Capítulo VI

El miércoles por la mañana, Neeve le habló a Myles de su preocupación por Ethel. Con el ceño fruncido, mientras untaba una tostada con queso fundido, le dio voz a las ideas que la habían tenido despierta durante la mitad de la noche:

—Ethel es lo bastante alocada como para huir sin sus ropas nuevas, pero había hecho una cita con su sobrino para el viernes.

—O así lo dice él —interrumpió Myles.

—Exactamente. Sé que el jueves entregó un artículo que había estado escribiendo. El jueves fue un día de frío terrible, y a la noche empezó a nevar. El viernes fue como si estuviésemos en pleno invierno.

—Te estás volviendo una meteoróloga —observó Myles.

—Vamos, Myles. Pienso que algo puede andar mal. Todos los abrigos de Ethel estaban en su armario.

—Neeve, esa mujer vivirá para siempre. Puedo imaginarme a Dios y al Diablo diciéndose uno al otro «Llévatela tú, es tuya». —Myles sonrió, satisfecho de su propia broma.

Neeve no respondió, exasperada porque su padre no tomaba en serio su preocupación, pero de todos modos agradecida por el tono alegre. Habían abierto unos centímetros la ventana de la cocina, dejando entrar la brisa del Hudson, con su pizca salobre que bastaba para camuflar la inevitable contaminación de los miles de coches que pasaban por la avenida del parque Henry Hudson. La nieve se estaba desvaneciendo del mismo modo abrupto en que había venido. La primavera estaba en el aire, y quizás eso era lo que le había levantado el ánimo a Myles. ¿O habría otra cosa?

Neeve se puso de pie, fue a la cocina, cogió la cafetera y volvió a llenar las dos tazas.

—Se te ve muy divertido hoy —comentó—. ¿Eso significa que has dejado de preocuparte por Nicky Sepetti?

—Digamos que hablé con Herb y me convenció de que Nicky no podrá lavarse los dientes sin que uno de sus muchachos le sostenga el cepillo.

—Entiendo. —Neeve sabía que no le convenía seguir con el tema—. Bien, en tanto sirva para que dejes de estar encima de mí. —Miró su reloj de pulsera—. Tengo que irme. —En la puerta, vaciló—. Myles, conozco el guardarropas de Ethel como la palma de mi mano. Se perdió de vista el jueves o el viernes, con temperaturas bajo cero, sin llevarse ni un abrigo. ¿Cómo explicarías eso?

Myles se había puesto a leer el Times. Ahora lo bajó, con expresión paciente.

—Juguemos al juego de las suposiciones —sugirió—. Supongamos que Ethel vio un abrigo en el escaparate de alguna otra boutique, y decidió que era justo lo que quería.

El juego de las suposiciones había empezado cuando Neeve tenía cuatro años, en ocasión de habérsele prohibido beber una lata de Coca-Cola. La había bebido de todos modos, y al alzar la vista, con la nevera todavía abierta, cuando estaba saboreando la última gota del líquido de la lata, vio a Myles que la miraba con severidad.

—Tengo una idea, papi —le había dicho de inmediato—. Juguemos a las suposiciones. Supongamos que esta Coca-Cola es zumo de manzana.

De pronto Neeve se sintió tonta:

—Debe de ser por eso que tú eres el policía y yo me dedico a la ropa —dijo.

Pero para cuando terminó de ducharse y vestirse, con una chaqueta de lana color chocolate con mangas ajustadas y puños volcados, y una falda de lana negra hasta media pantorrilla, ya había encontrado la falacia en el razonamiento de Myles. Muchos años atrás, la coca-cola no había sido zumo de manzana, y en este momento ella podría apostarlo todo a que Ethel no se habría comprado un abrigo sin que ella lo supiera.

*****

El miércoles por la mañana, Douglas Brown se despertó temprano y comenzó a extender su dominio sobre el apartamento de Ethel. Había sido una agradable sorpresa, al volver la noche anterior de su trabajo, encontrarlo resplandeciente de limpieza, y todo lo ordenado que podía esperarse que estuviera, dado el papelerío que conservaba Ethel. Había encontrado algo de comida en el congelador; eligió lasagna, y tomó una cerveza fría mientras aquélla se calentaba. El televisor de Ethel era un aparato moderno, de cuarenta pulgadas, y él había cenado en el salón, mirando una película.

Ahora, desde la suntuosidad de la cama de baldaquín con sábanas de seda miraba lo que había en el dormitorio. Su maleta seguía bajo la chaise longue, y sus trajes estaban sobre el respaldo del mismo mueble. Lamentablemente, no sería correcto empezar a usar ese precioso armario de ella, pero no había motivo para que no pudiera colgar sus cosas en el otro.

El segundo armario era evidentemente un guardatodo para su tía. Logró arrinconar los álbumes de fotos y las pilas de catálogos y de revistas viejas, de modo que dejaran espacio libre para colgar sus trajes.

Mientras se hacía el café, se duchó, admirando la cerámica blanca que cubría las paredes del baño y feliz de que los innumerables frascos de perfumes y lociones de Ethel estuvieran ahora bien alineados sobre los estantes de espejo, a la derecha de la puerta. Hasta las toallas estaban bien dobladas en el armario. Eso le hizo fruncir el ceño. El dinero. ¿Esa chica sueca que limpiaba habría encontrado el dinero?

La idea lo hizo saltar de la ducha, secarse vigorosamente, ajustarse la toalla a la cintura y correr al salón. Había dejado un solo billete de cien bajo la alfombra, junto a la mecedora. Seguía allí. O bien esa sueca era honesta, o no lo había encontrado.

«Ethel era una idiota», pensó. Cuando llegaba ese cheque mensual de mil dólares de su ex, lo cobraba en billetes de cien. «Mi dinero loco», le decía a Doug. Era el dinero que usaba cuando lo llevaba a comer a un restaurante caro.

