Capítulo II

La radio se encendió a las seis y media. Neeve tendió la mano derecha, que buscó ciegamente el botón para apagar la voz del locutor cargada de una insistente alegría, pero se inmovilizó cuando la importancia de lo que estaba oyendo penetró en su conciencia. Durante la noche habían caído sobre la ciudad veinte centímetros de nieve. No conducir salvo que fuera absolutamente necesario. El aparcamiento de las calles, suspendido. Se anunciaría el cierre de los colegios. Según el pronóstico, la nevada seguiría hasta última hora de la tarde.

«Fantástico», pensó Neeve recostándose y subiéndose la manta hasta el cuello. Odiaba no poder hacer su carrera de todas las mañanas. Después frunció el ceño, pensando en los cambios que habría que completar hoy. Dos de las costureras vivían en Nueva Jersey y no podrían llegar. Lo que significaba que le convenía ir temprano a la tienda y ver cómo podía acomodar los horarios de Betty, la única costurera que tendría a mano. Betty vivía en la Calle 82, esquina Calle 2, y podía caminar las seis travesías que la separaban del local por mal que estuviera el tiempo.

Odiando el momento en que abandonaba la calidez de la cama, hizo a un lado las sábanas, cruzó la habitación corriendo, y buscó en el armario la vieja bata de toalla que su padre, Myles, insistía en que era una reliquia del tiempo de las Cruzadas.

—Si cualquiera de las mujeres que pagan esos fantásticos precios por tus vestidos, te viera con ese harapo, volverían a comprar la ropa en Klein's.

—Klein's cerró hace veinte años, y si me vieran con este harapo, pensarían que soy una excéntrica —le había respondido ella—. Y eso sería un buen complemento a mi fama.

Se ató el cinturón, experimentando el usual deseo fugaz de haber heredado la delgadez de su madre en lugar del cuerpo robusto y de hombros anchos de sus antepasados celtas, y después se echó hacia atrás el pelo rizado, negro como el carbón, que era la marca de fábrica de la familia Rosetti. También tenía los ojos de los Rosetti, de iris color jerez, y más oscuros hacia los bordes hasta contrastar nítidamente con el blanco, grandes e interrogativos bajo pestañas negrísimas. Pero el color de la tez era el blanco lechoso de los celtas, con una nubecilla de pecas alrededor de la nariz recta. La boca, amplia y generosa, y los dientes fuertes eran una clara herencia de Myles Kearny.

Seis años antes, cuando se graduó en la universidad y persuadió a Myles de que no tenía intenciones de mudarse, la joven insistió en redecorar su dormitorio. Tras una serie de cuidadosas compras en Sotheby's y Christie's, había logrado un conjunto ecléctico de cama de bronce, armario antiguo y cómoda de Bombay, silla victoriana y vieja alfombra persa de brillo multicolor. En cambio, la colcha y los almohadones eran blancos; el retapizado de la silla se hizo en terciopelo color turquesa, el mismo turquesa que ribeteaba la alfombra; el blanco de las paredes hacía de fondo para las excelentes pinturas y grabados que venían por herencia en la familia materna. La revista Women's Wear Daily la había fotografiado en su habitación, que había calificado de alegremente elegante, con el impar toque Neeve Kearny.

Metió los pies en las pantuflas que Myles llamaba botitas y levantó de un tirón la cortina de la ventana. Decidió que no era necesario ser un genio en meteorología para afirmar que se trataba de una nevada de importancia. Su dormitorio, en el edificio Schwab, en la Calle 74 y Riverside Drive, daba al Hudson; pero ahora apenas si podía adivinar los edificios al otro lado del río, en Nueva Jersey. La autopista Henry Hudson estaba cubierta de nieve y llena ya de un tránsito cauteloso.

Indudablemente, los sacrificados trabajadores de la ciudad se habían levantado temprano.

*****

Myles ya estaba en la cocina y había puesto la cafetera al fuego. Neeve lo besó en la mejilla haciendo un esfuerzo por no decir nada respecto de lo cansado que parecía su padre. Eso significaba que, una vez más, no había podido dormir bien. Lamentó que la terquedad le impidiera consentir en tomar una pastilla para dormir.

—¿Cómo está hoy la Leyenda? —le preguntó. Desde su retiro, un año antes, el periodismo se refería constantemente a él como «el legendario jefe de Policía de Nueva York». Él odiaba ese tratamiento.

En esa ocasión ignoró la pregunta, la miró, y se dibujó en su rostro un gesto de perplejidad:

—No me dirás que no vas a correr por el Central Park —exclamó—. ¿Qué son treinta centímetros de nieve para la indómita Neeve?

