto, en la cama de Ethel, tratando de decidir qué hacer. Podía hablarle a la Policía acerca de Seamus, sobre su desesperación por interrumpir los pagos de la pensión. Pero en ese caso la esposa, Ruth, lo soltaría todo acerca de él. Se bañó en un sudor frío cuando comprendió lo estúpido que había sido al ir al Banco, aquel día, e insistir en retirar sus fondos en billetes de cien dólares. Si la Policía lo descubría… Antes de que llegara la Policía, se había preguntado, con intensidad dolorosa, si debía dejar esos billetes ocultos por el apartamento. Si no estaban, ¿quién podía decir que Ethel no los había gastado todos? Alguien lo sabría. Esa chica medio loca que había venido a limpiar podría haber visto los que él había dejado.
Al final, Douglas decidió no hacer absolutamente nada. Dejaría que los policías encontraran los billetes. Si Seamus o su esposa trataban de acusarlo, los llamaría mentirosos. Con la tranquilidad que le daba esta idea, Douglas volvió su mente hacia el futuro. Este apartamento ahora era suyo. El dinero de Ethel era suyo. Se liberaría de toda esa estúpida ropa que llenaba el armario, y de las listas más estúpidas aún: A va con A, B va con B. Simplemente haría paquetes y los tiraría a la basura. La mera idea lo hizo sonreír. Pero no tenía sentido desperdiciar las cosas. Todo el dinero que había gastado Ethel, en ropa, no debía tirarse a la basura. Encontraría una buena tienda de segunda mano, y lo vendería todo.
Cuando se vistió, el sábado por la mañana, escogió deliberadamente pantalones azul oscuro y una camisa deportiva color arena, de mangas largas. Quería dar la impresión de un joven de luto. La falta de sueño le había producido ojeras. Hoy, era justo lo que necesitaba.
Los detectives revisaron el escritorio de Ethel. Los vio abrir la carpeta marcada «Importante». El testamento. Todavía no había decidido si debía admitir que lo conocía. El detective terminó de leerlo y lo miró:
—¿Conoce esto? —le preguntó, en un tono casual.
Siguiendo la inspiración del momento, Douglas tomó su decisión.
—No. Son papeles de mi tía.
—¿Ella nunca habló de su testamento, con usted?
Douglas logró mostrar una media sonrisa:
—Bromeaba mucho sobre eso. Me decía que si pudiera legarme la pensión alimenticia de su ex esposo, yo no tendría que trabajar en todo el resto de mi vida.
—¿Entonces, usted no sabía que, aparentemente, ella le ha dejado una importante cantidad de dinero?
Douglas señaló con la mano el apartamento:
—Jamás pensé que la tía Ethel tuviera dinero. Compró este apartamento, que antes alquilaba, cuando se puso en venta. Eso debió de costarle todo lo que tenía. Ganaba mucho con sus artículos, pero no acumulaba gran cosa.
—Debió de ser más ahorrativa de lo que usted creía. —El detective había sostenido el testamento con manos enguantadas, y tomándolo por los bordes. Para espanto de Douglas, el detective llamó al experto en huellas dactilares—. Probemos aquí.
Cinco minutos después, retorciéndose nerviosamente las manos sobre el regazo, Douglas confirmaba, y después negaba, cualquier conocimiento de los billetes de cien dólares que la brigada había encontrado ocultos por todo el apartamento. Para apartarlos del tema, les explicó que hasta el día anterior no había contestado al teléfono.
—¿Por qué? —El detective O'Brien era el que se ocupaba de interrogarlo. La pregunta cortó el aire como una navaja.
—Ethel era rara. Una vez que yo estaba de visita contesté al teléfono, y se puso furiosa. Me dijo que a mí no me importaba quién la llamaba. Pero ayer pensé que quizás era ella, que quería ponerse en contacto conmigo. Así que empecé a contestar.
—¿No podría haberlo llamado al trabajo?
—Jamás se me ocurrió.
