El domingo por la mañana, el detective O'Brien llamó por teléfono y pidió hablar con Neeve.
—¿Para qué la quiere? —preguntó Myles abruptamente.
—Querríamos hablar con la mujer de la limpieza que estuvo en el apartamento de la Lambston la semana pasada, señor. ¿Su hija tiene el número?
—Oh. —Myles no supo por qué sintió un instantáneo alivio—. Es fácil. Se lo preguntaré a Neeve.
Cinco minutos después, llamaba Tse-Tse:
—Neeve, soy testigo. —Parecía excitadísima—. ¿Podría citarlos en tu apartamento a la una y media? Nunca antes me interrogó la Policía. Me gustaría que tú y tu papá estuvierais cerca. —Su voz bajo un tono—: Neeve, ¿no creerán que la maté yo, no?
Neeve no pudo evitar una sonrisa:
—Por supuesto que no, Tse-Tse. No hay problema. Papá y yo iremos a la misa de doce en San Pablo. A la una y media será perfecto.
—¿Debo hablarles sobre ese misterioso sobrino que sacó el dinero y lo volvió a poner, y al que Ethel amenazó con desheredarlo?
Neeve se sorprendió:
—Tse-Tse, me dijiste que Ethel se había puesto furiosa con él. No que había amenazado con desheredarlo. Por supuesto que debes decírselo.
Cuando colgó, Myles esperaba a su lado, con las cejas levantadas:
—¿De qué se trata?
Ella se lo dijo. Myles soltó un silbido bajo.
*****
Tse-Tse apareció con un modoso rodete. Su maquillaje era sumamente discreto, salvo por las pestañas postizas. Llevaba un vestido de abuelita, y zapatos de tacón bajo.
—Es lo que usé cuando hice el papel de la casera juzgada por envenenar a su patrón —dijo en secreto.
Pocos minutos después llegaban los detectives O'Brien y Gómez. Cuando Myles los saludó, Neeve pensaba: Nadie imaginaría que ha dejado de ser el Número Uno en la Policía: estos hombres prácticamente le están haciendo reverencias.
Pero cuando les presentaron a Tse-Tse, O'Brien pareció confundido:
—Douglas Brown nos dijo que la mujer de la limpieza era sueca. —Abrieron muy redondos los ojos mientras Tse-Tse les explicaba que ella interpretaba distintos personajes, según los papeles en que estuviera trabajando en algún teatro del off-off-Broadway.
—Ahora estoy interpretando a una doncella sueca —dijo en conclusión—, y le envié una invitación personal a Joseph Papp para la función de anoche. Era la última representación. Mi astrólogo me dijo que Saturno estaba en el cénit de Capricornio, lo que significa una radiación muy fuerte sobre mi vida profesional. Tenía un presentimiento de que iría. —Sacudió la cabeza con tristeza—. No fue. De hecho, no fue nadie.
Gómez tosió enérgicamente. O'Brien se tragó una sonrisa.
—Lo siento. Ahora bien, Tse-Tse…, si me permite llamarla así. —Empezó a interrogarla.
Neeve intervino para explicar por qué había ido con Tse-Tse al apartamento de Ethel, y por qué había vuelto luego a revisar la ropa del armario, y echar una mirada a la agenda de Ethel. Tse-Tse habló sobre la discusión telefónica con el sobrino, un mes atrás, y sobre el dinero que había sido repuesto en su lugar la semana anterior.
A las dos y media O'Brien cerró su libreta.
—Las dos han sido de gran ayuda. Tse-Tse, ¿tendría inconveniente en acompañar a la señorita Kearny al apartamento de Ethel Lambston? Usted lo conoce bien. Me gustaría saber si usted tiene la impresión de que algo pudiera faltar. Nos reuniremos allí dentro de una hora. Mientras tanto, yo tendré otra pequeña charla con Douglas Brown.
Myles había estado todo el tiempo sentado en su sillón, con el ceño fruncido.
—Así que ahora entra en escena un sobrino codicioso —dijo.
Neeve sonrió áridamente.
—¿Cuál crees que habrá sido su tarjeta de visita, jefe?