—Ellos comen guisantes, y nosotros caviar —decía—. A veces se acumula. De vez en cuando busco entre los almohadones y le mando lo que ha sobrado a mi contable para que pague ropa. Restaurantes y ropa. En eso ha estado manteniéndome, todos estos años, ese gusano imbécil.

Doug se había reído con ella, y entrechocaron las copas en un brindis por Seamus el gusano. Pero aquella noche se había enterado de que Ethel no llevaba la cuenta del efectivo escondido por la casa, de modo que no echaría de menos un par de cientos de dólares al mes. Y con eso había estado ayudándose durante estos últimos dos años. Un par de veces ella había estado a punto de sospechar, pero no bien empezaba a decirlo, él reaccionaba con la mayor indignación, y ella se echaba atrás.

—Si te tomaras el trabajo de anotar tus gastos, sabrías adónde ha ido a parar ese dinero —le gritaba él.

—Perdona, Doug —se disculpaba Ethel—. Ya me conoces. Se me mete una mosca en el sombrero, y la escupo por la boca.

Doug borró de la memoria la última conversación, cuando ella le había dicho que le hiciera un recado el viernes, y que no esperara propina:

—Seguí tu consejo —le dijo—, y he estado anotando lo que gastaba.

Él se había precipitado en venir, seguro de su capacidad para dulcificarla, sabiendo que si lo despedía, no tendría a nadie a quien poder darle órdenes…

Cuando el café estuvo listo, Doug se sirvió una taza, volvió al dormitorio y se vistió. Al anudarse la corbata, se observó con ojo crítico en el espejo. Tenía buena apariencia. Las cremas faciales, que había empezado a comprar con el dinero hurtado a Ethel, le habían aclarado la piel. También había encontrado un barbero decente. Los dos trajes que había comprado recientemente le quedaban como se suponía que debía quedar la ropa. La recepcionista nueva del Cosmic lo miraba con buenos ojos. Él le había hecho saber que condescendía a hacer este miserable trabajo de oficina porque estaba escribiendo una pieza teatral. Ella conocía a Ethel de nombre. «Y tú también eres escritor», había murmurado con fascinación. Estaría muy bien traer a Linda aquí. Pero tenía que ser cuidadoso, al menos durante un tiempo…

Por encima de la segunda taza de café, Doug revisó metódicamente los papeles que había en el escritorio de Ethel. Había una carpeta de cartulina marcada «Importante». Al revisar su contenido, su rostro empalideció. ¡Esa vieja urraca Ethel tenía acciones, y en cantidad importante! ¡Tenía propiedades en Florida! ¡Tenía un seguro de vida por un millón de dólares!

Al final de la carpeta había una copia de su testamento. Cuando lo leyó, no podía dar crédito a sus ojos.

Todo. Hasta su último centavo se lo dejaba a él. Y era mucho.

Llegaría tarde al trabajo, pero eso no importaba. Doug acomodó su ropa en el respaldo de la chaise longue, hizo la cama con cuidado, quitó el cenicero, plegó una manta, una almohada y sábanas en el sofá del salón para sugerir que había dormido allí, y escribió una nota: «Querida tía Ethel: Supongo que estás en uno de tus viajes imprevistos. Sabía que no te molestaría que durmiese en el sofá hasta disponer de mi nuevo apartamento. Espero que te estés divirtiendo. Tu sobrino que te quiere, Doug».

«Y así queda establecida la naturaleza de nuestra relación», pensó, saludando a la foto de Ethel colgada en la pared, desde la puerta de entrada al apartamento.

*****

A las tres de la tarde del miércoles, Neeve le dejó un mensaje a Tse-Tse en el contestador automático. Una hora después, Tse-Tse la llamaba:

—Neeve, acabamos de hacer un ensayo general. Creo que la obra es de primera —exultó—. Yo todo lo que hago es pasar la bandeja y decir «Sí» con acento sueco, pero nunca se sabe. Es posible que vaya a verla Joseph Papp.

—Serás una estrella —le dijo Neeve, y era lo que creía en realidad—. No veo el momento de poder jactarme de haberte conocido cuando no eras famosa. Tse-Tse, tengo que volver al apartamento de Ethel. ¿Tienes la llave todavía?

—¿Nadie ha sabido nada de ella? —La voz de Tse-Tse perdió su alegría—. Neeve, algo raro está pasando ahí. Ese sobrino chiflado que tiene. Él está durmiendo en la cama, y fumando en el dormitorio de ella. O bien no espera que Ethel vuelva, o no le importa si ella lo mata de una paliza.

Neeve se puso de pie. De pronto se sentía atrapada detrás del escritorio, y las muestras de vestidos y bolsos y joyas y zapatos sembradas por toda su oficina parecían algo terriblemente frivolo. Se había cambiado, para probar un vestido de dos piezas de uno de sus nuevos diseñadores. Era en lana gris claro con un cinturón plateado. La falda amplia apenas si le llegaba a las rodillas. Al cuello, un echarpe de seda en tonos de gris, plateado y melocotón. Ya dos clientes habían pedido el conjunto al vérselo puesto a ella en el salón de ventas.

—Tse-Tse —pidió—, ¿sería posible que volvieras al apartamento de Ethel mañana por la mañana? Si está, perfecto. Dile que estabas preocupada por ella. Si está el sobrino, podrías decirle que Ethel te pidió que hicieras algún trabajo extra, por ejemplo limpiar el armario de cocina o algo por el estilo.

—Seguro —accedió Tse-Tse—. Con gusto. Estoy en el off-off-Broadway, no lo olvides. Sin paga, sólo por el prestigio. Pero tengo que decirte que Ethel no está preocupada en lo más mínimo por la limpieza del armario de la cocina.