—Y la primera llamada que cogió fue una amenaza para ella. Qué coincidencia que haya recibido esa llamada casi en el mismo instante en que se descubría el cadáver. —Abruptamente O'Brien dio por terminado el interrogatorio—. Señor Brown, ¿tiene pensado quedarse en este apartamento?
—Sí.
—Vendremos mañana, con la señorita Neeve Kearny. Ella debe revisar el armario de la señorita Lambston, para ver qué ropa falta. Es posible que queramos volver a hablar con usted. Estará aquí. —No era una pregunta, era una simple afirmación.
Por algún motivo, Douglas no se sintió aliviado de que el interrogatorio hubiera terminado. Y no tardó en comprobar que sus temores eran justificados. Pues O'Brien dijo:
—Es posible que le pidamos que pase por el cuartel general. Ya se lo haremos saber.
Cuando se marcharon, llevaban las bolsas plásticas con las briznas, el testamento de Ethel, la agenda y la pequeña alfombra oriental. Antes de que la puerta se cerrara, Doug oyó que uno de ellos decía:
—Por más que lo intenten, nunca logran sacar del todo la sangre de las alfombras.
*****
En el Hospital St. Vincent, Tony Vitale seguía en la unidad de vigilancia intensiva, todavía en estado grave. Pero el médico a cargo seguía diciéndole a los padres:
—Es joven. Es duro. Creemos que saldrá.
Amortajado en vendajes que le cubrían las heridas de bala en la cabeza, el hombro, el pecho y las piernas, alimentado por vía endovenosa con suero, conectado a monitores electrónicos que señalaban cada cambio de su cuerpo, con tubos plásticos saliéndole de la nariz, Tony derivaba de un estado de coma profundo a instantes de conciencia. Le volvían los últimos momentos.
Los ojos de Nicky Sepetti atravesándolo. Había sabido que Nicky sospechaba que él era un policía. Debería haber ido directamente a jefatura general, en lugar de detenerse a llamar por teléfono. Debería haber sabido que lo habían descubierto.
Tony se hundió en la oscuridad.
Cuando volvió a abrirse camino hasta una confusa conciencia, oyó que el médico decía:
—Cada día muestra una pequeña mejoría.
¡Cada día! ¿Cuánto hacía que estaba allí? Trató de hablar, pero no salió ningún sonido.
Nicky había gritado, y había golpeado con el puño en la mesa, y les había ordenado que cancelaran el contrato.
Joey le había dicho que era imposible.
Entonces Nicky había preguntado quién lo había ordenado.
—… Alguien lo puso al descubierto —había dicho Joey—. Arruinaron su operación. Ahora los Federales están sobre el rastro…
Y después Joey había dado el nombre.
Mientras se deslizaba a la inconsciencia, Tony recordó ese nombre.
Gordon Steuber.
*****
Con el rostro redondo muy pálido y bañado en sudor, Seamus esperaba en el Distrito Vigésimo de la Calle 82 Oeste. Trató de recordar todas las indicaciones que le había dado Ruth, todo lo que ella le había mandado decir. Todo se le confundía.
La habitación en la que estaba sentado no tenía más muebles que una mesa con la superficie marcada por quemaduras de cigarrillos, y unas sillas de madera, incómodas, en una de las cuales estaba sentado él. Una ventana de cristales sucios, que daba a la calle lateral. Afuera, el tráfico era un infierno; taxis y autobuses y coches tocándose el claxon unos a otros. El edificio estaba rodeado de coches patrulla aparcados.
¿Cuánto tiempo lo harían esperar allí?
Pasó otra media hora antes de que entraran dos detectives. Los seguía una estenógrafa judicial, que se sentó en una silla detrás de Seamus. Él se volvió y la vio apoyar la máquina estenográfica sobre el regazo.
El nombre del detective de más edad era O'Brien. Se había presentado a sí mismo y a su compañero, Steve Gómez, en el bar.
