Capítulo V

A la mañana siguiente, Tse-Tse estaba lista, en el vestíbulo, a las ocho y media en punto. Llevaba el cabello atado en dos coletas sobre las orejas. Una capa de terciopelo negro le colgaba de los hombros hasta los tobillos. Bajo la capa llevaba un uniforme negro con delantal blanco.

—Conseguí un papel de doncella en una obra nueva —le confió a Neeve mientras la aligeraba de algunas bolsas—. Pensé que necesitaba practicar. Si Ethel está en casa, le dará un ataque de risa cuando me vea vestida así. —Su acento sueco era excelente.

Unos timbrazos enérgicos no produjeron ninguna respuesta en el apartamento de Ethel. Tse-Tse buscó en su bolso hasta encontrar la llave. Cuando abrió la puerta, se hizo a un lado y dejó que Neeve la precediera. Con un suspiro de alivio, Neeve soltó la pila de bolsas sobre el sofá, y se enderezó.

—Dios existe —murmuró, pero su voz se apagó en ese momento.

Un joven atlético había aparecido en la entrada del pasillo que llevaba al dormitorio y al baño. Obviamente en proceso de vestirse, sostenía la corbata en una mano. Su camisa blanca crujiente no estaba del todo abotonada. Sus ojos verde claro, en un rostro que con otra expresión podría haber sido atractivo, estaban entrecerrados por una mueca de disgusto. Su cabello todavía sin peinar le caía sobre la frente en una masa de rizos. Neeve había quedado perpleja, y oyó detrás de ella a Tse-Tse que contenía el aliento.

—¿Quién es usted? —Preguntó Neeve—. ¿Y por qué no contestó a la puerta?

—Creo que soy yo quien debe hacer las preguntas. —El tono del desconocido era sarcástico—. Y contesto a la puerta cuando me da la gana hacerlo.

Intervino Tse-Tse:

—Usted es el sobrino de la señorita Lambston —dijo—. He visto su fotografía. —El acento sueco iba y venía—. Usted es Douglas Brown.

—Sé quién soy. ¿Les molestaría decirme ahora quiénes son ustedes? —El tono sarcástico no disminuía. Neeve sintió aumentar su ira:

—Soy Neeve Kearny —dijo—. Y ella es Tse-Tse; limpia el apartamento de la señorita Lambston. ¿Podría decirnos dónde está ella? Me dijo que necesitaba esta ropa para el viernes, y he estado cargando con ella desde entonces.

—Así que usted es Neeve Kearny. —Ahora la sonrisa se volvió insolente—. Los zapatos número tres van con el vestido beige. Bolso número tres y bisutería de la Caja A. ¿A todas sus clientes les da esas indicaciones?

Las mandíbulas de Neeve se endurecieron.

—La señorita Lambston es una muy buena cliente y una mujer muy ocupada. Y yo también soy una mujer ocupada. ¿Está en casa, y si no, cuándo volverá?

Douglas Brown se encogió de hombros. Algo de la animosidad lo abandonó:

—No tengo idea de dónde estará mi tía. Me pidió que viniera a verla el viernes por la tarde. Tenía una tarea que encomendarme.

—¿El viernes por la tarde? —preguntó Neeve.

—Sí. Cuando llegué, no estaba. Tengo llave, y entré. Desde entonces no ha vuelto. Hice la cama en el sofá, y me quedé. Acabo de perder mi subarrendamiento, y no tengo prisa por ir a un hotel.

Había algo así como demasiadas palabras en la explicación. Neeve miró a su alrededor. El sofá sobre el que había dejado las ropas tenía una manta y una almohada apiladas en un extremo. Frente al sofá se acumulaban los periódicos. Siempre que ella había estado aquí, los almohadones del sofá estaban tan cubiertos de papeles y revistas que no se veía el tapizado. En la mesita se apilaban recortes de periódicos. Al estar el apartamento al nivel de la calle, las ventanas tenían barrotes, y aun éstos habían sido usados como soportes para libros. Al otro lado de la sala, pudo ver el interior de la cocina. Como siempre, las mesas estaban atestadas de cosas sucias. Las paredes de la sala estaban cubiertas, al azar, por fotografías mal enmarcadas de Ethel: Ethel recibiendo el Premio Anual de la Sociedad Norteamericana de Periodistas y Autores. Eso había sido por su ácido artículo sobre los hoteles de la Seguridad Social y los inquilinos abandonados. Ethel al lado de Lyndon y Lady Bird Johnson. Había trabajado con el candidato en su campaña de 1964. Ethel en el Waldorf, con el alcalde de la ciudad, la noche que Contemporary Woman la había homenajeado.

A Neeve se le ocurrió algo, de pronto:

—Yo estuve aquí el viernes por la noche —dijo—. ¿A qué hora dijo usted que llegó?

