Capítulo VII

El jueves, a las ocho de la mañana, Neeve y Tse-Tse estaban en un taxi frente al apartamento de Ethel Lambston. El martes, el sobrino de Ethel había salido hacia su trabajo a las ocho y veinte. Hoy querían estar seguras de no tropezarse con él. El taxista había protestado («No me hago rico cobrando el tiempo de espera»), pero Neeve lo aplacó con la promesa de una propina de diez dólares.

Fue Tse-Tse la que vio primero a Doug, a las ocho y cuarto.

—Mira.

Neeve miró, y lo vio cerrar con llave la puerta del apartamento, mirar en derredor, y salir caminando rumbo a Broadway. La mañana estaba fría, y él llevaba un abrigo con cinturón.

—Es un Burberry auténtico —dijo Neeve—. Debe tener un sueldo excelente para un recepcionista.

El apartamento estaba sorprendentemente ordenado. Había sábanas y una manta apiladas bajo una almohada, en el extremo del sofá. La funda de la almohada estaba arrugada. Evidentemente alguien había dormido sobre ella. No había colillas en los ceniceros, pero Neeve estaba segura de detectar un vago aroma de tabaco en el aire.

—Ha estado fumando pero no quiere que lo sorprendan haciéndolo —observó—. Me pregunto por qué.

El dormitorio era un modelo de orden. La cama estaba hecha. La maleta de Doug seguía bajo la chaise longue, y sobre el respaldo de ésta, estaban los trajes, chaquetas y pantalones. Su nota a Ethel estaba ajustada en el marco del espejo del tocador:

—¿Quién está engañando a quién? —preguntó Tse-Tse—. ¿Qué le hizo escribir eso y dejar de usar el dormitorio?

Neeve sabía que Tse-Tse tenía un ojo excelente para los detalles:

—Escucha —dijo—. Empecemos por esa nota. ¿Él le ha dejado antes alguna por el estilo?

Tse-Tse tenía puesto su disfraz de doncella sueca. La cofia de encaje se sacudió vigorosamente cuando dijo:

—No.

Neeve fue al armario y abrió la puerta. Percha por percha, examinó el guardarropa de Ethel para ver si se había olvidado de alguno de sus abrigos. Pero estaban todos allí. Al ver la expresión sorprendida de Tse-Tse, le explicó lo que estaba haciendo.

Tse-Tse confirmó sus sospechas:

—Ethel siempre me dice que dejó de ser una compradora impulsiva de ropa, desde que tú te ocupas de su ropero. Es cierto. No hay ningún otro abrigo.

Neeve cerró la puerta del armario.

—No me siento feliz espiando de esta manera, pero tengo que hacerlo. Ethel siempre lleva una agenda en su bolso. Pero sospecho que debe de tener una de escritorio también.

—Sí la tiene —dijo Tse-Tse—. Está en su escritorio.

La agenda estaba junto a una pila de cartas. Neeve la abrió. Era de las agendas que tienen una página entera para cada día del mes, incluido diciembre del año anterior. Pasó las hojas hasta llegar al 31 de marzo. Con su letra grande, Ethel había escrito: «Mandar a Doug a recoger ropa a lo de Neeve». Había un círculo alrededor del número que indicaba las tres de la tarde. La anotación siguiente era «Doug en el apartamento».

Tse-Tse miró por encima del hombro de Neeve:

—De modo que no mintió en ese punto —dijo. El sol de la mañana había empezado a inundar la habitación. De pronto, se ocultó tras una nube. Tse-Tse se estremeció—. Si he de decirte la verdad, Neeve, este lugar está empezando a asustarme.

Sin responder, Neeve pasó las páginas del mes de abril. Había anotaciones sueltas, cenas, cócteles, almuerzos. Todas las páginas estaban cruzadas con una raya. En la del primero de abril, Ethel había escrito: «Investigación/Escribir libro».

—Canceló todo. Estaba planeando irse, o al menos encerrarse en alguna parte y escribir —murmuró Neeve.

—¿Entonces es posible que se haya ido un día antes? —sugirió Tse-Tse.

—Es posible. —Neeve empezó a volver las páginas hacia atrás. La última semana de marzo estaba atestada con los nombres de famosos diseñadores: Nina Cochran, Gordon Steuber, Victor Costa, Ronald Altern, Regina Mavis, Anthony Delia Salva, Kara Potter—. No puede haber visto a toda esta gente —dijo Neeve—. Creo que ella llama por teléfono para verificar citas antes justo de entregar un artículo. —Señaló una anotación del jueves 30 de marzo: «Entrega del artículo para Contemporary Woman»…

Rápidamente hojeó los primeros tres meses del año, y se fijó en que, junto a la anotación de cada cita, Ethel había garrapateado los costes de taxis y propinas, y recordatorios sobre almuerzos, cenas y encuentros: «Buena entrevista, pero se molesta si se le hace esperar… El nuevo maître de Le Cygne se llama Carlos… No usar limusinas Valet, huelen mal por dentro…».

Las notas eran erráticas, las cifras a menudo estaban tachadas y cambiadas. Además de eso, Ethel tenía el hábito de dibujar al azar mientras pensaba. Había triángulos, corazones, espirales y dibujos de toda clase cubriendo cada centímetro de cada página.

Siguiendo una repentina inspiración, Neeve buscó la página del 22 de diciembre, el día de la fiesta navideña que habían dado ella y Myles. Ethel, obviamente había considerado importante la ocasión. La dirección del edificio Schwab y el nombre de Neeve estaban en grandes letras de imprenta, recuadradas. Toda clase de serpentinas y garabatos acompañaban el comentario escrito por Ethel, a posteriori: «El padre de Neeve, soltero y fascinante». En uno de los márgenes había una cruda imitación de uno de los dibujos hechos por Renata en los libros de cocina.

—A Myles se le abriría una úlcera si viera esto —comentó Neeve—. Tuve que decirle que él estaba demasiado enfermo todavía, para hacer vida social. Ella quería invitarlo a una cena formal para Año Nuevo. Pensé que Myles se atragantaría.

Volvió las páginas nuevamente hasta la última semana de marzo, y empezó a copiar los nombres que había escrito Ethel.

—Al menos es algo con lo que comenzar —dijo. Retuvo especialmente dos nombres. Tony Mendell, la directora de Contemporary Woman. El cóctel no había sido el lugar adecuado para pedirle que revisara su memoria en busca de algún posible comentario que hubiera hecho Ethel, sobre un posible retiro para escribir. El otro nombre fue el de Jack Campbell. Obviamente, el contrato por el libro había sido lo más importante para Ethel. Quizá le había dicho mucho más acerca de sus planes a Campbell, de lo que él había recordado.

Cerró la libreta y la guardó.