*****
A las tres y media, Myles, Neeve, Jack Campbell y Tse-Tse entraban en el apartamento de Ethel. Douglas Brown estaba sentado en el sofá, retorciéndose las manos sobre el regazo. Cuando levantó la vista, su expresión no era amistosa. Su rostro apuesto estaba húmedo de sudor. Los detectives O'Brien y Gómez estaban sentados frente a él, con sus libretas. La superficie de las mesas y del escritorio estaban sucias y desordenadas.
—Yo dejé esto impecable cuando me fui —le susurró Tse-Tse a Neeve.
Neeve le susurró una explicación: el polvo lo habían puesto los detectives del laboratorio, buscando huellas dactilares. Después se dirigió a Douglas Brown.
—Lo siento muchísimo por su tía. Yo la quería mucho.
—Entonces era de los pocos —respondió Brown de inmediato. Se irguió, sin ponerse de pie—. Escuche, cualquiera que conociera a Ethel podría decirles lo irritante e insoportable que podía ser. Es cierto que me invitó a muchas cenas. Hubo muchas noches en que yo renuncié a salidas con mis amistades porque ella necesitaba compañía. Por eso me regalaba, a veces, algunos de esos billetes de cien que escondía por todo el apartamento. Después se olvidaba de dónde había escondido el resto, y me acusaba de haberlos cogido. Después los encontraba y me pedía perdón. Y eso es todo. —Miró fijamente a Tse-Tse—. ¿Qué está haciendo con ese disfraz? ¿Hizo una apuesta? Si quiere servir de algo, ¿por qué no se pone a limpiar un poco?
—Yo trabajaba para la señorita Lambston —dijo Tse-Tse con dignidad—. Y la señorita Lambston está muerta. —Miró al detective O'Brien—: ¿Qué quiere que haga?
—Querría que la señorita Kearny hiciera una lista de la ropa que falta del armario, y querría que usted examinara el apartamento en general, para ver si falta algo.
Myles le murmuró a Jack:
—¿Por qué no vas con Neeve? Podrías ayudarla tomando notas. —Por su parte, prefirió sentarse en una silla cerca del escritorio. Desde allí podría ver con claridad la pared cubierta con fotos de Ethel. Al cabo de un momento se puso de pie para estudiarlas, y no pudo sino sorprenderse, con un gruñido, al ver una serie donde aparecía Ethel en la última convención republicana, posando con la familia del Presidente; Ethel abrazada al alcalde en la Mansión Grade; Ethel recibiendo el premio anual al mejor artículo periodístico otorgado por la Sociedad Norteamericana de Periodistas y Autores. Por lo visto, había más en esa mujer de lo que él había notado. «Me apresuré, al descartarla como una charlatana sin cerebro», pensó Myles.
El libro que se había propuesto escribir Ethel. Había mucho dinero de la Mafia que era lavado en la industria de la moda. ¿Habría tropezado con algo de eso? Myles tomó nota mental de preguntarle a Herb Schwartz si se estaba llevando a cabo alguna investigación importante en ese campo.
Aunque la cama estaba hecha y no había nada en desorden en el dormitorio, reinaba allí la misma apariencia sucia que en el resto del apartamento. Hasta el armario parecía diferente. Era evidente que cada prenda y accesorio había sido sacada, examinada y vuelta a meter en cualquier parte.
—Fantástico —le dijo Neeve a Jack—. Esto lo hará todo más difícil.
Jack llevaba un jersey blanco tejido a mano, y unos pantalones de pana. Al llegar al edificio Schwab, Myles le había abierto la puerta, y al verlo alzó las cejas:
—Parecerán los Mellicitos Felices —dijo con una sonrisa sarcástica.
Se hizo a un lado y Jack vio a Neeve, que también llevaba un jersey blanco hecho a mano, y unos pantalones de pana. Se rieron de la coincidencia, y Neeve se cambió el jersey por uno azul y blanco.
La coincidencia había iluminado el humor sombrío de Neeve ante la perspectiva de ocuparse de los efectos personales de Ethel. Ahora, lo que la invadía era la fatiga ante la difícil tarea a la que se enfrentaba.
—Más difícil, pero no imposible —dijo Jack con calma—. Dime cómo crees que habría que hacer esto.
Neeve le dio la carpeta con las copias en papel carbón de las cuentas de Ethel:
—Empezaremos por las últimas compras.
