El viernes por la mañana, Ruth Lambston salió del apartamento mientras Seamus se afeitaba. No se despidió de él. El recuerdo del modo en que el rostro de su marido se había convulsionado cuando ella le mostró el billete de cien dólares, seguía fijo en su mente. En estos últimos años, el cheque mensual de pensión alimenticia había asfixiado cualquier emoción que hubiera sentido por él, aparte del resentimiento. Ahora se añadía una emoción nueva. Estaba asustada. ¿Le tenía miedo a él? ¿Tenía miedo por él? No lo sabía.
Ruth ganaba veintiséis mil dólares anuales como secretaria. Con los impuestos y la Seguridad Social, y los gastos del coche, trabajaba para pagar la pensión de Ethel.
—Me estoy esclavizando por esa aprovechada —era una frase que solía arrojarle a Seamus.
Por lo general, Seamus trataba de calmarla. Pero anoche su rostro se había transfigurado por la furia. Había levantado los puños, y por un instante ella cerró los ojos, segura de que iba a recibir un golpe. Pero él le había arrancado el billete y lo había rasgado en dos.
—¿Quieres saber de dónde lo saqué? —había gritado—. Me lo dio esa perra. Cuando le pedí que me dejara en paz, me dijo que con gusto me ayudaría. Había estado demasiado ocupada para ir a restaurantes, así que le había sobrado este billete del mes pasado.
—¿Entonces no te dijo que dejaras de mandarle los cheques? —gritó Ruth.
La furia en el rostro de él se había transformado en odio:
—Quizá la convencí de que ningún ser humano puede soportar tanto. Quizás es algo que tú también debes aprender.
La respuesta había dejado a Ruth tan conmocionada, que de sólo recordarla se le cortaba el aliento.
—No te atrevas a amenazarme —le había gritado, y después vio, horrorizada, cómo Seamus estallaba en lágrimas.
Sollozando, él le contó cómo había metido el cheque junto con la carta, cómo la chica que vivía en el edificio de Ethel se había burlado de él.
—Todos sus vecinos lo toman a risa.
Ruth había pasado la noche despierta, en una de las camas de las chicas, tan llena de desprecio por Seamus que no podía soportar la idea de estar cerca de él. Al amanecer llegó a la conclusión de que el desprecio estaba dirigido contra ella misma también. «Esa mujer me ha vuelto miserable», pensó. Tiene que terminar.
Ahora caminaba con la boca apretada en una línea dura, y en lugar de bajar a la estación del Metro siguió la Avenida West End. Corría una fría brisa matutina, pero sus zapatos de tacón bajo le permitían caminar rápido y entrar en calor.
Se enfrentaría a Ethel. Debería haberlo hecho años atrás. Había leído bastantes artículos de Ethel como para saber que se postulaba como campeona del feminismo. Pero ahora que había firmado un gran contrato por un libro, estaba en situación vulnerable. A la página seis del Post le encantaría imprimir que le estaba extrayendo mil dólares mensuales a un hombre con tres hijas en la universidad. Ruth se permitió una tenebrosa sonrisa. Si Ethel no renunciaba en el acto a sus derechos a la pensión alimenticia, Ruth tomaría medidas. Primero el Post. Después los tribunales.
Había acudido a la oficina de personal de su compañía, a pedir un préstamo de urgencia con el que cubrir el cheque rechazado por la universidad. El director de personal se había mostrado escandalizado cuando conoció la historia.
—Tengo un amigo que es un buen abogado de divorcios —le había dicho—. Estoy seguro de que cogerá con gusto un caso así. Según lo entiendo yo, no se puede interrumpir una pensión vitalicia acordada, pero dadas las circunstancias, habría que ver qué dicen los jueces.
Si hay una injusticia flagrante, podrían pasar cosas. Ruth había vacilado:
—No quiero avergonzar a las chicas. Significaría admitir que el bar de mi marido apenas cubre gastos. Déjeme pensarlo.
«O renuncia hoy mismo a esa pensión, o voy a ver al abogado», pensó Ruth mientras cruzaba la Calle 73.
Distraída, no vio a una mujer joven que venía hacia ella con un cochecito de bebé, y en el último momento debió hacerse a un lado para no atropellada; al hacerlo tropezó con un hombre de rostro delgado con una gorra que casi le tapaba el rostro, y un abrigo sucio que olía a vino. Arrugando la nariz con disgusto, apretó el bolso bajo el brazo y siguió adelante. «Las aceras están demasiado concurridas», pensó. Chicos corriendo con libros de escuela, viejos que hacían su salida diaria a comprar el periódico, gente que iba al trabajo y andaba a la caza de un taxi.
Ruth nunca había olvidado la casa que casi habían comprado en Westchester, veinte años atrás. Entonces costaba treinta y cinco mil dólares; ahora el precio debía ser diez veces más alto. Cuando en el banco se enteraron de la pensión, no aprobaron la hipoteca.
Dobló en la Calle 82, donde vivía Ethel. Echando atrás los hombros, Ruth se ajustó los anteojos sin aros, preparándose inconscientemente, como un boxeador a punto de subir al ring. Seamus le había dicho que Ethel tenía el apartamento de la planta baja, con entrada individual. El nombre sobre el timbre, E. Lambston, lo confirmó.
Adentro se oía el ruido de una radio encendida. Apretó con firmeza el botón del timbre. No hubo respuesta a la primera ni a la segunda llamada. Pero Ruth no estaba dispuesta a dejarse disuadir. La tercera vez, dejó el dedo sobre el botón.
El timbrazo persistió durante un minuto entero antes de que la recompensara el clic de la cerradura. La puerta se abrió de par en par. Un hombre joven, despeinado y con la camisa desabotonada, la miraba furioso.
—¿Qué diablos quiere? —preguntó. De inmediato, hizo un visible esfuerzo por calmarse—. ¿Viene por mi tía Ethel?
—Sí, y tengo que verla. —Ruth avanzó, obligando al joven a cerrarle el paso o dejarla entrar. Se hizo a un lado, y ella penetró en el salón. Echó una rápida mirada alrededor. Seamus siempre hablaba de lo desordenada que era Ethel, pero el cuarto se veía inmaculado. Demasiados papeles a la vista, pero todos bien amontonados. Excelentes muebles antiguos. Seamus le había contado sobre los muebles que le había comprado a Ethel. «Y yo vivo con esas porquerías horrorosas», pensó.
—Soy Douglas Brown. —Doug sentía una aprensión creciente. Había algo en esta mujer, algo en el modo en que estaba examinando el apartamento, que lo ponía nervioso—. Soy sobrino de Ethel —dijo—. ¿Usted tenía una cita con ella?
—No. Pero insisto en verla inmediatamente. —Ruth se presentó—: Soy la esposa de Seamus Lambston, y vengo a recoger el cheque que mi marido le dio a su tía. A partir de ahora no se pagará más pensión.
Había un montón de cartas en el escritorio. Ruth detectó de inmediato el sobre con bordes amarillos, de un juego de papelería que las chicas le habían regalado a Seamus para su cumpleaños.
—Tomaré éste —dijo.
Antes de que Doug pudiera detenerla, el sobre estaba en sus manos. Lo abrió rasgándole un costado, y sacó el contenido. Separó el cheque, y metió la carta en el sobre.
Bajo la mirada atónita de Doug Brown, demasiado sorprendido para intervenir, Ruth abrió su bolso y sacó las mitades del billete de cien dólares que había roto Seamus.
—Ella no está en casa, ¿verdad? —dijo.
—Su audacia es increíble —respondió Doug—. Podría hacerla arrestar por esto.
—Yo no lo intentaría —le dijo Ruth—. Aquí tiene. —Le arrojó las mitades del billete roto—. Dígale a esa parásita que lo remiende y pague su última cena elegante a costa de mi marido. Dígale que no recibirá un solo centavo más de nosotros, y que si lo intenta lo lamentará durante el resto de su vida.
Ruth no le dio a Doug oportunidad de responder. Fue hacia la pared donde estaban colgadas las fotografías de Ethel, y las miró.
—Se presenta como una luchadora en toda clase de causas vagas e indefinidas, y acepta premios aquí y allá, pero a la única persona que la trató como a una mujer, como a un ser humano, la está matando a disgustos. —Se volvió para encararse con el joven—. Creo que es una mujer despreciable. Sé lo que piensa de usted. Usted come en restaurantes finos la comida que le pagamos mi marido, yo y nuestras hijas, y no satisfecho con eso, encima le roba a esa mujer. Ethel le habló a mi marido sobre usted. Sólo puedo decir que ustedes dos se merecen el uno al otro.
Ya se había ido. Con los labios del color de la ceniza, Doug se dejó caer en el sofá. ¿A quién más le había hablado la bocazas de Ethel sobre el hábito de él de extraer billetes provenientes de la pensión alimenticia?
*****
Cuando Ruth salió a la acera, la detuvo una mujer que esperaba en la entrada del edificio. Aparentaba unos cuarenta y cinco años. Ruth observó que su cabello rubio estaba elegantemente despeinado, a la moda, que su jersey y sus pantalones ajustados eran de marcas buenas, y que su expresión sólo podía describirse como de una curiosidad sin límites.
—Perdone si la molesto —dijo la mujer—, pero soy Georgette Wells, vecina de Ethel, y estoy preocupada por ella.
