Como el lunes era el día libre de Denny en el restaurante, su ausencia allí no despertaría sospechas, pero además quería dejar bien establecida la coartada de que había pasado el día en la cama.
—Me parece que pesqué una gripe —le farfulló al desinteresado portero de la casa de la pensión donde vivía.
El Gran Charley lo había llamado el día anterior por teléfono:
—Liquídala o pondremos a otro que pueda hacerlo.
Denny sabía lo que significaban esas palabras. Él no viviría para contar su fracaso, pues su conocimiento del asunto podía servirle en el futuro para negociar otro delito con algún fiscal. Además, quería el resto del dinero.
Hizo sus planes con todo cuidado. Fue a la farmacia de la esquina y, entre toses, le pidió al farmacéutico que le sugiriese algo para su malestar. De vuelta en la pensión, se obligó a hablar con la mujerzuela estúpida que vivía a dos puertas de él, y siempre estaba tratando de iniciar una conversación. Cinco minutos después, salía del cuarto de ella con una taza de té maloliente.
—Esto cura cualquier cosa —le dijo la mujer—. Iré a verlo más tarde.
—Quizás pueda hacerme más té al mediodía —gimió Denny.
Fue al baño que compartían los inquilinos de los pisos segundo y tercero, y se quejó de cólicos al viejo borracho que esperaba pacientemente a que la puerta se abriese. El borracho se negó a cederle su lugar en la cola.
Una vez en su cuarto, Denny empaquetó con cuidado toda la ropa harapienta que había usado en el seguimiento de Neeve. Uno nunca sabía qué portero podía ser observador, y describir en detalle a los vagabundos que habían andado rondando el edificio Schwab. Incluso esa maldita vieja del perrito. Le había echado una buena mirada. Denny no tenía ninguna duda de que cuando la hija del ex jefe de Policía fuera asesinada, los policías no dejarían rincón sin revisar.
Arrojaría ese lío de ropas en el cubo de basura más cercano. Eso era fácil. La parte más difícil era seguir a Neeve Kearny, desde su tienda hasta la Séptima Avenida. Pero había ideado un modo de hacerlo. Tenía un chándal nuevo, gris. Nadie lo había visto usarlo. Tenía una peluca punk y anteojos negros de aviador. Con ese atuendo parecería uno de esos mensajeros que recorrían toda la ciudad en bicicleta, atropellando a todo el mundo. Se proveería de un gran sobre manila bajo el brazo, y esperaría a que Neeve Kearny saliera. Probablemente ella iría en taxi a la Zona de Ropas. La seguiría en otro taxi. Le contaría cualquier historia al taxista, que le habían robado la bicicleta y que esa señora necesitaba los papeles que él llevaba.
Él mismo había oído a Neeve Kearny acordar una cita, a la una y media, con una de esas mujeres ricas que podían permitirse gastar miles de dólares en ropa.
Siempre había que dejar un margen de error. Él estaría vigilando la tienda antes de la una y media.
No importaba si el taxista sumaba dos más dos después de la muerte de Kearny. Buscarían a un tipo con un corte de pelo punk.
Hechos sus planes, Denny metió el lío de ropa vieja bajo la cama. «Qué pocilga», pensó mirando a su alrededor. Un criadero de cucarachas. Maloliente. Pero cuando terminara este trabajo y le pagaran los restantes diez mil, no tendría más que esperar a que su libertad condicional se cumpliese, y después se marcharía. Vaya si se marcharía.
Durante el resto de la mañana hizo frecuentes viajes al retrete, quejándose de dolores a cualquiera que quisiera oírlo. Al mediodía, la mujer vino a llamar a la puerta y le dio otra taza de té y un panecillo rancio. Hizo más viajes al retrete, permaneciendo dentro, durante largo rato cada vez, tratando de no respirar los olores hediondos, y haciendo esperar a los otros a pesar de sus protestas.
A la una menos cuarto, volvía del baño y se cruzó con el viejo borracho:
—Creo que me siento mejor. Veré si duermo un poco.
Su cuarto estaba en el primer piso y daba al callejón lateral. Había un alero providencial bajo su ventana, y de ahí podía pasar, sin dificultad, al tejado de al lado que tenía escalera al callejón. Se puso el chándal gris, se ajustó a la cabeza la peluca punk, se calzó los anteojos, arrojó el lío de ropa vieja por la ventana, y salió él mismo.
Se deshizo del lío de ropa en un cubo de basura infestado de ratas detrás de un edificio en la Calle 108, tomó el Metro hasta Lexington y la Calle 86, compró un sobre manila grande y un rotulador en un expendedor automático, escribió «Urgente» en el sobre, y tomó posición frente a la casa de Neeve.
*****
A las diez de la mañana del lunes, el vuelo 771 de un carguero coreano aterrizó en el aeropuerto Kennedy. Camiones de textiles Gordon Steuber esperaban para cargar los contenedores con vestidos y ropa deportiva, que serían transportados a los depósitos de la compañía de Long Island City; depósitos que no figuraban en ningún papel de la compañía.
Pero había otras personas esperando ese embarque: funcionarios policiales convencidos de que harían uno de los descubrimientos de drogas más grandes de los últimos diez años.
—Excelente idea —observó uno de ellos al otro mientras esperaban, disfrazados con uniformes de mecánico, al borde de la pista—. He visto droga escondida en muebles, en muñecas, en collares para perros, en pañales de bebé, pero nunca en ropa de marca.
El avión describió un arco en el cielo, aterrizó, y frenó a la altura del hangar. En un instante, el área hormigueaba de policías federales.
Diez minutos después, había sido abierto el primer contenedor. Se cortaron los dobladillos de una chaqueta de lino de líneas exquisitas. Un chorro de heroína pura cayó a una bolsa de plástico que sostenía el jefe de las fuerzas policiales.
—Cielos —dijo con asombro—. Debe de haber unos dos millones sólo en esta caja. Que detengan ahora mismo a Steuber.
A las nueve y cuarenta la Policía irrumpía en la oficina de Gordon Steuber. La secretaria trató de detenerlos, pero fue hecha a un lado con firmeza. Steuber escuchó impasible la lectura de sus derechos. Sin el menor rastro de emoción, vio cómo le ponían esposas en las muñecas. Por dentro ardía en una ira brutal y asesina, cuyo blanco era Neeve. Cuando lo sacaban, se detuvo para hablar con la llorosa secretaria:
—May —le dijo—, cancele todas mis citas. No lo olvide.
La expresión en los ojos de ella le indicó que había entendido. May no diría que doce días antes, un miércoles por la noche, Ethel Lambston había invadido la oficina para decirle que estaba enterada de sus actividades ilícitas.
*****
Douglas Brown no durmió bien el domingo por la noche. Mientras se revolvía sin descanso entre las sábanas buenas de Ethel, soñaba con ella, sueños realistas en los que Ethel levantaba una copa de Dom Pérignon, en San Domenico:
—Por Seamus el gusano.
Sueños en los que Ethel le decía con frialdad:
—¿Cuánto me robaste esta vez?
Sueños en los que la Policía venía a llevárselo.
A las diez de la mañana del lunes, llamaron de la oficina del forense del Condado de Rockland. Como su pariente más próximo, se le preguntaba a Doug acerca de sus planes con respecto a los restos mortales de Ethel Lambston. Doug trató de sonar solícito:
—El deseo de mi tía era ser incinerada. ¿Podría sugerirme qué debo hacer?
En realidad, Ethel había dicho algo acerca de ser enterrada con sus padres en Ohio, pero sería mucho más barato enviar una urna que un ataúd.
Le dieron el nombre de una funeraria. La mujer que lo atendió se mostró cordial y comprensiva, y le preguntó sobre la responsabilidad del pago. Doug prometió volver a llamarla, y telefoneó al contable de Ethel. El contable había estado ausente durante el fin de semana largo, y acababa de enterarse de la horrible noticia.
—Yo hice de testigo en el testamento de la señorita Lambston —le dijo el contable—. Tengo una copia del original. Ella lo quería mucho a usted.
—Y yo la quería a ella con todo mi corazón —colgó.
Tenía que acostumbrarse a que era un hombre rico. Al menos, rico para lo que había sido hasta ahora.
«Si no se echa todo a perder», pensó.
Por instinto, había estado esperando a la Policía, pero aun así, el golpe enérgico en la puerta, la invitación a ir a la jefatura para un interrogatorio, lo hicieron temblar. Una vez en la jefatura, se congeló al oír que le leían sus derechos.
—Deben de estar bromeando —dijo.
—Preferimos excedernos en las precauciones —le dijo el detective Gómez con acento tranquilizador—. Recuerde, Doug, que no está obligado a responder preguntas. Puede llamar a un abogado. O puede dejar de responder cuando quiera.
Doug pensó en el dinero de Ethel; en las propiedades de Ethel; en la chica del trabajo que lo miraba con buenos ojos; en no tener que volver a trabajar; en decírselo a ese miserable que era su jefe inmediato. Se decidió por una postura de colaboración.
—Estoy dispuesto a responder a cualquier pregunta.
Pero se le hizo difícil responder a la primera pregunta que le hizo el detective O'Brien:
—El jueves pasado usted fue al banco y retiró cuatrocientos dólares, que pidió en billetes de a cien. No vale la pena negarlo, Doug, porque lo hemos comprobado. Ese fue el dinero que encontramos en el apartamento, ¿no es así, Doug? Ahora, ¿por qué ponerlo ahí cuando usted nos dijo que su tía siempre encontraba el dinero que ella le acusaba a usted de haber robado?
*****
Myles durmió desde la medianoche hasta las cinco y media. Al despertarse supo que no podría volver a conciliar el sueño. Y no había cosa que detestara más, que quedarse en la cama esperando una posibilidad huidiza de dormirse. Se levantó, se puso una bata y fue a la cocina.
Bebiendo una taza de café descafeinado examinó, paso por paso, todos los hechos de la semana. Su sentimiento inicial de liberación al enterarse de la muerte de Nicky Sepetti se estaba desvaneciendo. ¿Por qué?
Miró a su alrededor en la cocina bien ordenada. La noche anterior había aprobado, sin palabras, el modo en que Jack Campbell ayudó a Neeve a limpiar. Jack sabía manejarse dentro de una cocina. Myles sonrió a medias, pensando en su propio padre. Un tipo corpulento. Su madre se refería a él siempre con respeto. Pero Dios era testigo de que papá jamás había llevado un plato al fregadero, ni se había ocupado de un chico o empujado una aspiradora. Hoy los maridos jóvenes eran diferentes. Y la diferencia estaba bien.
¿Qué clase de marido había sido él para Renata? Bueno, según casi todas las normas.
—La amaba —dijo Myles ahora, con la voz poco más alta que un susurro—, y estaba orgulloso de ella. Nos divertíamos juntos. Pero me pregunto si la conocía bien. ¿Hasta qué punto fui un reflejo de mi padre durante nuestro matrimonio? ¿La tomé realmente en serio, fuera de su papel de esposa y madre?
La noche anterior, o había sido la otra, le había dicho a Jack Campbell que Renata le había enseñado a apreciar el vino. «Yo estaba muy ocupado puliéndome, por entonces», pensó Myles, recordando cómo, antes de conocer a Renata, había iniciado un programa personal de mejoramiento. Entradas al Carnegie Hall. Entradas para el Met. Visitas al Museo de Arte.
Fue Renata la que cambió esas visitas del deber de un escolar, a expediciones de descubrimiento llenas de emoción. Renata que, cuando volvían de la ópera, cantaba las melodías con su clara y vigorosa voz de soprano.
—Milo, caro, ¿es posible que seas el único irlandés en el mundo sin oído musical? —bromeaba.
En los once maravillosos años que compartimos, apenas si llegamos a descubrir todo lo que podíamos ser el uno para el otro.
Myles se levantó para servirse una segunda taza de café. ¿Por qué sentía con tanta fuerza estos pensamientos? ¿Qué se le escapaba? Algo. Algo. Oh, Renata, rogó. No sé por qué, pero estoy preocupado por Neeve. Hice todo lo que pude durante estos diecisiete años. Pero ella es tu niña, también. ¿Está en problemas?
La segunda taza de café le levantó el ánimo, y empezó a sentirse algo tonto. Cuando Neeve apareció bostezando en la cocina, estaba lo bastante recuperado como para decir:
—Tu editor es un buen lavaollas.
Neeve sonrió, se inclinó para besar la cabeza de Myles, y respondió:
—Lo mismo digo de «la bonita Kitty Conway». Lo apruebo, comisario. Ya es hora de que empieces a mirar a las damas. Después de todo, ya estás bastante crecidito.
Y esquivó de un salto la palmada que él le soltó.
*****
Para ir a trabajar, Neeve eligió un traje Chanel, rosa y gris claro, con botones dorados, zapatos de cuero gris y un bolso a juego. Se levantó el cabello en un rodete. Myles la miró con aprobación:
—Me gusta ese arreglo. Mejor que el tablero de ajedrez del sábado. Debo decir que tienes tanto gusto como tu madre, en materia de ropa.
—La aprobación de Sir Hubert es todo un elogio. —En la puerta, Neeve vaciló un instante—. Comisario, ¿soportarías un capricho más de mi parte? Pregúntale al forense si existe la posibilidad de que le hayan cambiado la ropa a Ethel, después de muerta.
—No lo había pensado.
