Capítulo IV

El lunes por la mañana Neeve estaba en el vestíbulo, los brazos una vez más cargados con las ropas de Ethel, cuando Tse-Tse, una actriz de veintitrés años, salió sin aliento del ascensor. Llevaba el cabello rubio rizado, y los ojos maquillados con fuertes matices de violeta. Su linda boquita estaba pintada como la de una muñeca. Tse-Tse, cuyo nombre civil era Mary Margaret McBride, estaba apareciendo siempre en producciones teatrales off-off-Broadway, la mayoría de las cuales no se mantenían en cartel más de una semana.

Neeve había ido a verla varias veces, y había quedado asombrada de lo realmente buena actriz que era Tse-Tse. La joven podía mover un hombro, dejar caer el labio inferior, modificar la postura, y literalmente se volvía otra persona. Tenía un oído excelente para los acentos, y podía modular su voz desde el agudo histérico hasta la ronquera sensual. Compartía un apartamento, en el edificio Schwab, con otra aspirante a actriz, y a la modesta asignación que le pasaba, no de muy buena gana, su familia, se sumaba lo ganado en otros trabajos temporales. Había renunciado a los trabajos de camarera en bares o de pasear perros, en favor de los de limpieza:

—Cincuenta dólares por cuatro horas, y no tienes que andar arrastrando un caniche por las calles —según le explicó a Neeve.

Neeve le había recomendado Tse-Tse a Ethel Lambston, y sabía que la chica limpiaba el apartamento de la escritora, varias veces al mes. Ahora la vio aparecer como una enviada del cielo. Al llegar el taxi, le explicó su dilema.

—Se supone que debo ir mañana —le explicó Tse-Tse hablando rápido—. Para decirle la verdad, Neeve, ese apartamento es de los que me hacen desear volver a pasear bulldogs. Por limpio y ordenado que lo deje, cuando vuelvo ya está hecho una pocilga.

—Lo he visto —dijo Neeve—. Escucha, si Ethel no viene hoy a la tienda a recoger esta ropa, mañana te llevaré en un taxi y dejaremos todo en su armario. Supongo que tienes llave.

—Me la dio hace seis meses. Llámame. Nos vemos. —Tse-Tse le tiró un beso a Neeve y salió corriendo calle abajo. Como un exótico flamenco con su pelo rubio ensortijado, su delirante maquillaje, su chaquetón de lana de un rojo brillante, mallas rojas y zapatillas deportivas amarillas.

*****

En el negocio, Betty ayudó a Neeve a colgar, una vez más, la ropa de Ethel en el sector Entregas del cuarto de costura.

—Esto ha ido más allá del comportamiento normalmente loco de Ethel —dijo con un gesto preocupado que hacía más profundas las arrugas de la frente y el entrecejo—. ¿Crees que puede haber tenido un accidente? Quizá deberíamos llamar a la Policía.

Neeve hacía una pila con las cajas de accesorios.

—Puedo pedirle a Myles que pregunte por los informes de accidentes —dijo—, pero es demasiado pronto para darla por desaparecida.

De pronto, Betty sonrió:

—Quizá consiguió un novio al fin, y fue a pasar un fin de semana de éxtasis en alguna parte.

Por la puerta abierta, Neeve echó una mirada al salón de ventas. Había llegado la primera cliente de la mañana, y una vendedora nueva le estaba mostrando vestidos de noche que eran absolutamente inadecuados para ella. Neeve se mordió el labio. Sabía que tenía algo del temperamento volcánico de Renata, y necesitaba vigilarse a sí misma.

—Es lo que espero, por el bien de Ethel —comentó, y fue, con una amplia sonrisa, hacia la cliente y la vendedora—. Marian, ¿por qué no traes el vestido de chiffon verde de Delia Rosa? —sugirió.

Fue una mañana atareada. La recepcionista siguió marcando el número de Ethel. La última vez que le informó que no contestaban, Neeve pensó fugazmente que si Ethel había encontrado a un hombre con el que valiera la pena escapar, nadie lo celebraría tanto como el ex marido de Ethel, quien veintidós años después del divorcio seguía mandando cheques de pensión alimenticia mes tras mes.