—A las tres de la tarde. No he contestado el teléfono ni una sola vez. Ethel se pone furiosa cuando alguien contesta una llamada que es para ella.

—Es cierto —dijo Tse-Tse. Por un momento olvidó el acento sueco, después volvió—. Sí, sí, es cierto.

Douglas Brown se pasó la corbata por el cuello.

—Tengo que ir a trabajar. Deje las ropas de Ethel, señorita Kearny. —Se volvió hacia Tse-Tse—. Y si usted encuentra algún modo de limpiar esto, perfecto. Pondré mis cosas aparte, por si Ethel decide favorecernos con su presencia.

Ahora parecía apresurado por irse. Se volvió y fue hacia el dormitorio.

—Un minuto —le dijo Neeve. Esperó hasta que él se detuvo y la miró por encima del hombro—. Usted dice que vino a las tres de la tarde, el viernes. Entonces debió estar aquí cuando yo traté de entregar esta ropa. ¿La molestaría explicarme por qué no atendió a la puerta esa noche? Podía haber sido Ethel que se hubiera olvidado la llave. ¿No?

—¿A qué hora vino?

—Alrededor de las siete.

—Yo había salido a comer algo. Lo siento. —Desapareció en el dormitorio y cerró la puerta.

Neeve y Tse-Tse se miraron. Tse-Tse se encogió de hombros.

—Será mejor que me ponga a trabajar. —Su voz era la de un ruiseñor sueco—. Vaya, vaya, tardaría menos en limpiar todo Estocolmo, que este basurero. —Olvidó el acento—. ¿Te parece que puede haberle sucedido algo a Ethel?

—Pensé en hacer que Myles llamara pidiendo informes de accidentes —dijo Neeve—. Aunque debo decir que el amante sobrino no parece loco de preocupación. Cuando se vaya, colgaré estas cosas en el armario de Ethel.

Douglas Brown salió del dormitorio un instante después. Ya estaba totalmente vestido, con un traje azul oscuro, un impermeable doblado en el brazo, el cabello cepillado hacia atrás; se le veía muy atractivo, dentro de su estilo hosco. Pareció sorprendido, y no muy complacido, al ver que Neeve seguía allí.

—Pensé que estaba muy ocupada —le dijo—. ¿Ayudará en la limpieza?

Los labios de Neeve se apretaron amenazadoramente.

—Colgaré esta ropa en el armario de su tía, para que pueda usarla cuando la necesite, y después me marcharé. —Le arrojó su tarjeta—. Avíseme a este teléfono si sabe algo de ella. Le aseguro que estoy empezando a preocuparme.

Douglas Brown le echó una mirada a la tarjeta y se la metió al bolsillo.

—No veo por qué. En los dos años que llevo viviendo en Nueva York, mi tía ha hecho este truco de la desaparición por lo menos tres veces, y siempre se las ha arreglado para tenerme esperando en algún restaurante o en este apartamento. Yo estoy empezando a creer que está razonablemente loca.

—¿Se quedará hasta que ella regrese?

—No creo que eso sea de su incumbencia, señorita Kearny, pero probablemente sí.

—¿Tiene una tarjeta con un número donde localizarlo en horas de oficina? —preguntó Neeve, cuyo malhumor iba en aumento.

—Lamentablemente, en el Cosmic Oil Building no hacen tarjetas para recepcionistas. Sabe, igual que mi querida tía, yo soy escritor. Lamentablemente, a diferencia de ella, no he sido descubierto por el mundo editorial, así que me mantengo mediante el recurso de sentarme detrás de un escritorio, en el vestíbulo del Cosmic, y confirmar las citas de los visitantes. No es el trabajo que haría un gigante del intelecto, pero debe recordar que Herman Melville trabajó como empleado en Ellis Island, si no me equivoco.

—¿Usted se considera un nuevo Herman Melville? —Neeve no hizo ningún esfuerzo por disimular el sarcasmo.

—No. Yo escribo en otro género. Mi último libro se llama La vida espiritual de Hugh Hefner. Hasta ahora ningún editor le ha encontrado la gracia.

Se fue. Neeve y Tse-Tse se miraron.

—Qué cretino —dijo Tse-Tse—. Y pensar que es el único pariente que tiene la pobre Ethel.

Neeve buscó en su memoria:

—No creo que nunca me lo haya mencionado.

—Hace dos semanas, yo estaba aquí haciendo la limpieza y ella habló con él por teléfono, y estaba realmente enfadada. Ethel esconde dinero por todo el apartamento, y creía que faltaba algo. Prácticamente lo acusó de ladrón.

El apartamento sucio y desordenado, de pronto le provocó claustrofobia a Neeve. Quería salir de él.

—Colgaré esa ropa de una vez.