Durante años habían corrido juntos. Ahora que él ya no podía hacerlo, se preocupaba por esas carreras matinales de ella. Pero, sospechaba Neeve, nunca dejaba de estar preocupado por ella.

Buscó en la nevera la jarra de zumo de naranja. Sin preguntarle, le sirvió a su padre un vaso alto, llenó uno más pequeño para ella, y empezó a hacer tostadas. Myles, antes, disfrutaba de un desayuno nutritivo, pero ahora el tocino y los huevos habían sido prohibidos en su dieta. Lo mismo que el queso y la carne y, según sus palabras, «la mitad de la comida que te hace desear comer». Un ataque al corazón de proporciones enormes, había restringido su dieta, además de poner punto final a su carrera.

Desayunaron en un silencio afable repartiéndose, por un acuerdo tácito, las páginas del Times. Pero al levantar la vista, Neeve advirtió que Myles no estaba leyendo. Miraba el diario sin verlo. La tostada y el zumo seguían intactos ante él. Sólo la taza de café mostraba alguna señal de haber sido tocada. Neeve dejó sobre la mesa la segunda sección del diario.

—Muy bien —dijo—. Dímelo. ¿Es que te sientes mal? Por Dios, tenía la esperanza de que no se te ocurriera la mala idea de jugar al sufriente silencioso.

—No, estoy bien —dijo Myles—. Al menos si te refieres a esos dolores de pecho. No es nada de eso. —Arrojó el diario al suelo y cogió la taza de café—. Nicky Sepetti sale de la cárcel hoy.

Neeve tragó saliva.

—¿No le habían negado la libertad condicional el año pasado?

—El año pasado fue la cuarta vez que la pidió. Ahora ha terminado de cumplir la condena, día por día. Con un descuento por buena conducta. Esta noche estará en Nueva York. —Un odio frío endurecía los rasgos de Myles.

—Papá, mírate al espejo. Trata de contenerte, o te provocarás otro ataque al corazón. —Neeve advirtió que le temblaban las manos. Se aferró al borde de la mesa, con la esperanza de que Myles no notara el miedo que la había embargado—. No me importa si Sepetti hizo o no esa amenaza cuando lo sentenciaron. Pasaste años tratando de conectarlo con… —Su voz se apagó. Luego continuó—: Y no ha aparecido una sola prueba en ese sentido. Y sobre todo, por Dios, no te atrevas a empezar a preocuparte por mí sólo porque él esté de vuelta en la calle.

Su padre había sido quien metió tras las rejas al jefe de la familia mafiosa Sepetti, Nicky Sepetti. Cuando se le leyó su sentencia, el tribunal le preguntó a Nicky si tenía algo que decir. El hombre se había dirigido a Myles:

—Dicen que usted ha hecho tan buen trabajo conmigo, que lo harán jefe de Policía. Felicitaciones. Muy bueno el artículo en el Post sobre usted y su familia. Cuide a su esposa y a su hija. Podrían necesitar protección.

Dos semanas después, Myles juraba el cargo de jefe de Policía. Un mes después, el cadáver de su joven esposa, la madre de Neeve, Renata Rosetti Kearny, de treinta y cuatro años, fue hallado en el Central Park con el cuello cortado. El crimen no se resolvió nunca.

*****

Neeve no discutió cuando Myles insistió en que llamara a un taxi para ir al trabajo.

—No puedes caminar con esta nieve —le dijo.

—No es la nieve, y los dos lo sabemos —replicó ella. Al darle el beso de despedida, le rodeó el cuello con los brazos y se estrechó contra él—: Myles, lo único por lo que tenemos que preocuparnos es tu salud. Nicky Sepetti no querrá volver a la cárcel. Apuesto a que si sabe cómo rezar, estará pidiendo que no me pase nada durante mucho, mucho tiempo. Eres la única persona en todo Nueva York que no cree que a mamá la mató un atracador cuando ella se resistió a darle el bolso. Es probable que ella empezara a gritarle en italiano, y el atracador se asustara. Así que, por favor, olvídate de Nicky Sepetti y deja que el cielo se ocupe de quien nos haya arrebatado a mamá. ¿De acuerdo? ¿Me lo prometes?

La afirmación que él hizo con la cabeza no la tranquilizó demasiado.

—Vete de una vez —le dijo él—. El taxi ya te está cobrando la espera, y mis programas de preguntas y respuestas empezarán en cualquier momento.