*****

El lunes era el día libre de Denny Adler. Había planeado emplearlo en seguir a Neeve Kearny, pero el domingo por la noche hubo una llamada para él en el teléfono público del pasillo de la casa de la pensión donde vivía.

El dueño del restaurante le dijo a Denny que tendría que ir a trabajar al día siguiente. Habían despedido al hombre de la barra:

—Estuve revisando los libros, y descubrí que el hijo de perra estaba metiendo la mano en la caja. Te necesito mañana.

Denny soltó una maldición en silencio. Pero sería estúpido negarse.

—Allí estaré —dijo sin entusiasmo. Al cortar, pensó en Neeve Kearny, en la sonrisa que le había dirigido el día anterior cuando le entregaba su almuerzo, el modo en que el cabello renegrido le enmarcaba el rostro, el modo en que sus pechos llenaban el suéter elegante que llevaba puesto. El Gran Charley había dicho que iba a la Séptima Avenida los lunes por la tarde. Eso significaba que ni siquiera al salir del trabajo podría localizarla. Quizás era mejor así. Había hecho planes para la noche del lunes con la camarera del bar de enfrente, y no quería suspenderlos.

Mientras volvía a su habitación por el pasillo húmedo y con olor a orina, pensaba en el rostro bonito de Neeve Kearny.

Pero ningún rostro bonito resistía la prueba de unas semanas en el cementerio.

*****

Neeve dedicaba la tarde de los lunes a una visita a la Séptima Avenida. Amaba la confusión ruidosa del área de tiendas de confección, las aceras atestadas, los camiones de entregas aparcados en doble fila en las calles estrechas, los ágiles muchachos que hacían las descargas y pasaban con atados de ropa sobre la cabeza esquivando a la gente, la sensación de que todos iban con prisas, sin tiempo que perder.

Había empezado a venir aquí con Renata, cuando tenía ocho años. A pesar de las tibias objeciones de Myles, Renata había tomado un trabajo de medio día en una tienda de ropa en la Calle 72, a sólo dos calles del apartamento donde vivían. Antes de que pasara mucho tiempo, la dueña, una mujer de edad, delegó en Renata el trabajo de hacer las compras para la tienda. Neeve podía ver todavía a Renata, negando con la cabeza cuando algún diseñador ansioso de vender trataba de persuadirla de un cambio de opinión acerca de una prenda:

—Cuando una mujer se sienta, con este vestido, lo siente trepar por la espalda —decía Renata. Cuando se apasionaba, su acento italiano se hacía mucho más patente—. Una mujer debe vestirse, mirarse en el espejo para ver si no tiene un punto levantando en la media o un dobladillo descosido; y después debe olvidarse de lo que tiene puesto. La ropa debe ser como una segunda piel.

Pero también tenía buen ojo para los nuevos diseñadores. Neeve conservaba el broche de camafeo que uno de ellos le había regalado a Renata. Ella había sido la primera en vender su línea.

—Tu mamá fue la primera en ponerme en circulación —le recordaba Jacob Gold a Neeve—. Una hermosa mujer, y sabía de modas. Como tú. —Era el mejor cumplido que pudieran hacerle.

Hoy, mientras Neeve se abría paso por la Séptima Avenida, advirtió que se sentía vagamente angustiada. Había un latido de dolor en algún lugar de su psiquis, como una muela emocional que le doliera. Se dijo a sí misma: Antes de que pase mucho tiempo más, seré uno de esos irlandeses supersticiosos, que siempre tienen «presentimientos» sobre problemas que esperan a la vuelta de la esquina.

En Artless Sporswear encargó unas chaquetillas de lino, con shorts Bermudas haciendo juego.

—Me gustan los tonos pastel —murmuró—, pero necesitan algún tipo de dinamita.

—Nosotros sugerimos esta blusa. —El empleado, con el formulario de pedidos en la mano, le señaló un estante donde se apilaban blusas de nylon de colores pálidos con botones blancos.