Si Douglas Brown había dormido en el sofá la primera noche, era evidente que desde entonces estaba usando el dormitorio de Ethel. En la mesa de noche había un cenicero lleno de colillas. Ethel no fumaba. Los muebles provincianos franceses, blancos y antiguos, eran, lo mismo que todo lo demás en el apartamento, caros, pero su eficacia estética se perdía en el desorden. Sobre el tocador había perfume y un viejo cepillo de plata, que hacía juego con un peine y un espejo. Ethel había dejado una cantidad de notas, recordatorios que se hacía a sí misma, enganchados en el borde del espejo grande enmarcado en dorado. Sobre una chaise longue de damasco rosa, había varios trajes de hombre, pantalones y chaquetas deportivas. En el piso, a medias bajo el mismo mueble, había una maleta de hombre.

—Ni siquiera él se atrevió a meterse con el armario de Ethel —le observó Neeve. La pared del fondo del dormitorio, que era, bastante amplio, consistía en un elaborado armario.

Cuatro años atrás, cuando Ethel le pidió por primera vez a Neeve que la ayudara con su ropa guardada, Neeve le dijo que no le asombraba que nunca pudiera hacer coincidir dos prendas. Necesitaba más espacio. Tres semanas después, Ethel había vuelto a invitarla. La había llevado al dormitorio, y le había mostrado con orgullo su adquisición, un armario que le había costado diez mil dólares. Lo tenía todo: espacios cortos para blusas, altos para vestidos, un área para perchas de chaquetas, otra para trajes, un sector para ropa de vestir, otro para ropa informal. Había cajones para suéteres y para bolsos; espacio para zapatos; un nicho para joyas con perchas de bronce en forma de ramas de árbol para collares y pulseras e incluso un par de manos de yeso, elevadas como en una plegaria, para los anillos. Ethel le había señalado esas manos:

—¿No parecen capaces de estrangularte? —preguntó riendo—. Le dije al tipo que me lo vendió que yo guardaba todos mis accesorios en cajas numeradas, pero me dijo que debía tener esto de todos modos. Según él, si no lo compraba ahora, algún día me arrepentiría.

En contraste con el resto del apartamento, el armario estaba impecablemente limpio y ordenado. Cada prenda colgaba de su percha forrada en satén. Las cremalleras estaban subidas; las chaquetas, abotonadas.

—Desde que tú empezaste a vestirla, la gente no ha dejado de elogiarle la ropa a Ethel —observó Tse-Tse—. Y eso a ella le encanta.

En el interior de las puertas, Ethel había pegado las listas que le había dado Neeve, marcando qué accesorio iba bien con cada prenda.

—Lo revisamos todo con Ethel, el mes pasado —murmuró Neeve—. Hicimos lugar para las cosas nuevas. —Puso la ropa que había traído sobre la cama y empezó a sacarla de las fundas de plástico—. Bueno, haré lo que haría si ella estuviera aquí. Colgaré todo en su sitio, y pegaré la lista.

A medida que colgaba la ropa nueva, revisó el contenido del armario. El abrigo de cebellina. La chaqueta de marta. El abrigo de paño rojo. El Burberry. La capa. La capa blanca con cuello de caracul. El abrigo de cuero con cinturón. A continuación de los abrigos venían los trajes. Uno de Donna Karans, uno de Beenes, uno de Ultrasuedes, uno de… Neeve se detuvo, con los dos trajes nuevos todavía en las manos.

—Espera un minuto —dijo. Miró en el estante superior. Sabía que el equipaje Vuitton de Ethel consistía en cuatro piezas haciendo juego, con un motivo de tapicería. Eran un bolso grande con bolsillos, una bolsa alargada estilo marinero, y dos maletas, una grande y una mediana. Faltaban los dos bolsos y una de las maletas—. La buena de Ethel —dijo colgando los dos trajes—. Se fue. Falta el conjunto beige con el cuello de visón. —Empezó a revisar sistemáticamente. El traje de lana blanca, el traje tejido, verde, el blanco y negro—. Vaya, lo guardó todo y se fue, así sin más. Juro que podría matarla con mis propias manos. —Se echó hacia atrás el cabello que le había caído sobre la frente—. Mira —dijo señalando la lista pegada a la puerta y los sitios vacíos en el armario. Se llevó todo lo que necesitaba para estar perfecta. Supongo que al ver el tiempo tan malo, decidió que no necesitaba la ropa primaveral. Bueno, dondequiera que esté, espero que esté haciendo treinta grados. Che noiosa spera che muore di caldo…

—Tranquilízate, Neeve —dijo Tse-Tse—. Cuando empiezas con el italiano, es que tu furia está llegando a niveles peligrosos.

Neeve se encogió de hombros.

—Al diablo. Le enviaré la factura a su contable. Al menos él tiene la cabeza puesta en su lugar. Nunca se olvida de pagar a tiempo. —Miró a Tse-Tse—. ¿Y tú? ¿Contabas con la paga de hoy?