—Piénsalo, por favor. Y aun cuando no llegues a una conclusión favorable, pregunta, hazlo por mí. Una cosa más: ¿Crees que Seamus Lambston y su esposa estaban tratando de hacernos caer en una trampa?
—Es enteramente posible.
—De acuerdo. Pero, Myles, escúchame sin hacerme callar, por una sola vez. La última persona que admite haber visto viva a Ethel es su ex marido Seamus. Sabemos que eso fue el jueves por la tarde. ¿Podría preguntarle alguien qué ropa tenía puesta ella? Apuesto a que era un caftán multicolor de lana ligera, que no se quitaba nunca cuando estaba en casa. Ese caftán no estaba en el armario. Ethel nunca viajaba con él. Myles, no me mires así. Sé de qué estoy hablando. Supon que Seamus, o alguna otra persona, mató a Ethel mientras ella tenía puesto ese caftán, y después le cambió la ropa.
Neeve abrió la puerta. Myles comprendió que ella esperaba alguna respuesta sarcástica por parte de él. Mantuvo el tono impersonal:
—¿Qué podría significar eso?
—Que si le cambiaron de ropa a Ethel después de muerta, es imposible que su ex marido haya sido el responsable. Viste cómo estaban vestidos él y su mujer. No tienen más idea acerca de la moda, que la que yo tengo respecto al funcionamiento de un transbordador espacial. Por otra parte, está ese resbaladizo bastardo llamado Gordon Steuber, que instintivamente habría elegido algo proveniente de su propia compañía, y habría vestido a Ethel con el traje que él le vendió. —Antes de cerrar la puerta tras de sí, Neeve agregó—: Eres tú el que dice siempre que un asesino deja su tarjeta de visita, comisario.
*****
A Peter Kennedy, abogado, solían preguntarle si estaba emparentado con los Kennedy. De hecho, tenía un notable parecido con el difunto presidente. Era un hombre de poco más de cincuenta años, con el cabello más rubio que gris, un rostro fuerte y cuadrado, y cuerpo longilíneo. A comienzos de su carrera profesional había sido ayudante del fiscal federal, y había constituido una permanente amistad con Myles Kearny. Tras la llamada urgente de Myles, Pete canceló una cita que tenía a las once y accedió a recibir a Seamus y Ruth Lambston en su céntrica oficina.
Ahora los escuchaba con incredulidad, observando sus rostros tensos y cansados. De vez en cuando, los interrumpía con una pregunta.
—Me está diciendo, señor Lambston, que le dio un puñetazo tan violento a su ex esposa que ella cayó hacia atrás al suelo, que se puso de pie y cogió la daga que usaba como abrecartas, y que en la lucha por arrebatársela le hizo un corte en la mejilla.
Seamus asintió.
—Ethel se dio cuenta de que yo había estado casi a punto de matarla.
—¿Casi?
—Casi —dijo Seamus, con voz baja y avergonzada—. Quiero decir, por un segundo, si ese puñetazo la hubiera matado, yo me habría alegrado. Ella hizo de mi vida un infierno durante más de veinte años. Después, cuando la vi ponerse de pie, comprendí lo que podría haber pasado. Pero estaba asustada. Me dijo que me olvidara de los pagos de la pensión.
—Y entonces…
—Me fui. Fui al bar. Después fui a casa, me emborraché y seguí borracho. Conocía a Ethel. Habría sido muy de ella llamar a la Policía y pedir que me detuvieran. Tres veces trató de hacerme arrestar cuando me atrasé con la pensión. —Se rió sin alegría—. Una de esas veces fue cuando nació Jeannie.
Pete continuó su interrogatorio y puso en claro, con habilidad, el hecho de que Seamus había temido que Ethel hiciera una denuncia por la agresión; y había estado seguro de que, después de reflexionar, exigiría el pago de la pensión; y había sido lo bastante atolondrado como para decirle a Ruth que Ethel había accedido a no recibir más cheques; y se había sentido aterrorizado cuando Ruth le exigió que lo pusiera por escrito, en una carta a Ethel.
—Y después, involuntariamente, dejó tanto el cheque como la carta en el buzón, y volvió con la esperanza de recuperarlos.
Seamus se retorcía las manos en el regazo. Él mismo se consideraba un idiota. Y lo era. Y había más. Las amenazas. Pero, por algún motivo, todavía no se decidía a contar eso.
—No volvió a ver ni a hablar de su ex esposa, Ethel Lambston, después del jueves trece de marzo.
—No.
«No me lo ha dicho todo», pensó Pete, pero basta para empezar. Vio a Seamus retreparse en la silla. Estaba empezando a relajarse. Pronto estaría lo bastante tranquilo como para ponerlo todo sobre la mesa. Insistir demasiado en este momento sería un error. Pete se volvió hacia Ruth Lambston. Ella seguía muy tiesa, sentada junto a su marido, la mirada perdida. Pete comprendió que Ruth se estaba empezando a asustar por las revelaciones de su marido.
—¿Es posible que alguien acuse a Seamus por agresión física, o como se llame el puñetazo que le dio a Ethel? —preguntó Ruth.
—Ethel Lambston no está viva para presentar cargos —respondió Pete—. Técnicamente, la Policía podría dejar pasar eso. Señora Lambston, creo ser bastante buen juez de caracteres. Fue usted quien persuadió a su marido de que fuera a hablar con el jefe —se corrigió—, el ex jefe Kearny. Creo que tenía razón al pensar que, en el punto en el que están, necesitan ayuda. Pero no puedo ayudarlos si no me dicen la verdad. Hay algo que usted está midiendo y sopesando, y yo debo saber de qué se trata.
Bajo la mirada de su marido y de este abogado de aspecto impresionante, Ruth dijo:
—Creo que hice desaparecer el arma homicida.
*****
Para cuando salieron, una hora después, y con la avenencia de Seamus para someterse al detector de mentiras, Pete Kennedy ya no estaba tan seguro de sus instintos. Al fin de la sesión, Seamus había admitido que había contratado a uno de los borrachos que merodeaban por su bar, para amenazar telefónicamente a Ethel. O bien sólo es estúpido y está asustado, o está jugando una mano muy astuta, decidió Pete, y tomó una nota mental de hacerle saber a Myles Kearny que no todos los clientes que le enviaba, eran los que él escogería.
*****
La noticia del arresto de Gordon Steuber corrió como una marejada por todo el mundo de la moda. Los rumores inundaban las líneas telefónicas: «No, no es por los talleres ilegales. Eso lo hacen todos. Es por drogas». Y después, la gran pregunta: «¿Por qué? Él gana millones. Es cierto que pudo afectarlo en algo el hecho de que saliera a luz lo de sus talleres clandestinos. Es cierto que lo están investigando por evasión de impuestos. Un buen equipo de abogados podría paralizar, durante años, esos procesos. ¡Pero drogas!». Al cabo de una hora, se encendieron los primeros chispazos de humor negro. «Cuidado, que Neeve Kearny no se enfade contigo. Cambiarías el reloj pulsera por un par de brazaletes de acero».
*****
Anthony della Salva, rodeado de laboriosos ayudantes, trabajaba en los detalles finales del desfile de su colección de otoño, que tendría lugar la semana siguiente. Era una colección eminentemente satisfactoria. El chico nuevo que había contratado, recién salido del Instituto de Moda, era un genio:
—Eres otro Anthony della Salva —le dijo a Roget, feliz. Era el mayor elogio que podía dispensar.
Roget, con su rostro delgado, cabello lacio y cuerpo pequeño, murmuró para sí:
—O un futuro Mainbocher. —Pero le devolvió a Sal su sonrisa beatífica. Estaba seguro de que en dos años tendría el respaldo suficiente para abrir su propia compañía. Había luchado con uñas y dientes contra Sal, acerca del uso de miniaturas del diseño Arrecife del Pacífico como accesorios de la nueva colección, pañuelos de cuello y bolsillo, y cinturones, en brillantes matices tropicales y dibujos intrincados que capturaban la magia y el misterio del mundo acuático.
—No lo quiero —había dicho Sal sin rodeos.
—Sigue siendo lo mejor que hayas hecho. Es tu marca de fábrica.
Cuando la colección estuvo completa, Sal tuvo que admitir que Roget tenía razón.
Eran las tres y media cuando Sal oyó la noticia acerca de Gordon Steuber. Y las bromas. Inmediatamente llamó a Myles.
—¿Sabías que pasaría esto?
—No —dijo Myles, con voz que sonaba algo molesta—. No estoy enterado de todo lo que está pasando en la Policía. —El tono de voz preocupado de Sal, aumentó el presentimiento funesto que lo había estado persiguiendo todo el día.
—Quizá deberías hacerlo —replicó Sal—. Escucha, Myles, todos sabíamos que Steuber tenía contactos con la Mafia. Una cosa es que Neeve haya llamado la atención sobre sus obreros sin tarjeta verde. Otra muy distinta es que ella sea la causa indirecta de una requisa de drogas por valor de cien millones de dólares.
—Cien millones. No había oído la cifra.
—Enciende la radio entonces. Mi secretaria acaba de oírlo. Lo importante es que quizá deberías pensar en contratar un guardaespaldas para Neeve. ¡Cuídala! Sé que es hija tuya, pero yo también tengo invertido mucho en ella.
—Se respetará tu inversión. Hablaré con los muchachos de la jefatura y veremos. Hace un momento llamé a Neeve pero no la encontré. Ya debe de haber salido hacia la Séptima Avenida. Hoy es su día de compras. ¿Pasará a verte?
—Por lo general viene. Y sabe que quiero que vea mi nueva colección. Le encantará.
—Dile que me llame, no bien la veas. Dile que estaré esperando la llamada.
—Así se hará.
Myles empezaba a despedirse, pero tuvo un recuerdo súbito:
—¿Cómo está la mano, Sal?
—No demasiado mal. Me enseñará a no ser tan torpe. Mucho más importante, me siento ruin por haber estropeado el libro.
—No te preocupes. Se está secando. Neeve tiene un nuevo novio, un editor. Él lo llevará a un restaurador.
—De ninguna manera. El problema es mío. Yo mandaré a alguien a arreglarlo.
Myles soltó la risa:
—Sal, puedes ser un buen diseñador de ropa, pero pienso que Jack Campbell es el indicado para este trabajo.
—Myles, insisto.
—Nos veremos, Sal.
*****
A las dos, Seamus y Ruth Lambston volvieron a la oficina de Peter Kennedy para hacer la prueba del detector de mentiras. Pete les había explicado:
—Si están dispuestos a estipular que se use el detector de mentiras de la Policía, en el caso de que vaya a juicio, creo que podré convencerlos de que no presenten cargos por agresión o destrucción de pruebas.
Ruth y Seamus habían pasado las dos horas de intervalo, almorzando en un pequeño café del centro. Ninguno de los dos pasó de unos pocos mordiscos a los sándwiches que les pusieron en la mesa. Los dos pidieron más té. Seamus rompió el silencio:
—¿Qué te parece ese abogado?
Ruth no lo miró:
—Me parece que no nos cree. —Se volvió y lo miró a los ojos—: Pero si estás diciendo la verdad, hicimos lo correcto.
*****
La prueba le recordó a Ruth su último electrocardiograma. La diferencia era que estos cables medían impulsos diferentes. El técnico que manejaba el aparato se mostró impersonalmente cordial. Le preguntó a Ruth su edad, dónde trabajaba, su familia. Cuando habló sobre las chicas, empezó a relajarse y una nota de orgullo se deslizó en su voz:
—Marcy… Linda… Jeannie…
Después vinieron las preguntas sobre su visita al apartamento de Ethel, sobre la destrucción del cheque, el robo del abrecartas que se llevó a su casa, lavó y luego dejó en la cesta de una tienda india en la Sexta Avenida.
Cuando terminó, Peter Kennedy le pidió que esperara en la recepción, y mandó pasar a Seamus. Durante los cuarenta y cinco minutos que siguieron, Ruth estuvo sentada inmóvil, atontada por la preocupación. «Hemos perdido el control de nuestras vidas —pensó—. Será otra gente la que decida si vamos a juicio, y si nos meten en la cárcel».
La sala de espera era impresionante. El elegante sofá tapizado en cuero, con botones dorados. Debía de haber costado por lo menos seis o siete mil dólares. El resto del mobiliario, una mesita redonda de caoba, en la que descansaban los números recientes de varias revistas; excelentes grabados modernistas en la pared. Ruth notó que la recepcionista le dirigía furtivas miradas de curiosidad. ¿Qué veía en ella esa joven elegantemente vestida?, se preguntó Ruth. Una mujer sin atractivos, madura, con un vestido simple de lana verde, zapatos de tacón bajo, cabello que empezaba a desprenderse del rodete. Probablemente está pensando que no podemos pagar los precios que cobran aquí, y está en lo cierto.
Se abrió la puerta del pasillo que daba a la oficina privada de Peter Kennedy. El abogado estaba allí, con una sonrisa cálida en el rostro:
—¿No quiere pasar, señora Lambston? Todo está bien.
Cuando el técnico se marchó, Kennedy puso las cartas sobre la mesa:
—Por lo general no me gusta avanzar tan rápido. Pero ustedes tienen motivos para estar preocupados, pues cuanto más tiempo los medios de comunicación se refieran a Seamus como sospechoso, peor será para sus hijas. Propongo que nos pongamos en contacto con la brigada de homicidios que investiga el caso. Yo pido una prueba inmediata, con el detector de mentiras, para aclarar esta atmósfera que a ustedes les resulta intolerable. Les advierto una cosa: para hacerlos aceptar una prueba inmediata tendremos que estipular que, si usted alguna vez llega a juicio, los resultados de la prueba serán admitidos como testimonio. Creo que, siendo así, aceptarán. También creo que puedo convencerlos de que no presenten otros cargos.