—Si aparece ella y no quiere pagarte, lo haré yo —dijo Neeve—. Quiero ir contigo. Querría hacerme una idea de los planes que pudo haber hecho antes de desaparecer.

Acordaron reunirse a las ocho y media de la mañana siguiente, en el vestíbulo. A la hora de salir, Neeve cerró por dentro la entrada de la Avenida Madison. Volvió a su oficina a trabajar un rato en papeles. A las siete llamó a la residencia cardenalicia de la Avenida Madison, y pidió hablar con el obispo Devin Stanton.

—Recibí tu mensaje —le dijo él—. Me encantará ir a cenar mañana por la noche, Neeve. ¿Irá Sal? Bien. Los Tres Mosqueteros del Bronx nos estamos viendo poco últimamente. No he visto a Sal desde Navidad. ¿Se ha vuelto a casar, por casualidad?

Antes de despedirse, el obispo le recordó que su plato favorito seguía siendo la pasta al pesto como ella la preparaba:

—La única que podía hacerla mejor era tu madre, que Dios la tenga en Su Gloria —dijo con dulzura.

Devin Stanton no solía referirse a Renata en una conversación telefónica casual. Neeve tuvo la sospecha de que había estado hablando con Myles sobre la liberación de Nicky Sepetti. Él cortó antes de que ella pudiera interrogarlo al respecto. «Te daré tu pesto, Tío Dev —pensó—, pero también te daré una reprimenda. No puedo soportar que Myles siga vigilándome el resto de mi vida».

Antes de salir, llamó a Sal a su apartamento. Como siempre, él estaba burbujeante de buen humor.

—Por supuesto que no me he olvidado de mañana por la noche. ¿Qué prepararás? Yo llevaré el vino. Tu padre cree ser el único que entiende de vinos.

Se despidieron entre risas. Neeve apagó las luces y salió. El voluble clima de abril había vuelto al frío pero, aun así, ella sintió la necesidad imperiosa de dar un largo paseo. Para tranquilizar a Myles, no había salido a correr en casi una semana, y sentía endurecido todo el cuerpo.

Caminó a paso rápido desde Madison hasta la Quinta Avenida, y decidió cortar por el parque en la Calle 79. Siempre trataba de evitar el área detrás del museo, donde había sido encontrado el cadáver de Renata.

La Avenida Madison había estado muy concurrida por coches y peatones. En la Quinta, los taxis, limusinas y automóviles brillantes pasaban velozmente, pero al lado oeste de la calle, hacia el parque, había poca gente. Neeve se negó a que eso la detuviera.

Entraba al parque cuando se le acercó un coche patrulla:

—Señorita Kearny. —Un sargento sonriente bajaba el cristal de la ventanilla—. ¿Cómo está el jefe?

Reconoció al sargento. En alguna época había sido el chófer de Myles. Se inclinó para charlar con él.

*****

Unos pasos más atrás, Denny se detuvo bruscamente. Llevaba un abrigo largo de un color neutro, con el cuello levantado y una gorra de lana. Tenía el rostro casi oculto. Aun así, sintió los ojos del policía que estaban en el asiento del acompañante, clavados en él. Los policías tenían gran memoria para las caras, y podían reconocer algunas que apenas habían visto de perfil en una foto vieja. Eso, Denny, lo sabía. Siguió caminando, sin mirar a Neeve, sin mirar a los policías, pero aun así sentía ojos que lo seguían. Había un autobús esperando justo frente a él. Se unió a la cola, y logró subir justo antes de que arrancara. Cuando pagaba el billete, sintió la transpiración que le cubría la frente. Un segundo más, y ese policía podría haberlo reconocido.

Se sentó, malhumorado. Este trabajo valía más de lo que le estaban pagando. Cuando Neeve Kearny muriera, cuarenta mil policías de Nueva York se lanzarían a la caza del hombre.

*****

Al entrar en el parque, Neeve se preguntó si era sólo coincidencia que el sargento Collins la hubiera visto. ¿O Myles habrá puesto a cuidarme al mejor ángel guardián de Nueva York?, se preguntó mientras caminaba rápido por el sendero.

Había mucha gente corriendo por el parque, algunos pocos practicando ciclismo, algunos que caminaban simplemente, una cantidad trágica de gente sin casa, durmiendo bajo capas de periódicos o mantas andrajosas. «Podían morir allí y nadie lo notaría», pensó Neeve mientras sus botas de buen cuero italiano se movían sin ruido sobre el camino. No pudo evitar mirar por encima del hombro. En su adolescencia había ido a una biblioteca pública, y había buscado las fotos, en los diarios, del cuerpo de su madre. Ahora apresurando el paso cada vez más tuvo la fantástica sensación de que volvía a ver esas fotos. Pero esta vez era su cara, no la de Renata, la que cubría la primera plana del Daily News con el titular: Asesinada.

*****

Kitty Conway se había inscrito en el curso de equitación que daban en el Parque Estatal Morrison, por una única razón: necesitaba ocupar su tiempo. Era una mujer bonita de cincuenta y ocho años, con cabello rubio y ojos grises realzados por los rasgos finos que los enmarcaban. Hubo una época en que esos ojos siempre parecían bailar en medio de una luz feliz. Al cumplir cincuenta años, Kitty le había dicho a Michael:

—¿Cómo es posible que me sienta como si tuviera veintidós?

—Porque tienes veintidós.