Tse-Tse negó con la cabeza:

—La vez anterior me pagó por adelantado. No hay problema.

*****

En el negocio, Neeve le contó a Betty lo que había pasado.

—Deberías agregar a la cuenta los gastos de taxi y tu tiempo —dijo Betty—. Esa mujer es demasiado.

Al mediodía, cuando habló con Myles, Neeve le contó lo que había pasado.

—Y pensar que estaba por pedirte que hicieras revisar las listas de accidentados —dijo.

—Escucha, si un tren viera a esa mujer en las vías, se haría a un lado —respondió Myles.

Pero, por algún motivo, la irritación de Neeve no duró. En lugar de eso, persistió la sensación molesta de que algo estaba mal en la súbita partida de Ethel. Dicha sensación persistía cuando cerró la tienda a las seis y media, y fue a la fiesta que daba la revista Women's Wear Daily, en el hotel St. Regis. En medio de la resplandeciente multitud de elegantes, se encontró con Tony Mendell, la elegante directora de Contemporary Woman, y se apresuró a preguntarle:

—¿Sabes cuánto tiempo estará fuera Ethel?

—Me sorprende no verla aquí —le dijo Tony—. Me dijo que vendría, pero todos sabemos cómo es Ethel.

—¿Cuándo saldrá su artículo acerca del mundo de la moda?

—Lo entregó el jueves por la mañana. Tuve que hacerlo revisar por los abogados, para asegurarnos de que no nos demandarán. Nos hicieron quitar algunas pocas cosas, pero aun así es maravilloso. ¿Te enteraste del gran contrato que firmó con Givvons y Marks?

—No.

Un camarero pasó ofreciendo canapés: salmón ahumado y caviar sobre pequeñas tostadas. Neeve cogió uno. Tony negó con la cabeza con gesto triste.

—Ahora que vuelven a estar de moda las cinturas, no puedo permitirme ni una aceituna. —Volvió al tema del que hablaban—. El artículo es sobre los grandes estilos de los últimos cincuenta años, y los diseñadores que estuvieron detrás de ellos. Francamente, el tema ha sido tratado mil veces, pero tú conoces a Ethel. Ella todo lo vuelve apasionante y divertido. De pronto, hace dos semanas, se puso terriblemente misteriosa. Al día siguiente entró como una tromba en la oficina de Jack Campbell, y lo convenció de firmar un contrato con un adelanto millonario, por un libro sobre el tema de la moda. Probablemente se ha encerrado a escribirlo en alguna parte.

—¡Querida, estás divina! —La voz venía de alguna parte a espaldas de Neeve.

La sonrisa de Tony mostró todos y cada uno de sus dientes meticulosamente arreglados.

—Carmen, te dejé docenas de mensajes. ¿Dónde has estado escondiéndote?

Neeve empezó a alejarse, pero Tony la detuvo.

—Escucha, acaba de llegar Jack Campbell. Es aquel tipo alto de traje gris. Quizás él sepa dónde puedes encontrar a Ethel.

Para cuando Neeve logró atravesar el salón, Jack Campbell había sido rodeado. Esperó, escuchando las felicitaciones que recibía él. Por los fragmentos de conversación que oía, se enteró de que a Campbell acababan de nombrarlo presidente de la editorial Givvons y Marks, que se había comprado un apartamento en la Calle 52 Este, y que seguramente le gustaría vivir en Nueva York.

Le calculó poco menos de cuarenta años; era joven para su puesto. Tenía el cabello castaño oscuro, muy corto. Neeve sospechaba que si lo tuviera más largo, sería rizado. El cuerpo tenía la magra esbeltez de un corredor. El rostro era delgado; los ojos del mismo castaño oscuro que el cabello. La sonrisa parecía auténtica. Le producía pequeñas arrugas al costado de los ojos. Le gustó el modo en que inclinaba la cabeza hacia delante para escuchar a un periodista mayor, y luego se volvía hacia otra persona sin perder la cortesía.

«Un verdadero arte», pensó Neeve, la clase de cosa que los políticos hacían naturalmente, pero no muchos hombres de negocios dominaban.

Era posible quedarse mirándolo sin llamar la atención. ¿Qué había en Jack Campbell que le resultaba conocido? Algo. Ella lo conocía de otra parte. ¿De dónde?

Pasó un camarero, y ella aceptó otra copa de vino. La segunda y última, pero al menos beber la hacía parecer ocupada.

—¿Eres Neeve, no?

En los escasos segundos en que le había dado la espalda, Jack Campbell se había acercado a ella. Se presentó a sí mismo.

—Chicago, hace seis años. Tú volvías de esquiar, y yo estaba en una excursión de compras. Empezamos a hablar cinco minutos antes de que el avión aterrizara. Tú estabas muy entusiasmada porque abrirías un negocio de modas. ¿Cómo te fue?