Una jovencita delgada salió por la puerta del edificio y se detuvo al lado de la Wells. Sus ojos chispeantes se clavaron en Ruth y captaron el hecho de que ésta estuviera ante la puerta del apartamento de Ethel:
—¿Es amiga de la señorita Lambston? —preguntó.
Ruth estaba segura de que era la misma chica que había interpelado a Seamus. Un intenso disgusto se combinó con un miedo frío y profundo hasta endurecerle los músculos del estómago. ¿Por qué estaba preocupada por Ethel esta mujer? Pensó en la furia asesina que había visto en la cara de Seamus cuando le contó el modo en que Ethel le había metido el billete de cien dólares en el bolsillo. Pensó en el apartamento muy ordenado del que acababa de salir. ¿Cuántas veces le había dicho Seamus, que todo lo que tenía que hacer Ethel era pasar por un cuarto para que pareciera como si lo hubiera devastado una bomba atómica? Ethel no había estado en su apartamento últimamente.
—Sí —dijo Ruth, tratando de sonar tranquila—. Me sorprende que Ethel no esté, ¿pero qué razón hay para preocuparse?
—Dana, vete a la escuela —ordenó su madre—. Llegarás tarde otra vez.
—Quiero escuchar —dijo Dana frunciendo la boca.
—Está bien, está bien —dijo la Wells con impaciencia, y se volvió hacia Ruth—. Está pasando algo extraño. La semana pasada, el ex de Ethel vino a verla. Por lo general él viene solamente el día cinco de cada mes, cuando no ha mandado la pensión por correo. Así que cuando lo vi por aquí el jueves por la tarde, pensé que pasaba algo raro. Quiero decir, era apenas el treinta, ¿por qué iba a pagarle tan pronto? Bueno, le diré que hubo una batalla campal. Pude oír cómo se gritaban, como si yo hubiera estado en la misma habitación.
Ruth se las arregló para mantener la voz firme:
—¿Qué se decían?
—Bueno, quiero decir que pude oír los gritos. No lo que se decían. Empecé a bajar por la escalera, por si Ethel pudiera verse en problemas…
«No, lo hiciste para oír mejor», pensó Ruth.
—… Pero en ese momento sonó mi teléfono y era mi madre llamándome desde Cleveland para hablarme del divorcio de mi hermana, y pasó una hora antes de que se detuviera a respirar. Para entonces la pelea había terminado. Llamé a Ethel por teléfono. Ella es realmente cómica tratándose de su ex. Lo imita de un modo graciosísimo, sabe. Pero no contestaba, así que supuse que se había ido. Ya sabe la clase de persona que es Ethel, siempre corriendo de un lado a otro. Pero siempre me avisa cuando estará ausente más de un par de días, y esta vez no dijo una palabra. Ahora su sobrino se ha instalado en su apartamento, y eso es raro también.
Georgette Wells se cruzó de brazos:
—Hace algo de frío, ¿no? Qué tiempo loco. Supongo que es por todo ese fijador de pelo en aerosol que hay en el ozono. Sea como sea —continuó mientras Ruth las miraba a ella y a Dana, pendiente de cada palabra—, tengo un presentimiento muy raro de que algo le ha pasado a Ethel, y de que ese gusano de su ex marido tiene algo que ver.
—Mamá, no te olvides —intervino Dana— que volvió el miércoles, y parecía asustado por algo.
—Ya llegaba a eso. Tú lo viste el miércoles. El miércoles era cinco, así que probablemente venía a traer el cheque. Después, lo vi yo misma, ayer. ¿A qué volvió, puede saberse? Pero nadie ha visto a Ethel. Lo que yo pienso es que él pudo hacerle algo a Ethel, y dejó una pista que lo estaba preocupando. —Georgette Wells sonrió, triunfante, al contemplar su historia—. Como amiga de Ethel —le pidió a Ruth—, ayúdeme a decidir. ¿Debo llamar a la Policía y decirles que creo que han asesinado a mi vecina?
*****
El viernes por la mañana, llamaron a Kitty Conway desde el hospital. Uno de los chóferes voluntarios estaba enfermo. ¿Podría hacerse cargo ella?
Sólo a media tarde pudo volver a su casa, cambiar su ropa de calle por un equipo de jogging y zapatillas, e ir en coche rumbo al Parque Estatal Morrison. Las sombras empezaban a alargarse, y en el camino se preguntó si no le convendría esperar hasta el día siguiente; pero siguió conduciendo resueltamente hasta llegar al parque. El sol que había brillado en los últimos días, había secado la superficie asfaltada del aparcamiento y los caminos que partían de él, pero las sendas que cruzaban el terreno arbolado seguían húmedas.
Kitty fue caminando hasta el establo, tratando de seguir la ruta por la que se había desbocado su caballo cuarenta y ocho horas antes. Pero, para su desdicha, advirtió que todos los caminos se le confundían.
—Absolutamente ningún sentido de la orientación —murmuró cuando una rama le azotó el rostro. Recordaba cómo Mike se tomaba el trabajo de dibujarle mapas de calles y rutas cuando estaban en una zona desconocida.
Al cabo de cuarenta minutos perdidos, tenía las zapatillas embarradas y húmedas, le dolían las piernas y no había logrado nada. Se detuvo a descansar en un claro que conocía, pues ahí se reunían los alumnos de la clase de equitación. No había otros corredores a la vista, ni ruido de jinetes en los caminos. El sol ya casi se había puesto. «Debo de estar loca —pensó—. No es lugar para andar sola. Volveré mañana».
Se puso de pie y comenzó a regresar. «Espera un minuto, se dijo, fue aquí mismo. Tomamos el atajo de la derecha y subimos por esa pendiente. Por allí fue donde esa maldita yegua decidió despegar».
Sabía que tenía razón. Una sensación expectante combinada con un miedo creciente que le hacía latir el corazón con furia. Durante la noche sin sueño, su mente había sido un péndulo fuera de control. Había visto una mano… Debía llamar a la Policía… Ridículo. Era sólo su imaginación. Quedaría como una tonta. Debía hacer una llamada anónima y no inmiscuirse. No. Supón que el cadáver existe, y la Policía logra localizar la llamada. Al fin había vuelto al plan original. Ir personalmente a investigar.
Le llevó veinte minutos cubrir el camino que los caballos habían hecho en cinco.
—Aquí es donde esa bestia estúpida empezó a detenerse a comer esas hierbas —recordó—. Tiré de las riendas y se volvió y bajó directamente por aquí.
«Aquí» era una abrupta pendiente rocosa. En la creciente oscuridad, Kitty empezó a bajar por ella. Las rocas se movían bajo sus zapatillas, en una ocasión perdió el equilibrio y cayó, raspándose una mano. «Justo lo que necesitaba», pensó. Aun cuando hacía mucho frío, tenía gotas de sudor en la frente. Se las secó con una mano ahora sucia por la tierra suelta entre las rocas. No había ninguna manga azul a la vista.
A mitad de la pendiente había una roca grande, sobre la que se sentó a recobrar el aliento. Fue todo una fantasía mía, decidió. Por suerte no había hecho el ridículo llamando a la Policía. No bien pudiera seguir, iría a su coche y volvería a su casa a darse una ducha caliente.
—Nunca entenderé por qué la gente encuentra divertidos los paseos por los bosques —dijo en voz alta. Cuando su respiración fue normal otra vez, se secó las manos en el jersey verde claro. Se cogió al borde de la roca para ponerse de pie. Y sintió algo.
Miró. Trató de gritar, pero no salió ningún sonido, sólo un gemido bajo e incrédulo. Sus dedos estaban tocando otros dedos, manicurados, con las uñas pintadas de rojo oscuro, aprisionados por la roca que se había deslizado de su sitio, enmarcada en el puño azul que había quedado en su subconsciente, y un trozo de plástico negro, como una cinta de luto enrollada en la delgada muñeca inerte.
*****
Denny Adler, con el disfraz de vagabundo borracho se instaló, a las siete de la mañana del viernes, contra la pared de un edificio justo enfrente del Schwab. Era un día frío y ventoso, y comprendió que todas las posibilidades estaban en contra de que Neeve Kearny fuera caminando al trabajo. Pero mucho tiempo atrás, cuando había perseguido a alguien, había aprendido a ser paciente. El Gran Charley había dicho que la Kearny, por lo general, salía hacia la tienda bastante temprano, entre las siete y media y las ocho.
Alrededor de las ocho menos cuarto empezó el éxodo. Los autocares de los colegios privados elegantes recogían a los chicos. «Yo también fui a un colegio privado», pensó Denny. El reformatorio de Brownsville, en Nueva Jersey.
Empezaron a asomar los yuppies. Todos con idénticos impermeables…, no, Burberrys, se corrigió Denny. Después los ejecutivos de cabello gris, hombres y mujeres. Todos delgados y con aire próspero. Desde su posición podía observarlos perfectamente.
A las nueve menos veinte, Denny comprendió que no era su día. El único riesgo que no podía correr era que su patrón se pusiera furioso con él por llegar tarde. Estaba seguro de que, con sus antecedentes, cuando el trabajo estuviera hecho, él sería uno de los detenidos para interrogar. Pero sabía que hasta el oficial a cargo de su custodia atestiguaría en su favor: «Uno de mis mejores hombres —diría Toohey—. Ni siquiera llega tarde al trabajo. Está limpio».