Sacó las ropas nuevas que Ethel no había llegado a usar, las tendió sobre la cama, y después fue retrocediendo en el tiempo, indicándole a Jack los vestidos y trajes que seguían en el armario. No tardó en hacerse evidente que las ropas que faltaban eran todas de abrigo:
—Eso elimina cualquier idea de que ella pudiera haber planeado ir al Caribe o algo por el estilo, y no llevar deliberadamente un abrigo —susurró Neeve tanto para sí misma como para Jack—. Pero Myles podría tener razón. La blusa blanca que iba con el traje que tenía puesto cuando la encontraron, no está allí. Quizás está en la tintorería… ¡Espera un minuto!
Con un gesto repentino tendió un brazo hasta el fondo del armario para sacar una percha que estaba oculta entre dos prendas de lana. De la percha colgaba una blusa blanca con encaje en el cuello y los puños.
—Esto era lo que estaba buscando —le dijo a Jack en tono triunfante—. ¿Por qué no se la puso Ethel? Y si por esa vez decidió usar la blusa original del conjunto, ¿por qué no se llevó ésta también?
Se sentaron juntos en la chaise longue mientras Neeve copiaba las notas de Jack, hasta que tuvo una lista ordenada de la ropa que faltaba del armario de Ethel. Esperando en silencio, Jack miró a su alrededor. El dormitorio estaba sucio, probablemente a causa de la investigación policíaca. Muebles buenos. Una colcha cara y almohadones decorativos. Pero le faltaba identidad. No había toques personales, instantáneas enmarcadas, recuerdos caprichosos. Los pocos cuadros que colgaban de las paredes carecían de toda evocación, como si hubieran sido elegidos sólo para llenar espacio. Era un cuarto deprimente, más vacío que íntimo. Jack comprendió que empezaba a sentir una enorme compasión por Ethel. Su imagen mental de ella había sido muy distinta. Siempre la había considerado una pelota de tenis autopropulsada, rebotando de un lado de la pista al otro, en un movimiento frenético e incesante. La mujer que sugería este dormitorio había sido más bien una solitaria patética.
Volvieron a la sala a tiempo para ver a Tse-Tse revisando entre los montones de cartas que había sobre el escritorio de Ethel.
—No está —dijo.
—¿Qué es lo que no está? —preguntó O'Brien muy interesado.
—Ethel tenía una daga antigua que usaba como abridor de cartas, una de esas cosas indias con un mango decorado, rojo y dorado.
Neeve pensó que el detective O'Brien se parecía, de pronto, a un perro que había olido un rastro.
—¿Recuerda cuándo fue la última vez que vio esa daga, Tse-Tse? —preguntó.
—Sí. Estaba aquí los dos días de esta semana, cuando vine a limpiar, el martes y el jueves.
O'Brien miró a Douglas Brown.
—Esa daga no estaba aquí ayer, cuando estuvimos buscando huellas dactilares. ¿Alguna idea de dónde podríamos encontrarla?
Douglas tragó saliva. Trató de parecer como si estuviera reflexionando profundamente. El viernes por la mañana esa daga estaba sobre el escritorio. Nadie había venido, salvo Ruth Lambston.
Ruth Lambston. Ella lo había amenazado con decirle a la Policía que Ethel quería desheredarlo. Pero él ya le había dicho a la Policía que Ethel siempre estaba encontrando el dinero que le acusaba de robar. Eso había sido una respuesta brillante. Pero ahora, ¿les diría que había venido Ruth?
O'Brien estaba repitiendo la pregunta, esta vez en tono más perentorio. Douglas decidió que era hora de desviar de él la atención de los policías.
—El viernes por la tarde vino Ruth Lambston. Se llevó una carta que Seamus había dejado para Ethel. Me amenazó con decirles a ustedes que Ethel estaba enfadada conmigo, si yo les hablaba de Seamus. —Se detuvo, y después agregó, virtuosamente—: Esa daga estaba ahí cuando ella vino. Estaba de pie cerca del escritorio cuando yo fui a la habitación de mi tía. No he vuelto a verla desde entonces. Tendrán que preguntarle a ella por qué la robó.
*****
Cuando Ruth recibió la angustiada llamada de Seamus, el sábado por la tarde, logró ponerse en contacto con la jefa de personal de la compañía para la que trabajaba. Fue esta mujer la que envió el abogado, Robert Lane, a la Comisaría de Policía.