*****

Las máquinas quitanieve habían hecho un intento tímido, lo que Myles llamaba una lamida, al tratar de limpiar parcialmente la Avenida West End. Mientras el coche se arrastraba y resbalaba por las calles resbaladizas, y giraba en la calle que atravesaba el parque de oeste a este a la altura de la Calle 81, Neeve se encontró a sí misma deseando lo que no había ocurrido. Que hubieran encontrado al asesino de su madre. Quizás así, con el tiempo, la herida de Myles se habría cerrado, como se había cerrado en ella. Pero no lo habían atrapado, y él seguía teniendo una llaga abierta, enconándose. Seguía culpándose de haber causado, de algún modo, la muerte de Renata. Todos estos años los había pasado culpándose por no haber tomado en serio la amenaza. No soportaba la idea de que, con los inmensos recursos del Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York, todos a su disposición, no hubiera podido identificar al asesino que había realizado lo que, según su más profunda convicción, había sido una orden de Sepetti. Era la única necesidad incumplida de su vida: encontrar a ese asesino, hacer pagar a Sepetti por la muerte de Renata.

Neeve se estremeció. Hacía frío dentro del taxi. El taxista debió de ver su estremecimiento por el espejo retrovisor, porque le dijo:

—Lo siento, señora, pero la calefacción no funciona muy bien.

—No se preocupe. —Miró por la ventanilla, para impedir que se iniciara una conversación. Los «si» retrospectivos no querían cesar en su mente. Si el asesino hubiera sido atrapado y procesado años atrás, Myles habría podido seguir adelante con su vida. A los sesenta y ocho años seguía siendo un hombre atractivo, y a lo largo de los años habían sido muchas las mujeres que tuvieron una sonrisa especial para el jefe de Policía, delgado y de hombros anchos, con una cabeza vigorosa coronada por una cabellera prematuramente blanca, los intensos ojos azules y la sonrisa inesperadamente cálida.

Estaba tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera advirtió el momento en el que el taxi se detuvo frente a la tienda. La Casa de Neeve, decía en grandes letras sobre la arcada color marfil y azul. Los escaparates, que daban tanto a la Avenida Madison como a la Calle 84, estaban húmedos de copos de nieve, pero no impedían la visión de los vestidos primaverales en seda, de corte impecable, sobre maniquíes de posturas lánguidas. Había sido idea de ella encargar paraguas que parecieran parasoles. Sobre los hombros de los maniquíes había impermeables del mismo color de uno de los dibujos del estampado de las telas de los vestidos.

—¿Trabaja aquí? —le preguntó el taxista cuando ella le pagaba—. Parece caro.

Neeve asintió sin hacer comentarios mientras pensaba: soy la dueña, amigo. Era una idea que seguía asombrándola. Seis años antes, el negocio que había en este sitio había quebrado. Fue un viejo amigo de su padre, el famoso diseñador Anthony della Salva, quien la animó a lanzarse:

—Eres joven —le había dicho, sin utilizar el pesado acento italiano que era parte fundamental de su personaje—. Eso es una ventaja. Has estado en el negocio de la moda desde que saliste de la escuela. Y mejor que eso, tienes habilidad, y tienes olfato. Te prestaré el dinero para empezar. Si no funciona, me devolverás sólo lo que puedas, pero funcionará. Tienes lo que hace falta para que funcione. Además, necesito otro local para vender mi ropa. —Esto último no era cierto, y ambos lo sabían, pero ella le agradeció la mentira.

Myles se había opuesto rotundamente a que aceptara un préstamo de Sal. Pero ella se había aferrado a la oportunidad. Era algo que había heredado de Renata, además del cabello y los ojos: un sentido de la moda muy desarrollado. El año anterior había terminado de devolverle el préstamo a Sal, insistiendo en agregar intereses a las tasas normales.

*****

No le sorprendió encontrar a Betty ya trabajando en el cuarto de costura. Betty tenía la cabeza baja, y su gesto de concentración era un dibujo permanente de arrugas en la frente y el entrecejo. Sus manos delgadas y arrugadas manejaban la aguja con la habilidad de un cirujano. Estaba cosiendo el dobladillo de una blusa de complicado diseño. El tinte rojo chillón del cabello acentuaba la palidez del rostro. Neeve odiaba pensar que Betty ya tenía más de setenta años. No quería pensar en el día en que decidiera jubilarse.

—Pensé que sería mejor que empezara temprano —dijo Betty—. Hoy tenemos que hacer una cantidad horrible de entregas.

Neeve se quitó los guantes y desanudó la bufanda:

—No me lo recuerdes. Y Ethel Lambston insiste en que lo quiere todo para esta tarde.

—Sí. Tengo lo suyo listo para hacerlo en cuanto termine esto. No nos compensaría escuchar su cháchara en el caso de que no tuviéramos listo para que se lleve cada trapo que ha comprado.

