Capítulo III

Romperse la espalda trabajando por el salario mínimo más propinas, en un restaurante de la Calle 83 Este y Lexington, no era la idea que tenía Denny Adler de pasarlo bien. Pero Denny tenía un problema. Estaba en libertad condicional. El oficial de Policía que estaba a cargo de su custodia, Mike Toohey, era un cerdo que amaba la autoridad que le daba el Estado de Nueva York. Denny sabía que si no tenía un empleo, no podría gastar un centavo sin que Toohey le preguntara de dónde lo había sacado, así que trabajaba, y odiaba cada minuto de su trabajo.

Alquilaba un cuartucho en un mugriento edificio de la Primera Avenida y la Calle 105. Lo que el oficial a cargo de su custodia no sabía, era que la mayor parte del tiempo que Denny no pasaba en su empleo, lo pasaba en las calles. Cambiaba de emplazamiento y de disfraz cada pocos días. A veces se vestía como un vagabundo, con ropa sucia y zapatillas rotas, se pasaba hollín por la cara y el pelo, y cogía un sitio contra alguna pared, con un cartón en las manos que decía «ayuda, tengo hambre».

Este era uno de los mejores cebos.

Otras veces se ponía unos viejos pantalones caqui y una boina gris. Anteojos negros, un bastón, y un cartel en la chaqueta: «veterano de guerra sin hogar». Y a sus pies una olla que no tardaba en llenarse de monedas.

Denny conseguía mucho cambio suelto de ese modo. Carecía de la emoción que tenía planear un trabajo de verdad, pero era algo que le mantenía en actividad. Sólo una o dos veces, después de desvalijar de unos pocos dólares a algún otro mendigo, había cedido a la tentación de vapulearlo. Pero a la Policía no le importaba mayormente que golpearan o apuñalaran a mendigos o vagabundos, así que el ejercicio prácticamente no conllevaba riesgos.

Su libertad condicional terminaría en tres meses, y entonces podría desaparecer y decidir dónde estaba la acción más conveniente. Incluso el oficial a cargo estaba relajando su vigilancia. Los sábados por la mañana, Toohey llamaba por teléfono al restaurante. Denny podía imaginarse a Mike, con su cuerpo informe derrumbado sobre el escritorio de su informe oficina:

—Estuve hablando con tu patrón, Denny. Me dice que eres uno de sus empleados de más confianza.

—Gracias, señor. —Si Denny hubiera estado de pie ante el escritorio de Toohey, se habría frotado las manos en un gesto de nerviosa gratitud. Habría obligado a asomar a sus ojos claros un velo de humedad, y habría forzado a sus labios delgados a una mueca de éxtasis. En lugar de eso, se limitó a formular con la boca una muda obscenidad que no transmitió el teléfono.

—Denny, este lunes no importa si no te presentas a informar. Tengo mucho que hacer, y tú eres uno de los hombres en los que sé que puedo confiar. Te veré la próxima semana.

—Sí señor. —Denny colgó. La sombra de una sonrisa produjo finas arrugas debajo de sus pómulos prominentes. La mitad de sus treinta y siete años los había pasado preso o en libertad vigilada, a partir de su primer robo domiciliario cuando tenía doce años. Su piel tenía una palidez grisácea, de cárcel, que se le había hecho permanente.

Paseó la mirada en derredor por el restaurante, las nauseabundas mesitas para helados con sillas de alambre, la barra de formica blanca, los carteles de platos especiales, los clientes bien vestidos y absortos en sus periódicos, sobre un desayuno de cereales o tostadas francesas. Un grito del dueño interrumpió su fantasía sobre lo que querría hacer con este sitio, y con Mike Toohey:

—¡Eh, Adler, muévete! ¡Esos pedidos no se entregarán solos!

—¡Sí, señor! —Esos «sí, señor» ya habían entrado en la cuenta regresiva, pensó Denny, al tiempo que tomaba su chaqueta y la caja con las bolsas de papel.

Cuando volvió, el dueño estaba atendiendo al teléfono.

—Te dije que no quería llamadas personales en horas de trabajo. —Puso con violencia el receptor en la mano de Denny.

El único que lo llamaba era Mike Toohey. Denny murmuró su nombre y oyó un pesado «Hola, Denny». Reconoció la voz de inmediato. El Gran Charley Santino. Diez años atrás Denny había compartido una celda, en Attica, con el Gran Charley, y en ocasiones había hecho algunos trabajos para él. Sabía que Charley tenía importantes contactos en la Mafia.