—Será mejor que me vaya. —Se anudó la bufanda roja y azul al cuello. Tenía levantadas las solapas del abrigo, y la masa de cabello negro recogida en un moño.

—Estás hermosa —observó Tse-Tse—. Esta mañana, en el ascensor, oí que el tipo del 11 C preguntaba quién eras.

Neeve se puso los guantes:

—Un Don Juan, supongo.

Tse-Tse soltó la risa:

—Está entre los cuarenta y la muerte. En mal estado. Parece un montón de plumas negras en un campo de algodón.

—Es tuyo. Bien, si llegara a aparecer Ethel, o su querido sobrino vuelve temprano del trabajo, ya tienes tu historia. Haz algún trabajo en los armarios de la cocina, lava los vasos guardados. Haz como si estuvieras muy ocupada, pero mantén los ojos abiertos. —Neeve echó una mirada al correo—. Revisa eso. Quizás Ethel recibiera una carta que le hiciera cambiar los planes repentinamente. Cielo santo, me siento como una entrometida, pero es algo que tenemos que hacer. Las dos sabemos que pasa algo raro, y aún así no podemos seguir entrando y saliendo indefinidamente.

Cuando iba hacia la puerta, miró a su alrededor:

—Has logrado que este apartamento parezca definitivamente habitable —dijo—. En cierto modo, me recuerda a Ethel. Lo único que uno nota en ella es el ruido de superficie, y el rechazo consiguiente. Ethel siempre parece tan alocada que uno olvida que es una dama muy inteligente.

La pared cubierta de fotos de Ethel estaba ante la puerta. Con la mano en el picaporte, Neeve las estudió cuidadosamente. En la mayoría de las fotos, Ethel parecía haber sido fotografiada en medio de una frase. Siempre tenía la boca entreabierta, los ojos brillantes de energía, los músculos de la cara visiblemente en movimiento.

Una instantánea le llamó la atención. La expresión de Ethel en ella era tranquila, la boca quieta, los ojos tristes. ¿Qué era lo que le había dicho una vez, en confidencia?

—Nací el día de San Valentín. Fácil de recordar, ¿no? ¿Pero sabes los años que hace, que nadie se ha molestado en mandarme una tarjeta o llamarme? He terminado cantándome el «Feliz Cumpleaños» a mí misma.

Neeve había tomado nota mental de enviarle flores e invitarla a comer el último día de San Valentín, pero en esa fecha había estado esquiando en Vail. Lo siento, Ethel. De veras lo siento.

Le pareció que los ojos tristes de la fotografía no le perdonaban ese olvido.

*****

Después de la operación, Myles había adquirido la costumbre de hacer largas caminatas vespertinas. Lo que Neeve no sabía era que, durante los últimos cuatro meses, también había estado viendo a un psiquiatra de la Calle 65 Este.

—Usted sufre de depresión —le había dicho su cardiólogo—. Le pasa a la mayoría de los pacientes después de este tipo de operación. Es parte de la enfermedad. Pero sospecho que su depresión tiene otras raíces. —Y le había alentado a hacer su primera cita con el doctor Adam Felton.

Las consultas tenían lugar los jueves a las dos de la tarde. Myles odiaba la idea de recostarse en un diván, de modo que se sentaba en un cómodo sillón. Adam Felton no era el psiquiatra de caricatura que Myles había esperado. Tenía unos cuarenta y cinco años, el pelo muy corto, anteojos modernos y un cuerpo delgado y nervioso. A la tercera o cuarta visita ya se había ganado la confianza de Myles, que dejó de sentir que estaba desnudando su alma. En lugar de eso al hablar con Felton se sentía como antes, en su trabajo policíaco, desplegando ante sus hombres todos los aspectos de una investigación en marcha.

Es curioso, pensó ahora mientras miraba a Felton que hacía jugar un lápiz entre los dedos, nunca se me ocurrió confesarme con Dev. Pero aquello no era materia para un confesonario.

—No creía que los psiquiatras tuvieran hábitos nerviosos —observó secamente.

Adam Felton soltó la risa y le dio otro giro al lápiz:

—Tengo todo el derecho a tener hábitos nerviosos, porque estoy dejando el cigarrillo. Se le ve muy contento hoy.

La observación podía haber sido hecha a un conocido, en medio de una fiesta.

Myles le habló acerca de la muerte de Nicky Sepetti; y ante las preguntas de Felton, exclamó:

—Ya hemos hablado de esto más de una vez. Pasé diecisiete años temiendo que le sucediera algo a Neeve al día siguiente de que Sepetti saliera de la cárcel. Le fallé a Renata. ¿Cuántas veces tengo que decírselo, maldito sea? No tomé en serio la amenaza de Nicky. Es un asesino de sangre fría. No había pasado tres días en libertad cuando dispararon contra nuestro infiltrado. Probablemente fue Nicky el que lo condenó. Siempre decía que podía oler a un policía.

—¿Y ahora siente que su hija está a salvo?

—Sé que está a salvo. Nuestro hombre pudo decirnos que no hay un contrato acerca de ella. Deben de haberlo discutido. Sé que los otros no lo harían. Deben de haber convencido a Nicky de algún modo. Y ahora se sentirán felices de envolverlo en la mortaja.

Adam Felton empezó a hacer girar el lápiz otra vez, vaciló, y lo arrojó al cesto de los papeles:

—Me decía que la muerte de Sepetti lo había liberado de un miedo que lo ha perseguido durante diecisiete años. ¿Qué significa eso para usted? ¿Cómo cambiará su vida?

*****

Cuarenta minutos después, cuando Myles salía de la oficina y reemprendía su caminata, su paso recordaba el que años atrás era típico de él. Sabía que, físicamente, estaba recuperado casi por completo. Ahora que no tenía que preocuparse por Neeve, cogería un trabajo. No le había hablado a Neeve acerca de sus averiguaciones en relación con la posibilidad de dirigir la Agencia Judicial de Estupefacientes en Washington. Eso significaría pasar mucho tiempo allí, alquilar un apartamento. Pero a Neeve le convendría estar más tiempo sola. Dejaría de pasar tantas horas en casa y saldría con gente joven. Antes de que él enfermara, ella pasaba los fines de semana de verano en Hampton, e iba con más frecuencia a esquiar a Vail. Durante el último año, él había tenido que obligarla a irse aunque sólo fuese por unos días. Quería que se casara. Él no viviría eternamente. Ahora, gracias al oportuno ataque al corazón de Nicky, podría irse a Washington sin preocupaciones.

Myles recordaba el terrible dolor de su propio infarto. Había sido como si una apisonadora le pasara por encima del pecho.