Seamus tragó saliva. Tenía el rostro brillante, como si una capa permanente de sudor se hubiera adherido a ésta.
—Adelante —dijo.
Kennedy se puso de pie.
—Son las tres. Es posible que todavía podamos hacerlo hoy. ¿Les molestaría esperar fuera mientras hago unas llamadas?
Media hora después, salió de la oficina:
—Cerramos trato. Vamos.
*****
El lunes era, por lo general, un día lento en las ventas pero, como le dijo Neeve a Eugenia: «No podrían demostrarlo basándose en nosotros». Desde el momento en que entró en la tienda, a las nueve y media, las clientes no dejaron de afluir. Myles le había transmitido la preocupación de Sal acerca de la mala publicidad que podía provocar la muerte de Ethel, pero después de trabajar sin pausa hasta casi las doce, Neeve comentó secamente:
—Al parecer hay mucha gente que no tendría problemas en morirse con ropa de La Casa de Neeve puesta. —Después agregó—: Llama pidiendo café y un sándwich, por favor.
Cuando entregaron el pedido en su oficina, Neeve miró al repartidor y enarcó las cejas:
—Oh, esperaba a Denny. No se habrá despedido, ¿no?
El chico, un adolescente larguirucho de diecinueve años, puso la bolsa de papel sobre la mesa:
—El lunes tiene el día libre.
Cuando la puerta se cerró tras él, Neeve dijo:
—No parece dispuesto a dar servicio especial. —Levantó con avidez la tapa del envase humeante.
Pocos minutos después llamó Jack:
—¿Todo bien?
Neeve le sonrió al receptor:
—Por supuesto que todo está bien. De hecho, no sólo estoy bien, sino que voy camino de la prosperidad. Fue una gran mañana.
—Quizá deberías hacer planes para mantenerme. Salgo a un almuerzo con un agente al que no le gustarán mis comentarios. —Jack abandonó el tono bromista—. Neeve, anota el número del sitio en el que estaré. Es el Four Seasons. Si me necesitas, estaré allí un par de horas.
—Estoy a punto de atacar un sándwich de atún. Si sobra algo de ese almuerzo, mételo en una bolsa para el perro.
—Neeve, hablo en serio.
La voz de Neeve bajó de tono:
—Jack, estoy perfectamente. Sólo te pido que guardes algo de apetito para la cena. Te llamaré alrededor de las seis y media o siete.
Mientras colgaba, Eugenia la miraba con ojo crítico:
—El editor, supongo.
Neeve desenvolvió su sándwich:
—Ajá…
Apenas le había dado un mordisco, cuando volvió a sonar el teléfono.
Era el detective Gómez:
—Señorita Kearny, estuve estudiando las fotografías post mortem de la difunta Ethel Lambston. Usted tiene la impresión de que pudo ser vestida después de muerta.
—Sí. —Neeve sintió que se le cerraba la garganta, e hizo a un lado el sándwich. Sentía que Eugenia la estaba mirando, y sentía cómo palidecía.
—Hice ampliar en gran tamaño las fotografías. Las pruebas todavía no están completas, y sabemos que el cuerpo fue trasladado, así que es muy difícil decidir si su impresión es correcta o no, pero dígame esto: ¿Ethel Lambston saldría de su casa con una media rota en un lugar visible?
Neeve recordó haber advertido esa rotura cuando identificó la ropa de Ethel:
—Nunca.
—Es lo que yo pensé —asintió Gómez—. La autopsia mostró fibras de nylon en una uña del pie. De modo que la rotura se hizo al poner la media. Eso significa que si Ethel Lambston se vistió ella misma, lo hizo con un traje de alta costura y una media muy visiblemente rota. Me gustaría volver a hablar de esto en los próximos días. ¿Seguirá en la ciudad?
Mientras Neeve colgaba, pensó en lo que había dicho a Myles esa misma mañana. Por lo que a ella concernía, Seamus Lambston, con su notoria falta de todo sentido de la moda, no había podido vestir el cuerpo sangrante de su ex esposa. Recordó otra cosa que también le había dicho a Myles. Gordon Steuber habría elegido instintivamente la blusa original para el conjunto.
Hubo un rápido golpecito en la puerta, y entró la recepcionista:
—Neeve —susurró—. Está la señora Poth. ¿Sabes que arrestaron a Gordon Steuber?
Neeve se las arregló para mantener una sonrisa cortés y atenta en el rostro, mientras ayudaba a su rica cliente a elegir tres vestidos de noche firmados por Adolfo, cuyos precios iban desde los cuatro a los seis mil dólares cada uno, más dos trajes de Donna Karan, uno de ellos de mil quinientos dólares y el otro de dos mil doscientos; a lo que se agregaron los correspondientes zapatos y bolsos. La señora Poth, una dama de unos sesenta y cinco años y un celebrado buen gusto, no se mostró interesada en la bisutería:
—Muy bonitas, pero prefiero mis joyas reales.
Sin embargo acabó aceptando finalmente las sugerencias de Neeve porque le parecieron adecuadas.
Neeve acompañó a la señora Poth hasta su limusina, aparcada directamente frente a la tienda. La Avenida Madison estaba atestada de gente que paseaba y hacía compras. Parecía como si todos hubieran salido a disfrutar del sol, sin importarles la temperatura, que seguía siendo baja. Cuando volvía a entrar, notó a un hombre de chándal gris apoyado contra la pared del edificio de enfrente. Por un instante le vio algo de conocido, pero lo olvidó al entrar de prisa en la tienda y meterse en su oficina. Allí se retocó la pintura de labios y cogió su agenda.
—Quedas a cargo —le dijo a Eugenia—. No volveré hoy, así que ocúpate de cerrar, por favor.
Sonriendo con placidez, y tras detenerse un instante a intercambiar unas palabras con alguna cliente conocida, volvió a la puerta de la calle. La recepcionista había llamado un taxi, que ya estaba esperando. Neeve se introdujo en él rápidamente, y no vio al hombre con el raro peinado punk y el chándal gris que llamaba a su vez a un taxi desocupado.
*****
Una y otra vez, desde ángulos diferentes, Doug respondía a las mismas preguntas. La hora a la que había llegado a casa de Ethel. Su decisión de mudarse al apartamento. La llamada telefónica amenazando a Ethel si no liberaba de su obligación al ex marido. El hecho de que se había instalado en el apartamento el viernes treinta y uno, pero no empezó a atender el teléfono hasta una semana después, y entonces la primera llamada que recibió fue una amenaza. ¿Cómo era posible?
Una y otra vez, le repitieron que estaba en libertad para marcharse si quería. Podía llamar a un abogado; podía negarse a responder a las preguntas. Su respuesta invariable fue:
—No quiero un abogado. No tengo nada que esconder.
Les dijo que no había contestado al teléfono porque tenía miedo que fuera Ethel la que llamaba, y lo obligara a irse del apartamento.
—Por lo que yo sabía, estaría ausente un mes. Y yo necesitaba un lugar donde alojarme.
—¿Por qué había hecho un reintegro en el Banco en billetes de cien dólares, y después los había escondido por el apartamento de su tía?
—Está bien. Admito que tomé prestados algunos dólares que Ethel tenía dispersos por el apartamento, y después los devolví.
Había dicho que no estaba enterado del testamento de Ethel, que sin embargo estaba cubierto con sus huellas digitales.
Doug sintió un asomo de pánico:
—Fue cuando empecé a sospechar que quizás algo estaba mal. Miré en la agenda de Ethel y vi que había cancelado todas sus citas para después de ese viernes en que se suponía que debíamos encontrarnos en el apartamento. Eso me hizo sentir mejor. Pero la vecina me dijo que ese idiota del ex marido había tenido una pelea con Ethel, y después había aparecido cuando yo estaba en el trabajo. Luego, la esposa de él prácticamente irrumpió en el apartamento para hacer trizas el cheque de pensión de Ethel. Empecé a pensar que quizás algo andaba mal.
—Y entonces —dijo el detective O'Brien, con la voz cargada de sarcasmo—, decidió responder al teléfono, y la primera llamada que cogió fue una amenaza contra la vida de su tía. Y la segunda fue de la oficina del fiscal del Condado de Rockland, notificándole que había sido hallado el cadáver.
Doug sentía el sudor que le empapaba las axilas. Se movió tratando de ponerse más cómodo en la silla de madera de respaldo recto. Al otro lado de la mesa, los dos detectives lo observaban, O'Brien con su cara carnosa, de rasgos gruesos, Gómez con su brillante cabello negro y mentón aguzado. Parecían sendas caricaturas: el irlandés y el latinoamericano.
—Me estoy cansando un poco de esto —dijo Doug.
El rostro de O'Brien se endureció.
—Entonces salga a dar un paseo, Dougie. Pero antes denos una respuesta más. La alfombra que estaba frente al escritorio de su tía, apareció salpicada de sangre. Alguien hizo un trabajo muy cuidadoso limpiándola. Dígame, Doug, usted, antes de conseguir el empleo que tiene ahora, ¿no trabajó en el departamento de limpieza de alfombras y muebles de Sears?
El pánico produjo una acción refleja en Doug. Se puso de pie de un salto, y al hacerlo echó atrás la silla con tanta fuerza que la hizo caer.
—¡Váyanse a la mierda!
Escupió las palabras al tiempo que se precipitaba hacia la puerta de la sala de interrogatorios.
*****
Denny había corrido un riesgo calculado al llamar a un taxi en el momento en que Neeve Kearny se metía en el suyo. Pero sabía que los taxistas eran entrometidos, y podían aceptar perfectamente una historia como la que inventó al meterse en el vehículo, simulando estar sin aliento:
—Un cretino me robó la bicicleta. Siga a ese taxi, y no lo pierda, ¿eh? Me juego la cabeza si no le entrego este sobre a esa mujer.
El taxista era vietnamita. Asintió con indiferencia, y adelantó velozmente y con mano experta a un autobús, cortándole el paso, siguió por Madison hacia arriba, y dobló a la izquierda por la Calle 85. Denny se hundió en un rincón, con la cabeza baja. No quería que el taxista tuviera mucha oportunidad de verlo por el espejo retrovisor. La única observación del taxista fue:
—Imbéciles. Si la mierda se cotizara, ellos estarían en primer puesto.
«El inglés del vietnamita es increíblemente bueno», pensó Denny agriamente.
En la Séptima Avenida y la Calle 36 el otro taxi pasó justo un semáforo que estaba cambiando del verde al rojo, y lo perdieron.
—Lo siento —se disculpó el taxista.
Denny sabía que Neeve bajaría probablemente en la calle próxima o algo así. Probablemente el coche iría a velocidad mínima con este tráfico.
—Que me despidan entonces. Lo intenté.
Le pagó al taxista, bajó y comenzó a caminar hacia atrás. Una mirada de reojo le mostró que el taxi arrancaba y seguía por la Séptima Avenida. Rápidamente, Denny cambió de dirección y corrió por la Séptima Avenida hacia la Calle 36.
Como siempre, las calles pasando la Calle 35, Séptima Avenida arriba, bullían con la hiperactividad de la zona de la ropa de confección. Camiones enormes, en proceso de descarga, estaban estacionados en doble fila a lo largo de la calle, dejando apenas el espacio mínimo para el tráfico. Mensajeros con patines zigzagueaban entre la multitud de peatones; repartidores de ropa, indiferentes a peatones y vehículos, empujaban incómodos percheros con ruedas cargados de prendas. Los cláxones atronaban. Hombres y mujeres, vestidos a la última moda, caminaban rápidamente hablando con excitación, sin ver nada de la gente y los vehículos que los rodeaban.
«Un sitio perfecto para un asesinato», pensó Denny con satisfacción. A cincuenta metros vio un taxi acercarse a la acera, y que salía de él Neeve Kearny. Antes de que Denny pudiera acercársele, ella entró en un edificio. Denny eligió un sitio enfrente de aquél, desde el que podía vigilar, semioculto tras uno de los grandes camiones. «En lugar de elegir esa ropa elegante, deberías estar comprándote una mortaja, Kearny», dijo entre dientes.
*****
Jim Greene, de treinta años, había sido ascendido recientemente a detective. Su capacidad para evaluar sobre la marcha una situación, y elegir por instinto el curso de acción correcto, había bastado para sus superiores en el Departamento de Policía.
Ahora había sido asignado a la tarea aburrida pero importante, de custodiar la cama de hospital del detective Tony Vitale. No era un trabajo que él hubiera elegido. Si Tony hubiera estado en una habitación privada, Jim podría haber vigilado la puerta. Pero en la unidad de vigilancia intensiva, debía quedarse en el cubículo de las enfermeras. Y allí, durante las ocho horas de su turno, no podía cerrar los ojos ni un minuto a la fragilidad de la vida, cada vez que se encendía la alarma de algún monitor, y el personal médico se precipitaba hacia una cama para ahuyentar a la muerte.
Jim era delgado y apenas de estatura media, hecho que le hacía posible representar un mínimo de molestia en el área pequeña y cerrada en la que se hallaba. Al cabo de cuatro días, las enfermeras habían comenzado a tratarlo como a un viejo conocido. Y todas parecían tener una preocupación especial por el joven y resistente policía que estaba luchando por su vida.