—Debería haber más clientes como ella —observó Neeve.

—Supongo que sí —asintió Betty—. Y, a propósito, me alegra que convencieras a la señora Yates de que comprara esto. El otro que se probó la hacía parecer una vaca pastando.

—También costaba mil quinientos dólares más, pero no pude dejar que lo comprara. Tarde o temprano se iba a mirar bien al espejo. Lo que ella necesita es una falda suave y amplia.

Hubo una cantidad sorprendente de compradoras a las que no detuvo la nieve y lo resbaladizo de las aceras. Las dos vendedoras no habrían bastado, por lo que Neeve pasó la jornada en la planta de ventas. Era lo que más le gustaba del negocio, pero en el último año se había visto obligada a limitar su atención personal a unas pocas clientes especiales.

Al mediodía fue a su oficina, en la parte de atrás, para comer un bocadillo y tomar café, y aprovechó para llamar a casa.

Myles sonaba un poco más tranquilo.

—Podría haber ganado catorce mil dólares y una camioneta Champion en La Ruleta de la Fortuna —anunció—. Acerté tantas veces que hasta debería haber aceptado ese perro Dálmata de seiscientos dólares que tienen el descaro de incluir entre los premios.

—Bueno, se nota que te sientes mejor —observó Neeve.

—Estuve hablando con los muchachos en el centro. Han puesto buenos elementos a vigilar a Sepetti. Dicen que está muy enfermo y que no le queda para mucho. —Había satisfacción en su voz al decirlo.

—Y probablemente también te recordaron que ellos no creen que él haya tenido nada que ver con la muerte de mamá. —No quiso esperar la respuesta—. Es una buena noche para comer pasta. Hay salsa en abundancia en el congelador. Sácala, ¿eh?

Neeve se sentía algo más tranquilizada al colgar. Tragó el último bocado del sándwich de pavo, bebió el resto del café y volvió al salón de ventas. Tres de los seis probadores estaban ocupados. Su mirada experimentada recorrió cada detalle.

La entrada de la Avenida Madison daba al área de accesorios. Neeve sabía que uno de los motivos clave de su éxito era la disponibilidad, en el lugar, de joyas, carteras, zapatos, sombreros y pañuelos, lo cual hacía que una cliente que compraba un vestido, no tuviera que salir a buscar aquí y allá los accesorios correspondientes. El interior del negocio estaba decorado en distintos matices de color marfil, con acentos de rosa en el tapizado de los sofás y sillas. La ropa informal y los accesorios estaban dispuestos en espaciosos apartados, a unos dos pasos de distancia de las vitrinas de exposición. Salvo por los maniquíes exquisitamente vestidos, no había prendas a la vista. La cliente potencial era invitada a sentarse, y una empleada le traía trajes y vestidos para que eligiera.

El método se lo había aconsejado Sal:

—De otro modo entrará gente nada más que para tocar los vestidos. Empieza exclusiva, cielo, y sigue exclusiva —le había dicho, y, como siempre, había tenido razón.

Los colores, el marfil y el rosa, habían sido decisión de Neeve.

—Cuando una mujer se mire en el espejo, no quiero que el fondo disminuya el efecto de los vestidos —le había dicho al decorador de interiores, cuya idea inicial había sido llenarlo todo de manchas de colores.

A medida que transcurría la tarde, disminuía la cantidad de clientes. A las tres, emergió Betty del cuarto de costura.

—Lo de Lambston está listo —le dijo a Neeve.

Neeve se ocupó personalmente de acomodar la entrega para Ethel Lambston. Todo ropa de primavera. Ethel era una sesentona, periodista freelance y escritora con un bestseller en su haber.

—Escribo sobre cualquier tema que exista —le había confiado a Neeve el día de la inauguración del negocio—. Y lo hago con una mirada nueva, interrogativa. Soy cualquier mujer viendo algo por primera vez, o desde un ángulo nuevo. Escribo sobre sexo y relaciones y animales y hospitales y organizaciones y el negocio inmobiliario y los partidos políticos y… —Se había quedado sin aliento, los ojos azules brillantes, el pelo rubio-blanco agitándose alrededor del rostro—. El problema es que, como trabajo con tanta intensidad en lo que hago, no tengo un minuto para mí. Si me compro un vestido negro, termino poniéndomelo con zapatos marrones. Escucha, tú aquí lo tienes todo. Qué buena idea. Me conviene.