—Espero que hayas sufrido tanto o más que yo, amigo —pensó. En ese momento, fue como si pudiera ver el rostro de su madre, mirándolo con severidad. Deséale el mal a alguien, y ese mal caerá encima tuyo. Lo que va, vuelve.

Cruzó la Avenida Lexington y pasó frente al restaurante Bella Vista. El delicioso aroma de la comida italiana lo envolvió, y pensó, con placer anticipado, en la cena que había preparado Neeve para esa noche. Sería bueno volver a reunirse con Dev y Sal. Dios, cuánto tiempo parecía haber pasado desde que eran niños, allá en la Avenida Tenbroeck. El Bronx había sido un gran lugar para vivir, en aquellos días. Apenas siete casas cada cien metros, y bosques espesos de robles y encinas. Ellos habían hecho casas en los árboles. El enorme patio de la casa Sal, sobre la calle Williamsbridge, ahora un distrito industrial. Los terrenos baldíos adonde los tres iban con sus trineos para nieve… Ahora allí se levantaba el Centro Médico Einstein. Pero todavía quedaban muchas buenas zonas residenciales.

En Park Avenue, Myles pasó frente a un pequeño montículo de nieve que se derretía. Recordó la vez que Sal había perdido el control de su trineo y había caído sobre el brazo de Myles, quebrándoselo por tres sitios. Sal había empezado a llorar:

—Mi padre me matará.

Dev se había echado la culpa. El padre de Dev vino a su casa a disculparse:

—No lo hizo a propósito, pero es un mocoso muy torpe.

Devin Stanton. El reverendísimo señor obispo. Corría el rumor de que el Vaticano había puesto la vista en Dev para la próxima archidiócesis que se inaugurara, y eso podía significar el capelo cardenalicio.

Cuando llegó a la Quinta Avenida, Myles miró a su derecha. Vio la enorme estructura blanca, el Museo Metropolitano de Arte. Siempre había querido examinar con tiempo el Templo de Dendur. No reprimió el impulso esta vez, caminó las seis calles que lo separaban del museo y pasó la hora siguiente absorto ante las exquisitas reliquias de una civilización perdida.

Sólo cuando consultó su reloj y decidió que ya era hora de ir a casa y preparar el aperitivo, comprendió que su verdadera intención, al ir al museo, había sido visitar el sitio donde había muerto Renata. Olvídalo, se dijo con orgullo. Pero, al salir, no pudo impedir que sus pasos lo llevaran a la parte trasera del edificio, y al sitio donde había sido hallado el cadáver de su esposa. Era una peregrinación que hacía cada cuatro o cinco meses.

Un resplandor rojizo alrededor de los árboles del Central Park, era la primera promesa del verdor inminente. Había una buena cantidad de gente en el parque. Deportistas corriendo. Niñeras llevando cochecitos de bebé. Madres jóvenes con vigorosos hijos de tres años. Los que vivían en la calle, hombres y mujeres patéticos acostados en bancos. Un flujo sólido de tráfico por las calles adyacentes. Coches tirados por caballos.

Myles se detuvo en el claro donde habían encontrado a Renata. Es raro, pensó, ella está enterrada en el cementerio Puertas del Cielo, pero para mí es como si su cuerpo siguiera aquí. Se quedó un momento con la cabeza baja, las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta de pana. Si hubiera sido en un día como el de hoy, habría habido gente en el parque. Alguien podría haber visto lo que sucedía. Un verso de un poema de Tennyson le cruzó por la mente: Caro como el recuerdo que te besa tras la muerte… Profundo como el primer amor, y violento de pesar; Oh, Muerte en Vida, los días que ya no son.

Pero hoy, por primera vez en este lugar, Myles sintió algo así como un primer atisbo de mejoría. «No gracias a mí, pero al menos nuestra niña está a salvo, carissima mia —susurró—. Y espero que cuando Nicky Sepetti se presente ante el Juez Supremo, tú estés allí para indicarle el camino al infierno».

Se volvió y caminó con paso rápido a través del parque. Las últimas palabras de Adam Felton le resonaban en los oídos:

—Muy bien, ya no tiene que preocuparse por Nicky Sepetti, nunca más. Usted vivió una tragedia terrible hace diecisiete años. Lo que importa ahora es: ¿está dispuesto, finalmente, a seguir adelante con su vida?

Myles volvió a susurrar a solas la respuesta que le había dado vigorosamente a Adam:

—Sí.

*****

Cuando Neeve llegó a la tienda tras la visita al apartamento de Ethel, la mayoría del personal ya estaba trabajando. Además de Eugenia, su asistenta, tenía empleadas a tres costureras y siete vendedoras.

Eugenia estaba vistiendo a los maniquíes del salón de ventas.

—Me alegra que hayan llegado los conjuntos —le dijo, mientras ajustaba con mano experta la chaqueta de un traje de seda de color canela—. ¿Qué bolso usamos?

Neeve dio un paso atrás.

—Muéstramelos. El más pequeño, me parece. El otro tiene demasiado ámbar para ese vestido.

Al dar por terminada su carrera de modelo, Eugenia se había permitido, con todo placer, pasar de una talla cuatro a una doce. Pero conservaba los movimientos gráciles que la habían hecho una favorita de los grandes diseñadores. Colgó el bolso del brazo del maniquí.

—Tienes razón, como siempre —dijo alegremente—. Será un día de mucho trabajo. Lo siento en los huesos.

—Sigue sintiéndolo. —Neeve trató de mostrarse despreocupada, pero no lo consiguió.

—Neeve, ¿qué hay de Ethel Lambston? ¿Sigue sin aparecer?

—Ni rastro de ella. —Neeve miró el local—. Oye, voy a mi oficina a hacer unas llamadas. Salvo que sea absolutamente necesario, no le digas a nadie que estoy. No quiero que hoy me molesten los vendedores.

La primera llamada fue a Tony Mendell, de Contemporary Woman. Tony estaba en un seminario para directores de revistas, que le ocuparía todo el día. Probó con Jack Campbell. Estaba en una reunión.

Pidió que le llamara.

—Es bastante urgente —le dijo a la secretaria.

Siguió con la lista de diseñadores cuyos nombres había anotado Ethel en su agenda. Los primero tres con los que habló no habían visto a Ethel la semana anterior. Ella los había llamado sólo para confirmar las citas textuales que les atribuía en el artículo. Elke Pearson, diseñadora de ropa deportiva, resumió la irritación que Neeve había captado en las voces de todos:

—Por qué permití que esa mujer me entrevistara, nunca lo sabré. Estuvo haciéndome preguntas todo el tiempo, hasta marearme. Prácticamente tuve que echarla, y tengo el presentimiento de que no me gustará su maldito artículo.