—Perfecto. —Neeve recordaba vagamente aquella conversación. Había salido de prisa del avión para tomar otro vuelo. Pero habían hablado de… Trabajo. Sí, eso era—. ¿Tú no estabas empezando a trabajar en una editorial?

—Sí.

—Obviamente, te fue bien.

—Jack, aquí hay una gente que querría que conocieras. —El editor jefe del W le tiraba de la manga.

—No quiero retenerte —le dijo Neeve rápidamente—. Sólo una pregunta. Me han dicho que Ethel Lambston está escribiendo un libro para ti. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

—Tengo el número de su casa. ¿Eso te sirve?

—Gracias, pero lo tengo yo también. —Neeve levantó la mano en un gesto de disculpa—. No debo demorarte.

Se volvió y se hundió en la multitud, súbitamente agotada por el ruido de voces, y consciente de que el día de trabajo la había cansado.

En la acera frente al St. Regis se apiñaba la multitud habitual a la caza de taxis. Neeve se encogió de hombros y fue caminando hasta la Quinta Avenida, y desde allí hacia el norte. Era una noche agradable. Una caminata le aclararía la cabeza. Pero en el Central Park un taxi se desocupó justo frente a ella. Vaciló, después cogió la puerta abierta y entró. De pronto, la idea de caminar otros dos kilómetros en tacones altos, no parecía tan atractiva.

No pudo ver la expresión de disgusto en la cara de Denny. Él la había esperado pacientemente frente al St. Regis, y la siguió Quinta Avenida arriba. Cuando la vio dirigirse al parque pensó que había llegado su oportunidad.

*****

A las dos de esa mañana, la despertó algo que pasaba en un sueño. Había estado soñando que estaba frente al armario de Ethel, haciendo una lista.

Una lista.

—Espero que se muera de calor, dondequiera que esté.

Eso era. Abrigos. La chaqueta. La capa. El Burberry. La capa blanca. El abrigo de cuero. Estaban todos.

Ethel había entregado el artículo el jueves. Nadie la había visto el viernes. Los dos días habían sido ventosos y de muchísimo frío. El viernes había nevado. Pero todos los abrigos de invierno de Ethel seguían en su lugar, en el armario…

*****

Nicky Sepetti se estremeció dentro del jersey que su esposa le había tejido el año que lo metieron en la cárcel. Todavía le iba bien de hombros, pero le colgaba muy suelto a la altura del estómago. Había perdido quince kilos en la prisión.

De su casa hasta el paseo marítimo había sólo cien metros. Sacudiendo la cabeza con impaciencia ante los regaños de su esposa («Ponte una bufanda, Nicky, te has olvidado de lo fuerte que es el viento del mar»), abrió la puerta del frente y la cerró tras de sí. Una lengua de aire salobre le cosquilleó la nariz, y él lo respiró con gusto. Cuando era pequeño, en Brooklyn, su madre solía llevarlo en autobús a bañarse a la playa de Rockaway. Treinta años después, él había comprado la casa en Belle Harbor para veranear con Marie y los chicos. Ella se había mudado allí definitivamente, después de que a él lo sentenciaran.

¡Diecisiete años, que habían terminado el viernes pasado! La primera vez que respiró el aire fuera de la cárcel, le dolió el pecho. «Cuídese del frío», le habían aconsejado los médicos.

Marie había preparado una gran cena, y había colgado un cartel: «Bienvenido a casa, Nicky». Tuvo que irse a la cama a mitad de la cena, aturdido y mareado. Habían llamado los chicos, Nick Junior y Tessa: «Papá, te queremos», le dijeron.

No había permitido que lo visitaran en la cárcel. Cuando lo sentenciaron, Tessa iniciaba la Universidad. Ahora tenía treinta y cinco años, dos hijos y vivía en Arizona. Su marido la llamaba Theresa. Nick Junior se había cambiado el apellido paterno por el de Damiano, que era el apellido de soltera de Marie. Nicholas Damiano, un médico que vivía en Connecticut.

—No vengáis ahora —les había advertido Nicky—. Esperad a que desaparezcan los periodistas.

Todo el fin de semana, él y Marie permanecieron en la casa, dos extraños en silencio, mientras las cámaras de televisión esperaban que él saliera.

Pero esta mañana ya se habían ido. Las noticias envejecían pronto. Un ex mafioso enfermo. Nicky sintió cómo el aire salobre le llenaba los pulmones.

Un tipo calvo con uno de esos disparatados chándales corriendo en dirección a él, se detuvo:

—Feliz de verlo, señor Sepetti. Se le ve muy bien.