En los últimos seis años, Ethel Lambston se había vuelto una cliente valiosa. Insistía en que Neeve eligiera cada cosa que compraba, así como los accesorios… Y le pedía que le hiciera listas de qué iba con qué. Vivía en la planta baja de un viejo edificio de piedra parda en la 82 Oeste, y Neeve solía pasar por allí para ayudar a Ethel a decidir qué ropa conservar de una temporada para la siguiente, y cuál descartar.

La última vez que Neeve había visitado el guardarropa de Ethel, había sido tres semanas antes. Al día siguiente Ethel vino a la tienda y encargó ropa nueva.

—Casi he terminado ese artículo sobre el mundo de la moda por el que te entrevisté —le había dicho a Neeve—. Muchísima gente se pondrá furiosa conmigo cuando se publique, pero a ti te gustará. Te hago una buena cantidad de publicidad gratis.

Al hacer su selección, sólo en una prenda su opinión había diferido de la de Neeve.

—No quiero venderte esto. Es un Gordon Steuber. Ya no venderé más ropa de él. No sé cómo está éste aquí todavía. No soporto a ese hombre.

Ethel había soltado la risa:

—Espera a leer lo que escribí sobre él. Lo crucifiqué. Pero quiero el traje. Su ropa me queda bien.

*****

Ahora, mientras Neeve colocaba las prendas en bolsas reforzadas, sentía los labios apretados al ver el traje de Steuber. Seis semanas antes, la mujer que hacía la limpieza en el negocio le había pedido que hablara con una amiga que estaba en problemas. La amiga, una mexicana, le contó a Neeve que había trabajado en un taller clandestino que tenía Gordon Steuber en el Bronx Sur.

—No tenemos tarjetas verdes. Él nos amenaza con entregarnos a las autoridades. La semana pasada yo estuve enferma. Falté, y él nos despidió a mí y a mi hija y no nos paga lo que nos debe.

La mujer no parecía tener más de treinta años.

—¡Su hija! —Había exclamado Neeve—. ¿Qué edad tiene?

—Catorce años.

Neeve había cancelado el pedido que le había hecho a Gordon Steuber, y le envió una copia del poema de Elizabeth Barret Browning, el cual ayudó a cambiar las leyes sobre trabajo infantil en Inglaterra. Subrayó los versos que decían: «Pero los niños, los niños, oh hermanos míos, los niños lloran amargamente».

Algún empleado de Steuber le pasó el dato al Women's Wear Daily. La revista publicó el poema en la primera página, junto a la furiosa carta de Neeve a Steuber, y a un pedido que hacían los editores para que los minoristas boicotearan a fabricantes que estuvieran transgrediendo la ley.

Anthony della Salva se había mostrado preocupado:

—Neeve, se corre la voz de que Steuber tiene mucho más que un taller clandestino que esconder. Gracias a lo que tú removiste, los federales están empezando a meter la nariz en los pagos de sus impuestos.

—Maravilloso —había replicado Neeve—. Y si está estafando también en eso, espero que lo descubran.

*****

Bien, decidió mientras acomodaba el traje de Steuber en la bolsa, ésta sería la última prenda de él que se vendería en su negocio. Estaba ansiosa por leer el artículo de Ethel sobre el mundo de la moda. Sabía que pronto aparecería un número de Contemporary Woman, la revista en la que colaboraba Ethel.

Por último, Neeve hizo la lista que siempre le pedía Ethel. Traje de noche de seda azul; blusa de seda blanca; bisutería de la caja A. Conjunto rosa y gris; zapatos de tacón alto grises, bolso a juego; bisutería de la caja B. Vestido de cóctel negro… Había ocho conjuntos en total. Con los accesorios, sumaban casi siete mil dólares. Ethel gastaba esa cifra tres o cuatro veces al año. Le había contado confidencialmente a Neeve, que al divorciarse, veintidós años antes, había obtenido una suma importante de su marido, y la había invertido con prudencia.

—Y además, sigo cobrando mil dólares mensuales de él, de por vida —había dicho riéndose—. Cuando nos separamos le iba muy bien, y no quiso hacer economías. Les dijo a sus abogados que cualquier suma era buena con tal de librarse de mí. Ante el juzgado declaró que si yo volvía a casarme, el tipo tendría que ser un sordo como una tapia. Quizá yo habría sido piadosa, de no ser por esa broma. Volvió a casarse y tiene tres hijas, y desde que la Avenida Columbus se puso de moda, su bar ha estado en problemas. De vez en cuando me llama y me pide ayuda, pero le digo que todavía no he encontrado a ningún sordo.

En ese momento, Neeve había estado más inclinada a sentir antipatía que simpatía por Ethel. Pero después, Ethel agregó, con nostalgia:

—Siempre quise tener una familia. Nos separamos cuando yo tenía treinta y siete años. Durante los cinco años que estuvimos casados, no quiso darme un hijo.