Denny ignoró la expresión de «rápido con eso» que había en la cara de su patrón. Había apenas un par de clientes en la barra a esta hora. Las mesas estaban vacías. Tenía la satisfactoria certeza de que, fuera lo que fuera lo que quería Charley, aquello sería interesante. Automáticamente se volvió hacia la pared y puso una mano sobre el receptor.

—¿Sí?

—Mañana. A las once. Parque Bryant detrás de la biblioteca. Busca un Chevy negro 84.

Denny lucía, sin saberlo, una amplia sonrisa cuando el clic indicó que la comunicación se había cortado.

*****

A lo largo del fin de semana de nieve, Seamus Lambston se quedó solo en el apartamento familiar en la Calle 71 y la Avenida West End. El viernes a la tarde, llamó a su barman:

—Estoy enfermo. Que Matty se haga cargo de todo hasta el lunes.

Había dormido profundamente el viernes por la noche, con el sueño de los emocionalmente agotados, pero se despertó el sábado con un sentimiento de terror extremo.

Ruth se había marchado a Boston en coche, el jueves, y se quedaría hasta el domingo. Jeannie, su hija menor, estaba en el primer curso en la Universidad de Massachusetts. El cheque que envió Seamus para el semestre de primavera fue devuelto. Ruth había conseguido un préstamo de emergencia en su oficina y corrió a depositar el dinero para pagarlo. Después de la llamada quejumbrosa de Jeannie, tuvieron una pelea que debió de oírse a cinco calles de distancia.

—Maldito sea, Ruth, estoy haciendo lo que puedo —había gritado él—. Los negocios van mal. Con tres chicas en la Universidad, ¿es culpa mía si estamos tocando el fondo del barril? ¿Te crees que puedo fabricar el dinero?

Se habían enfrentado hasta quedar exhaustos y sin esperanzas. Él se había sentido avergonzado por la mirada de disgusto que había en los ojos de ella. Seamus sabía que los años no habían sido benévolos con él. Tenía sesenta y dos. Su metro setenta y cinco no había tenido más horizonte que la barra de los bares. Tenía un vientre prominente que ya no cedería; su cabello, en otro tiempo espeso y color arena, ahora era escaso y de un amarillo sucio; las gafas para leer acentuaban la hinchazón del rostro. A veces se miraba al espejo, y luego contemplaba la fotografía de Ruth y él, el día de la boda. Los dos elegantes, los dos al borde de los cuarenta, segundo matrimonio para ambos, felices, contentos el uno del otro. El bar había funcionado bien entonces, muy bien, y aunque lo había tenido que hipotecar todo, había estado seguro de que se recuperaría plenamente en un par de años. Los modales tranquilos y callados de Ruth eran una bendición después de Ethel. «La paz bien vale cada centavo que me cueste», le dijo al abogado que se había opuesto al pago de una pensión vitalicia para Ethel.

Se había sentido muy feliz cuando nació Marcy. Inesperadamente, le siguió Linda dos años después. Fue menos grato recibir a Jeannie, nacida cuando él y Ruth pasaban los cuarenta y cinco.

El cuerpo esbelto de Ruth se había vuelto robusto. A medida que el alquiler del bar se duplicaba y triplicaba, y los viejos clientes se mudaban de barrio, el rostro sereno de ella había adquirido un aire de preocupación permanente. Deseaba tanto darle cosas a las hijas, cosas que no podían permitirse. Con frecuencia él le decía:

—¿Por qué no darles un hogar feliz, en lugar de todas esas porquerías?

Estos últimos años, con los gastos de estudios, habían sido una tortura. Simplemente, el dinero no alcanzaba. Y esos mil dólares mensuales que debía pagarle a Ethel hasta que se casara o muriese, eran el hueso en disputa, un hueso que Ruth masticaba incesantemente.

—Vuelve a la corte, por todos los cielos —le insistía—. Dile al juez que no puedes pagar la educación de tus hijas, mientras esa parásita se está haciendo rica. Ella no necesita tu dinero. Tiene más de lo que podrá gastar en toda la vida.

El último estallido, la última semana, había sido el peor. Ruth leyó en el Post que Ethel acababa de firmar un contrato con una editorial, por un nuevo libro, con un anticipo de medio millón. Ethel manifestaba que el libro en cuestión sería «un cartucho de dinamita arrojado al mundo de la moda».

Para Ruth, fue la gota que desbordó el vaso. Eso y el cheque rechazado.