El nombre siguiente era Anthony della Salva. Neeve no se preocupó al no poder encontrarlo. Lo vería esa noche en la cena. Gordon Steuber. Ethel le había adelantado que hablaría mal de él en su artículo. ¿Pero cuándo lo había visto por última vez? De mala gana, Neeve marcó el número de la oficina de Steuber, y la comunicaron inmediatamente con él.

Steuber no perdió tiempo en cortesías:

—¿Qué quiere? —le preguntó con voz tensa.

Neeve podía imaginárselo, retrepado en su ornamentado sillón de cuero y bronce. Usó un tono de voz tan frío como el de él:

—Me han pedido que trate de localizar a Ethel Lambston. Es muy urgente.

Siguiendo una intuición irracional, agregó:

—Sé, por la agenda de Ethel, que ustedes se vieron la semana pasada. ¿Le dio alguna indicación de adónde planeaba ir?

Pasaron largos segundos de silencio total. «Está tratando de decidir qué decirme», pensó Neeve. Cuando Steuber habló, su tono fue neutro y tranquilo:

—Ethel Lambston trató de entrevistarme semanas atrás, para un artículo que estaba escribiendo. No acepté verla. No tengo tiempo para esas tonterías. La semana pasada me llamó, pero no cogí la llamada.

Neeve oyó un clic.

Estaba a punto de llamar al siguiente diseñador de la lista, cuando sonó su teléfono. Era Jack Campbell. Parecía preocupado:

—Mi secretaria me dijo que tu llamada era urgente. ¿Hay algún problema, Neeve?

Ella, de pronto, se sintió ridicula tratando de explicarle, a través del teléfono, que estaba preocupada por Ethel porque no había pasado a buscar su ropa nueva. De modo que le dijo:

—Debes de estar terriblemente ocupado, pero ¿habría alguna posibilidad de que podamos hablar durante media hora, lo antes posible?

—Tengo que almorzar con uno de mis autores —dijo él—. ¿Te parece bien a las tres en mi oficina?

La editorial Giwons y Marks ocupaba los seis últimos pisos del edificio de la esquina sudoeste de Park Avenue y la Calle 41. La oficina de Jack Campbell era un inmenso salón de una esquina del piso 47, con una espléndida vista a Manhattan Sur. Su monumental escritorio estaba terminado en laca negra. Los estantes de la pared del fondo estaban atestados de manuscritos. Alrededor de una mesita baja de cristal, había un sofá y unos sillones de cuero negro. A Neeve le sorprendió ver que la habitación estaba desprovista de toques personales.

Fue como si Jack Campbell pudiera leerle el pensamiento:

—Mi apartamento todavía no está terminado, así que estoy alojándome en el Hampshire House. Todo lo mío está en depósito, y es por eso que esta oficina parece la sala de espera de un dentista.

La americana de su traje estaba colgada del respaldo del sillón del escritorio. Llevaba un jersey en tonos verdes y castaños. Le quedaba bien, decidió Neeve. Colores otoñales. Su rostro era demasiado delgado y los rasgos demasiado irregulares como para que pudiera considerárselo apuesto, pero su vigor silencioso tenía un inmenso atractivo. La sonrisa encendía una alegre calidez en los ojos, y Neeve se sintió feliz de haberse puesto uno de sus conjuntos de primavera, un vestido de lana color turquesa, con chaqueta corta haciendo juego.

—¿Qué tal un café? —Ofreció Jack—. Yo no abuso del café, pero de todos modos tomaré un poco.

Neeve recordó que no había almorzado, y la cabeza le dolía vagamente:

—Me vendría muy bien. Cargado, por favor.

Mientras esperaba, comentó la vista.

—¿No te sientes como el rey de Nueva York, por lo menos?

—En el mes que llevo aquí, he tenido que esforzarme para mantener la mente en el trabajo —le dijo—. Me volví un amante de Nueva York a los diez años. Eso fue hace veintiséis años, y llevó todo ese tiempo construir la Gran Manzana.

Cuando llegó el café, se sentaron a la mesita de cristal. Jack Campbell se despatarró en el sofá. Neeve se sentó en el borde de uno de los sillones. Sabía que él tenía que haber cancelado otros compromisos para poder recibirla tan rápido. Aspiró profundamente, y le habló sobre Ethel.

—Mi padre piensa que es una locura —dijo—. Pero tengo el presentimiento de que algo le ha pasado. Lo que quiero saber es si te dio alguna indicación de que podría marcharse a algún sitio, sola. Tengo entendido que el libro que está escribiendo para ti está programado para el otoño.

Jack Campbell la había escuchado con el mismo gesto de atención que ella le había observado en el cóctel.

—No, no es así —dijo.

Neeve abrió los ojos.

—¿Entonces cómo…?

Campbell bebió los últimos sorbos de su taza de café:

—Conocí a Ethel, hace un par de años, en la ABA, cuando ella estaba promocionando su primer libro para Giwons y Marks, el libro sobre las mujeres en la política. Era muy bueno. Divertido. Chismoso. Se vendió bien. Por eso, cuando quiso verme, me interesó. Me dio un adelanto del artículo que estaba haciendo, y me dijo que podía haber dado con una historia que sacudiría el mundo de la moda. Me preguntó si yo compraría un libro sobre el tema, y qué clase de adelanto podía pagarle.

»Le dije que, por supuesto, tenía que saber algo más sobre el tema pero, basándome en el éxito de su último libro, si éste era tan explosivo como ella decía, lo compraríamos y probablemente podríamos hablar de una cifra superior a los cien mil dólares. La semana pasada leí, en la página seis del Post, que había firmado un contrato conmigo por medio millón y que el libro saldría en otoño. Mi teléfono ha estado sonando sin parar. Todas las editoriales del libro de bolsillo quieren una opción. Llamé al agente de Ethel. Ella ni siquiera le había hablado del asunto. He tratado de ponerme en contacto con ella sin éxito. No he confirmado ni desmentido la noticia. Ethel es muy astuta con su publicidad; lo que se publicó es falso, pero si ella escribe el libro, y es bueno, no me quejaré de toda esta promoción adelantada.

—¿Y no sabes qué historia era ésa que sacudiría el mundo de la moda?

—Ni la menor idea.

Neeve suspiró y se puso de pie.

—Ya he abusado bastante de tu tiempo. Supongo que debería sentirme más tranquila. Sería muy del estilo de Ethel entusiasmarse con un proyecto como éste, e ir a encerrarse en una cabaña en algún sitio. Será mejor que empiece a ocuparme de mis propios asuntos. —Le tendió la mano—. Gracias.

Él no le soltó la mano inmediatamente. Su sonrisa era cálida.

—¿Siempre ejecutas retiradas tan veloces? —le preguntó—. Hace seis años saliste del avión como una flecha. La otra noche, cuando me volví, ya habías desaparecido.

Neeve retiró la mano.