Seamus había esperado que le leyeran sus derechos. De todos modos fue un shock oírselos leer, y que O'Brien le diera una copia impresa para que siguiera el texto. ¿Había comprendido? Asintió. ¿Quería que estuviera presente un abogado? No. ¿Comprendía que podía negarse a proseguir respondiendo, en cualquier momento? Sí. ¿Comprendía que cualquier cosa que dijera podía ser utilizada en su contra?
—Sí —susurró.
Los modales de O'Brien cambiaron. De algún modo se volvieron más cálidos. Su tono se hizo de conversación:
—Señor Lambston, tengo el deber de decirle que usted es considerado un posible sospechoso en la muerte de su ex esposa, Ethel Lambston.
Ethel muerta. No más cheque de pensión. No más estar entre dos fuegos, entre ella, y Ruth y las chicas. ¿O esa posición entre dos fuegos sólo ahora comenzaba? Podía ver las manos de ella aferradas a él, ver el modo en que la había mirado cuando cayó hacia atrás, ver el modo en que se había levantado y había cogido el abrecartas. Sintió la humedad de la sangre de Ethel en las manos.
¿Qué estaba diciendo el detective, con su tono amistoso y conversacional?
—Señor Lambston, usted discutió con su ex esposa. Ella lo estaba volviendo loco. El pago de la pensión alimenticia lo estaba llevando a la quiebra. A veces las cosas se acumulan de tal modo, que la presión nos hace romper los cerrojos. ¿Fue eso lo que pasó?
¿Se había vuelto loco? Podía sentir el odio de ese momento, el modo en que la bilis le subió a la garganta, el modo en que había apretado el puño y lo había dirigido contra esa boca burlona y malvada.
Seamus inclinó la cabeza sobre la mesa y comenzó a llorar. Los sollozos le sacudían todo el cuerpo.
—Quiero un abogado —dijo.
Dos horas después, Robert Lane, el abogado cincuentón que Ruth había logrado localizar tras frenéticos esfuerzos, apareció.
—¿Están dispuestos a presentar acusaciones formales contra mi cliente? —preguntó.
El detective O'Brien lo miró con expresión agria:
—No. No ahora.
—¿Entonces el señor Lambston puede retirarse?
O'Brien suspiró:
—Sí.
Seamus había estado seguro de que lo arrestarían. Sin atreverse a creer en lo que había oído, apoyó las palmas de las manos en la mesa y se levantó con esfuerzo de la silla. Sintió que Robert Lane le ponía la mano bajo el brazo, y lo guiaba hacia la puerta. Oyó que Lane decía:
—Quiero una transcripción de la declaración de mi cliente.
—La tendrá. —El detective Gómez esperó a que la puerta se cerrase, y después se volvió hacia su compañero—. Habría preferido encerrar a ese tipo.
O'Brien mostró una delgada sonrisa sin alegría:
—Paciencia. Debemos esperar el informe del laboratorio. Tenemos que confirmar los movimientos de Lambston, el jueves y viernes. Pero si quieres apostar sobre seguro, apuesta a que tendremos una orden judicial de detención, antes de que Seamus Lambston empiece a disfrutar del fin de sus pagos de la pensión.
*****
Cuando Neeve, Myles y Jack volvieron al apartamento, había un mensaje en el contestador automático. ¿Podría Myles llamar al jefe Schwartz, a su oficina, por favor?
Herb Schwartz vivía en Forest Hill, «donde tradicionalmente han vivido el noventa por ciento de los jefes de Policía», le explicaba Myles a Jack Campbell mientras cogía el teléfono.
—Si Herb no está en su casa un sábado por la noche, algo grande tiene que estar ocurriendo.
La conversación fue breve. Cuando cortó, Myles dijo:
—Aparentemente, todo ha terminado. No bien se llevaron al ex marido y empezaron a interrogarlo, el tipo se echó a llorar como un bebé y pidió un abogado. Es sólo cuestión de tiempo hasta que tengan pruebas suficientes para acusarlo.