Michael había muerto tres años antes. Cabalgando con destreza a lomos de una yegua color castaño, Kitty pensó en todas las actividades que había emprendido en esos tres años. Había obtenido una licencia inmobiliaria, y era bastante buena vendedora. Había redecorado la casa en Ridgewood, Nueva Jersey, que habían comprado apenas un año antes de que Michael muriera. Trabajaba como voluntaria en campañas de alfabetización. Un día a la semana hacía trabajos voluntarios en el museo. Había realizado dos viajes al Japon, donde Mike Junior, su único hijo, se hallaba trabajando, y le había encantado ocuparse de su nieta medio japonesa. También había reanudado, sin entusiasmo, sus lecciones de piano. Dos veces al mes llevaba en coche a pacientes disminuidos, a sus citas con médicos y, ahora, su más reciente actividad era la equitación. Pero por mucho que hiciera, por muchos amigos nuevos que tuviera, siempre la perseguía un sentimiento de soledad. Aun ahora, al reunirse a los otros diez o doce estudiantes detrás del instructor, sintió sólo una profunda tristeza al contemplar el aura alrededor de los árboles, el resplandor rojizo que era una promesa de la primavera.

—Oh, Michael —susurró—, ojalá pudiera sentirme mejor. De veras me estoy esforzando.

—¿Cómo va eso, Kitty? —gritó el instructor.

—Perfecto —gritó ella.

—Si quieres que sea realmente perfecto, manten más cortas las riendas. Demuéstrale que tú eres la que manda. Y los talones bajos. —De acuerdo.

«Vete al diablo —pensó Kitty—. Este instructor es el peor del grupo. Se suponía que yo tendría a Charley, pero, por supuesto, se lo asignaron a esa nueva chica sexy».

El sendero subía por una pendiente pronunciada. Su animal se detenía a comer cada brizna de verde que había en el camino. Uno a uno, los demás integrantes del grupo la pasaron. Ella no quería quedar separada de los otros.

—Vamos, maldita sea —murmuró. Golpeó con los talones contra los flancos de la yegua.

En un movimiento súbito y violento, la yegua echó atrás la cabeza y retrocedió. Sobresaltada, Kitty tiró de las riendas y el animal tomó por un sendero lateral. Frenética, Kitty trató de recordar las instrucciones. No debía echarse hacia adelante. Siéntate cuando estés en problemas. Sentía que las piedras sueltas resbalaban bajo los cascos. El trote desigual pasó a ser galope, cuesta abajo, por un terreno accidentado. «Cielo santo», pensó, si el caballo caía la aplastaría. Trató de apoyar sólo la punta de las botas en los estribos, para no quedar colgada si caía.

A su espalda oyó al instructor gritando:

—¡No tires de las riendas! —Sintió que el caballo tropezaba con una roca que había cedido bajo su paso. Empezó a inclinarse como si fuera a caer, pero recuperó el equilibrio. Un trozo de plástico negro voló y rozó la mejilla de Kitty. Miró hacia abajo, y tuvo la fugacísima visión de una mano asomando de un puño azul brillante.

El caballo llegó al final de la pendiente rocosa y comenzó a galopar rumbo al establo. Kitty logró mantenerse encima hasta el último momento, cuando salió volando de la silla al detenerse la yegua abruptamente ante un bebedero. Sintió que todos y cada uno de sus huesos era afectado al golpear contra el suelo, pero fue capaz de ponerse de pie, sacudir brazos y piernas y mover la cabeza a un lado y otro. Nada parecía roto, ni siquiera gravemente golpeado, gracias a Dios.

El instructor llegaba al galope:

—Te dije que tenías que controlarla. Tú eres la que manda. ¿Estás bien?

—Nunca estuve mejor —dijo Kitty. Caminó en dirección al coche—. Nos vemos el próximo milenio.

*****

Media hora después, hundida en agua muy caliente, en su bañera jacuzzi, la cabeza reclinada hacia atrás, empezó a reírse. Decidió que nunca sería un buen jinete. Es el deporte de los reyes. Yo me limitaré a correr como cualquier ser humano sensato. Volvió a vivir mentalmente la experiencia. «Probablemente no había durado más de dos minutos», pensó.

Lo peor fue cuando esa bestia maldita resbaló… Le volvió la imagen del plástico que pasaba volando junto a su cara. Y después esa impresión de una mano asomando de una manga azul. Ridículo. Pero lo había visto, ¿no?

Cerró los ojos, disfrutando del movimiento circular del agua, y del aroma y el vapor de las sales.

Olvídalo, se dijo.

*****

El frío intenso de la noche hizo que aumentara la calefacción en el edificio. Aun así, Seamus se sentía helado hasta los huesos. Después de dar vueltas en el plato a una hamburguesa y unas patatas fritas, abandonó toda pretensión de comer. Sentía la mirada de Ruth, que lo atravesaba desde el otro lado de la mesa.

—¿Lo hiciste? —le preguntó ella al fin.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque quizá sea mejor no hacerlo.

—Te dije que lo pusieras por escrito. Que le agradezcas por comprender que tú necesitas ese dinero y ella no. —La voz de Ruth empezaba a subir de volumen—. Que le digas que en estos veintidós años le has pagado un total de casi un cuarto de millón de dólares, además del gran arreglo inicial, y es ridículo pretender más, de un matrimonio que apenas duró seis años. Felicítala por el contrato que firmó por su nuevo libro y dile que te alegras de que no necesite el dinero, pero que tus hijas sí lo necesitan. Después firma la carta, y échala en su buzón. Conservaremos una copia. Y si ella protesta, no habrá una persona en el mundo que no sepa qué especie de bruja codiciosa es. Me gustaría ver cuántas universidades iban a darle títulos honorarios si esto se supiera.

—Ethel prospera con las amenazas —susurró Seamus—. Una carta así, sería un arma en sus manos. Haría del pago de la pensión un triunfo del feminismo. Es un error.

Ruth hizo a un lado su plato.

—¡Escríbela!

Tenían una vieja máquina Xerox en el estudio. Les llevó tres borradores lograr una copia clara de la carta. Ruth le tendió el abrigo a Seamus:

—Ahora ve y échala en su buzón.