—Ocasionalmente disminuyo la velocidad —dijo—, pero ahora será mejor que corra y me ocupe de mis propios asuntos. Él la acompañó hasta la puerta.

—He oído que La Casa de Neeve es una de las tiendas más a la moda en Nueva York. ¿Podría ir a verla?

—Por supuesto. No tendrás que comprar nada.

—Mi madre vive en Nebraska, y usa ropa sensata.

Mientras bajaba en el ascensor, Neeve se preguntó si ése habría sido el modo de Jack Campbell de comunicarle que no había ninguna mujer especial en su vida. Descubrió que estaba canturreando suavemente cuando salió a la tarde ya tibia, de abril, y llamó un taxi.

*****

Al llegar a la tienda encontró un mensaje: llamar inmediatamente a Tse-Tse a su casa. Tse-Tse atendió a la primera llamada.

—Neeve, gracias a Dios que has llamado. Quiero irme de aquí antes de que llegue ese misterioso sobrino. Neeve, pasa algo verdaderamente raro. Ethel tiene la costumbre de meter billetes de cien dólares en escondrijos, por todo el apartamento. Con uno de esos billetes me pagó por adelantado, la última vez. Cuando estuve el martes, vi un billete bajo la alfombra. Esta mañana encontré uno en el armario de la vajilla, y otros tres ocultos en los muebles. Neeve, esos billetes no estaban el martes.

*****

Seamus salió del bar a las cuatro y media. Sin ver a los peatones, fue tropezando por las aceras superpobladas, de la Columbus Avenue. Tenía que ir al apartamento de Ethel y no quería que Ruth lo supiera. Desde el momento en que descubrió la noche anterior, que había metido el cheque y la carta en el mismo sobre, se había sentido como un animal atrapado, dando saltos a ciegas, tratando de escapar.

Había una sola esperanza. No había metido bien el sobre en el buzón, que estaba lleno. Podía ver cómo el borde quedaba asomando por la ranura. Quizás estuviese a tiempo de recuperarlo. Era una oportunidad entre un millón. El sentido común le decía que si el cartero había traído más cartas, probablemente había hecho entrar del todo su sobre. Pero la posibilidad le atraía; era el único recurso de acción que le quedaba.

Dobló en la calle de Ethel, y recorrió con la vista la gente visible, con la esperanza de no encontrar a ningún conocido. Al llegar al edificio, su sentimiento de desgracia sin esperanzas se hinchó hasta el punto de la desesperación. Ni siquiera podía intentar el robo sin hacerse notar. La noche anterior, esa chica desagradable le había abierto la puerta. Ahora tendría que llamar al portero, que seguramente no lo dejaría andar metiendo la mano en el buzón de Ethel.

Estaba frente a la puerta. El apartamento de Ethel tenía una entrada independiente a la izquierda. Había una docena de escalones que subían hasta la puerta principal. Cuando estaba ahí, sin saber qué hacer, se abrió la ventana del cuarto piso. Se asomó una mujer. Por encima del hombro de ésta, pudo ver la cara de la chica con la que había hablado el día anterior.

—No ha venido en toda la semana —le dijo una voz estridente—. Y escuche. Estuve a punto de llamar a la Policía el jueves pasado, cuando lo oí gritarle de ese modo.

Seamus dio media vuelta y huyó. Corría, sin ver nada, por la Avenida West End, jadeando sonoramente. No se detuvo hasta hallarse a salvo dentro de su apartamento, con la puerta cerrada con pestillo. Sólo entonces notó cómo le latía el corazón, y el vibrante sonido de su propio esfuerzo por obtener oxígeno. Para completar su espanto, oyó pasos que venían del dormitorio. Ruth ya estaba en casa. Se secó la cara con la mano, y trató de dominarse.

Ruth no pareció notar su agitación. Traía el traje marrón de él, colgado de un brazo:

—Iba a llevarlo a la tintorería —le dijo—. ¿Quieres explicarme, en nombre de Dios, qué hacía este billete de cien dólares en el bolsillo?

*****

Jack Campbell permaneció en la oficina alrededor de dos horas más tras la partida de Neeve. Pero terminó reconociendo que el manuscrito que le había enviado un agente, con una nota entusiasta, simplemente no lograba captar su atención. Después de sinceros esfuerzos por entrar en la trama, terminó haciéndolo a un lado con una irritación rara en él. La ira, en realidad, se dirigía contra sí mismo. No era justo juzgar el trabajo ajeno con la mente ocupada, en un noventa y nueve por ciento, en otra cosa.

Neeve Kearny. Era curioso cómo, seis años antes, había lamentado no haberse atrevido a pedirle el número de teléfono. Incluso había buscado en la guía de Nueva York, unos meses atrás. Había páginas enteras de Kearnys. Ninguno de ellos se llamaba Neeve. En aquella ocasión ella había dicho algo acerca de una tienda de ropa. Había buscado en tiendas de ropa. Nada.

De modo que había abandonado todo el asunto cerca del olvido. Por lo que él sabía, ella vivía con un amigo. Pero, por algún motivo, no había logrado olvidarla. En el cóctel, cuando la vio acercarse, la reconoció de inmediato. Ya no era una chica de veintiún años con ropa de esquiar. Era una joven sofisticada, elegantemente ataviada. Pero ese cabello renegrido, la piel blanca, los enormes ojos castaños, las pecas sobre el puente de la nariz…, todo eso seguía igual.

Y ahora Jack se preguntaba si tendría alguna relación seria. Si no…

A las seis, su asistente asomó la cabeza:

—He acabado —le dijo—. ¿Puedo recordarle que si se queda después de hora, todos los demás tendremos que quedarnos también?

Jack metió en un cajón el manuscrito sin leer, y se puso de pie:

—Ya me iba —dijo—. Una pregunta, Ginny. ¿Qué sabe usted de Neeve Kearny?

Camino de su apartamento alquilado en Central Park Sur, fue mascullando la respuesta. Neeve Kearny tenía una boutique cuyo éxito era la sensación del momento. Ginny compraba su ropa especial allí. Neeve era apreciada y respetada. Neeve había levantado aplausos, pocos meses antes, cuando suspendió sus compras a un diseñador que empleaba ilegalmente menores de edad en sus talleres. Neeve podía ser una luchadora.

También había preguntado por Ethel Lambston. Ginny había levantado los ojos al cielo:

—No me haga empezar.

Jack se quedó en su apartamento sólo el tiempo necesario para decidir que no tenía ganas de prepararse la cena. Lo que quería era comer pasta en Nicola's, un restaurante italiano en la Calle 84, entre Lexington y la Tercera Avenida.

Fue una buena decisión. Como siempre, había gente haciendo cola, pero tras una copa en el bar, su camarero favorito, Lou, le tocó el hombro:

—Todo listo, señor Campbell.