De mala gana, Denny se puso de pie, se frotó las manos y miró al suelo. Llevaba un abrigo suelto muy sucio, que olía a vino barato, una gorra demasiado grande, con orejeras que prácticamente le cubrían la cara, y zapatillas agujereadas. Lo que no se veía era que, debajo de este disfraz, estaba bien vestido para ir al trabajo, con una cazadora de algodón y unos téjanos. Llevaba una bolsa de compras. Dentro estaban sus zapatillas normales, una toalla húmeda y otra seca. En el bolsillo derecho del abrigo llevaba una navaja de resorte.
Su plan era ir hasta la estación de Metro en la Calle 72 y Broadway, llegar hasta el fondo del andén, meter el abrigo y la gorra en la bolsa, cambiarse unas zapatillas por otras y lavarse la cara y las manos.
¡Si la Kearny no hubiera tomado ese taxi anoche! Podría haber jurado que se disponía a ir caminando hasta su casa. Habría tenido la mejor oportunidad de alcanzarla en el parque…
La paciencia nacía de la certidumbre absoluta de que lograría el objetivo, si no esta mañana, quizás esta noche, si no hoy quizá mañana. Tuvo la precaución de caminar con pasos desiguales, balanceando la bolsa como si hubiera olvidado qué llevaba en ella. Las pocas personas que se molestaron en mirarlo, se hicieron a un lado con expresiones que iban desde el arco hasta la compasión.
Al cruzar la Calle 72 y West End, chocó con una vieja que caminaba con la cabeza baja, un brazo doblado sobre el bolso, la boca pequeña y maligna. Habría sido divertido darle un empujón y arrebatarle el bolso, pensó Denny, pero desechó la idea. Siguió caminando de prisa, dobló por la Calle 72 y se dirigió hacia la estación del Metro.
Pocos minutos después emergía, manos y cara limpios, el cabello bien peinado, la cazadora de algodón bien cerrada hasta el cuello, y la bolsa de compras con el abrigo, la gorra, las toallas, todo atado prolijamente.
A las diez y media estaba entregando café en la oficina de Neeve.
—Hola, Denny —le dijo ella al verlo—. Esta mañana me dormí, y ahora no puedo ponerme en marcha. Y no me importa lo que digan todos por aquí, tu café es mil veces mejor que el que hace nuestra cafetera automática.
—Todos tenemos derecho a dormir de más alguna mañana, señorita Kearny —dijo Denny mientras sacaba de la bolsa el vaso cerrado con café, y se lo dejaba solícitamente sobre el escritorio.
*****
El viernes por la mañana, al despertarse, Neeve se sobresaltó al ver que eran las nueve menos cuarto. Cielo santo, pensó mientras hacía a un lado las sábanas y saltaba de la cama, no hay nada como quedarse hasta la medianoche con los chicos del Bronx. Se puso la bata y fue de prisa a la cocina. Myles tenía el café a punto, el zumo de naranja ya servido y las tostadas preparadas para ser untadas.
—Debiste llamarme, comisario —lo acusó.
—La industria de la moda sobrevivirá media hora sin ti. —Estaba profundamente concentrado en el Daily News.
Neeve se inclinó por encima del hombro de él:
—¿Algo interesante?
—Una historia de primera plana, sobre la vida y milagros de Nicky Sepetti. Lo enterrarán mañana: misa en Santa Camila, entierro en el Calvary.
—¿Qué esperabas, que patearan el cadáver hasta que se perdiera a lo lejos?
—No. Esperaba que lo quemaran, para tener el placer de meter el ataúd en el horno.
—Oh, Myles, vamos. —Neeve trató de cambiar de tema—. Fue divertido anoche, ¿eh?
—Fue divertido. Me pregunto cómo estará la mano de Sal. Apuesto a que no estuvo haciendo el amor con su novia más reciente, anoche. ¿Le oíste decir que piensa casarse otra vez?
Neeve tragó, con el zumo de naranja, una pildora de vitaminas.
—No bromees. ¿Y quién es la afortunada?
—No estoy convencido de que «afortunada» sea la palabra —le comentó Myles—. Por cierto que ha tenido todo un muestrario de esposas. No se casó hasta ser rico, pero después lo probó todo, desde una modelo de lencería, hasta una bailarina de ballet, pasando por una señora de la alta sociedad y una gimnasta. Se mudó de Westchester a Nueva Jersey, luego a Connecticut, después a Sneden's Landing, y las fue dejando atrás, a cada una con una hermosa casa. Sólo Dios sabe lo que le ha costado ese deporte, con el paso de los años.
—¿Se estabilizará alguna vez? —preguntó Neeve.
—Quién sabe. Por mucho dinero que haga, Sal Espósito será siempre un chico inseguro tratando de probarse a sí mismo.
Neeve tomó una tostada y empezó a untarla con mermelada:
—¿Qué más me perdí mientras estaba en la cocina?
—A Dev lo han llamado al Vaticano. Eso es estrictamente entre nosotros. Me lo dijo cuando se iban, y Sal había ido a mear… perdón, tu madre me habría prohibido decirlo. Cuando Sal había ido a lavarse las manos.
—Le oí decir algo sobre Baltimore. ¿Se trata de la archidiócesis de allí?
—Él piensa que es inminente.
—Eso significaría el capelo.
—Es posible.
—Debo decir que vosotros, los chicos del Bronx, sois unos triunfadores. Debió de ser algo que había en el aire.
Neeve masticó la tostada generosamente cargada de mermelada. Aun cuando el día se anunciaba sombrío, la cocina estaba alegre con sus armarios de roble y el piso de cerámica en tonos azul, blanco y verde. Los manteles que cubrían la mesa y los estantes eran de lino cuadriculado verde menta, y hacían juego con las servilletas. Las tazas y platillos, y las jarras de la leche y la crema, eran legados de la juventud de Myles. El dibujo inglés, azul, del sauce. Neeve no concebía un día que no empezara con la porcelana familiar.
Estudió a Myles con atención. Realmente volvía a ser el de antes. No se trataba sólo de Nicky Sepetti. Era la perspectiva de volver a trabajar, de volver a ser útil. Sabía cuánto deploraba Myles la proliferación de las drogas y la devastación que provocaban. Y en Washington podía conocer a alguien. Podía volver a casarse, y ciertamente era un tipo atractivo. Se lo dijo.
—Ya me lo habías dicho anoche —le dijo Myles—. Estoy pensando en ofrecerme para posar en el poster central de Playgirl. ¿Te parece que me aceptarán?
—Si lo haces, las chicas harán cola para seducirte —le dijo Neeve, marchándose con su café al dormitorio, pues ya era hora de ponerse en marcha.
*****
Cuando terminó de afeitarse, Seamus advirtió que Ruth se había marchado. Durante un momento permaneció de pie, vacilante, luego atravesó el recibidor con paso inseguro y entró en la habitación, desató el cinturón de la bata que le habían regalado las chicas para Navidad, y se metió en la cama. Sentía un cansancio tan abrumador que a duras penas podía mantener los ojos abiertos. Todo lo que quería era taparse la cabeza con las sábanas y dormir y dormir y dormir.
En todos estos años, con todos los problemas, Ruth nunca había dejado de dormir con él. A veces pasaban semanas, incluso meses enteros sin tocarse, tan preocupados por los problemas de dinero que no podían ni pensar en sexo, pero aun entonces, por un consentimiento tácito, seguían durmiendo juntos, unidos por la tradición de que una esposa se acostaba al lado de su marido.
Seamus miró el dormitorio, viéndolo a través de los ojos de Ruth. Los muebles habían sido de la madre de él, comprados cuando Seamus tenía diez años. No antiguos, simplemente viejos, caoba deslustrada, y el espejo del tocador peligrosamente torcido en su marco. Recordaba cómo su madre se complacía en lustrar esos muebles, y hablaba sobre ellos. Para ella, el juego de la cama, el tocador y la cómoda, había sido un logro, el sueño realizado de una «casa bien puesta».
Ruth solía recortar fotos de House Beautiful con la clase de decoración que le gustaría tener. Muebles modernos. Tonos pastel. Luz y aire. Las preocupaciones monetarias le habían borrado la esperanza y la alegría, la habían hecho ser muy estricta con las chicas. Seamus recordaba la ocasión en que le había gritado a Marcy:
—¿Qué quieres decir con que rompiste el vestido? Yo ahorré para ese vestido.
Todo por Ethel.
Seamus apoyó la cabeza en las manos. La llamada telefónica que había hecho le pesaba en la conciencia. No hay salida. Era el título de una película que había visto años atrás: No hay salida.
La noche anterior había estado a punto de pegarle a Ruth. El recuerdo de esos últimos minutos con Ethel, el momento exacto en que había perdido todo control, cuando había…
Se hundió más en la almohada. ¿De qué servía ir al bar, y tratar de mantener las apariencias? Había dado un paso que no habría creído posible. Era demasiado tarde para deshacerlo. Lo sabía. Y no serviría de nada. Eso también lo sabía. Cerró los ojos.
No tuvo conciencia de haberse dormido, pero de pronto Ruth estaba allí. Estaba sentada en el borde de la cama. En su rostro no había enojo. Parecía aterrorizada, como una niña ante un incendio.
—Seamus —le dijo—. Tienes que decírmelo todo. ¿Qué le hiciste?
*****
Gordon Steuber llegó a su oficina de la Calle 37 Oeste, a las diez de la mañana del viernes. Había subido en el ascensor con tres hombres de trajes severos, a los que reconoció instantáneamente como auditores del fisco que volvían para revisar sus libros. Su personal no tuvo más que ver el arco sombrío que hacían sus cejas, y su paso nervioso, para empezar a hacer correr la voz:
—Cuidado.