Nicky frunció el ceño. No quería escuchar nada de eso. Sabía cómo estaba. Después de ducharse, media hora antes, se había estudiado cuidadosamente en el espejo de la puerta del baño. La calvicie en la parte superior del cráneo era completa, pero el cabello seguía siendo espeso en la nuca y las sienes. Al entrar a la cárcel tenía el pelo muy negro, con algunos hilos plateados. Ahora lo que quedaba era de un gris pálido o un blanco sucio, a elección. El resto del examen no lo había alegrado más. Los ojos saltones, que siempre le habían disgustado, aun cuando era joven y bastante apuesto, ahora sobresalían de la cara como bolitas. Una vieja cicatriz en la mejilla, acentuada por la palidez de la piel. La pérdida de peso no lo había hecho esbelto. Más bien se lo veía desinflado, como una almohada que hubiera perdido el relleno. Un hombre al borde de los sesenta. Había tenido cuarenta y dos al entrar en la cárcel.

—Sí, muy bien —dijo—. Gracias. —Sabía que ese tipo, que tenía delante y lo miraba con una gran sonrisa nerviosa, vivía a dos o tres casas de la suya, pero no podía recordar el nombre.

Su voz debió de sonar irritada. El corredor pareció incómodo:

—De todas formas. Me alegro de que esté de vuelta. —Su sonrisa ahora parecía forzada—. Hermoso día, ¿no? Frío, pero ya se siente la primavera.

«Si quisiera un informe del tiempo, habría encendido la radio», pensó Nicky, y después alzó la mano en un saludo de despedida:

—Sí, sí —murmuró. Caminó rápidamente hasta llegar al paseo marítimo.

El viento había azotado al mar hasta hacer asomar toda su espuma. Nicky se inclinó sobre la barandilla, recordando cómo cabalgaba las olas cuando era niño. Su madre siempre estaba gritándole. «No vayas tan lejos. Te ahogarás. Ya verás».

Inquieto, se enderezó y volvió a caminar hacia la Calle 98 Playa. Iría hasta donde pudiera ver la escollera, y regresaría. Los muchachos vendrían a buscarlo. Irían primero al club y después a un almuerzo de celebración en la calle Mulberry. Un gesto de respeto hacia él, pero no se engañaba. Diecisiete años era una ausencia demasiado prolongada. Se habían metido en asuntos que él nunca les habría permitido tocar. Se corría la voz de que estaba enfermo. Completarían lo que habían empezado en estos años, es decir dejarlo a un lado. Y él debía aceptarlo, sin alternativa.

A Joey lo habían sentenciado junto con él. Con la misma condena. Pero Joey salió a los seis años. Ahora Joey estaba al mando.

Myles Kearny. A él podía agradecerle esos once años extra.

Nicky inclinó la cabeza para defenderse del viento, tratando de aceptar dos hechos más amargos aún. Sus hijos podían decirle que lo querían, pero la verdad era que se avergonzaban de él. Cuando Marie iba a visitarlos, decía a los amigos de ellos que era viuda.

Tessa. Dios, ella lo adoraba cuando era niña. Quizás había sido un error de su parte no dejar que lo visitara en la cárcel durante todos estos años. Marie iba a verla regularmente. Allí, lo mismo que en Connecticut, Marie se llamaba Sra. Damiano. Nicky quería conocer a los chicos de Tessa, pero el marido de ella decía que era mejor esperar un tiempo.

Marie. Nicky podía percibir el resentimiento de su esposa, por todos los años que había esperado. Era peor que resentimiento. Trató de parecer feliz de verlo en casa, pero sus ojos eran fríos y distantes. Él podía leerle el pensamiento: «Por tu culpa, Nicky, ahora somos unos descastados incluso entre nuestros amigos». Marie tenía apenas cincuenta y cuatro años, y parecía diez años mayor. Trabajaba en la oficina de personal del hospital. No lo necesitaba, pero cuando tomó el empleo le había dicho a él: «No puedo quedarme todo el día en casa mirando las cuatro paredes».

Marie. Nick Junior, no, Nicholas, Tessa, no, Theresa. ¿Lo habrían lamentado de veras si él hubiera muerto de un infarto en la cárcel? Quizá si hubiera salido en seis años, como Joey, no habría sido demasiado tarde. Demasiado tarde para todo. Los años extra que había quedado preso por Myles Kearny… Y seguiría en la cárcel si hubieran podido encontrar alguna excusa para no soltarlo.

Nicky ya había pasado la Calle 98 antes de darse cuenta de que no había visto la gigantesca estructura de la vieja escollera, y se sobresaltó al ver que ya no existía. Se volvió y emprendió el regreso, metiendo las manos heladas en los bolsillos, encogiendo los hombros para contrarrestar el efecto del viento. Tenía gusto a bilis en la boca, manchando el sabor fresco a sal que podía sentir en los labios…

Cuando llegó de vuelta a casa, el coche lo estaba esperando. Louie estaba al volante. Louie, el único al que siempre podría darle la espalda sin miedo a que le disparara a traición. Louie, que nunca olvidaba los favores recibidos.