Jack se relajó al fin, frente a media botella de Valpolicella, una ensalada de escarola, berro y linguine con frutti di mare. Con el espresso doble, pidió la cuenta.

Al salir del restaurante, se rindió a la evidencia. Todo el tiempo había sabido que caminaría por la Avenida Madison para ver La Casa de Neeve. Pocos minutos después, cuando una brisa ya fría le hizo recordar que todavía corría abril y que el clima de la incipiente primavera puede ser muy caprichoso, estaba examinando los escaparates elegantemente dispuestos. Le gustó lo que veía. Los vestidos estampados, delicadamente femeninos, con las sombrillas haciendo juego. Las posturas displicentes de los maniquíes, la inclinación casi arrogante de las cabezas. Comprendía que Neeve estaba haciendo una declaración de principios con esta combinación de vigor y suavidad.

Pero un examen cuidadoso del escaparate le recordó las palabras exactas que le había dicho Ethel, y que él había buscado en vano, en la memoria, para repetírselas a Neeve:

—Hay chismes, hay suspense, hay universalidad de la moda —le había dicho Ethel con ese modo apresurado de hablar que tenía—. Sobre eso trata mi artículo. Pero supón que puedo darte mucho más que eso. Una bomba. TNT.

Él tenía una cita y ya llevaba retraso. La había interrumpido:

—Mándame un esbozo.

La insistente negativa de Ethel a ser despedida:

—¿Cuánto vale, para ti, un escándalo que haga temblar la tierra?

Él, casi bromeando:

—Si es lo bastante sensacional, algo de seis cifras.

Jack miraba sin ver los maniquíes, cada cual con su sombrilla estampada. Deslizó la vista al cartel en marfil y azul, con el rótulo La Casa de Neeve.

Mañana podría llamar a Neeve y repetirle las palabras exactas pronunciadas por Ethel.

Al marcharse por la Avenida Madison, pues seguía necesitando caminar para calmar la inquietud vaga e indefinida que se había apoderado de él, pensó: En realidad estoy buscando una excusa. ¿Por qué no invitarla a salir, directamente?

En ese momento, pudo definir con exactitud la causa de su inquietud. Decididamente no quería enterarse de si Neeve tenía una relación seria con otro hombre.

*****

El jueves era un día atareado para Kitty Conway. Desde las nueve de la mañana hasta el mediodía, llevaba gente mayor a sus citas con los médicos. Por la tarde trabajaba como voluntaria en el pequeño puesto de ventas del Museo Garden State. Ambas actividades le daban la sensación de hacer algo útil.

Muchos años atrás, en la universidad, había estudiado antropología, con la vaga idea de convertirse en una nueva Margaret Mead. Después, había conocido a Mike. Ahora, ayudando a una jovencita a elegir una réplica de collar egipcio, pensó que quizás en el verano podría matricularse en un curso de antropología.

La idea siguió entusiasmándola más y más. Cuando volvía en coche a su casa, en el crepúsculo de abril, Kitty sintió que se estaba impacientando consigo misma. Ya era hora de seguir adelante con el negocio de vivir. Giró por la Avenida Lincoln, y sonrió al ver su casa en lo alto de la curva, una hermosa mansión colonial blanca con tejas negras.

Una vez dentro atravesó la planta baja encendiendo las luces. Puso en marcha la estufa del estudio. Cuando Michael vivía, él sabía encender excelentes fuegos en la chimenea, apilando con mano experta los leños y alimentando las llamas a intervalos regulares de modo que un delicioso aroma a madera llenaba la habitación. Por más que lo había intentado, Kitty nunca había logrado encender un fuego, por lo que, con las debidas disculpas a la memoria de Michael, había hecho instalar una estufa de gas. Subió al dormitorio principal, que había redecorado en damasco y verde claro, según un diseño copiado de un tapiz del museo. Se quitó el traje de lana de dos piezas, y vaciló ante el deseo de ducharse y ponerse cómoda en pijama y bata. Es una mala costumbre, se dijo. Son apenas las seis.

De modo que se puso un chándal azul, y zapatillas.

—A partir de este momento, vuelvo al jogging —se dijo.

Siguió la ruta habitual. Por Grand View hasta la Avenida Lincoln, unos dos kilómetros en línea recta, la vuelta alrededor del garaje de autobuses, y de vuelta a casa. Con un sentimiento del deber cumplido, metió el chándal y la ropa interior en el cesto de la ropa sucia del baño, se duchó, se puso el pijama y se estudió en el espejo. Siempre había sido delgada, y mantenía su silueta razonablemente bien. Las arrugas alrededor de los ojos no eran profundas. El cabello parecía bastante natural; el colorista en la peluquería había dado con un tono que era exactamente el suyo. No está mal, le dijo Kitty a su reflejo, pero por todos los cielos, dentro de dos años tendré sesenta.

Era la hora de las noticias de las siete, y obviamente hora de tomar jerez. Cruzó el dormitorio hacia el pasillo, pero recordó que había dejado encendidas las luces del baño. Volvió atrás, y tendió una mano hacia el interruptor. De pronto quedó paralizada. La manga del chándal azul había quedado asomando por debajo de la tapa del cesto de ropa sucia. El miedo, como una hoja fría de acero, le cerró la garganta. Se le secaron los labios. Los pelos de la nuca se le erizaron. Esa manga. Debía haber una mano ahí. Ayer. Cuando el caballo se desbocó. Ese trozo de plástico que le había rozado la cara. La imagen confusa de una tela azul y una mano. No estaba loca. Había visto una mano.

Se olvidó de encender el televisor para ver las noticias de las siete. En lugar de eso, se quedó sentada frente a la estufa, bebiendo jerez. Ni el calor ni el jerez sirvieron para ahuyentar el escalofrío que la recorría. ¿Debía llamar a la Policía? ¿Y si estaba equivocada? Quedaría como una tonta.

«No estoy equivocada —se dijo—, pero esperaré hasta mañana. Iré al parque y subiré a ese montículo. Estoy segura de que vi una mano, pero su dueño ya no necesita socorro urgente».

*****

—¿Dices que el sobrino de Ethel está en el apartamento? —le preguntó Myles mientras llenaba el cubo del hielo—. Pues bien, tomó algo de dinero prestado, y lo volvió a poner en su lugar. Ya se sabe que esas cosas ocurren.

Una vez más, la explicación razonable de Myles para las circunstancias que rodeaban la ausencia de Ethel, sus abrigos, y ahora los billetes de cien dólares, hicieron que Neeve se sintiera ligeramente tonta. Se alegraba de no haberle hablado a Myles acerca de su encuentro con Jack Campbell. Al llegar a casa, se había puesto pantalones de seda azul y una blusa de mangas largas haciendo juego. Había esperado algún comentario ligeramente sarcástico de su padre, pero los ojos de él se habían suavizado al verla en la cocina, y había dicho:

—Tu madre siempre estaba hermosa de azul. A medida que pasan los años, cada vez te pareces más a ella.