—Lo que estás diciendo es que no confesó —dijo Neeve—. ¿No es así? —Mientras hablaba, comenzó a encender lámparas de mesa, hasta que todo el ambiente quedó bañado en un suave resplandor cálido. Luz y calor. ¿Era eso lo que pedía su espíritu, después de haber presenciado la dura realidad de la muerte? No podía quitarse de encima la sensación de algo ominoso que la rodeaba. Desde el momento en que había visto la ropa de Ethel sobre esa mesa, la palabra mortaja había seguido bailando en su cabeza. Comprendía que lo que se había preguntado desde el primer momento era qué ropa llevaría ella misma en el momento de su propia muerte. ¿Intuición? ¿Superstición irlandesa? ¿La sensación de que alguien caminaba sobre su tumba?
Jack Campbell la miraba. «Él sabe», pensó Neeve. Él siente que hay en juego algo más que la ropa. Myles había sugerido que, si la blusa que Ethel usaba habitualmente con ese traje estaba en la tintorería, automáticamente habría escogido sustituirla con la que pertenecía originalmente al conjunto.
Todas las respuestas que daba Myles tenían igual sensatez. Myles. Estaba de pie, frente a ella; le apoyaba las manos en los hombros:
—Neeve, no has oído una palabra de lo que dije. Me hiciste una pregunta y te la respondí. ¿Qué es lo que te pasa?
—No sé. —Trató de sonreír—. Escucha, ha sido una tarde horrible. Creo que deberíamos tomar una copa.
Myles le examinó el rostro:
—Creo que deberíamos tomar una copa cargada, y después Jack y yo te llevaremos a cenar fuera. —Miró a Jack—. Salvo que vosotros tengáis otros planes, por supuesto.
—No hay planes salvo, si me permiten, preparar las copas.
El escocés, como el té en casa de Kitty Conway, logró apartar momentáneamente a Neeve de la sensación de ser arrastrada por una corriente sombría. Myles repitió lo que le había dicho el jefe: los detectives de homicidios consideraban que Seamus Lambston estaba al borde de confesarse culpable.
—¿Aun así quieren que revise el armario de Ethel mañana?
Neeve no sabía si en realidad quería que la librasen de esa tarea.
—Sí. No creo que importe, en un sentido u otro, si Ethel había planeado irse y había hecho las maletas ella misma, o si él la mató y trató de hacer ver que ella había salido en uno de sus viajes, pero de todos modos no queremos dejar cabos sueltos.
—¿Pero él no debería haber seguido pagando indefinidamente la pensión, mientras se creyera que ella estaba de viaje? Recuerdo que Ethel me dijo, una vez, que le había dado órdenes a su contable, de demandarlo si se atrasaba un solo día en el pago. Si el cuerpo de Ethel no hubiera sido descubierto, él debería haber seguido pagando durante siete años, antes de que la declarasen legalmente muerta.
Myles se encogió de hombros:
—Neeve, el porcentaje de homicidios resultante de la violencia familiar es abrumador. Y no demuestra mucha inteligencia por parte de sus autores. Se meten en un problema insoluble. Después tratan de borrar las huellas. Me has oído decirlo muchísimas veces: «Todo asesino deja su tarjeta de visita».
—Si eso es cierto, comisario, me interesaría saber cuál es la tarjeta de visita que dejó el asesino de Ethel.
—Te diré cuál creo que es la tarjeta en este caso: ese cardenal en la mandíbula de Ethel. Tú no viste el informe de la autopsia. Yo sí. De joven, Seamus Lambston fue un buen boxeador amateur. El golpe casi le rompe la mandíbula a Ethel. Con o sin la confesión, yo habría empezado buscando a alguien que tuviera antecedentes de boxeador.
—Habló la Leyenda. Y está completamente equivocada.
Jack Campbell estaba en el sofá, bebiendo su Chivas Regal, y por segunda vez en el día decidió no interponerse mientras Neeve y su padre discutían. Observarlos no era distinto de presenciar un partido de tenis entre dos oponentes de fuerzas parejas. Casi sonrió al pensarlo, pero sintió pena al ver a Neeve. Seguía muy pálida, y el cabello negro que le enmarcaba el rostro acentuaba el brillo lechoso de la piel. Había visto esos ojos castaños brillar de alegría, pero esta noche se le ocurrió que había en ellos una tristeza que iba más allá de la muerte de Ethel Lambston. «Sea lo que sea lo que pasó con Ethel —pensó Jack—, no ha terminado, y tiene que ver con Neeve».