Neeve se había impuesto la obligación de leer los artículos de Ethel, y no tardó en advertir que, aunque podía ser una mujer conversadora en exceso, y aparentemente con poco cerebro, era también una escritora excelente. Fuera cual fuere el tema que tocaba, siempre quedaba en claro que la investigación previa había sido responsable y exhaustiva.

Con ayuda de la recepcionista, Neeve cerró las grandes bolsas de la ropa. Bisutería y zapatos fueron empaquetados en cajas individuales, y luego reunidas en bolsas de papel marfil y rosa con la marca La Casa de Neeve. Con un suspiro de alivio, fue al teléfono y marcó el número del apartamento de Ethel.

No hubo respuesta. Ethel tampoco había dejado puesto el contestador automático. Neeve decidió que probablemente llegaría en cualquier momento, sin aliento y con el taxi esperándola afuera.

A las cuatro ya no había clientes en el negocio, y Neeve mandó a todo el mundo a su casa. «Maldita Ethel», pensó. A ella también le habría gustado irse a su casa. Seguía nevando de forma constante. Más tarde se haría difícil conseguir un taxi. Llamó a Ethel a las cuatro y media, a las cinco, a las cinco y media. ¿Y ahora qué? se preguntó. Entonces tuvo una idea. Esperaría hasta las seis y treinta, la hora usual de cierre, y después entregaría personalmente las cosas de Ethel, camino a su casa. Seguramente podría dejárselas al portero. De ese modo, si Ethel tenía planes de viaje inminentes, tendría su nuevo guardarropa.

La compañía de taxis a la que llamó se mostró vacilante antes de aceptar el viaje:

—Estamos diciendo a todos nuestros taxis que vuelvan aquí, señora. Conducir es un problema serio. Pero déme su nombre y su número de teléfono. —Cuando oyó el nombre el empleado cambió por completo su tono de voz—. ¡Neeve Kearny! ¿Por qué no me dijo que era la hija del jefe? Por supuesto que volverá a su casa en taxi.

El taxi llegó a las siete menos veinte. Avanzaron centímetro a centímetro por las calles ya casi intransitables. El conductor no se mostró feliz de tener que hacer una parada adicional.

—Señora, no puedo esperar más.

Nadie respondía en el apartamento de Ethel. Neeve llamó en vano al portero. Había otros cuatro apartamentos en el edificio, pero no tenía idea de quiénes vivían en ellos y no podía correr el riesgo de dejarle la ropa a extraños. Al fin, arrancó una página de su libreta y en el reverso escribió una nota que deslizó bajo la puerta de Ethel: «Tengo tus compras. Llámame cuando vuelvas». Agregó su número telefónico bajo la firma. Después, abrumada por el peso de las bolsas y cajas, volvió al taxi.

*****

Dentro del apartamento de Ethel Lambston, una mano tomó la nota que Neeve había introducido debajo de la puerta, la leyó, la hizo a un lado, y prosiguió su busca periódica de los billetes de cien dólares que Ethel escondía habitualmente bajo las alfombras o entre los almohadones del sofá, el dinero al que se refería jocosamente como «la pensión de Seamus el gusano».

*****

Myles Kearny no podía quitarse de encima la devorante preocupación que había venido creciendo dentro de él durante semanas. Su abuela tenía una especie de sexto sentido. «Tengo un sentimiento —decía—: Vienen problemas». Myles recordaba vividamente aquella vez, cuando él tenía diez años y su abuela había recibido una fotografía de su primo de Irlanda. Había gritado: «Tiene muerte en los ojos». Dos horas después sonaba el teléfono. Su primo había muerto en un accidente.

Diecisiete años atrás, Myles había desoído la amenaza de Sepetti. La Mafia tenía su propio código. Nunca atacaban a las esposas o hijos de sus enemigos. Y después, Renata había muerto. A las tres de la tarde, atravesando el Central Park para recoger a Neeve en el Colegio Sagrado Corazón, la habían asesinado. Había sido un día de noviembre frío y ventoso. El parque estaba desierto. No hubo testigos que dijeran quién había persuadido u obligado a Renata a salirse del camino y entrar en el área de detrás del museo.

Él estaba en su oficina cuando lo habían llamado del colegio, a las cuatro y media. La señora Kearny no había venido a recoger a Neeve. Habían llamado a la casa, pero no estaba allí. ¿Había algún problema? Al colgar el teléfono, Myles ya sabía, con aturdidora certeza, que algo terrible le había sucedido a Renata. Diez minutos después la Policía estaba registrando el Central Park. Él iba de camino cuando lo llamaron por la radio del coche para decirle que habían encontrado el cadáver.