Él prefirió caminar las nueve manzanas. La cabeza baja, las manos en los bolsillos, tocando los dos sobres que llevaba. En uno estaba el cheque. Lo había arrancado del final de la libreta y lo había llenado sin que Ruth lo viera. La carta estaba en el otro sobre. ¿Cuál pondría en el buzón de Ethel? Podía imaginarse, como si la estuviera viendo, la reacción de Ethel ante la carta. Con igual claridad, podía imaginarse lo que haría Ruth si él dejaba el cheque.

Giró en la esquina de la Avenida West End y la Calle 82. Todavía había mucha gente fuera. Jóvenes parejas que hacían compras camino a casa, de regreso del trabajo, con los brazos cargados de paquetes. Gente de mediana edad bien vestida, llamando taxis, rumbo a cenas caras y al teatro. Vagabundos derrumbados contra los umbrales.

Seamus se estremeció al llegar al edificio de Ethel. Los buzones estaban en el vestíbulo dentro de la puerta principal cerrada con llave. Cuando venía todos los meses con el cheque, llamaba al portero, que lo dejaba pasar para echar el sobre en el buzón de Ethel. Pero hoy no fue necesario. Una chica a la que reconoció, del cuarto piso, pasó a su lado y subió hacia la puerta. En un impulso repentino, él la tomó del brazo. Ella se volvió, asustada. Era una chica huesuda, de rostro delgado, rasgos afilados. Debía de tener unos catorce años. «No se parecía a sus hijas», pensó Seamus. De algún recóndito gen, las tres habían recibido rostros bonitos, cálidos, con sonrisas encantadoras. Sintió una profunda nostalgia al sacar del bolsillo uno de los sobres.

—¿Le molestaría si entro al vestíbulo con usted? Tengo que dejar un sobre en el buzón de la señorita Lambston.

La expresión de alarma de la chica se borró:

—Oh, por supuesto. Sé quién es usted. Es el ex de ella. Hoy debe ser cinco. Es el día en que usted viene a pagar el rescate. —La chica rió, mostrando que le faltaban algunos dientes.

Sin palabras, Seamus buscó el sobre en el bolsillo y esperó mientras ella abría con su llave. Una furia asesina volvió a invadirlo. ¡De modo que él era el hazmerreír del edificio!

Los buzones estaban inmediatamente después de la puerta. El de Ethel estaba bastante lleno. Seamus seguía sin saber qué hacer. ¿Dejaría el cheque o la carta? La chica esperaba junto a la puerta interior, mirándolo:

—Llega justo a tiempo —dijo—. Ethel le dijo a mi madre que acudiría al juzgado por un solo día que usted se atrase en el pago.

Sintió pánico. Tendría que ser el cheque. Sacó el sobre del bolsillo y lo echó, empujando por la delgada ranura del buzón.

Cuando llegó a su casa, respondió afirmativamente con la cabeza, a las furiosas preguntas de Ruth. No podría soportar, en este momento, la explosión que tendría lugar cuando confesara que había llevado el cheque. Cuando ella lo dejó solo, Seamus colgó el abrigo y sacó el segundo sobre del bolsillo. Lo miró. Estaba vacío.

Se dejó caer en un sillón, temblando y con un gusto a bilis que le subía por la garganta, la cabeza en las manos. Se las había arreglado para echarlo a perder todo, una vez más. Había puesto el cheque y la carta en el mismo sobre, y ahora ambos estaban en el buzón de Ethel.

*****

Nicky Sepetti pasó la mañana del miércoles en cama. El ardor del pecho era peor que la noche anterior. Marie entraba y salía del cuarto. Le trajo una bandeja con zumo de naranja, café, y pan francés fresco cortado en rebanadas y untado con mermelada. Insistió en que la dejara llamar a un médico.

Al mediodía llegó Louie, poco después de que Marie se fuera a trabajar.

—Con respeto, don Nicky, tiene mal aspecto —le dijo.

Nicky le dijo que se quedara abajo, mirando la televisión. Cuando él estuviera dispuesto a partir hacia Nueva York, se lo diría. Louie susurró:

—Tenía razón acerca de Machado. Lo liquidaron. —Sonrió y le guiñó un ojo.

Después del mediodía, Nicky se levantó y comenzó a vestirse. Era hora de salir hacia Mulberry Street, y no le convenía que nadie supiera lo mal que se sentía en realidad. Al buscar su chaqueta, sintió que tenía el cuerpo cubierto de sudor. Cogiéndose al poste de la cama se deslizó hasta quedar sentado, se aflojó la corbata y el cuello de la camisa, y se dejó caer de espalda. Durante las horas que siguieron, el dolor del pecho crecía y menguaba como una ola gigantesca. Bajo la lengua, la boca empezó a arderle a causa de las tabletas de nitroglicerina que hacía disolver allí, una tras otra. Pero no conseguían aliviar el dolor, sólo le producían el ya conocido y breve dolor de cabeza al disolverse.

Empezó a ver rostros delante de sí. El rostro de su madre: «Nicky, no te juntes con esa gente. Tú eres un chico bueno. No te metas en problemas, Nicky». Se probaba a sí mismo para la Mafia. No había trabajo demasiado grande ni demasiado pequeño para él. Pero nunca mujeres. Esa amenaza idiota que había hecho en el tribunal. Tessa. Realmente habría querido ver a Tessa una vez más. Nicky Junior. No, Nicholas. Theresa y Nicholas. Se alegrarían de que él muriera en la cama, como un caballero.

Desde muy lejos oyó abrirse y cerrarse la puerta del frente. Marie debía de haber regresado. Después el timbre, un sonido duro y exigente. La voz irritada de Marie:

—No sé si está en casa. ¿Qué quieren?

«Estoy en casa», pensó Nicky. Sí, estoy en casa. La puerta del dormitorio se abrió de un golpe. Con mirada vidriosa, vio la sorpresa en el rostro de Marie, y oyó su grito:

—¡Llamen a un médico!