Jim sabía las agallas y el valor que se necesitaban para ser un policía infiltrado en una organización delictiva, para sentarse a comer a la mesa con asesinos de sangre fría, sabiendo que en cualquier momento podían desenmascararlo. Estaba al tanto del hecho de que Nicky Sepetti podía haber ordenado la muerte de Neeve Kearny; y había presenciado el alivio de todos cuando Tony logró decirles «Nicky…, no hizo contrato, Neeve Kearny…».
Jim había estado de turno cuando el jefe de Policía vino al hospital con Myles Kearny, y había tenido la oportunidad de estrecharle la mano al ex jefe. La Leyenda. Kearny se había ganado el apodo. Después del modo en que murió su esposa, debía de haber vivido en un perpetuo tormento, preguntándose si la próxima sería su hija.
El jefe les había dicho que la madre de Tony creía que estaba tratando de decirles algo más. Las enfermeras tenían instrucciones de llamar a Jim en cualquier momento en que Tony pudiera hablar.
Sucedió el lunes, a las cuatro de la tarde. Los padres de Vitale acababan de marcharse, con la fatiga en sus rostros iluminada por la esperanza. Inesperadamente, los médicos habían declarado a Tony fuera de peligro. Una enfermera había ido a revisar los aparatos a los que estaba conectado. Jim miraba de lejos, y al ver que la enfermera le hacía un gesto, fue rápidamente hacia allá.
Tony tenía un tubo inyectando suero en el brazo, y tubos en la nariz que le daban oxígeno. Sus labios se movían. Susurró una palabra.
—Está diciendo su propio nombre —le dijo la enfermera a Jim.
Jim negó con la cabeza. Inclinándose, puso el oído sobre la boca de Tony. Oyó «Kearny». Después un débil «Nee…».
Le tocó la mano a Vitale:
—Tony, soy policía. Dijiste «Neeve Kearny», ¿no? Apriétame la mano si estoy en lo cierto.
Tuvo la satisfacción de sentir una débilísima presión en la palma de la mano.
—Tony —dijo—, cuando viniste aquí, trataste de hablar sobre un contrato. ¿Es eso lo que quieres decirme?
—Está excitando demasiado al paciente —protestó la enfermera.
Jim le dirigió una breve mirada.
—Es policía, un buen policía. Se sentirá mejor si logra comunicar lo que sabe. —Repitió la pregunta al oído de Vitale.
Otra vez, una presión casi imperceptible en la mano.
—Muy bien. Dijiste algo sobre Neeve Kearny y un contrato. —Jim pensó velozmente en lo que sabía que había dicho Vitale al llegar al hospital—. Tony, dijiste «Nicky no hizo el contrato». Quizás eso sólo era una parte de lo que querías decir. —De pronto se le ocurrió una idea que le produjo un escalofrío—. Tony, ¿estabas tratando de decirnos que no fue Sepetti el que hizo el contrato por la vida de Neeve Kearny, pero que lo hizo otra persona?
Pasó un instante, y después hubo un apretón convulsivo en la mano.
—Tony —rogó Jim—. Inténtalo. Te estoy mirando los labios. Si sabes quién lo ordenó, dímelo.
Era como si las preguntas que hacía el policía resonaran a lo largo de un túnel. Tony Vitale sintió un inmenso y abrumador alivio al haber podido hacerse entender. Ahora tenía el cuadro muy claro en la mente: Joey diciéndole a Nicky que Steuber había ordenado el asesinato. La voz simplemente no le obedecía, pero pudo mover los labios lentamente, llevarlos a la forma de la sílaba «Stu», y luego aflojarlos a la forma de «ber».
Jim lo observaba con la máxima atención.
—Creo que está tratando de decir algo como «Tru…».
La enfermera intervino:
—Yo entendí más bien «Stu-ber».
Con un último esfuerzo antes de caer en un sueño profundo y curativo, el detective encubierto Anthony Vitale apretó la mano de Jim y asintió con la cabeza.
*****
Después de que Doug Brown huyera de la sala de interrogatorios, los detectives O'Brien y Gómez recapitularon lo que sabían del caso. Estaban de acuerdo en que Doug Brown era un cretino; que su historia era frágil; que probablemente le había estado robando a su tía; que su absurda coartada para no atender el teléfono era una mentira; que debió entrar en pánico al iniciar la historia de las amenazas a Ethel en el momento en que se hallaba el cadáver.
O'Brien se echó atrás en su silla y trató de poner los pies sobre la mesa, lo que constituía su posición de pensar. Pero la mesa era demasiado alta para hacerlo con comodidad, y tuvo que bajar los pies al suelo, molesto, maldiciendo esos muebles inadecuados. Después dijo:
—Esa Ethel Lambston era un buen juez de caracteres. Su ex marido es realmente un gusano, y su sobrino un ladrón. Pero si tuviera que elegir, yo diría que el que la mató fue el ex marido.
Gómez miraba a su socio con gesto cauto. Se le habían ocurrido algunas ideas que quería presentar gradualmente. Cuando empezó a hablar, lo hizo como si acabara de ocurrírsele algo:
—Supongamos que fue asesinada en su casa.
O'Brien gruñó un asentimiento. Gómez continuó:
—Si tú y la chica Kearny tenéis razón, alguien le cambió la ropa a Ethel, alguien arrancó las etiquetas, alguien probablemente arrojó al río las maletas y el bolso.
Con los ojos entrecerrados, pero atentos, O'Brien hizo un gesto de asentimiento.
—Aquí está el punto. —Gómez comprendió que era hora de desarrollar su teoría—. ¿Por qué iba a esconder el cuerpo Seamus? Si se lo descubrió tan pronto, fue sólo por accidente. Él tendría que haber seguido enviando los pagos al contable de Ethel. ¿Y por qué escondería el cuerpo, el sobrino, y arrancaría las etiquetas? Si Ethel se hubiera podrido sin que la encontraran, habría tenido que esperar siete años para cobrar la herencia, y aun entonces se habría visto envuelto en grandes demoras judiciales. Cualquiera de ellos dos que lo hubiera hecho, habría querido que el cuerpo fuera encontrado, ¿no? O'Brien levantó una mano.
—No les adjudiques tanto cerebro a esos cretinos. Si seguimos presionándolos y poniéndolos nerviosos, tarde o temprano uno de ellos dirá: «No fue mi intención». Sigo apostando por el marido. ¿Quieres apostarle cinco dólares al sobrino?
El timbrazo del teléfono salvó a Gómez de la alternativa. El jefe de Policía quería verlos a ambos en su oficina, de inmediato.
Camino a la jefatura central en un coche patrulla, O'Brien y Gómez evaluaron su propia actuación en el caso. La intervención del jefe los intrigaba. ¿Habría una reprimenda? Eran las cuatro y quince cuando llegaron.
El jefe de Policía Herbert Schwartz escuchó con atención las exposiciones. El detective O'Brien se negaba terminantemente a concederle a Seamus Lambston siquiera una inmunidad limitada.
—Señor —le dijo a Herb con voz respetuosa—, hasta ahora he estado convencido de que el ex marido es el culpable. Espere un poco. Déme tres días y lo resolveré.
Herb estaba a punto de inclinarse en favor de O'Brien, cuando entró su secretaria con algo muy urgente. Se disculpó y fue a la oficina contigua. Cinco minutos después volvía:
—Acaban de decirme —dijo—, que Gordon Steuber puede haber hecho un contrato por la vida de Neeve Kearny. Lo interrogaremos inmediatamente. Neeve fue la primera en denunciarlo por sus talleres clandestinos, y eso inició la investigación que llevó al descubrimiento de las drogas, así que esto tiene sentido. Pero Ethel Lambston también pudo enterarse de estas actividades. De modo que hay una buena posibilidad de que Steuber haya estado involucrado en la muerte de Ethel Lambston. De modo que quiero quitar al ex marido de la lista de sospechosos. Hagan el trato con su abogado. Y que la prueba con el detector de mentiras se haga hoy mismo.
—Pero… —empezó O'Brien, quien al ver la expresión que se dibujaba en el rostro del jefe, dejó sin terminar la frase.
*****
Una hora después, en dos habitaciones separadas, eran interrogados Seamus Lambston y Gordon Steuber, quien no había reunido aún los diez millones de dólares que exigía la fianza. El abogado de Steuber no se apartaba de él ni un instante, mientras el detective O'Brien disparaba las preguntas.
—¿Tiene algún conocimiento de un contrato hecho contra la vida de Neeve Kearny?
Gordon Steuber, inmaculado a pesar de las horas que había pasado en la celda de detención, y que seguía evaluando la gravedad de su situación, estalló en una carcajada.
—Deben de estar bromeando. Pero qué gran idea.
En la otra habitación, Seamus, bajo inmunidad limitada, después de contar su historia fue conectado a un aparato detector de mentiras por segunda vez en el día. Seamus se repetía todo el tiempo que este aparato era igual al otro, y que había pasado la prueba del primero. Pero no era el mismo. Los rostros duros y nada amistosos de los detectives, la pequeñez claustrofóbica del cuarto, la seguridad de que ellos estaban convencidos de que él había matado a Ethel, todo lo aterrorizaba. No lo ayudaban los comentarios alentadores que le dirigía el abogado Kennedy. Supo que había cometido un error al acceder a esta prueba.
A duras penas logró contestar las primeras preguntas, muy simples. Cuando llegó al tema de su último encuentro con Ethel, fue como si estuviera con ella nuevamente, viendo su rostro burlón, sabiendo que ella disfrutaba de su desgracia, sabiendo que nunca lo dejaría en paz. La ira creció en él como lo había hecho aquella noche. Las preguntas pasaron a ser algo secundario.
—Le dio un puñetazo a Ethel Lambston.
Su puño haciendo impacto contra la mandíbula. La cabeza de ella sacudiéndose hacia atrás.
—Sí. Sí.
—Ella tomó el abrecartas y trató de atacarlo.
El odio en la cara de Ethel. No. No odio, sino burla, desprecio. Sabía que lo tenía en la palma de la mano. Le había gritado «Te haré arrestar, gorila». Había tomado el abrecartas y se había lanzado hacia él. Él le había retorcido la mano y ella se cortó la cara forcejeando. Entonces ella vio lo que había en los ojos de Seamus. Y dijo: «Está bien, está bien, no más cheques».
Después…
—¿Usted mató a su ex esposa, Ethel Lambston?
Seamus cerró los ojos:
—No. No…
*****
Peter Kennedy no necesitó confirmación de parte del detective O'Brien para saber lo que había intuido ya. Había perdido la apuesta. Seamus no había pasado la prueba del detector de mentiras.
Herb Schwartz escuchaba, con rostro impasible y ojos lejanos, en su segunda reunión de ese día con los detectives O'Brien y Gómez.
Durante la última hora Herb había librado una agonizante batalla consigo mismo, acerca de hablar o no con Myles y decirle que sospechaban que Gordon Steuber podía haber hecho un contrato contra la vida de Neeve. Sabía que podía ser suficiente para desencadenar otro ataque al corazón.
Si Steuber había ordenado un contrato contra Neeve, ¿era demasiado tarde para detenerlo? Herb sentía anudado todo su interior, al comprender cuál era la respuesta más probable: Sí. Si Steuber lo había puesto en movimiento, la orden ya se habría filtrado a través de cinco o seis pistoleros. El encargado de la ejecución nunca sabría quién la había ordenado. Lo más probable sería que trajeran a algún asesino de otra ciudad, que volvería a su lugar de origen no bien cometido el crimen.
Neeve Kearny. «Dios —pensó Herb—, no puedo permitir que suceda». Herb había sido ayudante del jefe cuando Renata fue asesinada; tenía entonces treinta y cuatro años. Hasta el día de su propia muerte nunca olvidaría la cara de Myles Kearny cuando se arrodilló al lado del cuerpo de su esposa.
¿Y ahora su hija?
La línea de investigación que podía haber implicado a Steuber en el asesinato de Ethel Lambston, ya no parecía válida. El ex marido no había pasado la prueba del detector de mentiras, y O'Brien había confirmado su sospecha de que fue Seamus Lambston quien le cortó el cuello a su ex esposa. Le pidió que volviera a exponer sus razonamientos.
Había sido una jornada muy larga. Irritado, O'Brien no pudo evitar un gesto de impaciencia; pero bajo el acero de una mirada del jefe, tomó una actitud más respetuosa. Con tanta precisión como si estuviera en el banquillo de testigos, hizo una vigorosa condena de Seamus Lambston.
—Está quebrado. Está desesperado. Tuvo una terrible pelea con su actual esposa por un cheque devuelto a la universidad a la que asisten sus hijas. Fue a ver a Ethel, y la vecina de cuatro pisos más arriba pudo oírlos discutir. No volvió a su bar en todo el fin de semana. Nadie lo vio. Conoce el Parque Estatal Morrison como la palma de su mano. Llevaba a sus hijas a pasear allí los domingos. Un par de días después, le deja una carta a Ethel, agradeciéndole por haberlo liberado de los pagos, y junto a esa carta incluye un cheque que se supone que no debía mandar. Vuelve para recuperarlo. Admite haber golpeado y cortado a Ethel. Es probable que le haya confesado todo a su esposa, porque ella robó el arma homicida y la hizo desaparecer.
—¿La han encontrado? —interrumpió Schwartz.