Neeve cogió el libro de recetas de Renata. El menú de esta noche sería melón con jamón, pastas al pesto, lenguado relleno con langosta, un revuelto de verduras, ensalada de escarola, queso y pastel. Pasó las páginas hasta llegar a la página con los dibujos. Como siempre, evitó mirarlos con atención. Se concentró en las instrucciones manuscritas que había anotado Renata, acerca del tiempo de horno para el lenguado.

Decidió que todo estaba organizado, y fue a la nevera para sacar un frasco de caviar. Myles la miró mientras untaba con aquél unas tostadas:

—Nunca logré que me gustara eso —dijo—. Muy plebeyo por mi parte, ya sé.

—No eres en absoluto plebeyo. —Neeve terminó de untar una tostada—. Pero te pierdes mucho. —Lo miró. Él se había puesto una americana azul marino, pantalones grises, una camisa celeste y una bonita corbata roja y azul que ella le había regalado en Navidad. «Un tipo apuesto», pensó, y lo mejor, nadie imaginaría al verlo que había estado tan enfermo. Se lo dijo.

Myles cogió una de las tostadas con caviar y se la llevó a la boca.

—Sigue sin gustarme —comentó, y agregó—: Me siento bien, y la inactividad me está poniendo nervioso. He hecho unos tanteos acerca de la dirección de la Agencia Judicial de Estupefacientes en Washington. Eso significaría tener que pasar la mayor parte de mi tiempo allí. ¿Qué te parece?

Neeve abrió la boca, y lo abrazó:

—Es maravilloso. Adelante. Podrás demostrar todo lo que vales, en ese trabajo.

Neeve canturreaba al llevar el caviar y un plato de Brie, al salón. Ahora sólo faltaba que apareciese Ethel Lambston. Estaba preguntándose cuánto tardaría Jack Campbell en llamarla, cuando sonó el timbre de la puerta. Los dos invitados llegaban juntos.

El obispo Devin Stanton era uno de los pocos prelados que, en su vida privada, seguía sintiéndose más cómodo con una sotana que con una chaqueta deportiva. En su cabello gris quedaban rastros del color cobre original. Tras las gafas de marco plateado, sus bondadosos ojos azules irradiaban simpatía e inteligencia. Su cuerpo alto y delgado daba la impresión del mercurio, cuando se movía. Neeve siempre tenía la incómoda impresión de que Dev podía leerle la mente, y la cómoda sensación de que a él le gustaba lo que leía. Lo besó con calidez.

Como siempre, Anthony della Salva estaba resplandeciente en una de sus propias creaciones: un traje de seda italiana gris pizarra. El corte elegante disimulaba el peso extra que había empezado a acumularse en su cuerpo, desde siempre robusto. Neeve recordaba la observación de Myles, acerca de que Sal le recordaba a un gato bien alimentado. Era una descripción perfecta. Su cabello negro, sin marcas de gris, brillaba haciendo juego con sus mocasines de Gucci. En Neeve ya se había hecho una segunda naturaleza el calcular el coste de la ropa. Decidió que el traje de Sal se vendería al público a unos mil quinientos dólares.

Como siempre, Sal rebosaba buen humor:

—Dev, Myles, Neeve, mis tres personas favoritas, sin contar a mi novia actual, pero sí contando a mis ex esposas. Dev, ¿te parece que la Madre Iglesia volverá a recibirme en su seno cuando sea viejo?

—Se supone que el hijo pródigo vuelve arrepentido y vistiendo harapos —observó secamente el obispo.

Myles soltó la risa y pasó los brazos por los hombros de sus dos amigos:

—Qué bueno es volver a estar juntos. Me siento como si estuviéramos otra vez en el Bronx. ¿Continuáis tomando vodka Absolut, o habéis encontrado algo más a la moda?

La velada comenzó de esa forma agradablemente cómoda que era un rito entre ellos. La propuesta de un segundo martini, un encogimiento de hombros y «Por qué no, no nos vemos con tanta frecuencia» del obispo. «Yo paso» de Myles y un distraído: «Por supuesto» de Sal. La conversación pasó al tema de la política de actualidad («¿Logrará el alcalde que lo reelijan?»), y de ésta a problemas de la Iglesia («Es imposible educar a un chico en una escuela parroquial por menos de mil seiscientos dólares al año. Cielos, ¿recordáis cuando estábamos en San Francisco Javier y nuestros padres pagaban un dólar al mes? La Parroquia financiaba la escuela con juegos de Bingo»), y de éstos a las lamentaciones de Sal a causa de las importaciones («Seguro, deberíamos preferir las marcas nacionales, pero podemos conseguir la ropa hecha en Corea y Hong Kong, por un tercio del precio. Si cerramos la importación, los precios subirán, si la abrimos, arruinamos nuestra industria»), para terminar en los ácidos comentarios de Myles sobre la delincuencia («Sigo pensando que ignoramos cuánto dinero de la Mafia hay invertido en la Séptima Avenida»).

Inevitablemente, llegaron al tema de la muerte de Nicky Sepetti.

—Fue demasiado fácil para él, morir en la cama —comentó Sal, ya sin la expresión jovial típica de él—. Después de lo que le hizo a tu preciosa.

Neeve vio cómo los labios de Myles se endurecían. Mucho tiempo atrás Sal había oído a Myles llamar cariñosamente a Renata «mi preciosa», y, para irritación de Myles, había adoptado la denominación. «¿Cómo está la preciosa?» saludaba a Renata. Neeve podía recordar el momento, en el velatorio de Renata, cuando Sal se había arrodillado ante el ataúd, los ojos bañados en lágrimas, para después levantarse, abrazar a Myles y decirle:

—Trata de pensar que tu preciosa duerme.

Myles había respondido:

—No está durmiendo. Está muerta. Y por favor, Sal, no vuelvas a llamarla así nunca más. Era mi nombre para ella.

Hasta ahora nunca lo había hecho. Hubo un momento de silencio incómodo; después Sal bebió lo que quedaba de su martini y se puso de pie:

—Enseguida vuelvo —dijo sonriendo, y fue por el pasillo hacia el baño de invitados.

Devin suspiró:

—Será todo un genio con la ropa, pero le falta pulirse un poco.

—Es generoso, y me dio el empujón que yo necesitaba —les recordó Neeve—. Si no fuera por Sal, probablemente yo sería una vendedora en Bloomingdale. —Vio la cara que puso Myles y le advirtió—: No me digas que eso me convendría más.