—Mm. Irían mejor con un jersey escolar. —Neeve dio una vuelta por el salón de exhibición, hasta localizar una camiseta de seda multicolor—. A esto me refería. —Eligió varias camisetas, con diferentes colores y dibujos, y las puso sobre los trajes—. Esta con el color melocotón; ésta con el malva. Ahora sí funciona…

En Victor Costa, eligió unas románticas blusas de gasa de cuello bote que flotaban en las perchas. Y una vez más, Renata volvió a su mente. Renata, con un Victor Costa de terciopelo negro, yendo a una recepción de Año Nuevo con Myles. Al cuello llevaba su regalo de Navidad; un collar de perlas con un racimo de pequeños diamantes.

—Pareces una princesa, mami —le había dicho Neeve. Ese momento había quedado impreso en su mente. Había estado tan orgullosa de sus padres. Myles, esbelto y elegante con su cabello, ya entonces blanco; Renata, tan delgada y hermosa, con el pelo negro peinado en un moño.

Al siguiente Año Nuevo, apenas unas pocas personas vinieron al apartamento. El padre Devin Stanton, que ahora era obispo y el tío Sal, que seguía luchando por hacerse un nombre como diseñador. Herb Schwartz, el asistente de Myles, y su esposa. Hacía siete semanas que Renata había sido asesinada…

Neeve comprendió que el empleado estaba esperando pacientemente a su lado. Se disculpó. Hizo el encargo, fue a las tres tiendas que seguían en su lista y después, cuando empezaba a oscurecer, fue a hacer su visita habitual al tío Sal.

Los salones de Anthony della Salva estaban diseminados por todo el Distrito. La colección de línea deportiva estaba en la Calle 37 Oeste. Los accesorios, en la Calle 35 Oeste. Las oficinas administrativas en la Sexta Avenida. Pero Neeve sabía que podía hallarlo en su oficina privada en la Calle 36 Oeste. Era allí, en un pequeño local tipo agujero-en-la-pared, donde se había iniciado. Ahora ocupaba tres pisos suntuosamente equipados. Anthony della Salva, né Salvatore Espósito del Bronx, era uno de los grandes diseñadores del país, a la altura de Bill Blass, Calvin Klein y Oscar de la Renta.

Para el infinito disgusto de Neeve, al cruzar la Calle 37 se encontró cara a cara con Gordon Steuber. Meticulosamente vestido con una chaqueta color habano sobre un suéter escocés marrón y beige, pantalones oscuros y mocasines Gucci, el cabello castaño rizado resplandeciente, delgado, de rasgos regulares, hombros anchos y cintura estrecha; Gordon Steuber podría haberse ganado la vida como modelo. En lugar de eso, pasados apenas los cuarenta años, era un astuto hombre de negocios con un olfato sobrenatural para contratar diseñadores jóvenes y explotarlos como sólo él sabía hacerlo.

Gracias a sus jóvenes diseñadores, su línea de vestidos y trajes femeninos era excitante y provocativa. Ganaba lo suficiente como para no necesitar explotar a trabajadores ilegales, pensó Neeve mirándolo fríamente. Y si, como le había sugerido Sal, estaba también en problemas con el fisco, no podía pedirse más.

Pasaron uno junto al otro sin hablarse, pero a Neeve le pareció como si emanara ira de la persona de él. Había oído hablar del aura que emite la gente. «No quiero saber de qué color es su aura en este momento», pensó mientras apresuraba el paso rumbo a la oficina de Sal.

Cuando la recepcionista vio entrar a Neeve, llamó inmediatamente a la oficina privada del jefe. Un instante después, Anthony della Salva, el «tío Sal», apareció por la puerta. Su rostro de querubín brillaba de alegría al abrazarla.

Neeve sonrió al verlo. Sal era su mejor publicidad para su propia línea de ropa masculina. Su versión de un traje safari era un cruce entre uniforme de paracaidista y Jungle Jim en su mejor versión.

—Lo adoro. Será el furor de East Hampton el mes que viene —le dijo aprobatoriamente mientras lo besaba.