Sacudió la cabeza con impaciencia. Sus ancestros escoceses, con la carga de pretendidos sextos sentidos, volvían a él. Se había ofrecido a acompañar a Neeve y a su padre a la oficina de la fiscal de Rockland, por la simple razón de que quería pasar el día con Neeve. Al dejarla esta mañana había ido a su apartamento, se había duchado, cambiado, y luego había ido a la Biblioteca Pública de Manhattan Centro. Allí había leído, en microfilmes, los periódicos de diecisiete años antes, con los grandes titulares:
Esposa del jefe de policía asesinada en Central Park.
Había absorbido cada detalle; estudió las fotos de la procesión funeral desde la catedral de San Patricio. Neeve, de diez años, con un abrigo oscuro y un sombrero, su manita perdida en la de Myles, los ojos brillantes de lágrimas. El rostro de Myles tallado en granito. Las filas y filas de policías parecían extenderse a lo largo de toda la Quinta Avenida. Los comentaristas relacionaban el crimen con el mafioso convicto Nicky Sepetti.
Esa mañana habían enterrado a Nicky Sepetti. Aquello tenía que haber devuelto, a Neeve y a su padre, al recuerdo de la muerte de Renata Kearny. Los microfilmes de aquellos viejos periódicos estaban llenos de suposiciones acerca de si Nicky Sepetti, desde su celda, había ordenado también la muerte de Neeve. Aquella mañana, Neeve le había dicho que el padre había temido la liberación de Nick, por ella, y que creía que la muerte de Sepetti lo había liberado, al fin, de ese miedo obsesivo.
«¿Entonces por qué yo estoy preocupado por ti, Neeve?», se preguntó Jack.
La respuesta le vino a la mente como si hubiera hecho la pregunta en voz alta. Porque la amo. Porque la he amado desde aquel primer día cuando ella salió corriendo del avión.
Jack notó que los tres habían vaciado sus vasos. Se levantó y cogió el de Neeve:
—Esta noche no creo que debas volar con una sola ala.
*****
Con la segunda copa miraron el telediario de la noche. Hubo imágenes del funeral de Nicky Sepetti, incluyendo la apasionada declaración de la viuda.
—¿Qué te parece? —le preguntó Neeve a Myles en voz baja.
Myles apagó el aparato.
—Lo que pienso no autorizan a imprimirlo.
Cenaron en el Pub de Neary, en la Calle 57 Este. Jimmy Neary, un irlandés de ojos brillantes con una sonrisa de duende, corrió a saludarlos:
—Jefe, es maravilloso verlo.
Los condujo personalmente a una de las buscadas mesas de rincón que Jimmy reservaba para clientes especiales. Jack le fue presentado a Jimmy, quien le señaló las fotos en las paredes:
—Ahí tiene. —La foto del ex gobernador Carey estaba situada donde nadie pudiera dejar de verla—. Sólo la crema de Nueva York viene aquí —le dijo a Jack—. Allí está el jefe. —La foto de Myles estaba frente a frente con la del gobernador.
Fue una buena velada. El Pub de Neary era siempre un sitio de reunión para políticos y clérigos. Hubo más de un comensal que se acercó a la mesa para saludar a Myles.
—Nos alegramos de volver a verlo, jefe. Se le ve en forma.
—Él adora esto —le susurró Neeve a Jack—. Odiaba estar enfermo, y estuvo ocultándose casi un año. Creo que ya está a punto para volver al mundo.
Se acercó el senador Moynihan:
—Myles, espero que aceptarás el puesto en la Agencia Judicial de Estupefacientes —le dijo—. Te necesitamos. Tenemos que librarnos de ese problema, y tú eres el hombre indicado.