—Ve a ver a esa, esa… —Ruth nunca usaba palabras obscenas. Pero la palabra que dejó sin pronunciar fue tan clara como si la hubiera gritado—. Dile que yo iré a los columnistas de chismes y les diré que ella te está desangrando. ¡Doce mil dólares al año, desde hace más de veinte años! —La voz de Ruth se hacía más aguda a cada sílaba—. Quiero dejar de trabajar. Tengo sesenta y dos años. Las chicas pronto se casarán y se irán. Y nos iremos a la tumba sin haber disfrutado un minuto de la vida. ¡Dile que si quiere salir en los diarios, saldrá! Esas revistas elegantes encontrarán muy interesante que una de sus escritoras feministas viva chantajeando a su ex marido.

—No es chantaje. Es una pensión. —Seamus había tratado de sonar razonable—. Pero sí, iré a verla.

Ruth volvería el domingo por la tarde. Al mediodía, ese domingo, Seamus salió de su letargo y empezó a limpiar el apartamento. Dos años atrás habían renunciado a la mujer que venía a limpiar una vez por semana. Ahora lo hacían entre ellos dos, con las quejas de Ruth como acompañamiento constante:

—Justo lo que necesitaba, después de viajar aplastada toda la semana en el Metro de la Séptima Avenida, pasarme los fines de semana empujando una aspiradora.

La última semana había estallado en lágrimas:

—Estoy tan cansada.

A las cuatro de la tarde, el apartamento estaba presentable. Necesitaba pintura. El piso de linóleo de la cocina estaba gastado. El edificio había sido vendido a los ex inquilinos, pero ellos no habían podido comprar. Veinte años allí, y nada que mostrar como no fueran los recibos de alquiler.

Seamus dispuso queso y vino en la mesa de cóctel, en el living. Los muebles estaban viejos y en mal estado, pero bajo la luz suave de la tarde no se veían tan mal. En tres años más Jeannie terminaría. Marcy estaba en el último año. Linda a mitad de camino. Pensó que estaba deseando que la vida pasara de una vez.

Cuanto más se acercaba el momento de que llegara Ruth, más le temblaban las manos. ¿Ella notaría algo distinto en él?

Llegó a las cinco y cuarto.

—El tráfico estaba terrible —anunció, con voz trémula.

—¿Les diste el cheque certificado y les diste una explicación acerca del otro? —preguntó él, tratando de ignorar el tono de voz de su esposa. Era su tono preparatorio para una disputa.

—Claro que lo hice. Y te diré una cosa, el tesorero se mostró escandalizado cuando le dije que Ethel Lambston te había estado cobrando pensión alimenticia todos estos años. Hace seis meses tuvieron a Ethel conferenciando en un colegio, gritando en favor de la igualdad de la mujer.

Ruth aceptó el vaso de vino que le tendía, y bebió un largo trago.

Con sorpresa, Seamus advirtió que en algún momento, sin quererlo, Ruth había tomado el hábito de Ethel de mojarse los labios con la lengua después de pronunciar una frase enojada. ¿Sería cierto que uno se casaba siempre con la misma persona? La mera idea le hizo desear soltar una carcajada histérica.

—Bueno, veamos. ¿La viste? —Soltó Ruth.

Un gran agotamiento se abatió sobre Seamus. El recuerdo de la escena final.

—Sí, la vi.

—Y…

Eligió con cuidado las palabras:

—Tenías razón. No desea que se sepa que ha estado cobrando una pensión alimenticia todos estos años. Me soltará.

Ruth depositó en la mesa el vaso de vino, el rostro transfigurado:

—No lo creo. ¿Cómo la convenciste?

La risa hiriente y burlona de Ethel ante las amenazas y ruegos de su ex marido. El rayo de furia primitiva que lo había recorrido, la mirada de terror en los ojos de ella… Su amenaza final… Oh, Dios…

—Ahora, cuando Ethel compre sus carísimas ropas de Neeve Kearny y coma en restaurantes de lujo, no serás tú quien lo pagará. —La risa triunfante de Ruth resonó en los oídos de su marido, mientras sus palabras penetraban en su conciencia.

Seamus dejó también el vaso de vino.

—¿Qué te ha hecho decir eso? —le preguntó a su esposa sin levantar la voz.

*****

El sábado por la mañana la nieve había dejado de caer y las calles estaban más o menos transitables. Neeve llevó toda la ropa de Ethel de vuelta a la tienda.

Betty se apresuró a ayudarla.