—Tenemos gente buscándola. Y, señor, el último argumento es…, que falló en el detector de mentiras.
—Y pasó el que le hizo el abogado en su oficina —intervino Gómez. Sin mirar a su compañero, Gómez decidió que tenía que decir lo que pensaba—. Señor, yo hablé con la señorita Kearny. Ella está segura de que hay algo mal en la ropa que llevaba puesta Ethel Lambston. La autopsia muestra que la víctima desgarró una media al ponérsela. Al pasar por el pie derecho, una uña se enganchó en la malla y provocó un gran desgarrón en la parte frontal. La señorita Kearny cree que Ethel Lambston nunca habría salido así, y comparto esa opinión. Una mujer interesada en la moda no saldría de su casa con una media visiblemente desgarrada, cuando no le llevaría más de diez segundos cambiarse.
—¿Tiene el informe de autopsia y las fotos de la morgue? —preguntó Herb.
—Sí señor.
Herb estudió las fotos con frialdad clínica. La primera, la mano asomando del suelo; el cuerpo una vez sacado de esa abertura entre las rocas, endurecido por el rigor mortis, en posición fetal. Los primeros planos de la mandíbula de Ethel, violeta y negra y azul. El corte sangrante en la mejilla.
Pasó a otra foto. Esta mostraba sólo el área entre el mentón de Ethel y la parte inferior del cuello. La horrible abertura de la carne hizo parpadear a Herb. Por muchos años que llevara en la Policía, la prueba terrible de la crueldad del hombre con su prójimo seguía entristeciéndolo.
Había más que eso.
Herb apretó convulsivamente la cartulina. El modo en que el cuello había sido cortado. El largo corte sesgado, y después la línea precisa que subía de la base de la garganta hasta el oído izquierdo. Había visto ese mismo trazo, antes. Extendió una mano al teléfono.
Las oleadas de emoción que lo recorrían no afectaron su timbre de voz cuando pidió, con toda calma, una carpeta de los archivos.
*****
Neeve no tardó en comprender que su mente no estaba puesta en estos pedidos de ropa deportiva. Su primera parada era Gardner Separates. Los pantalones cortos y camisetas, con chaquetillas sueltas en colores contrastantes, eran divertidos y bien cortados. Podía imaginarse el escaparate frontal de su tienda con estas prendas en un fondo de motivo marino, a comienzos de junio. Pero después de tomar esa decisión, no pudo concentrarse en el resto de la línea. Con la excusa de falta de tiempo, hizo una cita para el lunes siguiente, y se apartó de prisa del vendedor ansioso que insistía en mostrarle…
—… La nueva moda de playa. No podrá creerlo, es maravillosa.
Al llegar a la calle, Neeve vaciló. «Por dos centavos me iría a casa —pensó—. Necesito un poco de calma». Notó que estaba en los comienzos de una jaqueca: el síntoma, bien conocido por ella, era una débil presión, como si un elástico la apretara, alrededor de la cabeza. «Pero yo nunca tengo jaquecas», se dijo mientras permanecía indecisa en la puerta del negocio.
No podía irse a casa. Antes de marcharse, la señora Poth le había pedido que le buscara un vestido largo blanco, muy simple, que fuera bien en una pequeña boda íntima.
—Nada demasiado elaborado —le había explicado—. Mi hija ya rompió dos compromisos. El cura anota con lápiz la fecha para casarla. Pero esta vez podría suceder.
Había varias casas en las que Neeve planeaba buscar ese vestido. Fue unos pasos hacia la derecha, y se detuvo. Quizá le convenía ir hacia el otro lado. Al dar media vuelta, su mirada fue a dar a la acera de enfrente. Un hombre con chándal gris, un gran sobre de papel bajo el brazo, pesadas gafas oscuras y un alocado corte de pelo punk, venía hacia ella cruzando la calle atestada de vehículos. Por un instante se miraron, y Neeve sintió cómo si sonara un timbre de alarma. La presión que sentía sobre la frente se acentuó. Un camión se puso en movimiento, ocultando al hombre del chándal gris, y, repentinamente enfadada consigo misma, Neeve empezó a caminar rápidamente.
Eran las cuatro y media. El sol empezaba a ocultarse tras los edificios. Neeve estaba casi rezando para encontrar un vestido adecuado en la primera tienda que visitara. «Después —pensó—, abandonaré las compras e iré a ver a Sal».
Había renunciado a convencer a Myles de que era importante la blusa que llevaba Ethel. Pero Sal lo comprendería.
*****
Jack Campbell fue directamente desde su almuerzo a una reunión de directivos en la editorial. La reunión duró hasta las cuatro y media. De vuelta en su oficina, trató de concentrarse en la montaña de correspondencia que Ginny le había seleccionado, pero le resultó imposible. El presentimiento de algo desastroso lo abrumaba. Algo que se le había pasado por alto. ¿Qué era?
Ginny estaba en la puerta que separaba la oficina de Jack de su área, y lo miraba pensativa. En el mes que había transcurrido desde que Jack se hiciera cargo de la presidencia de Giwons y Marks, la secretaria había llegado a admirarlo y apreciarlo inmensamente. Después de veinte años de trabajar para su predecesor, había temido no poder adaptarse al cambio, o bien que Jack no quisiera un recuerdo de la presidencia anterior.
Ambas preocupaciones resultaron infundadas. Al mirarlo ahora, aprobando sin palabras el buen gusto de su traje gris oscuro, y divertida por el modo infantil en que se había aflojado la corbata y desabrochado el botón de la camisa, Ginny advirtió que su jefe estaba seriamente preocupado. Tenía las manos entrelazadas bajo el mentón. Miraba fijamente la pared. Había arrugas en su frente. «¿Habría habido algún inconveniente en la reunión?», se preguntó la secretaria. Sabía que persistían algunos resentimientos por la veloz escalada de Jack hacia la cima.
Dio un golpe en la puerta abierta. Jack alzó la vista y ella vio cómo su mirada volvía a la realidad.
—¿Interrumpo una meditación muy profunda? —preguntó—. Si es así, el correo puede esperar.
Jack intentó sonreír.
—No, es sólo este asunto de Ethel Lambston. Hay algo que se me ha estado escapando todo el tiempo, y me exprimo el cerebro tratando de ver qué es.
Ginny se sentó en el borde de una silla, frente a Jack:
—Quizá yo puedo ayudar. Recuerde el día en que vino Ethel. Pasaron apenas dos minutos encerrados, y la puerta se abrió, así que pude oír el resto. Ella hablaba sobre un escándalo en el mundo de la moda, pero sin dar absolutamente ningún detalle. Quería hablar de cifras, y usted le dijo una, aproximativa. No creo que se esté olvidando de nada.
Jack suspiró:
—Supongo que no. Pero le diré una cosa. Quiero ver esas notas que envió Tony. Quizá hay algo en las notas de Ethel.
A las cinco y media, cuando Ginny se asomó para despedirse, Jack se limitó a asentir, distraído. Seguía revisando las voluminosas notas de Ethel. Al parecer, para cada diseñador mencionado en su artículo había preparado una carpeta separada, con información biográfica y fotocopias de docenas de columnas de moda, de periódicos y revistas como el New York Times, W, Women's Wear Daily, Vogue y Harper's Bazaar.
Obviamente, había sido una investigadora meticulosa. Las entrevistas con los diseñadores estaban marcadas con frecuentes notas: «No es lo que dijo en Vogue». «Revisar estas cifras». «Nunca ganó ese premio». «Tratar de entrevistar a la niñera, y ver si es cierto que le cosía vestidos a las muñecas»…
Había una docena de borradores diferentes para el artículo final, con agregados y tachaduras en cada versión.
Jack comenzó a hojear el material hasta que vio el nombre «Gordon Steuber». Steuber. Neeve había insistido mucho en el hecho de que, aunque la blusa que tenía puesta Ethel era la original del conjunto, ella no se la habría puesto deliberadamente.
Analizó con cuidado minucioso el material sobre Gordon Steuber, y lo alarmó ver la frecuencia con que se lo mencionaba, en artículos periodísticos, como alguien bajo investigación. En el artículo, Ethel había acreditado a Neeve como la primera acusadora contra Steuber. El penúltimo borrador del artículo, no sólo se ocupaba de sus talleres clandestinos y sus problemas por evasión de impuestos, sino que contenía una frase extra: «Steuber se inició con su padre, haciendo forros para abrigos de piel. Se dice que nadie, en la historia de la moda, ha hecho más dinero con los forros, del que ha hecho en estos últimos años el astuto señor Steuber».
Ethel había subrayado toda esa frase, y había anotado al margen: «Guardarla». Ginny le había mencionado a Jack el arresto de Steuber, aquella mañana, tras un hallazgo de drogas. ¿No habría descubierto Ethel, varias semanas atrás, que Steuber estaba metiendo heroína en el país dentro de los forros de la ropa que importaba?
«Coincide —pensó Jack—. Coincide con la teoría de Neeve sobre la ropa que llevaba puesta Ethel. Coincide con la promesa de Ethel de un gran escándalo».
Jack pensó si debía llamar a Myles, y luego decidió que antes le mostraría la carpeta a Neeve.
Neeve. ¿Era posible que en realidad la conociera desde hacía apenas seis días? No. Seis años. La había estado buscando desde aquel día en el avión. Miró el teléfono. La necesidad que sentía de estar con ella era abrumadora. Ni siquiera la había tenido en sus brazos nunca, los cuales ahora le dolían de deseo. Le había dicho que lo llamaría desde la oficina de su tío Sal cuando estuviera lista para ir a cenar.
Sal. Anthony della Salva, el famoso diseñador. La carpeta siguiente, llena de recortes y notas, era sobre él. Sin dejar de echarle miradas ansiosas al teléfono, deseando que Neeve llamase ya, Jack empezó a revisar el legajo de Anthony della Salva. Tenía abundancia de fotografías de la colección Arrecife del Pacífico. «Entiendo por qué causó tanto furor», pensó Jack, aun sin entender nada sobre moda. Los vestidos parecían salir flotando de las páginas. Recorrió con la vista los elogios que le habían dedicado los reporteros de moda. «Túnicas ligeras de telas pesadas y finas, que caen como alas desde los hombros…», «… simples vestidos de calle que modelan el cuerpo con una discreta elegancia…». En cuanto a los colores, los elogios tomaban tonos líricos.
Anthony della Salva visitó el Acuario de Chicago a comienzos de 1972, y encontró allí su inspiración en la belleza acuática de la espléndida exhibición titulada Arrecife del Pacífico.
Durante horas caminó por los salones, y dibujó el reino submarino donde las criaturas de brillante hermosura compiten con la maravillosa vida vegetal, los racimos de coral y los centenares de conchas de exquisita coloración. Esbozó estos colores de los dibujos y combinaciones creadas por la Naturaleza. Estudió el movimiento de los habitantes del mar para capturar, con sus tijeras y telas, la gracia flotante que los caracteriza.
Señoras, archiven esos trajes de hombre y esos vestidos de noche con sus mangas abullonadas y faldas voluminosas. Éste es el año de ser hermosas. Gracias a Anthony della Salva.
«Supongo que es bueno», pensó Jack, y empezó a ordenar los papeles dentro de la cartera, para cerrarla, pero se preguntó qué le estaba molestando. Había algo que se le había escapado. ¿Qué era? Había leído la redacción final del artículo. Ahora miró la anterior.
El borrador estaba cubierto de anotaciones. «Acuario de Chicago: ¡confirmar la fecha en que fue!». Ethel había recortado una fotografía del diseño básico de la colección Arrecife del Pacífico, y la había pegado a una de las hojas en las que escribía. Al lado de la foto, había hecho un dibujo.
La boca de Jack se secó. Él había visto ese dibujo en los últimos días. Lo había visto en las páginas manchadas del libro de cocina de Renata Kearny.
Y el Acuario. «Confirmar la fecha». ¡Por supuesto! Con horror creciente, empezó a comprender. Tenía que asegurarse. Eran casi las seis. Eso significaba que en Chicago eran las cinco. Rápidamente marcó el código de información del área Chicago.
A las cinco menos un minuto, hora de Chicago, respondieron al número que marcó:
—Por favor, llame al señor director por la mañana —le respondió una voz impaciente.
—Déle mi nombre. Él me conoce. Debo hablar con él de inmediato, y quiero decirle, señorita, que si descubro que él está y usted no me comunica, la haré echar.
—En seguida le paso, señor.
Al momento, una voz sorprendida preguntaba:
—¿Qué pasa, Jack?
La pregunta salió de los labios de Jack. Notó que tenía las manos endurecidas. «Neeve —pensó— Neeve, ten cuidado». Miró el artículo de Ethel y notó que donde había escrito originalmente «Saludamos a Anthony della Salva por crear el estilo Arrecife del Pacífico», Ethel había tachado el nombre de Della Salva.
La respuesta del director del Acuario fue incluso más terrible de lo que había anticipado.
—Tienes toda la razón. ¿Y sabes qué es lo más curioso? Eres la segunda persona que me llama para preguntármelo en estas últimas dos semanas.
—¿Recuerdas quién fue la otra? —preguntó Jack, sabiendo muy bien lo que oiría.
—Por supuesto. Una escritora. Edith…, no, Ethel. Ethel Lambston.