Otras caras. Policías. No necesitaba verlos en uniforme. Podía olerlos, aun en su agonía. Entonces supo por qué estaban ahí. Ese espía que habían metido en la banda, el que habían matado. ¡Los policías habían ido de inmediato a verlo a él, por supuesto!

—Marie —dijo. La voz fue apenas un susurro.

Ella se inclinó, puso la oreja sobre sus labios, le pasó una mano por la frente.

—¡Nicky!

Estaba llorando.

—Juro…, por la memoria…, de mi madre…, que no…, ordené…, que mataran…, a la esposa de Kearny. —Quería decir, además, que había tratado de cancelar el contrato por la hija de Kearny. Pero todo lo que pudo gritar fue «Mamá», antes de un último dolor cegador que lo desgarró, y sus ojos se desenfocaron. La cabeza cayó sobre la almohada, su jadeo agonizante llenó toda la casa, y de pronto cesó.

*****

¿A cuánta gente le habría dicho la bocazas de Ethel que sospechaba que él estaba birlándole el dinero que escondía por todo el apartamento? Fue la pregunta que ocupó la mente de Doug durante toda la mañana del miércoles, que pasó tras su escritorio en el vestíbulo del edificio Cosmic Oil. Verificaba las citas, escribía nombres en una planilla, les entregaba a los visitantes una tarjeta de identificación de plástico, y la recibía de vuelta cuando se marchaban, todo automáticamente. Linda, la recepcionista del séptimo piso, bajó varias veces para charlar con él. Hoy Doug se mostró un poco frío con ella, cosa que a Linda le resultaba intrigante. ¿Qué pensaría ella si supiera que él heredaría una montaña de dinero? ¿Y de dónde había sacado Ethel todo ese dinero?

Había una sola respuesta. Ethel le había dicho que le había sacado el máximo a Seamus, a cambio del divorcio. Además de la pensión vitalicia, había obtenido una buena suma, y probablemente había tenido el buen tino de invertirla. Después, aquel libro que había escrito cinco o seis años atrás, se había vendido bien. Aunque parecía frívola y alocada, Ethel había sido astuta. Fue esta última idea la que hizo estremecer de miedo a Doug. Ella sabía que él le estaba hurtando dinero. ¿A cuánta gente se lo habría dicho?

Después de luchar con el enigma hasta el mediodía, tomó una decisión. Había algo extra en su cuenta; podía sacar cuatrocientos dólares. Esperó con impaciencia en la cola interminable del Banco, y pidió el dinero en billetes de cien. Los metería en algunos de los escondrijos de Ethel, los que usaba con menos frecuencia. Así, si alguien buscaba, el dinero estaría allí. Algo tranquilizado, almorzó una salchicha en un puesto callejero, y volvió al trabajo.

A las seis y media, cuando Doug giraba en la esquina de Broadway y la Calle 82, vio a Seamus que subía los escalones del edificio de Ethel. Casi soltó la risa. ¡Por supuesto! Era día cinco, y Seamus el gusano estaba allí, puntual, con su cheque de pensión alimenticia. ¡Qué triste espectáculo constituía, con ese viejo abrigo! Con melancolía, Doug comprendió que pasaría un tiempo antes de que él pudiera comprarse ropa nueva. Tendría que ser muy, muy cuidadoso de ahora en adelante.

Había estado recogiendo el correo todos los días, con la llave que Ethel conservaba en una caja en su escritorio. El sobre de Seamus estaba metido en el buzón, todavía asomando un poco. Lo demás era, en su mayoría, propaganda. Las cuentas de Ethel iban directamente a su contable. Echó una mirada a los sobres, y los arrojó sobre el escritorio. Todos salvo el que venía sin franqueo, la contribución de Seamus. No había sido bien cerrado. Había una nota dentro, además del cheque, cuyo contorno se veía perfectamente.

Sería fácil abrirlo y volverlo a cerrar. La mano de Doug se demoró un instante, y luego, cuidando de no desgarrar el papel, abrió el sobre. El cheque cayó. Vaya, le gustaría hacer analizar esa letra por un psicólogo. Si alguna vez la angustia había sido dibujada como un mapa de carreteras, era en los trémulos garabatos trazados por Seamus.

Doug dejó a un lado el cheque, abrió la nota, la leyó, volvió a leerla, y sintió que la boca se le abría a causa de la perplejidad. Qué diablos… Con todo cuidado, volvió a meter la nota y el cheque en el sobre, le pasó la lengua a la franja engomada y apretó con fuerza. En su mente apareció, congelada, la imagen de Seamus con las manos en los bolsillos, cruzando la calle a paso rápido, casi corriendo. Seamus se proponía algo. ¿A qué estaba jugando, al escribirle a Ethel diciéndole que ella había aceptado no recibir más pagos de pensión alimenticia, e incluyendo un cheque al mismo tiempo?

«Es totalmente falso que ella te haya concedido la libertad», pensó Doug. Lo recorrió un estremecimiento. ¿Esa nota estaría dirigida a él, no a Ethel?

*****

Cuando Neeve llegó a casa encontró, para su placer, que Myles había hecho toda clase de compras de alimentos.

—Hasta fuiste a Zabar's —exclamó, feliz—. Estaba tratando de pensar a qué hora podría escaparme de la tienda, mañana. Ahora puedo empezar a prepararlo todo esta misma noche.

Le había advertido a su padre que hoy haría horas extra en su oficina, después del cierre, y alzó una muda plegaria agradeciendo que él no le preguntara cómo y por dónde había venido.

Myles había asado una pequeña pierna de cordero, había cocido al vapor unos guisantes, y preparado una ensalada de tomates y cebolla. Había puesto la mesa para dos en el estudio, y ya tenía abierta una botella de borgoña. Neeve corrió a ponerse unos pantalones y un jersey, y después, con un suspiro de alivio, se instaló en su silla y cogió su copa de vino.