—¿No me dirás que no le gustó nada?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Neeve—. No había señal de ella en su casa. Te juro, Betty, que cuando pienso en lo que nos apresuramos, podría dar todas esas puntadas alrededor del cuello de esa mujer.

Fue un día atareado. Habían sacado un pequeño anuncio en el Times, con una foto de los vestidos estampados y los impermeables, y la respuesta de la clientela fue entusiasta. A Neeve le brillaban los ojos al ver a sus empleadas hacer facturas por sumas suculentas. Una vez más, bendijo a Sal por haberla ayudado a lanzarse, seis años atrás.

A las dos, Eugenia, una negra que había sido modelo y ahora era la segunda al mando, le recordó a su jefa que no había hecho una pausa para almorzar:

—Tengo algo de yogur en la nevera —le ofreció.

Neeve acababa de ayudar a una de sus clientes personales a elegir un vestido de cuatro mil dólares para la boda de la hija. Sonrió:

—Sabes que odio el yogur. Pídeme un sándwich de atún y una coca-cola baja en calorías, ¿eh?

Diez minutos después, cuando le traían el pedido a su oficina, advirtió que estaba muerta de hambre.

—El mejor atún de Nueva York, Denny —le dijo al empleado del restaurante.

—Si usted lo dice, señorita Kearny. —El rostro pálido del hombre se arrugó en una sonrisa de agradecimiento.

Mientras almorzaba, velozmente, Neeve marcó el número de Ethel. Una vez más, Ethel no contestaba. A lo largo de toda la tarde la recepcionista continuó llamándola. Cuando se disponía a cerrar, Neeve le dijo a Betty:

—Me llevaré sus cosas a casa otra vez… No quiero echar a perder el domingo volviendo aquí, sólo porque Ethel decida, de pronto, que tiene que tomar un avión y lo necesita todo en diez minutos.

—Conociéndola, es capaz de hacer que el avión vuelva a buscarla, si lo pierde —respondió Betty.

Se rieron, pero después Betty agregó, más juiciosa:

—Sabes, Neeve, a veces una tiene esos presentimientos inexplicables. Y ahora están funcionando. Por insoportable que sea nuestra Ethel, nunca antes hizo algo así.

*****

El sábado a la noche, Neeve y Myles fueron al Met a oír a Pavarotti.

—Deberías haber salido con un joven —protestó Myles cuando el camarero del Ginger Man les daba los menús de la cena, después del teatro.

Neeve lo miró:

—Escucha, Myles, salgo mucho. Lo sabes. Cuando aparezca algo importante, no lo dejaré escapar, como hiciste tú y mamá. ¿Qué te parece si ahora pedimos langosta?

*****

Por lo general, Myles asistía a la primera misa del domingo. Neeve dormía hasta tarde, y prefería ir a la misa pontificia en la catedral. Le sorprendió encontrar a Myles en la cocina, en bata, cuando se levantó.

—¿Abandonando la fe? —le preguntó.

—No, pensé en ir contigo hoy. —Trató de hacerlo sonar casual.

—¿Eso tiene algo que ver con la salida de prisión de Nicky Sepetti? —Neeve suspiró—. No te molestes en contestar.

Tras la misa decidieron almorzar en el Café des Artistes, y después vieron una película en el cine del barrio. Al volver al apartamento, Neeve volvió a marcar el número de Ethel Lambston, dejó sonar el teléfono media docena de veces, se encogió de hombros, y llevó a cabo la habitual carrera de los domingos, con Myles, para ver quién terminaba antes las palabras cruzadas del Times.

—Un día hermoso y sin problemas —comentó Neeve cuando se inclinaba a darle a Myles el beso de buenas noches, después de ver las noticias de las once por la Televisión.

Ella captó una mirada especial en sus ojos.

—No lo digas —le advirtió.

Myles apretó los labios. Sabía que su hija tenía razón. Había estado a punto de decir:

—Aunque haga buen tiempo mañana, preferiría que no salieras a correr sola.

*****

El sonar persistente del teléfono en el apartamento de Ethel Lambston no pasó inadvertido.

Douglas Brown, el sobrino de veintiocho años de Ethel, se había mudado al apartamento el viernes a la tarde. Había vacilado en correr el riesgo, pero sabía que podía probar que se había visto obligado a hacerlo, al vencer ese día su propio subarrendamiento ilegal.

«Necesitaba un lugar donde estar hasta que encontrara un nuevo apartamento». Tal sería su explicación.