Myles tuvo un día inesperadamente ocupado. A las diez sonó el teléfono. ¿Estaba disponible al mediodía para conversar sobre el puesto que se le ofrecía en Washington? Accedió a almorzar en el Plaza. A la tarde fue al Club Atlético a nadar, tras lo cual se dio un masaje y quedó secretamente complacido cuando el masajista le confirmó:
—Jefe Kearny, su cuerpo vuelve a estar en gran forma.
Myles sabía que su piel había perdido esa palidez cerúlea de la enfermedad. Y no era sólo superficial. Se sentía feliz. «Puedo tener sesenta y ocho años —pensó mientras se anudaba la corbata—, pero me siento joven».
Mientras esperaba el ascensor, volvió a decirse: a mi juicio, estoy bien. Una mujer puede juzgar de otro modo. O, más específicamente, reconoció cuando salía del vestíbulo frente al Central Park Sur y cogía por la Quinta Avenida rumbo al Plaza, Kitty Conway puede verme bajo una luz menos condescendiente.
El almuerzo con el asesor presidencial fue de negocios. Myles debía dar una respuesta. ¿Aceptaba la presidencia de la Agencia Judicial de Estupefacientes? Myles prometió tomar una decisión en las próximas cuarenta y ocho horas.
—Tenemos la esperanza de que sea afirmativa —le dijo el funcionario—. Según el senador Moynihan, lo será.
Myles sonrió:
—Nunca me atrevería a contradecir a Pat Moynihan.
Fue al regresar al apartamento cuando se desvaneció el sentimiento de bienestar. Había dejado abierta una ventana del estudio. Al llegar él, una paloma entró volando, describió un círculo a la altura del cielo raso, se posó en el marco de la ventana, y se marchó volando por encima del Hudson.
—Una paloma en la casa es señal de muerte.
Esas palabras, que le había oído a su madre, quedaron resonando en su cabeza.
«Locura, superstición —pensó Myles enojado consigo mismo—, pero no puedo librarme del sentimiento persistente de mal augurio». Comprendió que necesitaba hablar con Neeve. Marcó el número de la tienda.
Contestó Eugenia:
—Acaba de salir hacia la Séptima Avenida. Puedo tratar de localizarla.
—No. No es importante —dijo Myles—. Pero si por casualidad telefonea, dígale que me llame a casa.
Acababa de colgar cuando el teléfono sonó. Era Sal, para decirle que él también estaba preocupado por Neeve.
Durante la siguiente media hora, Myles estuvo dudando en llamar a Herb Schwartz. ¿Pero para qué? Neeve no sería siquiera testigo en el caso contra Steuber. Ella se había limitado a llamar la atención sobre sus talleres clandestinos, y a partir de ahí había crecido la investigación. Con todo, Myles reconocía que una aprehensión de drogas por valor de cien millones de dólares era motivo más que suficiente para que Steuber y sus cómplices desearan vengarse.
Quizá pueda persuadir a Neeve para mudarse conmigo a Washington, pensó Myles, y rechazó la idea como ridícula. Neeve tenía toda su vida en Nueva York, sus negocios y amistades. Y ahora, si su juicio experimentado no lo engañaba, tenía también a Jack Campbell. Olvidemos Washington; decidió Myles paseándose por el estudio. Debo quedarme aquí y cuidarla. Le gustara o no a ella, contratarían un guardaespaldas para su hija.
Esperaba a Kitty Conway alrededor de las seis. A las cinco y cuarto fue a su dormitorio, se desnudó, se duchó y eligió cuidadosamente el traje, camisa y corbata que se pondría para la cena. A las seis menos veinte estaba vestido.
Tiempo atrás había descubierto que el trabajo manual ejercía efectos sedantes sobre sus nervios, cuando debía enfrentarse con un problema que de otro modo se le hacía intolerable. Decidió que, durante los siguientes veinte minutos, vería si podía arreglar el asa de la cafetera que se había roto la otra noche.
Volvió a notar que echaba miradas de ansiosa evaluación a los espejos. El cabello ya era totalmente blanco, pero seguía siendo abundante. No había tonsuras monjiles en su familia. ¿Y qué diferencia implicaba eso? ¿Por qué una bonita mujer, diez años menor que él, habría de tener interés en un ex jefe de Policía operado del corazón?
En un esfuerzo por apartarse de esa línea de razonamientos, miró a su alrededor. La cama de baldaquín, el armario, la cómoda, el espejo, eran antigüedades, regalos de matrimonio de la familia de Renata. Miró la cama, recordando a Renata, sentada sobre almohadones, con una Neeve recién nacida sobre el pecho.
—Cara, cara, mia cara —había murmurado él, besando la frente de la niña.
Se agarró con fuerza al respaldar que estaba a los pies de la cama, y volvió a oír la preocupada advertencia de Sal:
—Cuida a Neeve.
¡Cielo santo! Nicky Sepetti había dicho:
—Cuide a su esposa y a su hija.
Basta, se dijo Myles saliendo del dormitorio. Fue a la cocina. «Te estás volviendo un viejo asustadizo, que saltaría al ver un ratón».
En la cocina, buscó entre las ollas y sartenes hasta hallar la cafetera automática que le había quemado la mano a Sal, el jueves por la noche. La llevó al estudio, la puso sobre el escritorio, sacó el equipo de herramientas del armario y se instaló, en el papel que Neeve llamaba burlonamente «Señor Arreglos».
Un momento después, comprendió que el motivo por el que se había salido el asa no eran tornillos flojos o rotos. Dijo en voz alta:
—¡Pero esto es una completa locura!
Trató de recordar qué había sucedido exactamente la noche que Sal se había quemado…
El lunes por la mañana Kitty Conway se despertó con un sentimiento de entusiasmo respecto a ese día, algo que no recordaba desde hacía muchos años. Negándose a la tentación de quedarse unos minutos más en la cama, se puso un chándal y salió a correr por Ridgewood hasta las ocho.
Los árboles, a ambos lados de las avenidas, tenían ese particular tono rojizo que indicaba la inminencia de la primavera. Apenas la semana pasada, al correr por aquí, había notado los primeros brotes, había pensado en Mike y había recordado un fragmento de un poema: «¿Qué puede hacer la primavera / sino recordarme / mi necesidad de ti?».
La semana pasada había mirado con nostalgia al joven marido que, desde su coche en la esquina, antes de girar, saludaba por última vez a su esposa y niños en la puerta de casa. Le parecía que había sido ayer cuando ella salía con Michael en brazos para despedir a Mike. Ayer era treinta años atrás.
Hoy sonreía al saludar a los vecinos. Volvía a casa. La esperaban en el museo al mediodía. Volvería a las cuatro, a tiempo para vestirse y salir rumbo a Nueva York. Pensó si le convenía o no ir a hacerse peinar, y decidió que ella misma lo haría mejor.
Myles Kearny.
Kitty buscó en el bolsillo del chándal la llave de la puerta, entró en casa y soltó un largo suspiro. Le hacía bien correr, pero también le hacía sentir que tenía cincuenta y ocho años.
Siguiendo un impulso, abrió el armario del vestíbulo y miró el sombrero que Myles Kearny se había «olvidado». Al verlo, la noche anterior, había sabido que era la excusa de él para volver a verla. Pensó en el capítulo de La buena tierra, donde el marido deja su pipa como señal de que planea regresar a la habitación de la esposa, esa noche. Kitty sonrió, le dirigió un saludo burlón al sombrero, y subió a ducharse.
El día pasó rápido. A las cuatro y media estaba reflexionando frente a dos vestidos posibles: uno de lana negra, cuello cuadrado y corte muy simple, que acentuaba su delgadez; y un traje de dos piezas, azul verdoso, que destacaba el rojo de su cabello. Se decidió por este último.
A las seis y cinco minutos el portero anunciaba su llegada, y le daba el número del apartamento de Myles. A las seis y siete minutos salía del ascensor, y él la estaba esperando en el pasillo.
De inmediato, Kitty notó que algo no andaba bien. El saludo de Myles fue casi apresurado. Y aun así, ella sabía instintivamente que la frialdad no era dirigida contra ella.
Myles la tomó del brazo y entraron al apartamento. Al trasponer la puerta, cogió el abrigo de ella y lo colocó distraídamente sobre una silla.
—Kitty —dijo—, sé paciente conmigo. Hay algo que estoy tratando de explicarme, y es importante.
Entraron al estudio. Kitty echó una mirada a ese ambiente adorable, admirando la comodidad y calidez, y el buen gusto profundo.
Myles se sentó en su escritorio.
—La cosa es —dijo, hablando consigo mismo— que este asa no se aflojó. Fue arrancada de la cafetera. Era la primera vez que Neeve la usaba, así que quizá venía así. Hoy en día los fabricantes… Pero entonces, ¿no habría notado ella que la maldita asa estaba colgando de un hilo?
Kitty sabía que Myles no esperaba una respuesta. Caminó en silencio por el cuarto, admirando las hermosas pinturas, y las fotografías familiares enmarcadas. Sonrió inconscientemente al ver la foto de tres bañistas. Aunque las gafas de inmersión hacían casi imposible el identificarlos, eran sin duda Myles, su esposa, y una Neeve de siete u ocho años. Ella y Mike y Michael también solían practicar el buceo en Hawai.
Miró a Myles. Sostenía el asa frente a la cafetera, muy concentrado. Fue hacia él. Su mirada cayó sobre el libro de cocina abierto. Las páginas estaban manchadas de café, pero la decoloración acentuaba más que borraba los dibujos a lápiz. Kitty se inclinó a mirarlos, y luego cogió la lupa que había junto al libro. Estudió cada dibujo, y se detuvo en uno de ellos.
—Qué encantador —dijo—. Es Neeve, por supuesto. Debió de ser la primera niña que usó el estilo Arrecife del Pacífico. Qué increíble sofisticación.
Sintió que una mano la cogía con fuerza por la muñeca:
—¿Qué has dicho? —Pregunto Myles—. ¿Qué has dicho?
Cuando Neeve llegó a Estrazy's, su primera parada en busca del vestido blanco, encontró los salones atestados. Había compradores de Saks, Bonwit's y Bergdorf, así como de boutiques del tipo de la suya. No tardó en advertir que el tema de conversación general era Gordon Steuber.
—Sabes, Neeve —le dijo el comprador de Saks—, toda la ropa que tenemos de Steuber será imposible venderla. La gente es rara. ¿Recuerdas cómo se retrajeron las ventas de Gucci y de Nippon cuando los condenaron por evasión de impuestos? Una de mis mejores clientes me dijo que no haría florecer los negocios de delincuentes.
Una empleada de ventas le susurró a Neeve que su mejor amiga, que era la secretaria de Gordon Steuber, estaba aterrorizada.
—Steuber ha sido bueno con ella —le dijo—, pero ahora él está en problemas graves, y mi amiga teme que pudieran caerle encima a ella también. ¿Qué harías tú?
—Decir la verdad —dijo Neeve—. Y sobre todo, que no malgaste su lealtad con Gordon Steuber. No se la merece.
La empleada logró encontrarle tres vestidos blancos largos. Uno de ellos, Neeve estaba segura que sería perfecto para la hija de la señora Poth. Lo encargó y reservó los otros dos.
Eran las seis y cinco cuando llegó al edificio de Sal. Las calles se estaban vaciando. Entre las cinco y las cinco y media, el estruendo de la zona cesaba abruptamente. Entró al vestíbulo, y le sorprendió ver que el guardia no estaba en su escritorio en el rincón. «Probablemente había ido al lavabo», pensó mientras se dirigía a los ascensores. Como siempre, después de las seis, sólo funcionaba un ascensor. La puerta se estaba cerrando cuando oyó pasos rápidos sobre el piso de mármol. Antes de que la puerta terminara de cerrarse y el ascensor empezara a subir, pudo ver por un instante un chándal gris y un corte de pelo punk. Las miradas se encontraron.
El mensajero. En un momento de recuerdo absoluto, Neeve supo que era el mismo que había visto al acompañar a la señora Poth a su coche; y el mismo que había visto al salir de una de las tiendas.
Con la boca repentinamente seca, apretó el botón del piso duodécimo, y después todos los botones de los restantes nueve pisos superiores. En el piso doce, salió del ascensor y corrió los pocos pasos que la separaban de la oficina de Sal.
La puerta del salón de ventas de Sal estaba abierta. Entró corriendo y cerró tras de sí. El salón estaba vacío.
—¡Sal! —gritó, casi presa del pánico—. ¡Tío Sal!
Él salió de prisa de su oficina privada.
—¡Neeve! ¿Qué pasa?
—Sal, creo que alguien me está siguiendo. —Neeve se aferró al brazo del hombre—. Cierra con llave, por favor.
Sal la miraba fijamente:
—Neeve, ¿estás segura?
—Sí. Lo vi tres o cuatro veces.
Esos ojos hundidos, la piel pálida. Neeve sintió que las mejillas se le ponían blancas.
—Sal —susurró—, sé quién es. Trabaja en la cafetería.
—¿Por qué iba a estar siguiéndote?
—No lo sé. —Neeve miraba fijamente a Sal—. Salvo que Myles haya tenido razón dudante todo este tiempo. ¿Es posible que Nicky Sepetti haya querido verme muerta?
Sal abrió la puerta que daba al pasillo. Podían oír el susurro del ascensor que bajaba.
—Neeve —dijo—, ¿estarías dispuesta a hacer una prueba?
Sin saber qué podía esperar, Neeve asintió.
—Dejaré esta puerta abierta. Tú y yo podemos hablar. Si alguien está detrás de ti, será mejor no asustarlo.