—Muy amable de tu parte, comisario —dijo.

—Bueno, ya que te has puesto en el trabajo de alimentar a los viejos Mosqueteros del Bronx, mañana por la noche, supuse que hoy me tocaba a mí. —Myles empezó a cortar el asado.

Neeve lo observó en silencio. El tono de piel de su padre era saludable. Los ojos ya no tenían ese aire enfermo y pesado.

—Odio tener que elogiarte, pero tú mismo sabrás que tienes un aspecto espléndido —le dijo.

—Me siento bien. —Myles colocó unas rebanadas perfectamente cortadas en el plato de Neeve—. Espero no haber exagerado con el ajo.

Neeve probó el primer bocado.

—Perfecto. Hay que sentirse bien para cocinar como lo has hecho.

Myles, por su parte, probó el borgoña:

—Buen vino, si lo digo yo.

De pronto sus ojos se nublaron. Una depresión pasajera, según le había dicho el médico a Neeve.

—El ataque al corazón, el abandono de su trabajo, los cambios que esto comporta…

—Y siempre preocupándose por mí —habría agregado Neeve.

—Siempre preocupándose por ti porque no puede perdonarse por no haberse preocupado lo suficiente por tu madre.

—¿Cómo puedo impedirlo?

—En primer lugar, que Nicky Sepetti siga preso. Si eso no es posible, hacia la primavera haz que tu padre empiece a trabajar en algo. En este momento, está destrozado por dentro, Neeve. Estaría perdido sin ti, pero se odia por depender emocionalmente de ti. Es un tipo orgulloso. Y algo más. No lo trates como a un niño.

Eso había sido seis meses atrás. La primavera ya llegaba. Neeve sabía que había hecho un genuino intento de tratar a Myles como en los viejos tiempos. Antes tenían vigorosos debates sobre todo, desde la aceptación de Neeve del préstamo de Sal, a la política en cualquier nivel:

—Eres el primer Kearny, en noventa años, que vota a los republicanos —había explotado Myles.

—No es tan grave como perder la fe.

—Pero se le aproxima.

Y justo ahora, cuando estaban en la buena senda, lo preocupaba la salida de Nicky Sepetti, pensaba Neeve, y esa preocupación podía continuar indefinidamente.

Sacudiendo la cabeza inconscientemente, miró alrededor y decidió, como siempre, que el estudio de su padre era su cuarto favorito en el apartamento. La vieja alfombra oriental era roja y azul, en diversos matices de ambos colores; el sofá de cuero y las sillas eran hermosas e invitantes. Las fotografías cubrían las paredes. Myles recibiendo innumerables placas y honores. Myles con el alcalde, el gobernador, el presidente republicano. Las ventanas que daban al Hudson. Las cortinas eran las que había puesto Renata: victorianas, en rojos y azules oscuros, cálidos, brillantes bajo la luz de los apliques de cristal en la pared. Rodeados por los apliques, estaban los retratos de Renata. El primero, tomado por el padre de ella, cuando Renata tenía diez años y era la niña que había salvado a Myles, a quien miraba con adoración, mientras él apoyaba en almohadones la cabeza vendada. Renata con Neeve recién nacida, con Neeve aprendiendo a caminar. Renata, Neeve y Myles bañándose en la playa de Maui. Eso había sido el año antes de la muerte de Renata.

Myles le preguntó por el menú para la noche siguiente:

—No sabía qué habías pensado, así que compré de todo —le dijo.

—Sal me dijo que no quería compartir tu dieta. El obispo quiere pesto.

Myles gruñó:

—Recuerdo cuando Sal pensaba que un sándwich con mayonesa era un plato de gourmet, y cuando la madre de Devin lo mandaba a comprar pasteles de pescado de diez centavos, y una lata de espagueti Heinz.

Neeve tomó el café en la cocina, y empezó a organizar la cena. Los libros de cocina de Renata estaban en un estante sobre la mesa. Cogió su favorito, una reliquia familiar con recetas del norte de Italia.

Tras la muerte de Renata, Myles había enviado a Neeve a un profesor privado, para que no perdiera el italiano. Durante todos los veranos de su adolescencia había pasado un mes en Venecia con sus abuelos, y había hecho un año de universidad en Perugia. A lo largo de años se había resistido a abrir esos libros de cocina, por no ver las anotaciones en la letra grande y enérgica de Renata:

«Más pimiento. Hornear sólo veinte minutos. Conservar el aceite». Podía ver a Renata, canturreando mientras cocinaba, permitiéndole a la pequeña Neeve que resolviera o mezclara o midiera, y estallando al ver algún error en las recetas:

—Cara, o esto es una errata o el chef estaba borracho. ¿Cómo va a poner tanto aceite en el condimento? Es como beberse el mar Muerto.

A veces Renata había dibujado veloces perfiles de Neeve en los márgenes de las páginas, esbozos que eran encantadoras miniaturas: Neeve vestida de princesa sentada a la mesa, Neeve trabajando sobre una fuente, enorme para ella, Neeve disfrazada de Gibson Girl probando una galleta. Docenas de dibujos, y cada uno de ellos con una carga insoportable de nostalgia. Aún ahora, Neeve no podía permitirse más que una ojeada. Los recuerdos que aquellos trazos evocaban eran demasiado dolorosos. Sintió una súbita humedad en los ojos.

—Yo le decía que debía ir a una escuela de arte —dijo Myles. Neeve no había advertido que él estaba mirando por encima de su hombro.

—A mamá le gustaba lo que hacía.

—Venderle ropa a mujeres aburridas.

Neeve se mordió la lengua:

—Que es exactamente lo que piensas que yo hago, supongo.

Myles adoptó un aire conciliador:

—Oh, Neeve, perdona. Estoy algo nervioso, lo admito.