Atravesó el salón de exhibiciones, ignorando a clientes y empleados por igual, pasó frente al escritorio de su secretaria sin dignarse responder a los tímidos «Buenos días» de May, y se encerró, dando un portazo, en su oficina privada.
Cuando se sentó tras su escritorio y se echó atrás en el sillón de cuero repujado que siempre inspiraba comentarios admirativos, el gesto de ira se borró dejando lugar a uno de profunda preocupación.
Miró a su alrededor, absorbiendo la atmósfera que había creado para su placer personal: los sillones de cuero, los cuadros que habían costado fortunas, las esculturas que sus asesores artísticos le aseguraban que eran dignas de los mejores museos… Gracias a Neeve Kearny, había buenas posibilidades de que, en lo sucesivo, pasara más tiempo en los tribunales que en su oficina. O en la prisión, pensó, si no era cuidadoso.
Se levantó y fue a la ventana. La Calle 37. La atmósfera frenética de una calle comercial. Seguía teniendo esa cualidad. Le recordaba su infancia, cuando venía directamente de la escuela, a trabajar con su padre que era peletero. Pieles baratas. De las que hacían que las creaciones de I. J. Fox parecieran hechas de cebellina. Cada dos años, puntual como un reloj, su padre llegaba a la quiebra. Al alcanzar los quince años, Gordon ya había decidido que no pasaría su vida estornudando por culpa de los pelos de conejo, o convenciendo a las gordas de barrio de que quedaban espléndidas dentro de esas pieles de baja calidad.
Los forros. Eso se le había ocurrido antes de que empezara a afeitarse. La única constante. Ya se tratara de un abrigo, un chaquetón, una estola o una capa, todo debía ser forrado.
Esa simple idea, junto a un préstamo que obtuvo, a regañadientes, de su padre, fueron el comienzo de las empresas Steuber. Los chicos recién salidos de las escuelas de diseño que había contratado, tenían imaginación y olfato. Sus forros con diseños novedosos habían tenido éxito. Pero los forros no bastaban en un negocio siempre sediento de reconocimiento público. Fue entonces cuando empezó a buscar chicos que supieran diseñar trajes. Se hizo el objetivo de llegar a ser un nuevo Chanel.
Y también aquí había triunfado. Sus trajes estaban en las mejores tiendas. Pero era uno entre una docena, o dos docenas, compitiendo por el mismo cliente rico. No había dinero suficiente allí.
Steuber sacó un cigarrillo. Sobre el escritorio estaba su encendedor de oro con sus iniciales incrustadas en rubíes. Se quedó con el encendedor en la mano después de encender el cigarrillo. Todo cuanto tenían que hacer los federales, era sumar todo lo que había costado el contenido de esta oficina, incluyendo su encendedor, y no tendrían más que buscar en los papeles hasta encontrar las pruebas que lo mandarían a la cárcel por evasión de impuestos.
Eran esos malditos sindicatos los que impedían que uno obtuviera verdaderos beneficios, se dijo. Todo el mundo lo sabía. Cada vez que veía un anuncio publicitario de esos servicios sociales, tenía ganas de arrojarle algo al televisor. Todo lo que querían era más dinero. Que se detuviesen las importaciones. Trabajo y sueldos.
Apenas tres años antes, había empezado a hacer lo que hacían todos: emplear obreros sin tarjeta verde, inmigrantes, pagándoles sin dejar rastro en la contabilidad. ¿Por qué no? Las mexicanas eran buenas costureras.
Y después de eso, había descubierto dónde estaba el dinero de verdad. Había estado a punto de cerrar los talleres clandestinos, cuando Neeve Kearny hizo sonar el silbato. Y esa loca de Ethel Lambston había empezado a meter la nariz. Podía ver a esa perra irrumpiendo allí, la semana anterior, la noche del miércoles pasado. May todavía estaba en su puesto. De otro modo, en ese mismo instante…
La había echado, literalmente la había tomado por los hombros y la había arrastrado por todo el salón hasta la puerta, y la había metido de un empujón en el ascensor. Y ni siquiera eso la había intimidado. Cuando cerraba la puerta, ella le había gritado:
—Por si todavía no lo sabe, se le echarán encima por los impuestos y por los talleres clandestinos. Y eso es sólo el comienzo. Yo sé cómo ha estado forrándose los bolsillos.
Había comprendido, entonces, que no podía permitir que ella siguiera entrometiéndose. Era preciso detenerla.
Sonó el teléfono, con un suave murmullo. Irritado, Gordon le atendió:
—¿Qué pasa, May?
La secretaria hablaba en tono de disculpa:
—Sé que no quería que lo molestaran, señor, pero los agentes de la Fiscalía General insisten en verlo.
—Que pasen. —Steuber alisó la chaqueta de su traje de seda italiana beige claro, limpió una mota de polvo de uno de los diamantes cuadrados de sus gemelos, y se enderezó en el sillón de su escritorio.
Cuando los tres agentes entraron, profesionales y eficientes, Gordon recordó, por décima vez en la última hora, que todo esto había empezado porque Neeve Kearny había organizado el escándalo sobre sus talleres ilegales.
*****
A las once de esa mañana de viernes, Jack Campbell regresó de una reunión de personal, y volvió a atacar el manuscrito que se había propuesto leer la noche anterior. Esta vez se obligó a concentrarse en las picantes aventuras de una eminente psiquiatra de treinta y tres años, que se enamoraba de su paciente, un astro de cine cuyo mejor momento ya había pasado. Se iban juntos a St. Martin, en unas vacaciones clandestinas. El astro, gracias a su prolongada e intensa experiencia con mujeres, logra quebrar las barreras que la psiquiatra ha alcanzado alrededor de su femineidad. A su vez, después de tres semanas de incesantes cópulas bajo los cielos estrellados, ella logra que él recupere la confianza en sí mismo que había perdido. Él vuelve a Los Ángeles y acepta el papel de abuelo en una nueva serie televisiva. Ella regresa a su consultorio, segura de que algún día encontrará a un hombre con el que pueda compartir su vida. El libro termina cuando ella hace pasar a un nuevo paciente, un apuesto agente de Bolsa de treinta y ocho años, que le dice: «Soy demasiado rico, y me siento demasiado solo».
«Oh, Dios mío», pensó Jack al terminar. Depositaba el manuscrito sobre el escritorio en el momento en que entraba Ginny en la oficina, con una pila de cartas en la mano. La secretaria señaló el manuscrito con el mentón:
—¿Qué tal?
—Horrible, pero será un éxito. Es curioso, pero durante todas esas escenas de sexo en el jardín, yo no hacía más que pensar en los mosquitos. ¿Será una señal de que estoy envejeciendo?
—Lo dudo —dijo Ginny con una sonrisa—. ¿Sabe que tiene una cita para almorzar?
—Lo anoté. —Jack se puso de pie y se desperezó.
—¿Se ha dado cuenta de que todas las empleadas solteras de la editorial están pensando en usted? Me preguntan constantemente si estoy segura de que usted no tiene novia.
—Dígales que la tengo a usted.
—Ojalá. Si yo tuviera veinte años menos, quizá.
La sonrisa de Jack se transformó en un gesto de preocupación:
—Ginny, estaba pensando en una cosa. ¿Con cuánta anticipación cierran el plazo de entrega de artículos para Contemporary Woman?
—No sé. ¿Por qué?
—Me preguntaba si podría conseguir una copia del artículo que les escribió Ethel Lambston, acerca el mundo de la moda. Sé que Tony, por lo general, no muestra nada antes de que salga la revista, pero vea qué puede hacer, ¿eh?
—Seguro.
Una hora después, cuando Jack salía para su almuerzo, Ginny le dijo:
—El artículo saldrá en el número de la semana que viene. Tony dijo que, como favor especial, le permitirá leerlo. También mandará fotocopias de las notas de Ethel.
—Muy amable de su parte.
—Ella las ofreció —dijo Ginny—. Me dijo que los borradores de los artículos de Ethel suelen ser una lectura mucho más interesante que lo que los abogados les permiten imprimir. Tony también está empezando a preocuparse por Ethel. Dice que, como usted publicará el libro de Ethel, no considera que mandarle el artículo sea una falta de confidencialidad.
Cuando Jack bajaba en el ascensor, comprendió que estaba muy, muy ansioso por leer aquellas notas de Ethel que eran demasiado arriesgadas para imprimir.
*****
Ni Seamus ni Ruth fueron a trabajar el viernes. Se quedaron en el apartamento, mirándose el uno al otro como dos personas atrapadas en una ciénaga, hundiéndose, sin poder invertir el curso de lo inevitable. Al mediodía, Ruth preparó café fuerte y sándwiches de queso tostado. Insistió en que Seamus se levantara y vistiera.
—Come —le dijo— y vuelve a contarme exactamente qué paso.
Mientras lo escuchaba, no podía pensar en otra cosa que en lo que esto significaría para las chicas. En las esperanzas que ella había depositado en sus hijas. En las universidades por las que había ahorrado y se había sacrificado. Las lecciones de danza y de canto, las ropas compradas tan cuidadosamente en las liquidaciones. ¿De qué habría servido todo eso, si su padre estuviera en prisión?