Cuando Lane trajo a Seamus a casa, Ruth estuvo segura de que su marido estaba al borde de un ataque al corazón, y quiso llevarlo al servicio de urgencias del hospital. Seamus se negó con vehemencia, pero sí aceptó meterse en cama. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados de lágrimas; al entrar en el dormitorio, era un hombre quebrado y vencido.
Lane esperó en la sala para hablar con Ruth:
—No soy un abogado criminalista —dijo sin rodeos—. Y su marido necesitará uno.
Ruth asintió.
—Por lo que me dijo en el taxi, podría tener una oportunidad de absolución, o pena reducida por trastorno mental transitorio.
Ruth se sintió helada:
—¿Admitió haberla matado?
—No. Me dijo que le dio un puñetazo, que ella quiso tomar la daga abrecartas, que él se la arrebató y que en la riña le cortó la mejilla derecha. También me dijo que contrató a un personaje que suele ir a su bar, para que le hiciera llamadas amenazadoras.
Ruth tenía los labios rígidos:
—De eso me enteré anoche.
Lane se encogió de hombros:
—Su marido no soportará un interrogatorio intenso. Mi consejo es que confiese todo y trate de conseguir clemencia. Usted cree que la mató, ¿verdad?
—Sí.
Lane se puso de pie:
—Como le dije, no soy abogado criminalista, pero averiguaré si puedo conseguirle uno. Lo siento.
Durante horas Ruth se quedó sentada inmóvil, con la inmovilidad de la desesperación total. A las diez encendió la televisión y oyó que el ex marido de Ethel Lambston había sido interrogado como sospechoso del crimen. Dio un salto para apagar el aparato.
Los hechos de la última semana pasaban una y otra vez por su mente. Diez días atrás, la llorosa llamada de Jennie («Mamá, fue tan humillante. El cheque no tenía fondos. Me lo devolvieron»), lo había puesto todo en marcha. Ruth recordó el modo en que le había gritado a Seamus. «Lo empujé hasta un punto donde perdió la razón», pensó.
Pedir clemencia. ¿Qué significaba eso? ¿Cuántos años podían echarle por homicidio? ¿Quince? ¿Veinte? Pero él había enterrado el cuerpo. Se había tomado toda clase de problemas para ocultar el crimen. ¿Cómo había logrado mantener la calma?
¿Calma? ¿Seamus? ¿Con esa daga en la mano, mirando a una mujer cuyo cuello acababa de cortar? Imposible.
Un nuevo recuerdo le volvió a Ruth, algo que había sido una broma familiar en los días en que todavía se reían. Seamus había entrado en la sala de partos, cuando nació Marcy. Y se había desmayado. De sólo ver la sangre, había perdido el conocimiento. «Se preocuparon más por tu padre, que por ti y por mí —le decía Ruth a Marcy—. Fue la primera y última vez que tu padre entró en la sala de partos. Su vocación es servir copas en un bar, no jugar al médico».
Seamus mirando la sangre manar del cuello de Ethel, metiendo el cuerpo en una bolsa plástica, sacándola del apartamento. Recordó algo que decían los diarios: que habían arrancado las etiquetas de la ropa de Ethel. ¿Seamus habría tenido el valor de hacer eso, y después enterrarla en esa cueva en el parque? «Simplemente no era posible», pensó.
Pero si él no había matado a Ethel, si la había dejado viva como había dicho, entonces al lavar y hacer desaparecer esa daga, ella podía haber destruido la prueba que podría haber conducido a otro…
Era demasiado abrumador para pensarlo siquiera. Agobiada, Ruth se puso de pie y fue al dormitorio. Seamus respiraba con ritmo regular, pero se movió:
—Ruth, ven conmigo.
Cuando ella se metió en la cama, él la abrazó y se quedó dormido con la cabeza apoyada en el hombro de su mujer.
A las tres, Ruth seguía tratando de decidir qué hacer. Después, casi como una respuesta a una plegaria no formulada, pensó en la frecuencia con la que había visto al ex jefe de Policía Kearny en el supermercado, desde la jubilación de aquél. Siempre sonreía con tanta amabilidad al saludar. Una vez, al romperse la bolsa en que ella había metido sus provisiones, él se detuvo a ayudarla. A ella le había gustado instintivamente, aun cuando verlo le bastaba para recordar que parte del dinero que su marido pagaba como pensión, iba a parar a la tienda elegante de la hija de este hombre.