—Nunca me pasó por la mente.

Para la cena, Neeve apagó la luz de la araña y encendió velas. El comedor quedó en una suave media luz. Todos los platos fueron juzgados excelentes. Myles y el obispo repitieron de todo. Sal repitió de todo dos veces.

—Olvidémonos de la dieta —dijo—. Ésta es la mejor cocina de Manhattan.

A los postres, la charla volvió inevitablemente a Renata:

—Esta receta es de ella —les dijo Neeve—. Preparada especialmente para vosotros dos. Apenas he comenzado a meterme en sus libros de cocina, y es divertido.

Myles les habló de la posibilidad en presidir la Agencia Judicial de Estupefacientes.

—Es posible que yo te haga compañía en Washington —le dijo Devin con una sonrisa, y después agregó—: Esto es estrictamente confidencial por el momento.

Sal insistió en ayudar a Neeve a levantar la mesa, y se ofreció a preparar el espresso. Mientras él se ocupaba en aquello, Neeve sacó del aparador las tacitas de café de porcelana verde y dorada, que habían pertenecido a la familia Rosetti durante generaciones.

Un ruido y un grito de dolor la hicieron correr a la cocina. La jarra con café se había volcado, inundando la mesa y mojando el libro de cocina de Renata. Sal había puesto su mano, muy roja, bajo el chorro de agua fría. Se había puesto muy pálido:

—El asa de esa maldita jarra se desprendió. —Trataba de no sonar preocupado—. Myles, creo que estás tratando de vengarte por haberte roto yo un brazo cuando éramos chicos.

Era evidente que la quemadura era dolorosa.

Neeve buscó las hojas de eucalipto que Myles siempre tenía a mano para aplicar sobre las quemaduras. Secó la mano de Sal y la cubrió con las hojas, para envolverla después en una servilleta limpia. El obispo levantó la jarra y comenzó a secar. Myles se ocupaba del libro de cocina. Neeve vio la expresión en sus ojos al mirar los dibujos de Renata, ahora mojados y manchados.

Sal también lo notó. Apartó la mano de los cuidados de Neeve:

—Myles, perdona, lo siento.

Myles sostuvo el libro encima del fregadero para que goteara el café, luego lo cubrió con una toalla y lo puso cuidadosamente sobre la nevera:

—¿De qué diablos tengo que perdonarte? No fue culpa tuya. Neeve, nunca había visto esa maldita cafetera. ¿De dónde la sacaste?

Neeve empezó a preparar café en la cafetera vieja.

—Fue un regalo —dijo de mala gana—. Te la mandó Ethel Lambston para Navidad, después de venir a la fiesta.

Devin Stanton se mostró desconcertado mientras Myles, Neeve y Sal estallaban en risas.

—Se lo explicaré cuando estemos sentados, Su Gracia —dijo Neeve—. Cielo santo, haga lo que haga, no puedo sacarme de encima a Ethel ni siquiera durante el transcurso de una cena.

*****

Mientras saboreaban el espresso y el Sambuca, ella habló de la aparente desaparición de Ethel. El comentario de Myles fue:

—No hay problemas, en tanto siga desaparecida.

Tratando de no hacer muecas por el dolor de la mano que rápidamente se llenaba de ampollas, Sal se sirvió un segundo Sambuca y dijo:

—No hay un diseñador de la Séptima Avenida al que no haya perseguido a causa de ese artículo. Para responder a tu pregunta, Neeve, me llamó la semana pasada e insistió en que me pasaran la llamada, aunque yo estaba en medio de una reunión. Tenía un par de preguntas del tipo «¿Es cierto que usted tuvo el récord por hacer novillos en el instituto secundario Cristóbal Colón?»

Neeve lo miraba:

—Debes estar bromeando.

—En absoluto. Supongo que el artículo de Ethel tendrá como objetivo el sacar a la luz toda una serie de detalles biográficos por los que los diseñadores famosos pagamos a nuestros agentes de publicidad para que nunca se sepan. Eso puede ser atractivo para un artículo, ¡pero dime si vale medio millón de dólares en un libro! No lo entiendo.

Neeve estaba a punto de decir que en realidad nadie le había ofrecido ese adelanto a Ethel, pero se mordió la lengua. Obviamente, Jack Campbell no había tenido la intención de difundir el dato, cuando se lo dijo a ella.

—A propósito —agregó Sal—, corre la voz de que tu denuncia sobre los talleres de Steuber está sacando a relucir realmente mucha suciedad oculta. Neeve, mantente lejos de ese tipo.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Myles con súbito interés.

Neeve no le había hablado a Myles sobre el rumor de que, por la acción que ella había iniciado, Gordon Steuber corría peligro de ir a la cárcel. Le dirigió una discreta negativa con la cabeza a Sal mientras decía:

—Es un diseñador al que dejé de comprarle por el modo en que hace sus negocios. —Cambió de tema, dirigiéndose a Sal—: Sigo pensando que hay algo de raro en el modo en que desapareció Ethel. Sabes que me compraba toda su ropa, y dejó todos y cada uno de sus abrigos en el armario.

Sal se encogió de hombros:

—Neeve, te diré la verdad, considero a Ethel una mujer con tan poco seso, que es posible que haya salido sin abrigo y ni siquiera lo haya notado. Espera y verás. Probablemente aparecerá con algo que compró en J.C. Penney's.

Myles soltó la risa. Neeve sacudió la cabeza:

—Eres una gran ayuda.

Antes de levantarse, Devin Stanton hizo una plegaria:

—Te agradecemos, Señor, por la buena amistad, por la comida, por la hermosa joven que la preparó, y te pedimos que bendigas la memoria de Renata, a la que todos quisimos.

—Gracias, Dev. —Myles tocó la mano del obispo. Después soltó la risa—. Y si ella estuviera aquí, te estaría mandando a limpiar la cocina, Sal, porque tú organizaste el lío.

Cuando el obispo y Sal se marcharon, Neeve y Myles lavaron los platos y ollas, en amistoso silencio. Neeve cogió la cafetera nueva.

—Quizás habría que tirar esto, antes de que queme a alguien más —observó.

—No, déjala ahí —le dijo Myles—. Parece cara, y puedo arreglarla algún día de éstos, mientras esté mirando Peligro.

Peligro. A Neeve le pareció que la palabra quedaba flotando en el aire. Sacudiendo la cabeza con impaciencia, apagó la luz de la cocina y besó a Myles dándole las buenas noches.

Miró a su alrededor para asegurarse de que todo estaba en orden. La luz del pasillo entraba débilmente en el estudio, y Neeve frunció el ceño al verla caer sobre las páginas arrugadas y manchadas del libro de cocina de Renata, que Myles había puesto sobre su escritorio.