Una vez más, Seamus soltó atropelladamente la historia. La cara redonda le brillaba de sudor, las manos le pesaban sobre el regazo. Volvió a contar cómo le había rogado a Ethel que lo liberara del pago de la pensión, y cómo ella había jugado con él:
—Quizá te perdone y quizá no —le había dicho. Después había buscado bajo los almohadones del sofá—. Veré si puedo encontrar algo de dinero que mi sobrino olvidó robar —le dijo, riéndose, y al encontrar un billete de cien dólares se lo había metido a él en el bolsillo, diciéndole que el último mes no había tenido tiempo libre para salir a comer fuera.
—Le di un puñetazo —dijo Seamus sin entonación—. Lo hice sin pensarlo y sin quererlo. La cabeza se le bamboleó, y cayó hacia atrás. No sabía si la había matado. Se levantó, y se la veía muy asustada. Le dije que si me pedía un centavo más, la mataría. Y ella supo que lo decía en serio. Me dijo: «Está bien, no más pensión».
Seamus tragó el resto del café. Estaban sentados en el estudio. El día había empezado gris y frío, y ahora parecía precipitarse la noche. Gris y frío. Igual que el último jueves, en el apartamento de Ethel. Al día siguiente había estallado la tormenta. La tormenta volvería a desencadenarse. Seamus estaba seguro de eso.
—¿Y te marchaste? —le preguntó Ruth.
Seamus vaciló:
—Me marché.
Flotaba la sensación de que faltaba algo. Ruth miró a su alrededor, los pesados muebles de roble que había despreciado durante veinte años, la gastada alfombra hecha a máquina con la que había sido obligada a convivir, y supo que Seamus no le había dicho toda la verdad. Se miró las manos. Demasiado pequeñas. Cuadradas. Dedos cortos. Las tres chicas tenían dedos largos y finos. ¿De dónde venían esos genes? ¿De Seamus? Probablemente. El álbum de fotografías de la familia de Ruth mostraba gente baja y sólida. Pequeños, pero fuertes. Y Seamus era débil. Un hombre débil y asustado, hundido en la desesperación. ¿Hasta qué punto se había hundido en la desesperación?
—No me lo has dicho todo —le dijo—. Quiero saber. Tengo que saber. Es el único modo en que podré ayudarte.
Con la cara oculta entre las manos, él le contó el resto.
—Oh, mi Dios —gimió Ruth—. Dios mío.
*****
A la una, Denny volvió a La Casa de Neeve, con una bandeja de plástico con dos sándwiches de atún y café. Una vez más la recepcionista le hizo el gesto de que pasara a la oficina de Neeve. Neeve estaba enfrascada en una conversación con su ayudante, esa negra bonita. Denny no les dio tiempo de que lo despidieran. Abrió la bolsa, sacó los sándwiches y dijo:
—¿Comerán aquí?
—Denny, nos estás malcriando. Esto empieza a parecer un servicio de habitaciones de un hotel —le dijo Neeve.
Denny comprendió que había cometido un error. Se estaba haciendo demasiado visible. Pero quería oír los planes que ella pudiera tener.
Como si respondiera a la pregunta no formulada, Neeve le dijo a Eugenia:
—El lunes iré más tarde a la Séptima Avenida. A la una y media vendrá la señora Poth, y quiere que la ayude a elegir algunos vestidos de fiesta.
—Con eso pagaremos el alquiler de los próximos tres meses —dijo Eugenia.
Denny dobló las servilletas. A última hora de la tarde, el lunes. Era bueno saberlo. Echó una mirada alrededor. La oficina era pequeña. Sin ventanas. Qué lástima. Si hubiera habido una ventana al exterior, podría haberle metido un tiro en la espalda desde la calle. Pero Charley le había dicho que no podía parecer un asesinato. Volvió la mirada hacia Neeve. Era verdaderamente guapa. Tenía clase. Con tantos perros que se veían por la calle, era una pena tener que matar a esta gatita. Murmuró una despedida y salió; el agradecimiento de Neeve le quedó resonando en los oídos. La recepcionista le pagó, agregando la generosa propina de siempre. Pero a dos dólares por entrega, uno tarda mucho en reunir veinte mil, pensó Denny mientras empujaba la pesada puerta de vidrio y salía a la calle.
*****
Mientras mordisqueaba el sándwich, Neeve marcó el número de Tony Mendell en Contemporary Woman. Al oír la petición de Neeve, Mendell exclamó:
—Por todos los dioses, ¿qué les ha dado a todos? La secretaria de Jack Campbell me llamó para pedirme lo mismo. Le dije que yo también estoy preocupada por Ethel. Seré honesta contigo. Le di a Jack una copia de las notas de Ethel, porque él es su editor. No puedo dártelas a ti, pero sí puedes leer el artículo. —Interrumpió el intento de Neeve de agradecérselo—. Pero, por lo que más quieras, no lo andes difundiendo. Ya habrá bastantes disconformes en el negocio, cuando aparezca la revista.
Una hora más tarde, Neeve y Eugenia leían la copia del artículo de Ethel. Se titulaba «Grandes maestros y grandes estafadores de la moda», e incluso para Ethel, el sarcasmo era notable[1]. Comenzaba mencionando las tres modas más importantes de los últimos cincuenta años: El Newlook de Christian Dior en 1947, la Minifalda de Mary Quant a comienzos de los años sesenta, y el estilo Arrecife del Pacífico de Anthony della Salva en 1972.
Sobre Dior, Ethel había escrito:
En 1947 la moda seguía en los cuarteles, todavía bajo el hechizo de los estilos militares impuestos por la guerra. Telas burdas; hombros cuadrados; botones de metal. Dior, un modista joven y tímido, dijo que él sólo quería olvidarse de la guerra. Descartó las faldas cortas como moda de épocas de restricción. Mostrando qué genio era, tuvo el valor de decirle a un mundo incrédulo, que el vestido de uso diario del futuro se extendía hasta treinta centímetros del suelo.
No fue fácil para él. Una mujer en California tropezó con su propia falda larga y cayó debajo de un autobús, y colaboró en la rebelión nacional contra el New Look. Pero Dior se afirmó en sus tijeras y, temporada tras temporada, presentó ropa hermosa y femenina: escotes con mucha tela, cinturas moldeadas con pliegues no planchados, que más abajo formaban una falda ajustada. Y sus viejas predicciones quedaron demostradas con la última catástrofe de la minifalda. Quizás algún día todos los diseñadores aprendan que la mística es una guía fundamental para la costura.
A comienzos de los sesenta los tiempos estaban cambiando. No podemos culpar exclusivamente a Vietnam o al Concilio Vaticano II, pero la ola de cambio estaba en el aire, y una diseñadora inglesa, joven y audaz, entró en escena. Era Mary Quant, la niña que no quería crecer y nunca, nunca quiso usar ropa de gente mayor. Fue la aparición de la Minifalda, de las medias de color, las botas. Lo que apareció fue la idea de que los jóvenes nunca, bajo ninguna circunstancia, deben parecer viejos. Cuando le preguntaron a Mary Quant cuál era la finalidad que perseguía la moda, respondió brillantemente: «El sexo».
En 1972, la minifalda había terminado. Las mujeres, cansadas de ser objeto de comparaciones y comentarios basados en la altura del ruedo, abandonaron la partida y pasaron a la ropa de hombre.
Aparece entonces Anthony della Salva y el estilo Arrecife del Pacífico. Della Salva comenzó la vida, no en un palacio sobre una de las siete colinas de Roma, como sus agentes de publicidad han querido hacer creer, sino en una granja en Williamsbridge Road, en el Bronx. Su sentido del color pudo cultivarse, ayudando a su padre a disponer frutas y verduras en el camión en que salían a venderlas por el vecindario. Su madre, Angelina, no Condesa Angelina, era famosa por su ronco saludo: «Diose bendica tuo papa. Diose bendica tua mama. ¿Quiere una rico pomelo?».
Sal no se destacó como estudiante del instituto secundario Cristóbal Colón (que está en el Bronx, no en Italia), y apenas si mostró algo de talento en el instituto de formación profesional. Era uno entre una multitud pero, como lo quiere el destino, uno entre la multitud es el afortunado. Y su fortuna fue la colección que lo puso en la cima: el estilo Arrecife del Pacífico, la única idea original que tuvo en su vida.
Pero qué idea. Della Salva, de un solo plumazo magistral, volvió a poner en marcha toda la moda. Cualquiera que haya asistido a aquella primera exhibición, en 1972, recuerda aún el impacto de esa ropa hermosa que parecía flotar sobre las modelos: la túnica con uno de los hombros caídos, los vestidos de tarde, en lana, cortados de modo que modelaran el cuerpo, el uso de faldas plisadas cuyos colores cambiaban con la luz. Y sus colores. Tomó los colores de la vida marina del Pacífico tropical, los corales y plantas y peces, y usó los dibujos que les había dado a aquéllos la Naturaleza, para crear sus diseños exóticos, algunos brillantemente audaces, algunos discretos y misteriosos como las profundidades azules. El creador del estilo Arrecife del Pacífico merece todos los honores que pueda conceder la industria de la moda.
En ese punto, Neeve no pudo menos que reírse:
—A Sal le gustará lo que ha escrito Ethel sobre su ropa —dijo—, pero no sé cómo reaccionará ante el resto. Él ha mentido tanto, que ha llegado a convencerse a sí mismo de que nació en Roma y su madre era una condesa papal. Por otra parte, por lo que dijo la otra noche, ya está esperando algo así. Pero hoy en día, todo el mundo se enorgullece de haber tenido padres pobres y primitivos. Probablemente Sal podrá descubrir en qué barco llegaron sus padres a Ellis Island, y pedirá publicar una rectificación.