—Ya lo es, querida. Incluso es el furor en Iowa. Eso me asusta un poco. Debo estar en decadencia. Ven. Salgamos de este lugar. —Camino a su oficina, se detuvo a saludar a unos compradores forasteros—. ¿Están bien atendidos? ¿Susan se ocupa de ustedes? Perfecto. Susan, muéstrales la línea de tiempo libre. Eso saldrá por sí solo de las tiendas, lo prometo.

—Tío Sal, ¿quieres atender en persona a esos clientes? —le preguntó Neeve mientras caminaban a través del salón.

—De ninguna manera. Le harán perder dos horas a Susan y terminarán comprando tres o cuatro de las cosas más baratas que vean. —Con un suspiro de alivio cerró la puerta de su área privada—. Ha sido un día loco. ¿De dónde saca el dinero la gente? Volví a subir mis precios; son escandalosos, y la gente se precipita a comprar más y más.

Su sonrisa era beatífica. Su rostro redondo se había hinchado en los últimos años, y ahora los ojos eran ranuras perdidas bajo párpados pesados. Él, Myles y el obispo habían crecido juntos en el mismo sector del Bronx, habían jugado juntos a la pelota, habían ido juntos al instituto de enseñanza secundaria Christopher Columbus. Era difícil creer que él también tenía sesenta y dos años.

Su escritorio estaba cubierto de muestras de telas.

—¿Puedes creerlo? Recibimos un pedido para diseñar tapizados para coches Mercedes de juguete para niños de tres años. Yo a los tres años jugaba con un carrito rojo de segunda mano, y una de las ruedas se le salía constantemente. Cada vez que se le salía, mi padre me pegaba por no cuidar mis juguetes buenos.

Neeve sintió mejorar su propio humor:

—Tío Sal, no sabes cómo me gustaría grabarte. Podría hacer una fortuna chantajeándote después.

—Tú sí tienes corazón, niña. Siéntate. Tomemos una taza de café. Recién hecho, lo prometo.

—Sé que estás ocupado, tío Sal. Cinco minutos nada más. —Neeve se desabotonó la chaqueta.

—¿Podrías olvidarte de lo de «tío», querida? Ya estoy demasiado viejo para que me traten con respeto. —Le echó una mirada crítica a la ropa que llevaba puesta Neeve—. Estás perfecta, como siempre. ¿Qué tal van los negocios?

—Fantásticamente.

—¿Y Myles? Supe que Nicky Sepetti salió el viernes. Supongo que eso lo está desgarrando.

—Estuvo mal el viernes, pero pasamos un bonito fin de semana. Ahora, no estoy segura.

—Invítame a cenar esta semana. Hace un mes que no lo veo.

—Hecho. —Neeve miró cómo Sal servía café de la Silex que tenía junto a su escritorio Miró a su alrededor—. Amo esta oficina.

El empapelado de la pared que estaba detrás del escritorio, representaba el motivo Arrecife del Pacífico, el diseño que había hecho famoso a Sal.

Sal le había contado más de una vez cómo se había inspirado para esa línea:

—Neeve, yo estaba en el Acuario de Chicago. Era 1972. Ese año la moda era un lío. Todos estaban hastiados de la minifalda. Y todos tenían miedo de probar algo nuevo. Los grandes diseñadores estaban presentando trajes sastre. Shorts Bermudas, trajes ajustados sin forro. Colores pálidos. Colores oscuros. Blusas con volantes, de internado de monjas. Nada que le hiciera decir a una mujer: «Así quiero verme yo». Me paseaba por el acuario, y subí al piso donde se exhibe el llamado Arrecife del Pacífico. Neeve, era como caminar bajo el agua. Piscinas del piso al techo llenas con cientos de peces y plantas exóticas, y corales y caracolas. Y los colores de todo eso… Era como si lo hubiera pintado el mismísimo Michelangelo. Y los dibujos y formas…, docenas y docenas, cada uno único. El plateado transformándose en azul; el coral y el rojo entrelazados. Había un pez amarillo, brillante como el sol de la mañana, con manchas negras. Y la gracia de los movimientos, la fluidez. Pensé: ¡si se pudiera hacer algo así en tela! Empecé a hacer dibujos allí mismo. Sabía que tenía algo grande entre manos. Ese año gané el Premio Coty. Puse cabeza abajo toda la industria de la moda. Las ventas de los grandes modistos fueron fantásticas. Lo mismo que las licencias para la venta masiva y la fabricación de accesorios. Y todo porque tuve la inteligencia de copiar a la Madre Naturaleza. —Siguió la mirada de Neeve, fija en la pared—. Ese diseño. Maravilloso. Alegre. Elegante. Agraciado. Tentador. Sigue siendo lo mejor que yo haya hecho. Pero no se lo digas a nadie. No saben mi secreto. La semana que viene te haré ver el adelanto de mi colección de otoño. Viene en segundo lugar entre lo mejor que he hecho. Sensacional. ¿Y qué tal tu vida amorosa?

—No existe.

—¿Y ese tipo que invitaste a cenar hace un par de meses? Estaba loco por ti.

—El hecho de que no puedas recordar su nombre lo dice todo, sigue ganando dinero a toneladas en Wall Street. Acaba de comprarse un avión y una casa en Vail. Olvídalo. Tenía la personalidad de un fideo mojado. Siempre se lo digo a Myles, y te lo digo a ti también: cuando aparezca el hombre, yo me enteraré.

—No esperes demasiado, Neeve. Tú creciste en medio del romance de cuento de hadas de tu madre y tu padre. —Sal terminó su café de un gran trago—. Para la mayoría de nosotros, no es así.

Neeve tuvo una fugaz diversión, al comprobar que cuando Sal estaba con amigos íntimos, su vago acento italiano desaparecía y volvía a su jerga nativa del Bronx.

—La mayoría de nosotros nos encontramos. Nos interesamos un poco. Después no tanto. Pero seguimos viéndonos y poco a poco sucede algo. No hay magia. Quizá sólo amistad. Nos adecuamos el uno el otro. Puede no gustarnos la ópera, pero vamos a la ópera. Podemos odiar los ejercicios, pero empezamos a jugar al tenis o a correr por las mañanas. Después aparece el amor. Así le sucede al noventa por ciento de la gente del mundo, Neeve. Créeme.

—¿Así fue como te sucedió a ti? —le preguntó Neeve suavemente.

—Cuatro veces —dijo Sal con una gran sonrisa—. Soy un optimista.

Neeve terminó su café y se puso de pie. Se sentía inmensamente mejor que al entrar:

—Creo que yo también soy una optimista, pero tú me ayudas a saberlo. ¿Qué te parece el jueves para la cena?

—Perfecto. Y recuerda, no estoy a dieta como Myles, y no me digas que debería estarlo.

Neeve se despidió con un beso, lo dejó en su oficina y cruzó de prisa el salón. Con ojo experto, estudió la moda que lucían los maniquíes. No brillante, pero buena. Un uso sutil del color, líneas nítidas, innovadora sin ser audaz. Se vendería bien. Se preguntó qué habría preparado Sal para el otoño. ¿Sería tan bueno como decía?

Estuvo de vuelta en La Casa de Neeve a tiempo para discutir con el decorador el nuevo diseño de los escaparates. A las seis y media, cuando cerraba el local, puso en marcha la tarea ya habitual de cargar con las compras de Ethel Lambston. No había habido un mensaje de Ethel en todo el día; no respondió tampoco a la media docena de llamadas telefónicas. Pero al menos había un final a la vista para todo este proceso: mañana por la mañana acompañaría a Tse-Tse al apartamento de Ethel, y lo dejaría todo allí.

Esa idea hizo que su mente saltara a un verso del conmovedor poema de Eugene Field, Pequeño niño Azul: «Los besó y los puso allí».

Al levantar las bolsas con la ropa, Neeve recordó que el Pequeño niño Azul nunca había vuelto a jugar con sus bonitos juguetes.