—Estás nervioso, pero además, es eso lo que piensas. Ahora sal de mi cocina.

Deliberadamente, empezó a golpear los recipientes contra la mesa cuando los ponía sobre ésta para medir, verter, cortar o mezclar. Debía reconocerlo. Myles era el peor machista del mundo. Si Renata hubiera estudiado arte, y hubiera llegado a ser una mediocre acuarelista, él lo habría considerado un pasatiempo elegante y digno de una dama. Myles, simplemente no podía entender que ayudar a las mujeres a elegir ropa tentadora, podía significar una gran diferencia para esas mujeres en su vida social y profesional.

«Lo he escrito en Vogue, Town and Country, The New York Times y Dios sabe en cuántos sitios más, —pensó Neeve—, pero eso no significa nada para él. Es como si yo estuviera robándole a la gente, por cobrarles mis servicios».

Recordó lo molesto que se había sentido Myles cuando, durante la fiesta de Navidad, había encontrado a Ethel Lambston en la cocina hojeando los libros de cocina de Renata.

—¿Le interesa la cocina? —le había preguntado fríamente.

Por supuesto, Ethel no había notado su irritación.

—En lo más mínimo —le había dicho tranquilamente—. Leo en italiano, y ocurrió que encontré los libros. Queste desegni sono stupendi.

Tenía abierto un libro en una de las páginas con dibujos. Myles se lo había quitado de las manos:

—Mi esposa era italiana. Yo no hablo el idioma.

Fue en ese punto en el que Ethel advirtió que Myles era viudo, y se pegó a él durante todo el resto de la velada.

Al fin todo estuvo preparado. Neeve metió los platos en el refrigerador, limpió la cocina y puso la mesa en el comedor. Se tomó el trabajo de ignorar a Myles, que miraba la televisión en su estudio. Cuando estaba terminando de colocar platos y cubiertos en el aparador del comedor, empezaban las noticias de las once.

Myles le tendió una copa de brandy.

—Tu madre golpeaba las ollas y botes cuando estaba enfadada conmigo. —Su sonrisa era infantil. Era su disculpa. Neeve aceptó el brandy:

—Lástima que no te los haya tirado por la cabeza.

Estaban riendo juntos cuando sonó el teléfono. Myles atendió. Su alegre «Hola» se transformó de inmediato en un bombardeo de preguntas. Neeve vio cómo sus rasgos se endurecían. Cuando colgó, dijo sin entonación:

—Era Herb Schwartz. Habíamos logrado meter un hombre en el círculo íntimo de Nicky Sepetti. Acaban de encontrarlo en un callejón, entre cubos de basura. Está vivo, y es posible que no muera.

Neeve escuchaba, y su boca se secaba. El rostro de Myles estaba tenso, pero ella no lograba interpretar su expresión.

—Se llama Tony Vitale —dijo Myles—. Tiene treinta y un años. Ellos lo conocían como Carmen Machado. Le dispararon cuatro veces. Debería estar muerto, pero de algún modo ha sobrevivido. Había algo que quería que supiéramos.

—¿Qué? —susurró Neeve.

—Herb estaba allí, en la sala de urgencias. Tony le dijo: «No hizo contrato, Nicky, Neeve Kearny». —Myles se llevó una mano a la cara como si tratara de ocultar su expresión. Neeve miraba su rostro angustiado:

—¿No habías creído en serio que habría un contrato por mi vida?

—Oh, sí que lo creí. —La voz de Myles subió de volumen—. Sí que lo creí. Y ahora, por primera vez en diecisiete años, podré dormir por las noches. —Puso las manos sobre los hombros de su hija—. Neeve, fueron a interrogar a Nicky. Y llegaron a tiempo para verlo morir. El maldito hijo de perra tuvo un ataque al corazón. Está muerto, ¡Neeve, Nicky Sepetti está muerto!

La abrazó. Ella sentía los furiosos latidos del corazón de su padre.

—Entonces, que esta muerte te libere, papá —rogó.

Inconscientemente, le cogió el rostro con ambas manos, y recordó que era la caricia familiar de Renata. Deliberadamente, imitó el acento de Renata:

—Caro Milo, escúchame.

Los dos lograron producir trémulas sonrisas, y Myles dijo:

—Lo intentaré. Te lo prometo.

*****

El detective Anthony Vítale, conocido por la familia Sepetti como Carmen Machado, estaba en la unidad de terapia intensiva del hospital St. Vincent. Las balas se habían alojado en sus pulmones y habían astillado las costillas que protegían la cavidad torácica, y deshecho los huesos del hombro izquierdo. Milagrosamente, seguía vivo. Una cantidad de tubos invadía su cuerpo, goteando dentro de sus venas antibióticos y suero. Un respirador había tomado a su cargo las funciones de respiración.

En los momentos de conciencia que atravesaba de tanto en tanto, Tony podía percibir los rostros preocupados de sus padres. Soy duro. Trataré de superarlo, quería decirles para tranquilizarlos.

Si pudiera hablar. ¿Había logrado decir algo cuando lo encontraron? Había tratado de hablarles del contrato, pero no le había salido como se lo había propuesto.

Nicky Sepetti y su banda no habían hecho un contrato por la vida de Neeve Kearny. Lo había hecho alguien distinto. Tony sabía que le habían disparado el martes por la noche. ¿Cuánto hacía que estaba en el hospital? Oscuramente, recordaba fragmentos de lo que le habían dicho a Nicky acerca del contrato: No se puede cancelar un contrato. El ex jefe de Policía ya debería estar planeando otro funeral.

Tony trató de levantarse. Tenía que advertirles.

—Tranquilo —murmuró una voz suave.

Sintió un pinchazo en el brazo, y pocos instantes después se deslizaba a un sueño mudo y sin imágenes.