—Cuando quiera, don Sepetti —dijo Louie—. Me alegro de volver a verlo. —Y Louie lo decía en serio.

Nicky vio la sombra de malhumorada resignación en los ojos de Marie, cuando entró en la casa y se cambió de americana. Recordó un cuento que había tenido que escribir en el instituto secundario. Se le había ocurrido un argumento sobre un tipo que desaparecía, y su esposa lo creía muerto y «ella se resignaba, sin inconvenientes, a su nueva vida de viuda». Pues bien, Marie se había resignado, sin inconvenientes, a su vida de viuda, sin él.

Era algo que debía afrontar. No lo quería de vuelta. Sus hijos se habrían sentido aliviados con su desaparición. Les gustaría una linda y clara muerte natural, que no necesitara explicaciones especiales. Si supieran qué cerca estaban de una solución de ese tipo…

—¿Cenarás cuando vuelvas a casa? —le preguntó Marie—. Hoy trabajo en el turno del mediodía a las nueve. ¿Quieres que te deje algo en la nevera?

—Olvídalo.

Hizo en silencio el viaje por la Autopista Fort Hamilton, por el túnel Brooklyn-Battery, a través de Manhattan Sur. En el club, nada había cambiado. La fachada seguía siendo pobre y ruinosa. Dentro, la mesa de juego con las sillas dispuestas para la próxima partida, la gigantesca máquina de preparar café, el teléfono público del que todo el mundo sabía que estaba intervenido por la Policía.

La única diferencia estaba en la actitud de la familia. Oh, sí, se apiñaron a su alrededor, tributándole su respeto, con sonrisas, innumerables sonrisas falsas de bienvenida. Pero él sabía.

Se alegró cuando llegó la hora de ir a la calle Mulberry. Al menos Mario, el dueño del restaurante, pareció contento de verlo. El salón privado estaba listo para ellos. Las pastas y los entrantes eran sus platos favoritos de los años anteriores a la cárcel. Nicky sintió un principio de relajamiento, sintió que algo del viejo poder volvía a fluir por su cuerpo. Esperó a que sirvieran el postre, junto con el rico y espeso café negro, antes de mirar a las caras, uno tras otro, a los diez hombres sentados como dos filas idénticas de soldaditos de plomo. Asintió, reconociendo a los de la derecha, luego a los de la izquierda. Dos de las caras eran nuevas para él. Uno estaba bien. El otro le fue presentado como «Carmen Machado».

Nicky lo estudió con cuidado. Unos treinta años, cabello y cejas espesos muy negros, nariz achatada, muy delgado, pero duro. Hacía tres o cuatro años que estaba con ellos. Alfie lo había presentado; lo había conocido en el negocio de los coches. Por instinto, Nicky no confió en aquel hombre. Le preguntaría después a Joey cuánto sabían realmente sobre él.

Su mirada llegó a Joey. Joey, que había salido en seis años, que había asumido el mando mientras él, Nicky, seguía allá encerrado. El rostro redondo de Joey estaba cubierto de arrugas de lo que pasaba por una sonrisa. Joey parecía el gato que se acababa de comer al canario.

Nicky advirtió que el pecho le ardía. De pronto, la comida le pesaba en el estómago.

—Pues bien, dime —le ordenó a Joey—. ¿Qué has pensado?

Joey seguía sonriendo.

—Con respeto, tengo grandes noticias para ti. Todos sabemos lo que sientes por el hijo de perra Kearny. Espera a oír esto. Hay un contrato lanzado por su hija. Y no es nuestro. Steuber la liquidará. Es casi como un regalo para ti.

Nicky dio un salto y golpeó con el puño en la mesa. Aturdido de furia, estuvo durante un momento martillando el duro roble:

—¡Bastardos estúpidos! —gritó—. ¡Estúpidos bastardos malolientes! Deshaced ese contrato. —Vio fugazmente a Carmen Machado, y supo de pronto que estaba mirando la cara de un policía—. Deshacedlo. Os ordeno que lo deshagáis, ¿entendido?

La expresión de Joey pasó del miedo a la preocupación, y de ésta a la piedad:

—Nicky, tienes que saber que eso es imposible. Nadie puede cancelar un contrato. Ya es demasiado tarde.

*****

Quince minutos después, junto a un silencioso Louie al volante, Nicky regresaba a su casa de Belle Harbor. El pecho le quemaba en oleadas de dolor. Las pildoras de nitroglicerina, bajo la lengua, eran inútiles. Cuando mataran a la chica de Kearny, la Policía no descansaría hasta colgarle la culpa a él, y Joey lo sabía bien.