Supuso que sería mejor no responder al teléfono. La frecuencia de las llamadas lo irritaba, pero no quería hacer pública su presencia. Ethel nunca quería que él respondiera a las llamadas.

—No te interesa quién me llama —le había dicho. Podía haberle dicho lo mismo a otras personas.

Estaba seguro de que había sido una decisión prudente no responder a la llamada de la puerta el viernes por la noche. La nota deslizada bajo la puerta se refería a unas ropas que Ethel había comprado.

Doug sonrió con gesto nada agradable. Ésa debía de ser la tarea que Ethel le había preparado.

*****

El domingo por la mañana, Denny Adler esperó con impaciencia bajo el viento fuerte y frío. A las once en punto vio un Chevy negro que se aproximaba. Con pasos largos fue desde el abrigo relativo del parque Bryant hacia la calle. El coche se acercó a la acera. Denny abrió la puerta del lado del acompañante y entró. Cuando cerraba la puerta el coche ya estaba en movimiento.

En los años pasados desde su estadía en la cárcel de Attica, el Gran Charley había engordado y encanecido. El volante quedaba apretado entre los pliegues de su estómago.

—Hola —dijo Denny, sin esperar una respuesta. Charley asintió con la cabeza.

El auto corrió por la avenida del parque Henry Hudson pasando por encima del puente George Washington. Charley giró en la Autopista Interestatal Palisades. Denny notó que, mientras la nieve remanente en la ciudad estaba sucia de hollín y pisoteada, la de los costados de la autopista seguía siendo blanca. «New Jersey, el Estado Jardín», pensó con sarcasmo.

Pasando la Salida 3 había un punto de observación para gente que, como había notado a veces Denny, no tenía nada mejor que hacer que mirar el paisaje de Nueva York desde él otro lado del Hudson. No le sorprendió que Charley entrara en el aparcamiento desierto de este observatorio. En el mismo lugar habían discutido, antaño, otros trabajos.

Charley apagó el motor y se retrepó en el asiento, gruñendo por el esfuerzo de estirarse. Sacó una bolsa de papel con dos latas de cerveza, y las puso entre ellos.

—Tu marca.

Denny se sintió complacido.

—Muy amable por recordarlo, Charley. —Abrió la lata de Coors.

Charley bebió de su lata, antes de responder:

—Nunca olvido nada. —Sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta—. Diez mil —le dijo a Denny—. Lo mismo cuando el trabajo esté terminado.

Denny tomó el sobre, y su grosor le produjo un placer sensual.

—¿Quién?

—Tú entregas un almuerzo un par de veces a la semana. Ella vive en el edificio Schwab, ese edificio grande en la Calle 74 entre West End y Riverside Drive. Suele caminar ida y vuelta al trabajo, un par de veces a la semana. Corta por el Central Park. Arrebátale la cartera y liquídala. Limpia la billetera y tírala por ahí, para que parezca que fue un drogadicto con una navaja. Si no puedes hacerlo en el parque, podría ser en el área de tiendas de confección. Va allí todos los lunes por la tarde. Las calles están atestadas. Todo el mundo va con prisas. Camiones aparcados en doble fila. Pasa a su lado, empújala debajo de un camión. Tómate tu tiempo. Tiene que parecer un accidente o un robo. Sigúela durante un tiempo con uno de esos disfraces que usas. —La voz del Gran Charley era espesa y gutural, como si los rollos de grasa en el cuello estuvieran ahogando a las cuerdas vocales.

Para Charley había sido un discurso extenso. Tomó otro trago de su lata de cerveza.

Denny empezaba a sentirse incómodo.

—¿Quién?

—Neeve Kearny.

Denny arrojó el sobre sobre las piernas de Charley como si contuviera una bomba de tiempo.

—¿La hija del jefe de Policía? ¿Os habéis vuelto locos?

—La hija del ex jefe de Policía.

Denny tenía la frente cubierta de sudor.

—Kearny estuvo dieciséis años al frente de la Policía. No hay ni un policía en la ciudad que no esté dispuesto a arriesgar la vida por él. Cuando murió su esposa aplicaron presión por todas partes, hasta robar una manzana se hizo peligroso entonces. Imposible.

Hubo un cambio casi imperceptible en la expresión del Gran Charley, pero su voz sonó con la misma neutralidad gutural:

—Denny, te dije que yo nunca olvido. ¿Recuerdas aquellas noches, en Attica, cuando te jactabas de todos los trabajos que habías hecho, y de cómo los habías hecho? Todo lo que necesito hacer es una llamada anónima a la Policía, y no tendrás que llevar más sándwiches. No me transformes en un colaboracionista, Denny.