—¿Quieres que me ponga en un sitio donde pueda verme?
—Claro que no. Colócate detrás de ese maniquí. Yo estaré detrás de la puerta. Si alguien entra, lo tendré a mi merced. Lo importante sería detenerlo, y averiguar quién lo envía.
Miraron el indicador. El ascensor estaba en la planta baja. Comenzó a subir.
Sal corrió a su oficina, abrió el cajón de su escritorio, sacó una pistola y volvió al salón.
—Tengo un arma, con su permiso, desde que me asaltaron hace unos años —susurró—. Neeve, ponte detrás de ese maniquí.
Como en un sueño, Neeve le obedeció. En el salón sólo había encendido un mínimo de luces, pero aun así Neeve advirtió que el maniquí estaba vestido con la nueva línea de Sal. Colores otoñales oscuros, morado y azul oscuro, pardo sombrío y negro azabache. Los bolsillos y cinturones brillaban con los colores de la colección Arrecife del Pacífico. Corales rojos y dorados, aguamarinas y esmeraldas, plateadas y azules, se combinaban en versiones microscópicas de los delicados dibujos que Sal había esbozado en el Acuario, tantos años antes. Los accesorios eran el recordatorio de su gran diseño clásico.
Miró el echarpe que le rozaba el rostro. Ese dibujo. Esbozos. Mamá, ¿me estás dibujando? Mamá, eso no es lo que tengo puesto… Oh, bámbola mía, es sólo una idea, que podría ser algo tan bonito…
Esbozos… Los esbozos que había hecho Renata tres meses antes de morir, un año antes de que Anthony della Salva asombrara al mundo de la moda con el estilo Arrecife del Pacífico. Apenas la semana pasada, Sal había tratado de destruir el libro por causa de uno de esos dibujos.
—Neeve, dime algo. —El susurro de Sal atravesó el salón, como una orden perentoria.
La puerta estaba entreabierta. Neeve oyó que afuera el ascensor se detenía.
—Estaba pensando —dijo ella, tratando de que su voz sonara normal—. Adoro el modo en que has incorporado el estilo Arrecife del Pacífico en la colección de invierno.
La puerta del ascensor se abrió. Siguió el débil sonido de pasos en el corredor.
La voz de Sal sonó feliz:
—Dejé que todos se fueran temprano. Han estado trabajando sin descanso para preparar el desfile. Creo que ésta es mi mejor colección en años. —Tras dirigirle una mirada tranquilizadora, se colocó detrás de la puerta. Las luces escasas proyectaban su sombra contra la pared opuesta del salón, la pared que estaba decorada con el mural Arrecife del Pacífico.
Neeve miró el mural, tocó el echarpe del maniquí. Trató de responder, pero las palabras no le venían a la boca.
La puerta se abrió lentamente. Vio la silueta de una mano, y el cañón de una pistola. Con el mayor cuidado Denny entró en el salón, buscándolos con la vista. Bajo la mirada atónita de Neeve, Sal salió sin sonido de atrás de la puerta. Alzó la pistola.
—Denny —dijo suavemente.
Denny dio media vuelta, y en ese momento Sal disparó. La bala entró en medio de la frente de Denny, que soltó la pistola y cayó, sin un sonido.
Estupefacta, Neeve vio cómo Sal sacaba un pañuelo del bolsillo, y con él recogía la pistola de Denny.
—Lo mataste —susurró Neeve—. Lo mataste a sangre fría. ¡No tenías por qué hacerlo! No le diste ninguna oportunidad.
—Te habría matado. —Sal dejó su pistola sobre el escritorio de la recepcionista—. Yo sólo te estaba protegiendo. —Empezó a caminar hacia ella, con la pistola de Denny en la mano.
—Tú sabías que vendría —dijo Neeve—. Sabías su nombre. Tú planeaste esto.
La máscara de simpatía y jovialidad que había sido la expresión permanente de Sal, había desaparecido. Tenía las mejillas hinchadas, y el rostro brillante de sudor. Los ojos que siempre parecían brillar, ahora se habían reducido a líneas que desaparecían en el rostro carnoso. La mano todavía ampollada y roja, alzó la pistola y apuntó a Neeve. Gotas de la sangre de Denny brillaban en la tela de la chaqueta de Sal. En la alfombra, un charco circular de sangre rodeaba sus pies.
—Por supuesto que lo hice —dijo—. Se ha corrido la voz de que Steuber fue quien mandó matarte. Lo que nadie sabe es que yo lancé el rumor, y yo soy el que puse el contrato. Le diré a Myles que logré matar a tu asesino, aunque demasiado tarde para salvarte. No te preocupes, Neeve. Consolaré a Myles, sé cómo hacerlo.
Neeve se sentía clavada en el suelo, incapaz de moverse, más allá del miedo.
—Fue mi madre la que inventó el estilo Arrecife del Pacífico —le dijo—. Tú se lo robaste, ¿no es verdad? Y de algún modo, Ethel lo descubrió. Eres tú el que la mató. Tú la vestiste, no Steuber. Tú sabías qué blusa correspondía a qué traje.
Sal empezó a reírse, con una risa sin alegría que le sacudió el cuerpo:
—Neeve —dijo—, eres mucho más inteligente que tu padre. Es por eso que tengo que librarme de ti. Tú supiste que algo andaba mal, cuando Ethel no se presentó. Lo comprendiste al ver todos sus abrigos en el armario. Yo sabía que te darías cuenta. Cuando vi el dibujo del Arrecife del Pacífico en el libro de cocina, supe que tenía que librarme de él de cualquier modo, aun cuando significara quemarme la mano. Tarde o temprano tú habrías establecido la relación. Myles no lo habría reconocido aunque lo viera ampliado al tamaño de un cartel luminoso. Ethel descubrió que mi historia de la inspiración que me dio el Acuario de Chicago, era una mentira. Le dije que podía explicárselo y fui a su casa. Era inteligente, ella también. Me dijo que sabía que yo había mentido, y que sabía por qué había mentido: porque yo había robado el diseño. Y lo probaría.
—Ethel vio el libro de cocina —dijo Neeve—. Copió uno de los dibujos en su agenda.
Sal sonrió:
—¿Fue así como estableció la relación? No vivió lo suficiente para decírmelo. Si tuviéramos tiempo, te mostraría la carpeta de dibujos que me dio tu madre. Ahí está toda la colección.
Éste no era el tío Sal. No era el amigo de la infancia de su padre. Éste era un extraño que la odiaba, y que odiaba a Myles.
—Tu padre y Dev, tratándome como si yo fuera una gran broma, desde que éramos pequeños. Riéndose de mí. Tu madre. Clase alta. Hermosa. Con una comprensión de la moda que sólo se tiene si uno ha nacido con ella. Desperdiciando todo ese talento en un idiota como tu padre, que no puede distinguir una bata de andar por casa de un vestido de coronación. Renata siempre me miraba desde lo alto. Sabía que yo no tenía el don. Pero cuando quiso consejo acerca de adónde llevar sus dibujos, ¿a quién recurrió?
Hizo una pausa, y terminó:
—Neeve, tú todavía no sabes lo mejor del cuento. Eres la única que lo sabrá, y no sobrevivirás para contarlo. Neeve, pequeña idiota, yo no me limité a robar la idea del estilo Arrecife del Pacífico a tu madre, ¡le corté el cuello por él!
*****
—¡Es Sal! —Susurró Myles—. Él arrancó el asa de la cafetera. Trató de arruinar esos dibujos. Y es posible que Neeve esté con él ahora.
—¿Dónde? —dijo Kitty cogiendo a Myles de brazo.
—En la oficina de él. La Calle 36.
—Mi coche está fuera. Tiene teléfono.
Asintiendo con la cabeza, Myles corrió a la puerta y por el pasillo. Pasó un minuto de agonía hasta que llegó el ascensor. Se detuvo dos veces para recoger pasajeros antes de llegar abajo. Tomando a Kitty de la mano, Myles atravesó a la carrera el vestíbulo. Se precipitaron en el coche, que estaba enfrente:
—Yo conduciré —dijo Myles. Con un chirriante giro de ciento ochenta grados salió disparado por la Avenida West End, deseando que un coche patrulla lo viera y lo siguiera.
Como siempre en una crisis, se sentía fríamente tranquilo. Su mente se volvía una entidad separada del cuerpo, sopesando los posibles caminos de acción. Le dio un número a Kitty para que lo marcara. Ella obedeció en silencio, y le tendió el teléfono.
—La oficina del jefe de Policía. Habla Myles Kearny. Póngame con el jefe.
Conducía al máximo de velocidad que le permitía el tráfico pesado a esa hora. Se saltó todos los semáforos que encontró en rojo, dejando tras de sí un reguero de conductores insultándolo. Estaban en Columbus Circle.
La voz de Herb:
—Myles, estuve tratando de localizarte. Steuber puso un contrato sobre la vida de Neeve. Tenemos que protegerla. Y otra cosa, Myles, creo que hay una conexión entre el asesinato de Ethel Lambston y la muerte de Renata. El corte en forma de V en la garganta de la Lambston… es exactamente la misma herida que mató a Renata.
Renata, el cuello cortado. Renata, tendida tan quieta en el parque, sin señales de lucha. Renata no había sido asaltada sino que había encontrado a un hombre en el que confiaba, el amigo de infancia de su marido.
«Oh, cielos —pensó Myles—. Oh, cielos».
—Herb, Neeve está en casa de Anthony della Salva. Doscientos cincuenta Oeste Calle 36. Piso doce. Herb, manda a los muchachos allí rápido. Sal es el asesino.
Entre las Calles 56 y 44, estaban repavimentando el canal derecho de la Séptima Avenida, pero los obreros se habían marchado. Myles atropelló los caballetes y corrió por sobre el asfalto todavía fresco. Ya pasaban la Calle 38, la 37…
«Neeve. Neeve. Neeve. Que llegue a tiempo —rezaba Myles—. Salva a mi niña».
*****
Jack colgó el teléfono, todavía absorbiendo lo que acababa de oír. Su amigo, el director del Acuario de Chicago, había confirmado lo que ya sospechaba. El nuevo museo marítimo se había abierto dieciocho años antes, pero el espléndido acuario del último piso que imitaba la sensación de caminar por el fondo del mar en pleno Arrecife de Pacífico, no se había inaugurado hasta dieciséis años antes. Era poca la gente que sabía que había habido un problema con los tanques, y la planta de Arrecife del Pacífico se había abierto al público dos años más tarde que el resto de Acuario. Era algo que la comisión directiva no incluía en los folletos de propaganda. Jack lo sabía porque había vivido en Chicago, y había visitado el Acuario con frecuencia.
Anthony della Salva decía que la inspiración para su estilo Arrecife del Pacífico se la había dado una visita al Acuario de Chicago, diecisiete años atrás. Imposible. ¿Por qué había mentido?
Jack miró las voluminosas carpetas de notas de Ethel; los recortes de entrevistas y artículos sobre Sal; los gruesos signos de interrogación junto a las líricas descripciones que hacía Sal de su primera experiencia al ver en el Acuario la exhibición del Arrecife del Pacífico; la copia del dibujo del libro de cocina. Ethel había detectado una discrepancia, y la había perseguido. Ahora estaba muerta.
Jack pensó en la absoluta insistencia de Neeve, en que había algo extraño en el modo en que estaba vestida Ethel. Recordó una frase de Myles: «Todo asesino deja su tarjeta de visita».
Gordon Steuber no era el único diseñador que podía haber cometido un error, al vestir a su víctima con prendas aparentemente apropiadas. Anthony della Salva podía haber cometido exactamente el mismo error.
La oficina de Jack estaba en silencio, el silencio que sobreviene cuando se vacía un ambiente en el que habitualmente hay mucha actividad de gente y teléfonos y máquinas de escribir. Jack cogió la guía telefónica. Anthony Della Salva tenía seis direcciones comerciales diferentes. Probó la primera. No hubo respuesta. La segunda y tercera tenían contestadores automáticos:
—El horario de atención es de ocho y media de la mañana a cinco de la tarde. Por favor, deje su mensaje.
Probó en el apartamento del edificio Schwab. Al cabo de la sexta señal de llamada se rindió. Como último recurso llamó a la tienda. Que responda alguien, rogaba.
—La Casa de Neeve.
—Necesito encontrar a Neeve Kearny. Habla Jack Campbell, un amigo de ella.
La voz de Eugenia se hizo cálida:
—Usted es el editor…
—Ella iba a reunirse con Della Salva —la interrumpió Jack—. ¿Dónde?
—En la oficina central de él. Doscientos cincuenta Oeste, Calle 36. ¿Hay algún problema?
Sin responder, Jack colgó de un golpe.
Su oficina estaba en Park Avenue y la Calle 41. Corrió por los pasillos desiertos, logró pillar el ascensor que estaba bajando, y paró un taxi. Le arrojó veinte dólares al taxista y le gritó la dirección. Eran las seis y dieciocho.
*****
«¿Fue esto lo que le pasó a mamá? —Pensó Neeve—. ¿Lo habrá mirado aquel día, como lo miro yo, y habrá visto operarse esa transformación en su rostro? ¿Tuvo alguna advertencia previa?».
Neeve sabía que moriría. Toda la semana había estado sintiendo que su tiempo se agotaba. Ahora que ya estaba más allá de toda esperanza, de pronto le parecía muy importante responder a esas preguntas.