Los Kearny vivían en el edificio Schwab, en la Calle 74.
Mañana, ella y Seamus irían allí y pedirían ver al jefe. Él sabría qué debían hacer. Podía confiar en él.
Ruth, al fin, se durmió, pensando: tengo que confiar en alguien.
*****
Por primera vez en años, Ruth durmió toda la mañana del domingo. Su reloj de pulsera marcaba las doce menos cuarto cuando se incorporó apoyándose en un codo para mirarlo. La luz brillante del sol entraba por los postigos cerrados. Miró a Seamus. En sueños, él perdía la expresión ansiosa y temerosa que tanto la irritaba, y sus rasgos regulares recordaban que había sido un hombre apuesto. Las chicas habían heredado la apostura de él, pensó Ruth, y el sentido del humor. En los viejos tiempos, Seamus había sido un hombre confiado, ocurrente. Después, vino la decadencia. El alquiler del bar aumentó astronómicamente, el barrio cambió de fisonomía, y los antiguos clientes desaparecieron uno tras otro. Y todos los meses, el cheque de la pensión.
Ruth saltó de la cama y fue hasta la cómoda. Un rayo de sol revelaba, sin piedad, las marcas sobre la madera. Trató de abrir el cajón sin hacer ruido, pero crujió. Seamus hizo un movimiento.
—Ruth —no estaba totalmente despierto.
—Quédate ahí —le dijo ella con voz tranquilizadora—. Te llamaré cuando esté el desayuno.
Sonó el teléfono cuando sacaba el tocino de la sartén. Eran las chicas. Se habían enterado de la muerte de Ethel, dijo Marcy, la mayor.
—Mamá, lo sentimos por ella, pero eso significa que papá no tendrá que pagar más, ¿no?
Ruth trató de sonar alegre:
—Así parece… Todavía no nos hemos acostumbrado a la idea.
Llamó a Seamus, que se acercó al teléfono. Ruth sabía el esfuerzo que él estaba haciendo al hablar.
—Es terrible alegrarse de que alguien muera, pero no es terrible alegrarse de que a uno le quiten de encima un peso financiero. Y ahora dime, ¿cómo están mis niñas? No hay chicos propasándose, espero.
Ruth había preparado zumo de naranja, tocino, huevos revueltos, tostadas y café. Esperó a que Seamus terminara de comer, y le sirvió una segunda taza de café. Después se sentó frente a él, al otro lado de la pesada mesa de roble que había sido una donación no pedida de la tía solterona de él, y dijo:
—Tenemos que hablar.
Apoyó los codos en la mesa, se unió las manos debajo del mentón, vio su imagen en el espejo maltrecho que estaba sobre el aparador de la vajilla, y comprendió fugazmente que se veía, y se sentía, como una vieja. Su vestido estaba desteñido; su cabello castaño, que siempre había sido hermoso, ahora estaba raleado y grisáceo; los anteojos redondos hacían que su rostro pequeño pareciera mezquino. Apartó de su mente esos pensamientos, que no tenían nada que ver con el problema que tenían entre manos, y siguió hablando:
—Cuando me dijiste que le habías dado un puñetazo a Ethel, que se había herido con esa daga abrecartas, que le habías pagado a alguien para que la amenazara, creí que habías ido un paso más allá. Creí que la habías matado.
Seamus miraba fijamente la taza de café. Se diría que ahí adentro están todos los misterios del universo, pensó Ruth.
Luego irguió la cabeza y la miró a los ojos. Era como si una buena noche de sueño, hablar por teléfono con las chicas y un desayuno decente, lo hubieran devuelto a la cordura:
—No maté a Ethel —dijo—. La asusté. Diablos, me asusté a mí mismo. Ni pensé en golpearla, pero fue algo que surgió por instinto. Ella se cortó por su culpa, por coger esa daga. Se la arranqué de las manos y la arrojé sobre el escritorio. Pero ella estaba asustada. Fue entonces cuando dijo «Está bien, está bien. Puedes guardarte esa maldita pensión».
—Eso fue el jueves por la tarde —dijo Ruth.