Después de cubrir los grandes estilos de la moda, según ella los veía, Ethel pasaba a mencionar a los diseñadores que, según ella, no podían distinguir «un botón de un ojal», y que contrataban a jóvenes de talento para que planificaran y ejecutaran sus colecciones; exponía la conspiración entre diseñadores, para aliviarse el trabajo unos a otros y transformarlo todo cada pocos años, aun cuando eso significara vestir a viudas entradas en años como bailarinas de can-can; se burlaba de los cuatro mil dólares por un vestido que no llegaba a tener dos metros de tela barata.
Tras lo cual Ethel apuntaba sus cañones contra Gordon Steuber:
El incendio que sufrió en 1911 la compañía Triangle Shirtwaist, alertó al público sobre las horrendas condiciones de trabajo en la industria indumentaria. Gracias al International Ladies Garment Workers Union, el ILGWU, la industria de la moda se ha vuelto un campo donde la gente de talento puede ganar beneficios decentes. Pero algunos fabricantes han descubierto un modo de aumentar sus ganancias a expensas de los desprotegidos. Los nuevos talleres están en el Bronx y en Long Island City. Allí trabajan, por salarios irrisorios, inmigrantes ilegales, muchos de ellos poco más que niños, que carecen de sus tarjetas verdes y en consecuencia temen protestar. El rey de estos fabricantes deshonestos es Gordon Steuber. Habrá más, mucho más sobre Steuber en un próximo artículo, pero recuérdenlo, amigas: cada vez que se pongan encima un vestido de este tipo, recuerden a la niña que lo cosió. Probablemente en este momento, ella tiene hambre.
El artículo concluía con un elogio a Neeve Kearny, de La Casa de Neeve, que era quien había dado la voz de alarma sobre Steuber, y quien había iniciado el boicot a sus prendas.
Neeve echó una ojeada al resto, que hablaba sobre ella, y dejó los papeles sobre el escritorio.
—Con esto se ganará un enemigo en cada rincón de la industria de la moda. Quizá se asustó y decidió esconderse hasta que pase lo peor. Estoy empezando a dudar.
—¿Steuber puede demandarla, a ella y a la revista? —preguntó Eugenia.
—La verdad es la mejor defensa que tienen. Obviamente, disponen de pruebas. Lo que realmente me mata es que, a pesar de todo esto, Ethel compró un traje de él la última vez, el que nos olvidamos de devolver.
Sonó el teléfono. Un instante después la recepcionista murmuraba por el intercomunicador:
—El señor Campbell para ti, Neeve.
Eugenia alzó la vista:
—Deberías verte el gesto —dijo. Reunió los restos de los sándwiches y los vasos de café, y lo tiró todo al cesto.
Neeve esperó a que se cerrara la puerta antes de coger el teléfono. Trató de sonar casual al decir su nombre, pero comprendió que su ansiedad era imposible de disimular.
Jack fue directamente al grano:
—Neeve, ¿podrías cenar conmigo esta noche? —No esperó su respuesta—. Llamé planeando decirte que tenía unas notas manuscritas de Ethel Lambston y quizá tú quisieras leerlas, pero la verdad es que quiero verte.
Neeve se avergonzó de sentir cómo le latía el corazón. Acordaron encontrarse en el Carlyle a las siete.
Luego, Neeve salió al salón y empezó a atender clientes. Eran todas caras nuevas. Una joven, que no podía tener más de diecinueve años, compró un vestido de noche de mil cuatrocientos dólares y uno de cóctel de novecientos. Insistió mucho en que Neeve en persona la ayudara a elegir.
—Sabe —le confió—, una amiga mía trabaja en Contemporary Woman, y vio un artículo que saldrá la semana que viene. Ahí dice que usted tiene más moda en el dedo meñique que la mayoría de los diseñadores de la Séptima Avenida, y que nunca viste mal a una persona. Cuando se lo dije a mi madre, me mandó aquí.
Otras dos clientes le contaron la misma historia. Alguien conocía a alguien que se había enterado del artículo. A las seis y media, Neeve puso, aliviada, el cartel de cerrado en la puerta.
—Creo que no volveré a hablar mal de la pobre Ethel —dijo—. Es posible que nos haya sido más útil que si hubiéramos publicado anuncios en todos los diarios.
*****
Después del trabajo, Doug Brown comió algo y fue al apartamento de Ethel. Eran las seis y media cuando, al girar la llave en la cerradura, oyó las llamadas persistentes del teléfono.
Al principio decidió ignorarlo como lo había hecho durante toda la semana. Pero cuando las llamadas siguieron sin cesar, vaciló. Una cosa era que a Ethel no le gustaba que nadie contestara sus llamadas. Pero después de una semana, ¿no sería lógico que ella pudiera tratar de comunicarse con él?
Dejó las bolsas de la compra en la cocina. Los timbrazos del teléfono seguían. Al fin levantó el receptor:
—Hola.
La voz al otro lado era borrosa y gutural:
—Tengo que hablar con Ethel Lambston.
—No está aquí. Soy su sobrino. ¿Quiere dejarle un mensaje?
—Por supuesto que quiero. Dígale a Ethel que su ex le debe mucho dinero a la gente que no debería, y no podrá pagarles mientras siga pagándole a ella. Si no libera a Seamus, le enseñarán una lección. Dígale que puede resultarle difícil escribir a máquina con todos los dedos rotos.
Hubo un clic y la línea murió.
Doug dejó caer el receptor sobre la horquilla, y se hundió en el sofá. Sentía que el sudor le mojaba la frente y las axilas. Se cogió una mano con otra para impedir que temblaran.
¿Qué debía hacer? ¿Sería una amenaza verdadera o una broma? No podía ignorarla. No quería llamar a la Policía. Ellos podían empezar a hacer preguntas.
Neeve Kearny.
Ella era la que había empezado a preocuparse por Ethel. Le hablaría de la llamada. Sería un pariente asustado y preocupado, en busca de consejo. De ese modo, fuera en serio o en broma, él quedaría a cubierto.
*****
Eugenia estaba cerrando con llave las cajas de los accesorios caros, cuando sonó el teléfono. Atendió ella misma.
—Es para ti, Neeve. Alguien que parece terriblemente preocupado.
¡Myles! ¿Otro ataque? Neeve corrió al teléfono.
—¿Sí?
Pero era Douglas Brown, el sobrino de Ethel Lambston. No había nada de la insolencia sarcástica propia de él en su voz.
—Señorita Kearny, ¿tiene alguna idea de dónde puedo tratar de encontrar a mi tía? Acabo de volver a su apartamento y estaba sonando el teléfono. Un tipo me dijo que le advirtiera que Seamus, es decir su ex marido, debe mucho dinero y no podrá pagarlo mientras siga pagándole a ella. Si no libera a Seamus, le enseñarán una lección. Va a serle difícil escribir a máquina con todos los dedos rotos, dijo el tipo.
Douglas Brown sonaba casi lloroso.
—Señorita Kearny, tenemos que avisar a Ethel.
Al colgar, Doug supo que había tomado la decisión correcta. Por consejo de la hija del ex jefe de Policía, él ahora llamaría a la Policía e informaría de la amenaza. Ante los ojos de los representantes de la ley, sería un amigo de la familia Kearny.
Estaba tendiendo la mano hacia el teléfono, cuando lo oyó sonar otra vez. Esta vez atendió sin vacilación.
Era la Policía que lo llamaba a él.
*****
Myles Kearny desaparecía, en la medida de lo posible, los viernes. El viernes era el día en el que iba al apartamento Lupe, la mujer de la limpieza, y se ocupaba de lavar, lustrar, sacudir y frotar.
Cuando llegó Lupe, con el correo de la mañana en la mano, Myles se retiró al estudio. Había otra carta de Washington, urgiéndolo a aceptar la dirección de la Agencia Judicial de Estupefacientes.
Myles sintió el viejo sentimiento combativo en las venas. Sesenta y ocho. No eran tantos años. Y poder hacerse cargo de un trabajo que necesitaba de alguien como él. Neeve. Le he estado dando demasiado amor a tiempo completo, se dijo. Suele no ser lo más conveniente. Sin mí, aquí, todo el tiempo, ella tendrá que ver el mundo real.
Se retrepó en su sillón, el viejo y cómodo sillón que había tenido en su oficina durante los dieciséis años que había sido jefe de Policía. «Le va bien a mi trasero —pensó—. Si voy a Washington, lo llevaré conmigo».
Oía el ruido de la aspiradora en el pasillo. «No quiero escuchar eso todo el día», pensó. Siguiendo un impulso repentino marcó su viejo número, el de la oficina del jefe de Policía, se identificó ante la secretaria de Herb Schwartz, y un momento después hablaba con éste.
—Myles, ¿qué pasa?
—Yo pregunto primero —respondió Myles—. ¿Cómo está Tony Vitale? —Podía visualizar a Herb, pequeño de estatura y de cuerpo, con ojos sabios y penetrantes, una tremenda inteligencia, increíble capacidad de ver el panorama completo. Y, lo mejor de todo, un amigo a toda prueba.