Al llegar al parque, un cordón de policías estaba manteniendo a raya a los curiosos. La Prensa ya había llegado. Recordaba cómo lo habían cegado los flashes cuando caminaba hacia el sitio en el que se hallaba el cadáver. Herb Schwartz, su asistente, ya estaba allí.

—No la mires ahora, Myles —le rogó.

Pero él se había sacudido de encima el brazo con el que Herb intentaba detenerlo, se había arrodillado en el suelo helado, y había levantado la sábana que la cubría. Podría haber estado durmiendo. La cara todavía hermosa en ese descanso final, sin rastro de la expresión de terror que había visto grabada en tantos rostros de víctimas. Tenía los ojos cerrados. ¿Los había cerrado ella misma en ese momento último, o se los había cerrado Herb? Al principio pensó que tenía un pañuelo rojo al cuello. Negación. Era un experimentado contemplador de víctimas fatales, pero en ese momento toda su profesionalidad lo abandonó. No quería ver que alguien había cortado a la altura de la yugular, y después había ampliado transversalmente el tajo rodeando toda la garganta. El cuello del anorak de esquí, blanco, que llevaba ella, estaba carmesí de sangre. La capucha había caído, y el rostro estaba enmarcado por esa masa de cabello tan negro. Los pantalones de esquiar rojos, el rojo de su sangre, el anorak blanco y la nieve endurecida bajo su cuerpo…, aun en la muerte, había parecido una fotografía de moda.

Él habría querido apretarla contra sí, infundirle vida, pero sabía que no debía moverla. Se había contentado con besarle las mejillas y los ojos y los labios. Le había rozado el cuello y la mano quedó manchada de sangre, y él había pensado: Nos encontramos en la sangre, nos despedimos en la sangre.

*****

El día de Pearl Harbor él era un policía de veintiún años, y a la mañana siguiente se había alistado en el Ejército. Tres años después, estaba con el Quinto Ejército de Mark Clark en la batalla de Italia. La habían tomado ciudad por ciudad. En Pontici había entrado en una iglesia que parecía desierta. Un momento después había oído una explosión, y le había empezado a manar sangre de la frente. Había dado media vuelta, para ver a un soldado alemán acuclillado tras el altar. Logró matarlo antes de desvanecerse.

Volvió en sí cuando una pequeña mano lo sacudía:

—Venga conmigo —susurró en su oído una voz, en un inglés con fuerte acento italiano. Él, a duras penas podía pensar a través de las oleadas de dolor que le llenaban la cabeza. Tenía los ojos pegados por la sangre seca. Fuera la oscuridad era total. Los sonidos de disparos eran lejanos, a la izquierda. La niña (de algún modo él notó que era una niña) lo condujo por callejones desiertos. Recordaba haberse preguntado adónde lo estaría llevando, y por qué esa niña estaba sola. Oyó el ruido de sus propias botas de campaña contra unos escalones de piedra, el gemido de una puerta abriéndose, después unos susurros rápidos e intensos, la explicación de la niña. Ahora ella hablaba en italiano. No comprendió lo que estaba diciendo. Después, sintió un brazo que lo sostenía y lo recostaba en una cama. Se desvaneció y despertó intermitentemente, consciente de manos suaves que le lavaban y vendaban la cabeza. Su primer recuerdo claro fue el de un médico del Ejército que lo examinaba.

—No sabe la suerte que tuvo —le decía—. Ayer nos obligaron a retroceder. No fue nada bueno para los que no lo consiguieron.

*****

Después de la guerra, Myles había aprovechado las ventajas que se les dieron a los excombatientes, y había asistido a la universidad. La Fordham Rose Hill estaba a unos pocos kilómetros del Bronx, donde había crecido. Su padre, capitán de Policía, se había mostrado escéptico:

—Todo lo que pudimos conseguir fue hacerte llegar al final de la enseñanza secundaria —observó—. No es que no hayas sido bendecido con un buen cerebro, pero nunca elegiste meter la nariz entre las tapas de un libro.

Cuatro años después, al graduarse magna cum laude, Myles había iniciado estudios de Derecho. Su padre, aunque complacido, le advirtió:

—Todavía tienes un policía dentro de ti. No te olvides de ese policía cuando recibas todos tus títulos.

La facultad de Derecho. Trabajo en un bufete. Independización. Fue por entonces cuando comprendió que era demasiado fácil, para un buen abogado, sacar en libertad a un cliente culpable. Y no tenía estómago para soportarlo. Se propuso ser fiscal y lo logró. Eso fue en 1958. Tenía treinta y siete años en ese entonces. Con los años había salido con muchísimas chicas, y luego las había visto casarse con otros, una tras otra. Pero cada vez que él mismo se había acercado al matrimonio, una voz secreta le había susurrado al oído: «Hay más. Espera un poco».