Cuando el senador se marchó, Neeve levantó la vista al cielo:
—¡Y decías que sólo habías estado «tanteando la posibilidad!». Y resulta que ya es de dominio público.
Myles estaba estudiando el menú. Margaret, su camarera favorita, se acercó a tomar nota.
—¿Cómo está la langosta a la Creole, Margaret?
—Brillante.
Myles suspiró.
—Me lo temía. En honor a mi dieta, tráeme lenguado hervido.
Todos pidieron, y cuando probaban el vino, Myles dijo:
—Ese trabajo significará pasarme gran parte del tiempo en Washington. Tendré que alquilar un apartamento allí. No creo que hubiera podido dejarte aquí sola, Neeve, si Nicky Sepetti siguiera en las calles. Pero ahora me siento seguro. La banda no aprobó que Nicky ordenara la muerte de tu madre. Mantuvimos la máxima presión sobre ellos, hasta que gran parte de la plana mayor terminó presa junto a él.
—¿Entonces no cree en esa confesión en el lecho de muerte? —le preguntó Jack.
—Es difícil, para los que crecimos creyendo que un arrepentimiento final podía ganarnos el cielo, creer que alguien pueda morirse con un juramento falso en los labios. Pero en el caso de Nicky, me aferró en mi primera postura. Creo que fue un gesto de adiós a su familia, y obviamente ellos le creyeron. Pero ya ha sido un día bastante escabroso. Hablemos de algo interesante. Jack, ¿has estado lo suficiente en Nueva York como para decidir si el alcalde ganará su reelección?
Cuando terminaban el café, Jimmy Neary volvió a la mesa:
—Jefe, ¿sabe que el cadáver de la mujer Lambston lo encontró una de mis viejas clientas, Kitty Conway? Solía venir mucho con su marido. Es una dama de verdad.
—La conocimos hoy —dijo Myles.
—Si vuelven a verla, háganle llegar mis saludos, y díganle que vuelva.
—Quizás haga algo mejor que eso —dijo Myles—. Quizá yo mismo la traiga.
La primera parada del taxi fue el apartamento de Jack. Al despedirse, dijo:
—Oídme, sé que puedo parecer entrometido, ¿pero habría alguna objeción si os acompaño mañana al apartamento de Ethel?
Myles alzó las cejas.
—No, si prometes mantenerte en segundo plano y no abrir la boca.
—¡Myles!
Jack sonrió:
—Tu padre tiene razón, Neeve. Acepto las condiciones.
*****
Cuando el taxi se detuvo ante el edificio Schwab, el portero abrió la portezuela para Neeve. Ella salió mientras Myles esperaba el cambio. El portero volvió a la entrada. La noche se había puesto clara. El cielo estaba lleno de estrellas. Neeve caminó unos pasos apartándose del taxi. Echó atrás la cabeza y admiró el firmamento.
Enfrente, Denny Adler estaba sentado en la acera, con la espalda apoyada en la pared, una botella de vino a su lado y la cabeza gacha. Pero miraba a Neeve con los párpados entornados. Inhaló con fuerza. La tenía en la mira, y podría desaparecer antes de que nadie lo viera. Buscó en el bolsillo de la mugrienta chaqueta con la que se había disfrazado esa noche.
Ahora.
Su dedo se ajustó sobre el gatillo. Estaba a punto de sacar la pistola cuando se abrió la puerta a su derecha. Salió una mujer mayor, con una correa en la mano y un pequeño caniche al extremo de aquélla. El caniche se arrojó sobre Denny.
—No le tema a Abejita —dijo la mujer—. Es adorablemente amistosa.
La furia subía por Denny como la lava de un volcán, mientras veía salir del taxi a Myles Kearny, y a padre e hija entrar en el edificio. Estiró una mano para tomar por el cuello al caniche, pero logró controlarse a tiempo, y dejó caer la mano al suelo.
—A Abejita le encanta que la acaricien —lo alentó la señora—, aunque sea un extraño. —Dejó caer una moneda de veinticinco centavos sobre el regazo de Denny—. Espero que esto sea una ayuda.