Denny lo pensó y, recordando, maldijo su lengua. Volvió a tomar el sobre, y pensó en Neeve Kearny. Hacía casi un año que le estaba llevando almuerzos a su oficina. Antes le dejaba la bolsa a la recepcionista, pero ahora, al entrar en confianza, él mismo la llevaba hasta la oficina del fondo. Aun cuando la Kearny estuviera hablando por teléfono, lo saludaba con la mano y le sonreía, con una sonrisa de verdad, no esa mueca distraída que le dirigía la mayoría de sus clientes. Y siempre le decía cuánto le gustaba esa comida.

Y por cierto era una nena atractiva.

Denny se quitó de encima, con un encogimiento de hombros, el momento de sentimentalismo. Era un trabajo que había que hacer. Charley no lo entregaría a la Policía, y los dos lo sabían. Su conocimiento de la sentencia de muerte lo volvía demasiado peligroso. Negarse significaba que nunca volvería a pasar por el puente George Washington.

Se echó al bolsillo el dinero.

—Así es mejor —dijo Charley—. ¿En qué horario trabajas en ese restaurante?

—De nueve a seis. Los lunes libres.

—Ella sale de su casa entre ocho y media y nueve. Empieza a vigilar ese edificio. La tienda cierra a las seis y media. Recuerda, tómate tu tiempo. No puede quedar como un asesinato deliberado.

El Gran Charley puso en marcha el motor, para regresar a la ciudad. Durante el viaje, mantuvo el silencio, interrumpido sólo por los jadeos de su respiración de obeso. Una abrumadora curiosidad consumía a Denny. Cuando Charley salió de la autopista del West End para tomar por la Calle 57, Denny le preguntó:

—Charley, ¿tienes idea de quién ordenó el trabajo? Ella no parece de las que se ponen en el camino de nadie. Sepetti está en libertad. Parece como si tuviera mucha memoria.

Sintió la irritación de los ojos que se volvieron por un instante hacia él. La voz gutural ahora sonaba clara, y las palabras cayeron con el impacto de un derrumbe de rocas en una ladera montañosa:

—Te estás volviendo descuidado, Denny. No sé quién quiere liquidarla. El tipo que me contactó no lo sabe. El tipo que lo contactó a él no lo sabe. Así es como se hace, y nadie hace preguntas. Tú eres un ratero sin cerebro y sin importancia, Denny, y hay cosas que no te importan. Ahora, bájate.

El coche se detuvo bruscamente en la esquina de la Octava Avenida y la Calle 57.

Vacilante, Denny abrió la portezuela.

—Charley, lo siento —dijo—. Era sólo que…

El viento soplaba dentro del coche.

—Cállate la boca, y haz bien el trabajo; nada más.

Un instante después, Denny veía el Chevy de Charley desaparecer Calle 57 abajo. Caminó hasta el Columbus Circle, y le compró una salchicha y una pasta a un vendedor ambulante. Al terminar se limpió la boca con el dorso de la mano. Empezaba a tranquilizarse. Acarició con la punta de los dedos el grueso sobre que tenía en el bolsillo de la chaqueta.

—Podría empezar a ganarme la vida —murmuró para sí mismo, y empezó a caminar por Broadway hacia la Calle 74 y West End.

Al llegar al edificio Schwab, dio una vuelta a la manzana y estudió, al pasar, la entrada al edificio por Riverside Drive. Imposible que ella usara ésa. La entrada de la Avenida West End era mucho más conveniente.

Satisfecho con su examen, cruzó la calle y se apoyó contra la pared del edificio que estaba justo enfrente del Schwab. Desde aquí tenía un excelente punto de observación, decidió. Se abrió una puerta cerca de él, y salió la gente. No quería que lo recordaran, por lo que salió caminando, pensando en el disfraz que mejor lo disimularía mientras vigilaba a Neeve Kearny.

A las dos y media, cuando se dirigía hacia el Lado Este, pasó cerca de una cola de gente que sacaba entradas en un cine. Sus ojos pequeños se abrieron de la sorpresa. A mitad de la cola estaba Neeve Kearny, junto a un hombre de pelo blanco cuyo rostro Denny reconoció. El padre. Denny hundió la cabeza en el cuello y apuró el paso. «Y ni siquiera la andaba buscando», pensó. Esto será más fácil de lo que había pensado.