—Todavía no estamos seguros. Ellos lo dejaron por muerto, y créeme si te digo que tenían motivos. Pero el chico es increíble. Contra toda probabilidad, los médicos creen que se recuperará. Más tarde iré a verlo. ¿Quieres venir?
Se citaron para almorzar.
Mientras comían sándwiches de pavo en un bar cercano al Hospital St. Vincent, Herb informó a Myles sobre el inminente funeral de Nicky Sepetti.
—Nosotros lo cubrimos. El FBI lo cubre. La oficina del Fiscal Federal lo cubre. Pero no sé, Myles. Creo que con o sin la intervención celestial, Nicky ya estaba terminado. Diecisiete años son demasiados, para pasarlos fuera de circulación. Todo ha cambiado. En los viejos tiempos, la Mafia jamás se habría metido en drogas. Ahora son su principal fuente de ingresos. El mundo de Nicky ya no existe. Si hubiera estado en libertad, lo habrían mandado liquidar.
Después de comer fueron a la Unidad de Vigilancia Intensiva del St. Vincent. El detective Anthony Vitale estaba envuelto en vendas. Se lo alimentaba y medicaba por vía intravenosa. Había aparatos que indicaban su presión y ritmo cardíaco. Sus padres estaban en la sala de espera.
—Nos dejan verlo unos pocos minutos por ahora —dijo su padre—. Se salvará. —Había una tranquila confianza en su voz.
—Un policía duro no muere nunca —les dijo Myles dándoles la mano.
Habló la madre de Tony:
—Jefe. —Se dirigía a Myles. Él empezó a señalar a Herb, pero lo interrumpió una discreta negativa de éste—. Jefe, creo que Tony está tratando de decirnos algo.
—Ya nos dijo lo que necesitábamos saber. Que Nicky Sepetti no hizo un contrato por la vida de mi hija.
Rosa Vitale negó con la cabeza:
—Jefe, he estado con Tony cada hora de estos días. Eso no es todo. Hay algo más que él quiere decirnos.
Había una guardia permanente para Tony. Herb Schwartz saludó al joven detective que estaba de guardia en el sector de enfermeras de la UVI.
—Manténgase atento —le dijo.
Myles y Herb bajaron juntos en el ascensor.
—¿Qué te parece? —preguntó Herb.
Myles se encogió de hombros:
—Si hay algo que he aprendido a respetar, es el instinto de una madre. —Recordó aquel día, muchos años atrás, cuando su madre le había dicho que fuera a visitar a aquella buena familia que lo había ayudado durante la guerra—. Tony pudo enterarse de muchas cosas esa noche. Deben de haber hecho un informe general para poner al día a Nicky. —Se le ocurrió algo—. A propósito, Herb, Neeve me ha estado volviendo loco porque una escritora que ella conoce ha desaparecido. Dile a los muchachos que estén atentos, ¿eh? Unos sesenta años. Un metro sesenta y cinco. Bien vestida. Se llama Ethel Lambston. Probablemente sólo está haciéndole la vida imposible a algún pobre infeliz, entrevistándolo para su columna, pero…
El ascensor llegó a la planta baja. Salieron al vestíbulo, y Schwartz sacó una libreta del bolsillo.
—Conocí a la Lambston en Gracie Mansion. Se la presentaron al alcalde, que ahora no puede quitársela de encima. Una mujer de poco seso, ¿no?
—Exacta descripción.
Rieron.
—¿Por qué está preocupada, Neeve?
—Porque jura que la Lambston se marchó de su casa el jueves o viernes, sin llevarse un abrigo. Le compra toda la ropa a Neeve.
—Quizás iba a Florida o al Caribe, y no quería sobrecargar las maletas —sugirió Herb.
—Es una de las muchas posibilidades que le sugerí a Neeve, pero me dice que toda la ropa que falta del armario de Ethel es de invierno, y Neeve tiene motivos para saberlo.
Herb frunció el ceño.
—Quizá tu chica ha dado con algo. Repíteme esa descripción.
*****
Myles volvió al apartamento, ya inmaculadamente limpio, y sobre todo silencioso. La llamada de Neeve, a las seis y media, le agradó y le disgustó al mismo tiempo.
—De modo que sales a cenar fuera. Bien. Espero que el tipo sea interesante.
Ella le habló de la llamada del sobrino de Ethel.
—Le dijiste que informara de la amenaza a la Policía. Era lo que había que hacer. Quizás ella se puso nerviosa y se escapó. Le hablé de ella a Herb, hoy. Le diré esto también.
Myles preparó su propia cena, de fruta y galletas y un vaso de agua Perrier. Mientras comía y trataba de concentrarse en la revista Time, se sentía cada vez más incómodo por haberse mostrado tan ligero con los instintos de Neeve, acerca de que Ethel Lambston estaba en apuros.
Se sirvió un segundo vaso de Perrier, y llegó al centro de su incomodidad. Esa llamada telefónica amenazante, tal como lo había contado el sobrino, no tenía la resonancia de la verdad.
*****
Neeve y Jack Campbell estaban sentados en un sillón del comedor del Carlyle. Ella se había cambiado el vestido de lana que había usado para trabajar, por uno estampado multicolor. Jack pidió las bebidas, un martini de vodka puro con aceitunas para él, una copa de champán para Neeve.
—Me recuerdas la canción Una chica bonita es como una melodía —le dijo—. ¿O ya no queda bien decirle a una chica que es bonita? ¿Preferirías «persona atractiva»?
—Me quedo con la canción.
—¿Ese vestido no es uno de los que usan los maniquíes en tus escaparates?
—Eres muy observador. ¿Cuándo los viste?
—Anoche. Y no fue por casualidad. Sentía una abrumadora curiosidad. —Jack Campbell no parecía en absoluto incómodo al revelar ese hecho.
Neeve lo observó. Esta noche llevaba un traje azul oscuro con finas rayas blancas. Inconscientemente, aprobó el efecto general, la corbata Hermes que resaltaba a la perfección el azul, la camisa hecha a medida, los gemelos de oro sin adornos.
—¿Paso el examen? —preguntó él.
Neeve sonrió:
—Son muy pocos los hombres que saben elegir una corbata que vaya realmente bien con el traje. Yo he estado ocupándome de las corbatas de mi padre durante años.
Llegó el camarero con las bebidas. Jack esperó a que se alejara antes de hablar.
—Querría que me dieras algunos datos. Empezando con tu nombre. ¿De dónde lo sacaste?
—Es celta. En realidad se escribe n-i-a-m-h y se pronuncia «Neeve». Renuncié hace mucho a explicarlo, así que cuando abrí la tienda usé la escritura fonética. Te sorprendería saber cuánto tiempo he ahorrado, por no decir nada del bochorno de que me llamasen Nia-mh.
—¿Y quién era la Neeve original?
—Una diosa. Algunos dicen que la traducción exacta es «estrella de la mañana». Mi leyenda favorita acerca de ella, es aquella en la que bajó a la tierra para ligar con el tipo al que quería. Se lo llevó al cielo y fueron felices un tiempo. Después él quiso volver de visita a la tierra. Quedó entendido que si su pie tocaba el suelo, volvería a tener su verdadera edad. El resto te lo imaginas. Resbaló del caballo, y la pobre Niamh lo dejó allí hecho un atado de huesos y volvió a los cielos.
—¿Es lo que haces tú con tus admiradores?
Se rieron juntos. A Neeve le pareció que era por mutuo consentimiento, que dejaban para más tarde el hablar de Ethel. Le había hablado a Eugenia sobre la llamada del sobrino, y curiosamente Eugenia lo había encontrado tranquilizador:
—Si Ethel recibió una llamada así, seguramente habrá decidido desaparecer hasta que las cosas se enfríen. Le dijiste al sobrino que llamara a la Policía. Tu padre se está ocupando. No puedes hacer nada más. Yo apostaría a que la buena de Ethel está tomando sol en alguna parte.
Neeve quiso creerle. Había borrado a Ethel de su mente, mientras tomaba en champán y le sonreía a Jack Campbell.
Por encima de la ensalada de apio, hablaron de sus años de formación. El padre de Jack era pediatra. Jack había crecido en un suburbio de Omaha. Tenía una hermana mayor, que seguía viviendo cerca de los padres.
—Tina tiene cinco hijos. Las noches son frías allá en Nebraska.
Él había trabajado en una librería, en verano, durante los años de estudios secundarios, y se fascinó con el trabajo editorial.
—Así que después de la Facultad, fui a trabajar a Chicago vendiendo textos universitarios. Eso es toda una prueba. Parte del trabajo es enterarse de si alguno de los profesores a los que uno les está vendiendo libros, ha escrito un libro. Una me persiguió con su autobiografía. Al fin le dije: «Señora, seamos realistas. Su vida ha sido muy aburrida». Se quejó a mis jefes.
—¿Te echaron? —le preguntó Neeve.
—No. Me hicieron asesor.
Neeve miró el salón. La discreta elegancia del ambiente; la porcelana fina, la buena platería y los manteles de damasco; los arreglos florales; el agradable murmullo de voces provenientes de otras mesas. Se sentía notable y absurdamente feliz. Por encima de la carne de cordero, Neeve le habló a Jack de sí misma:
—Mi padre luchó con uñas y dientes por enviarme a una universidad lejana, pero a mí me gustaba quedarme en casa. Fui a Mount St. Vincent y además estuve durante un trimestre en Inglaterra, en Oxford, y después un año en la Universidad de Perugia. En los veranos, y después de clase, trabajaba en tiendas de ropa. Siempre supe qué quería hacer. Mi idea de un buen momento, es ir a un desfile de modas. El tío Sal fue perfecto para mí. Desde que murió mamá, enviaba un coche a buscarme cada vez que se presentaba una colección.