Sal se había acercado. Estaban a poco más de un metro. Detrás de él, cerca de la puerta, el cuerpo derrumbado de Denny, el muchacho del restaurante que se molestaba en abrirle el café. Por el rabillo del ojo, Neeve podía ver la sangre que manaba de la herida de la frente, el enorme sobre manila que había venido cargando, estaba empapado en sangre, y el peinado punk, que era una peluca, cubría piadosamente parte de la carta.
Parecía como si hubiera transcurrido una eternidad desde el momento en que entrara Denny por la puerta. ¿Pero cuánto había transcurrido en realidad? ¿Un minuto? Menos. El edificio parecía desierto, pero era posible que alguien hubiera oído el disparo. Alguien podía investigar. Se suponía que el guardia seguía abajo… Sal no tenía tiempo que perder, y ambos lo sabían.
A lo lejos, Neeve oyó un débil gemido. Un ascensor se movía. Alguien podía venir. ¿Podría dilatar el instante en que Sal apretara el gatillo?
—Tío Sal —dijo en voz baja—, ¿podrías decirme una cosa? ¿Por qué tuviste que matar a mamá? ¿No podrías haber trabajado con ella? Todos los diseñadores emplean aprendices de talento.
—Cuando veo lo genial, no quiero compartirlo, Neeve —le dijo Sal sin emoción.
Las puertas del ascensor en el pasillo se deslizaron. Alguien estaba ahí. Para impedir que Sal oyera el sonido de los pasos, Neeve gritó:
—Mataste a mamá por tu codicia. Nos consolaste y lloraste con nosotros. Frente a su ataúd le dijiste a Myles: «Trata de pensar que tu preciosa duerme».
—¡Cállate! —Sal alzó la mano.
El cañón de la pistola le apuntaba al rostro. Neeve giró la cabeza y vio a Myles de pie en la puerta.
—¡Corre, Myles, te matará! —gritó. Sal dio media vuelta.
Myles no se movió. La autoridad absoluta de su voz resonó en el salón al decir:
—Dame esa pistola, Sal. Todo ha terminado.
Sal apuntaba a uno u otro. Con la mirada rebosante de miedo, y odio, empezó a retroceder mientras Myles avanzaba.
—¡No te acerques más! —gritó—. Dispararé.
—No, no lo harás, Sal —dijo Myles, con la voz mortalmente tranquila, sin el menor rastro de miedo o duda—. Mataste a mi esposa. Mataste a Ethel Lambston. En un segundo más habrías matado a mi hija. Pero Herb y la Policía estarán aquí en cualquier momento. Ya saben sobre ti. De ésta no podrás escaparte mintiendo. Así que dame esa pistola.
Sus palabras se habían ido espaciando y sonaban con terrible vigor y desprecio. Hizo una pausa antes de seguir:
—Y si no quieres dármela, hazte y haznos a todos un favor: mete el cañón en tu boca de mentiroso y vuélate los sesos.
*****
Myles le había dicho a Kitty que no saliera del coche. Ella esperó, torturada por la impaciencia. Rezaba por él. Comenzó a oír el sonido insistente de sirenas. De pronto, frente al coche se detuvo un taxi del que saltó Jack Campbell.
—Jack. —Kitty abrió la portezuela y corrió tras él al vestíbulo. El guardia estaba al teléfono.
—Della Salva —dijo Jack.
El guardia alzó una mano:
—Espere un minuto.
—El piso doce —dijo Kitty.
El único ascensor que funcionaba a esa hora no estaba en la planta baja. El indicador marcaba el piso duodécimo. Jack tomó al guardia por un brazo:
—Conecte otro ascensor.
—Eh, qué se ha creído…
En la calle frenaban varios coches patrulla. El guardia abrió muy redondos los ojos. Le arrojó una llave a Jack:
—Con esto se abren.
Jack y Kitty ya estaban subiendo cuando la Policía irrumpió en el vestíbulo. Jack dijo:
—Creo que Della Salva…
—Lo sé —dijo Kitty.
El ascensor se detuvo en el piso duodécimo.
—Espere aquí —le dijo Jack.
Llegó a tiempo para oír a Myles decir con voz tranquila:
—Si no la usas contigo, Sal, dame esa pistola.
Jack se quedó en el umbral. El salón estaba a media luz, y la escena parecía una pintura surrealista. El cuerpo en la alfombra. Neeve y su padre frente a la pistola que los apuntaba. Jack vio el brillo del metal en el escritorio cerca de la puerta. Una pistola. ¿Podría alcanzarla a tiempo?
Antes de que pudiera decidirse, vio a Anthony della Salva bajar el brazo.
—Tómala, Myles. —Su voz adquirió un acento de ruego—. Myles, no quise hacerlo. Nunca quise hacerlo. —Cayó de rodillas y se abrazó a las piernas de Myles—. Myles, tú eres mi mejor amigo. Diles que no quise hacerlo.
*****
Por tercera y última vez en el día, el jefe de Policía Herbert Schwartz conferenció en su oficina con los detectives O'Brien y Gómez. Herb acababa de regresar de la oficina de Anthony della Salva. Había llegado inmediatamente detrás del primer patrullero. Había hablado con Myles después de que se llevaran a Della Salva.
—Myles, te torturaste durante diecisiete años culpándote por no haber tomado en serio la amenaza de Nicky Sepetti. ¿No es hora de que renuncies a la culpa? ¿Acaso piensas que si Renata te hubiera llevado a ti sus dibujos, habrías podido ver el genio que había en ellos? Puedes ser un buen policía, pero de ropa no sabes nada. Recuerdo que Renata decía que tenía que elegirte todas las mañanas la corbata.
Myles estaría bien. Qué vergüenza, pensó Herb, que ya no se aceptara lo de «ojo por ojo, diente por diente». Los contribuyentes mantendrían a Della Salva por el resto de su vida…
O' Brien y Gómez esperaban. El jefe de Policía parecía exhausto. Pero había sido un día bueno. Della Salva había admitido el asesinato de Ethel Lambston. La Casa Blanca y el alcalde podían quedarse tranquilos.
O'Brien tenía unas pocas cosas que decirle al jefe:
—La secretaria de Steuber se presentó voluntariamente hace una hora. Lambston fue a ver a Steuber hace diez días. En efecto, lo amenazó con desenmascararlo. Probablemente se había enterado del tráfico de drogas, pero ya no importa. No fue él quien la mató.
Schwartz asintió.
Gómez tomó la palabra:
—Señor, ahora sabemos que Seamus Lambston es inocente de asesinato. ¿Quiere presentar cargos por agresión física y destrucción de pruebas?
—¿Encontraron el arma homicida?
—Sí. En esa tienda india donde ella nos dijo.
—Dejemos en paz a esos pobres infelices —dijo Herb poniéndose de pie—. Ha sido un día muy largo. Buenas noches, caballeros.
*****
Devin Stanton estaba tomando un cóctel antes de la cena, con el cardenal, en la residencia episcopal de la Avenida Madison, y mirando las noticias de la televisión. Eran viejos amigos, y hablaban del inminente capelo cardenalicio que le esperaba a Devin.
—Te echaré de menos, Dev —le dijo el cardenal—. ¿Estás seguro de que quieres el empleo? Baltimore puede ser un horno en verano.
El programa de noticias se interrumpió con un boletín de urgencia. El famoso diseñador de modas Anthony della Salva había sido arrestado por los asesinatos de Ethel Lambston, Renata Kearny y Denny Adler, y por intento de asesinato de la hija del ex jefe de Policía Kearny, Neeve.
El cardenal se volvió hacia Devin:
—¡Pero ésos son tus amigos!
Devin se había puesto de pie de un salto:
—Si me disculpas…
*****
Ruth y Seamus Lambston encendieron el televisor para ver el noticiario de las seis de la NBC, seguros de que, al hablar del asesinato de Ethel Lambston, la noticia sería que su ex marido había fallado en la prueba del detector de mentiras. De hecho, habían quedado atónitos cuando a Seamus le permitieron salir de la jefatura, convencidos como estaban de que su arresto era solamente cuestión de tiempo.
Peter Kennedy había tratado de ofrecerles algún aliento.
—Las pruebas de los detectores de mentiras no son infalibles. Si llegamos a juicio, tendremos la prueba de que pasó el primero al que se sometió.
Ruth había sido llevada a la tienda hindú. La cesta donde había metido la daga había sido cambiada de lugar. Fue por eso que los policías no la habían encontrado. Ella revolvió hasta hallarla, y observó el modo impersonal en que la metían en una bolsita de plástico.
—La lavé —les dijo.
—No siempre las manchas de sangre desaparecen.
«¿Cómo pudo suceder? —se preguntaba, sentada en el pesado sillón tapizado de terciopelo que había odiado durante tantos años, y que ahora le resultaba cálido y cómodo—. ¿Cómo fue que perdimos el control de nuestras propias vidas?».
El boletín sobre el arresto de Anthony della Salva salió al aire justo cuando ella se disponía a apagar el aparato. Ruth y Seamus se miraron, sin poder comprender todavía, y luego, torpemente, se tendieron los brazos.
*****
Douglas Brown escuchó con incredulidad el informe del telediario de la CBS, después se sentó en la cama de Ethel (no, en la cama de él), y hundió la cabeza entre las manos. Había terminado. Esos policías no podrían probar que él le había robado dinero a Ethel. Era su heredero. Era rico.
Quiso celebrarlo. Buscó en su billetera el número de la recepcionista amistosa del trabajo. Pero vaciló. Esa chica que limpiaba, la actriz. Había algo en ella. Ese nombre idiota. «Tse-Tse». Su número estaba en la agenda telefónica de Ethel.
El teléfono sonó tres veces antes de que la chica contestara:
—Allo.
«Debe de ser una compañera de habitación francesa», pensó Doug.
—¿Podría hablar con Tse-Tse? Habla Doug Brown.
Tse-Tse, que estaba ensayando el papel de una prostituta francesa, se olvidó del acento:
—Muérete, miserable —le dijo, y colgó.
*****
Devin Stanton, arzobispo designado de la diócesis de Baltimore, se detuvo en la puerta del salón y miró las siluetas de Neeve y Jack dibujadas contra la ventana. Por encima de ellos, una luna en cuarto creciente había logrado abrirse paso entre las nubes. Con una furia que no aminoraba, Devin pensaba en la crueldad, la codicia y la hipocresía de Sal Espósito. Antes de que su formación eclesiástica lo obligara a volver a los principios de la caridad cristiana, murmuró para sí: «Asesino hijo de perra». Luego, al ver a Neeve en brazos de Jack, pensó: «Renata, espero y ruego que sepas que todo terminó bien».
*****
Detrás de él, en el estudio, Myles levantó la botella de vino. Kitty estaba sentada en un rincón del sofá, con su cabellera roja, suave y brillante bajo el resplandor de la lámpara victoriana de mesa. Myles se oyó a sí mismo decir:
—Tienes el cabello de un hermoso tono rojizo. Supongo que mi madre lo llamaría rubio fresa. ¿Estaría bien?
Kitty sonrió:
—En algún tiempo, sí. Ahora la Naturaleza está recibiendo ayuda.
—En tu caso, la Naturaleza no necesita ninguna ayuda.
De pronto Myles sintió la lengua atada. ¿Cómo se le agradece a una mujer por haber salvado la vida de la hija de uno? Si Kitty no hubiera relacionado el dibujo con el estilo Arrecife del Pacífico, él no habría llegado a tiempo para salvar a Neeve. Recordó el modo en que se habían confundido en un solo abrazo Neeve, Kitty, Jack y él, cuando la Policía se llevó a Sal. Había sollozado:
—No escuché a Renata. Nunca la escuché. Y fue por eso que ella recurrió a él, y murió.
—Recurrió a él porque quería la opinión de un profesional —le había dicho Kitty con firmeza—. Debes reconocer que tú no podías ofrecerle eso.
¿Cómo decirle a una mujer que a causa de su presencia toda la terrible ira y culpa que uno ha llevado encima durante tantos años queda de pronto en el pasado, y que en lugar de sentirse vacío y devastado, uno se siente fuerte y ansioso por vivir el resto de su vida? Imposible.
Myles comprendió que seguía con la botella de vino en la mano. Miró en derredor en busca de la copa de ella.
—No sé bien dónde estará —le dijo Kitty—. Debo de haberla puesto en alguna parte.
Había un modo de decírselo.
Deliberadamente, Myles llenó su propia copa hasta el borde y se la tendió a Kitty:
—Bebe de la mía.
*****
Neeve y Jack estaban junto a la ventana y miraban el río, la autopista, el horizonte de edificios que se alzaba al otro lado del agua, en Nueva Jersey.
—¿Por qué fuiste a la oficina de Sal? —le preguntó Neeve.
—En las notas de Ethel acerca de Sal, había referencias al estilo Arrecife del Pacífico. Eso era imposible. Todo encajó en su sitio cuando me di cuenta. Después, al enterarme de que estabas con él, casi me volví loco.
Muchos años atrás, Renata, una niña de diez años que corría hacia su casa en medio de dos ejércitos disparándose, había entrado en la iglesia por un «presentimiento», y allí había encontrado y salvado a un soldado norteamericano. Neeve sintió el brazo de Jack que la rodeaba por la cintura. El movimiento no era vacilante, sino firme y seguro.
—¿Neeve?
Durante todos esos años, ella le había estado diciendo a Myles que cuando sucediera, ella lo sabría.
Cuando Jack la atrajo hacia sí, supo que al fin había ocurrido.
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