La idea de volver a Italia fue gradual.

—Que te hayan metido un tiro en Europa no es equivalente a una gira de estudios —le dijo su madre, aprobándolo cuando, en una cena en casa, él mencionó sus planes. Y después ella misma le preguntó—: ¿Por qué no buscas a esa familia que te escondió en Pontici? No creo que hayas estado en condiciones de agradecérselo como debías, en aquel momento.

Seguía bendiciendo a su madre por ese consejo. Porque cuando llamó a la puerta de la casa de aquella familia, la que le abrió fue Renata. Renata, que para entonces tenía veintitrés años, no diez. Renata, que increíblemente le dijo:

—Sé quién eres. Yo te traje a casa aquella noche.

—¿Cómo pudiste recordarme? —preguntó él.

—Mi padre me tomó una fotografía contigo, antes de que te llevaran. Siempre la he conservado en mi cómoda.

Se casaban tres semanas después. Los once años que siguieron, fueron los más felices de su vida.

*****

Myles fue a la ventana y miró hacia fuera. Técnicamente, la primavera había llegado una semana antes, pero nadie se había molestado en transmitirle la noticia a la Madre Naturaleza. Trató de no recordar cuánto le había gustado a Renata caminar en la nieve.

Aclaró la taza de café y el plato de ensalada, y los puso en el lavavajillas. «Si todos los atunes del mundo desaparecieran, ¿qué tendría para almorzar la gente que hacía dieta?», se preguntó. Quizá volverían a las buenas y viejas hamburguesas. Ante la idea la boca se le hizo agua. Pero también le recordó que se suponía que debía descongelar la salsa para la pasta.

A las seis empezó a preparar la cena. Sacó de la nevera lo necesario para una ensalada, y con manos hábiles deshojó la lechuga, cortó cebollas, e hizo tiras delgadas de los pimientos verdes. Sonrió para sí al recordar cómo, en su primera juventud, había creído que una ensalada era un poco de lechuga y tomate embebidos en mayonesa. Su madre había sido una mujer maravillosa, pero su vocación en la vida evidentemente no había sido la cocina. La carne, por ejemplo, la cocinaba «hasta que murieran todos los gérmenes», de modo que las chuletas y los filetes quedaban tan secos y duros que eran más apropiados para practicar golpes de kárate que para cortarlos con cuchillo.

Fue Renata quien lo introdujo en las sutilezas de los sabores, en la alegría de las pastas, la delicadeza del salmón, las ensaladas ligeramente picantes y perfumadas por el ajo. Neeve había heredado el talento culinario de su madre, pero Myles reconocía que él también había aprendido, al menos, a hacer una buena ensalada.

A las siete menos diez empezó a preocuparse activamente por Neeve. Probablemente habría pocos taxis en la calle. Dios querido, no permitas que venga caminando a través del parque en una noche como ésta. Trató de llamar al negocio, pero el teléfono no respondía. Para cuando ella irrumpió con las bolsas y cajas bajo el brazo, él ya estaba dispuesto a llamar al cuartel general y pedir que registraran el parque. Pero se habría cortado la lengua antes que decírselo.

En lugar de eso, al ayudarla a descargarse de las cajas, logró parecer sorprendido:

—¿Es Navidad otra vez? —preguntó—. ¿De Neeve a Neeve, con amor? ¿Te gratificaste con las ganancias de hoy?

—No seas tonto, Myles —dijo Neeve, sin mucho humor—. Te diré una cosa, Ethel Lambston puede ser una buena cliente, pero también es una carga. —Mientras dejaba las cajas encima del sofá, le hizo el relato de sus intentos de entregar la ropa de Ethel.

Myles pareció alarmado:

—¡Ethel Lambston! ¿No es aquella charlatana que vino a tu fiesta de Navidad?

—La misma. —Siguiendo un impulso repentino, Neeve había invitado a Ethel a la fiesta que todas las Navidades ella y Myles daban en el apartamento. Después de arrinconar al obispo Stanton contra la pared y explicarle por qué la Iglesia Católica ya no tenía importancia en el siglo XX, Ethel había advertido que Myles era viudo, y ya no se había movido de su lado en todo el resto de la noche.

—No me importa que para ello tengas que acampar frente a la puerta de su casa durante los próximos dos años —le advirtió Myles—, pero haz lo que sea necesario para que esa mujer no vuelva a poner los pies aquí.