—¿Qué haces para divertirte? —preguntó Jack.
La pregunta sonaba demasiado casual. Neeve sonrió, sabiendo por qué la había hecho él.
—Durante cuatro o cinco veranos, participé en el alquiler de una casa en Hampton —le dijo—. Me gusta mucho. No fui el último verano porque Myles tuvo su ataque. En invierno, esquió en Vail, por lo menos durante un par de semanas. Estuve en febrero.
—¿Con quién fuiste?
—Siempre con mi mejor amiga, Julie. Las otras caras cambian.
Él fue a lo que le importaba, sin más rodeos:
—¿Y hombres?
Neeve soltó la risa:
—Pareces Myles. Juro que él no estará contento hasta que haga de padrino de la boda. Sí, he salido con muchos. Durante todos los años de universidad salí con el mismo tipo.
—¿Y qué pasó?
—Fue a Harvard a doctorarse, y yo abrí mi tienda. Simplemente cada uno derivó hacia su propio mundo. Se llamaba Jeff. Después vino Richard. Un hombre de veras encantador. Pero aceptó un empleo en Wisconsin, y yo comprendí que de ninguna manera podría abandonar la Gran Manzana para siempre, así que aquello no podía ser amor verdadero. —Volvió a reír—. La vez que estuve más cerca de comprometerme, fue hace un par de años. Con Gene. Rompimos relaciones en un baile de caridad, a bordo del Intrepid.
—¿El barco?
—Sí. Está amarrado en el Hudson a la altura de la Calle 56 Oeste. Era una fiesta importante, ropa de gala, toneladas de gente. Yo ya conozco al noventa por ciento de los que van siempre a esas fiestas. Gene y yo nos separamos en la multitud. No me preocupé. Supuse que tarde o temprano volveríamos a encontrarnos. Pero cuando lo hicimos, él estaba furioso. Pensaba que yo debería haberme esforzado más en hallarlo. Vi una faceta de su personalidad con la que supe que no me gustaría vivir. —Se encogió de hombros—. La simple verdad es que no creo que ninguno de ellos haya sido el hombre que me está destinado.
—Hasta ahora —sonrió Jack—. Estoy empezando a pensar que eres la Neeve de la leyenda, que sigue su carrera y deja a sus admiradores atrás. No es que me hayas estado abrumando a preguntas acerca de mí, pero te lo contaré de todos modos. Yo también soy buen esquiador. Fui a Arosa las últimas dos vacaciones de Navidad. Estoy planeando comprar una casa de verano donde pueda tener un yate a vela. Quizá tú puedas guiarme por Hamptons. Igual que tú, estuve a punto de casarme un par de veces. De hecho, llegué a estar comprometido, y durante cuatro años.
—Es mi turno de preguntar: ¿Y qué pasó?
Jack se encogió de hombros:
—Una vez que el diamante estuvo en su dedo, se volvió una chica muy posesiva. Comprendí que no tardaría mucho en sofocarme. Soy un gran creyente en el consejo de Kahlil Gibran acerca del matrimonio.
—¿Algo así como que «las columnas del templo están separadas»? —preguntó Neeve.
Su recompensa fue la expresión de Jack, mostrando su feliz sorpresa.
—Exacto.
Esperaron hasta terminar las frambuesas y tener delante el espresso, antes de pasar al tema de Ethel. Neeve le habló a Jack, acerca de la llamada del sobrino de Ethel y la posibilidad de que ella estuviera escondiéndose.
—Mi padre se puso en contacto con sus colegas. Hará investigar quién está haciendo las amenazas. Y, francamente, tengo que decir que creo que Ethel debería liberar a ese pobre infeliz. No está bien seguir cobrando dinero de él después de tantos años. Y ella no necesita esa pensión.
Jack sacó del bolsillo la copia doblada del artículo. Neeve le dijo que ya lo había visto.
—¿Dirías que es escandaloso? —le preguntó Jack.
—No. Diría que es divertido, malévolo, sarcástico y legible, y que es posible que alguien intente una acción legal. No hay nada en el artículo que la gente que está en el negocio no sepa ya. No sé bien cómo reaccionará el tío Sal, pero conociéndolo, sé que hará una virtud extra del hecho de que su madre haya sido vendedora de fruta. Más me preocuparía por Gordon Steuber. Tengo la sensación de que puede ser muy malvado. ¿Las otras diseñadoras con las que se encarnizó Ethel? ¿Qué se puede decir de ellas? Todo el mundo sabe que esas diseñadoras provenientes de la alta sociedad, salvo alguna excepción, no saben dibujar una línea. Es sólo que les gusta la excitación de jugar a trabajar.
Jack asintió.
—La siguiente pregunta. ¿Te parece que una ampliación de este artículo podría dar material para un libro escandaloso?
—No. Ni siquiera Ethel podría hacerlo.
—Tengo un sobre con lo que no se imprimirá por consejo de los abogados. Todavía no tuve tiempo de examinarlo.
Jack pidió la cuenta.
*****
En la acera de enfrente del Carlyle, Denny estaba esperando. Era una posibilidad muy remota, y él lo sabía. Había seguido a Neeve en su paseo por la Avenida Madison hasta el hotel, pero sin la menor oportunidad de acercársele. Demasiada gente. Tipos grandotes que volvían del trabajo. Aun en el caso de que hubiera podido liquidarla, las posibilidades de que lo detuvieran eran demasiado grandes. Su única esperanza era que Neeve saliera sola; quizá fuera caminando a tomar el autobús, o incluso caminara hasta su casa. Pero cuando salió lo hizo con un tipo, y ambos se metieron juntos en un taxi.
La frustración deformó el rostro de Denny, bajo las manchas de suciedad que lo hacían igual a los demás borrachos que merodeaban por la zona. Si persistía este clima, ella siempre se desplazaría en taxis. Con el fin de semana no podía contar, pues él debía trabajar. No podía correr el riesgo de llamar la atención sobre su persona, en el trabajo. Eso significaba que sólo podía vigilar el edificio de apartamentos a primera hora de la mañana, o después de las seis de la tarde, con la esperanza de que ella saliera a correr, o a hacer compras.
Le quedaba el lunes. Y la zona de las tiendas de confección. De algún modo, Denny sentía en los huesos que era allí donde sucedería. Se metió en un vestíbulo oscuro, se quitó el harapiento abrigo, se lavó la cara y las manos con una pequeña esponja húmeda, metió todo en una bolsa de compras y se dirigió a un bar de la Tercera Avenida. Necesitaba con urgencia un trago fuerte.
*****
Eran las diez cuando el taxi frenó ante el edificio Schwab.
—Mi padre debe de estar tomando su brandy antes de acostarse —le dijo Neeve a Jack—. ¿Te interesa?
Diez minutos después estaban en el estudio, tomando una copa de brandy. Neeve sabía que había algún problema. Había un gesto de preocupación en Myles, aun cuando charlaba tranquilamente con Jack. Ella percibía que había algo que tenía que decirle, pero prefería esperar.
Jack le estaba contando a Myles cómo había conocido a Neeve en el avión:
—Salió corriendo tan rápido, que no pude pedirle el número de su teléfono. Y me dice que perdió el vuelo de enlace.
—Eso puedo atestiguarlo —dijo Myles—. La esperé cuatro horas en el aeropuerto.
—Debo decir que me gustó verla venir hacia mí, en el cóctel, el otro día, para preguntarme por Ethel Lambston. Por lo que Neeve me contó, sé que Ethel no es uno de sus personajes favoritos, señor Kearny.
Neeve quedó boquiabierta al ver el cambio que se produjo en el rostro de Myles.
—Jack —dijo Myles—, algún día aprenderé a prestar atención a las intuiciones de mi hija. —Se volvió hacia Neeve—. Hace un par de horas me llamó Herb. Encontraron un cadáver en el Parque Estatal Morrison, del Condado de Rockland. Responde a la descripción de Ethel. Llevaron al sobrino, que la identificó.
—¿Qué le sucedió? —susurró Neeve.
—Un corte en el cuello.
Neeve cerró los ojos.
—Sabía que algo le había sucedido. Lo sabía.
—Tenías razón. Al parecer, ya tienen un sospechoso. Cuando una vecina del edificio vio el patrullero, bajó corriendo. Según ella, Ethel tuvo una pelea colosal con su ex marido, el jueves por la tarde. Y nadie parece haberla visto desde entonces. El viernes faltó a sus citas, contigo y con el sobrino.
Myles terminó su brandy y se levantó para volver a llenar la copa:
—Por lo general no bebo dos, pero, mañana por la mañana, los detectives de homicidios del Distrito Vigésimo quieren hablar contigo. Y la oficina del fiscal del Condado de Rockland ha pedido que vayamos a ver la ropa que tenía puesta Ethel.
»Lo que importa es que saben que el cuerpo fue trasladado después de la muerte. Tenía arrancadas las etiquetas del traje que llevaba puesto. Quieren ver si puedes identificarlo. Maldición, Neeve —exclamó Myles—. No me gusta la idea de que seas testigo en un caso de asesinato.
Jack Campbell le tendió su copa para que se la volviera a llenar:
—A mí tampoco me gusta —dijo en voz baja.