Fatigado, comprendió que había sido un tonto al advertir a Joey acerca de Machado:

—Es imposible que ese tipo haya trabajado en Florida para la familia Palino —le había dicho—. Fuiste demasiado torpe al no hacerlo investigar a fondo, ¿no es verdad? Estúpido bastardo, cada vez que abres la boca le estás mostrando las entrañas a un policía.

*****

El martes por la mañana, Seamus Lambston se despertó tras cuatro horas de sueño plagado de pesadillas. Había cerrado el bar a las dos y media, leyó un rato los periódicos y se metió en silencio en la cama, tratando de no despertar a Ruth.

Cuando las chicas eran jóvenes, habían podido dormir hasta más tarde, ir al bar al mediodía, volver para una cena temprana con la familia, y después quedarse en el bar hasta la hora de cerrar. Pero en los últimos años el negocio había estado cayendo por una pendiente estable, el alquiler se había duplicado y vuelto a duplicar, él había despedido barmans y camareros, y había ido suprimiendo platos hasta quedarse sólo con un menú de sándwiches. Hacía todas las compras él mismo, tenía que ir a abrir a las ocho u ocho y media y, salvo por una breve pausa para cenar en casa, permanecía allí hasta la hora de cerrar. Y aun así, no podía mantener la cabeza fuera del agua.

El rostro de Ethel lo había perseguido en sueños. El modo en que se le ponían protuberantes los ojos cuando se enojaba. La sonrisa sardónica que él había erradicado de su cara.

Al llegar a su apartamento, el jueves por la tarde, le había mostrado una instantánea de sus hijas:

—Ethel —le había rogado—, míralas. Ellas necesitan el dinero que te estoy pagando a ti. Dame una esperanza.

Ella había cogido la foto y la había estudiado con todo cuidado.

—Deberían haber sido mías —dijo cuando se la devolvía.

Ahora el estómago se le retorcía de miedo. Su cheque de pensión debía ser pagado el cinco. Mañana. ¿Se atrevería a hacer el cheque?

Eran las siete y media. Ruth ya estaba levantada. La oyó en la ducha. Se levantó y fue al cuarto que le servía de estudio. Ya estaba iluminado por los rayos del sol naciente que entraban por la ventana. Se sentó al escritorio de tapa corredera que había pertenecido a su familia durante tres generaciones. Ruth lo odiaba. Quería poder reemplazar todo aquel viejo mobiliario pesado por piezas modernas de colores claros.

—En todos estos años, no he comprado ni siquiera una silla —le gustaba recordarle—. Le dejaste a Ethel todos tus muebles buenos cuando te separaste, y yo he tenido que vivir con toda la porquería de tu madre. Los únicos muebles nuevos que tuvimos, fueron las cunas y camas de las chicas, y ni siquiera eso fue lo que yo quería para ellas.

Seamus postergó la agonía de decidir sobre Ethel y su cheque, haciendo otros. El gas y la electricidad, el alquiler, el teléfono. Seis meses atrás habían cancelado su suscripción a la televisión por cable. Así ahorraban veintidós dólares mensuales.

Oyó, en la cocina, el ruido de la cafetera. Pocos minutos después entró Ruth en el estudio, con un vaso de zumo de naranja y una taza de café humeante sobre una bandejita. Estaba sonriendo, y por un instante le recordó a la mujer bonita y callada con la que se había casado, tres meses después del divorcio. Ruth no era afecta a las manifestaciones de cariño, pero cuando depositó la bandeja sobre el escritorio, se inclinó y le besó la cabeza.

—Sólo ahora, al verte haciendo los cheques del mes, puedo creerlo —dijo—. No más cheques para Ethel. Oh, Dios, Seamus, al fin podemos empezar a respirar. Celebrémoslo esta noche. Deja a alguien que te reemplace en el bar. Hace meses que no salimos a cenar fuera.

Seamus sintió que se retorcían los músculos de su estómago. El rico olor del café le produjo náuseas.

—Querida, sólo espero que ella no cambie de opinión —balbuceó—. Quiero decir, no tengo nada por escrito. ¿Te parece que debería enviarle su cheque como siempre y dejar que me lo devuelva? Yo pienso que sería lo mejor. Porque así tendríamos algo legal, quiero decir, una prueba de que ella estuvo de acuerdo en que dejara de pagarle.

Se atragantó en ese momento al recibir una súbita bofetada sobre la oreja izquierda. Alzó la vista y tuvo que entrecerrar los ojos ante el gesto asesino que había en el rostro de Ruth. Él había visto ese gesto en otra cara, pocos días atrás.

Pero la expresión de Ruth se disolvió al instante en un intenso rubor, y lágrimas que le inundaron los ojos.

—Seamus, perdón, lo hice automáticamente. —Se le quebró la voz. Se mordió un labio y alzó los hombros—. Pero no más cheques. Si quiere retirar su palabra, que lo haga. Yo misma la mataré antes que permitirte pagarle un centavo más.