—El jueves, a eso de las dos de la tarde. Ya sabes la falta de clientes que hay a esa hora. Y sabes el estado en que te encontrabas por ese cheque devuelto. Salí del bar a la una y media. Dan se quedó reemplazándome.
—¿Volviste al bar?
Seamus terminó la taza de café y la devolvió al platillo.
—Sí. Tenía que volver. Después regresé a casa y me emborraché. Y seguí borracho todo el fin de semana.
—¿A quién viste? ¿Saliste a comprar el periódico?
Seamus sonrió, con una sonrisa delgada y sin alegría:
—No estaba en condiciones de leer nada —esperó la reacción de ella, y después Ruth creyó ver un atisbo de esperanza en su rostro—. ¿Me crees? —dijo Seamus con un tono humilde y sorprendido.
—No te creía ayer o el viernes —dijo Ruth—. Pero ahora te creo. Eres muchas cosas, y sobre todo no eres muchas cosas, pero sé que no podrías coger un cuchillo y cortar un cuello.
—No ganaste la lotería conmigo —dijo Seamus en voz muy baja.
Ruth habló con más vivacidad:
—Pudo ser peor. Ahora vamos a lo práctico. No me gusta ese abogado, y él mismo dijo que necesitabas a otro. Quiero probar algo. Por última vez, júrame que no mataste a Ethel.
—Lo juro por mi vida —dijo Seamus, y vaciló un instante—. Por las vidas de mis tres hijas.
—Necesitamos ayuda. Ayuda en serio. Vi el noticiero anoche. Hablaron de ti. Que te estaban interrogando. Tienen prisa por probar que lo hiciste tú. Tenemos que decirle toda la verdad a alguien que pueda aconsejarnos qué hacer, o enviarnos al abogado correcto.
Le llevó toda la tarde convencer a Seamus, a fuerza de argumentos, órdenes, ruegos y razones. Eran las cuatro y media cuando se pusieron los abrigos. Ruth, sólida y compacta dentro del suyo, Seamus, con el botón central tirante, y caminaron las tres calles que los separaban del edificio Schwab. Por el camino hablaron poco. Aun cuando el viento era más fuerte y frío de lo que correspondía a la estación, la gente gozaba del sol. Los niños aferrando globos, de la mano de padres con aire exhausto, hicieron sonreír a Seamus:
—¿Recuerdas cuando llevábamos a las chicas al zoológico, los domingos por la tarde? Me alegra que lo hayan reabierto.
En el edificio Schwab, el portero les dijo que el jefe Kearny y la señorita no estaban. Con timidez, Ruth pidió permiso para esperar. Durante media hora estuvieron sentados, el uno junto al otro, en el sofá del vestíbulo, y Ruth empezó a dudar de la sabiduría de su decisión de venir. Estaba a punto de sugerir que se marcharan, cuando el portero abrió la puerta y entró un grupo de tres personas. Los Kearny y un desconocido.
Antes de perder el valor, Ruth se precipitó hacia ellos.
*****
—Myles, habría preferido que les dejaras hablar contigo.
Estaban en la cocina del apartamento. Jack preparaba una ensalada. Neeve estaba descongelando los restos de salsa de la cena del jueves.
Myles preparaba un par de martinis secos muy cargados, para él y Jack:
—Neeve, no tenía sentido dejarlos que se confesaran conmigo. Tú eres una testigo del caso. Si les dejaba decirme que él había matado a Ethel en una lucha, yo tendría la obligación moral de informarlo.
—Estoy segura de que no es eso lo que querían decirte.
—Sea como sea, puedo asegurarte que tanto Seamus Lambston como su esposa están siendo bien interrogados en la jefatura. No olvides que si ese resbaladizo sobrino dijo la verdad, Ruth Lambston robó el abrecartas, y puedes apostar a que no lo quería como recuerdo. Llamé a Pete Kennedy. Es un excelente abogado criminalista, y los verá por la mañana.
—¿Y ellos pueden permitirse un gran abogado criminalista?
—Si Seamus Lambston tiene las manos limpias, Pete les dirá a nuestros muchachos que están sobre la pista equivocada. Si es culpable, cualquier cantidad que cobre valdrá la pena para reducir la condena de homicidio en primer grado, a asesinato accidental.
Durante la cena, Neeve notó que Jack apartaba deliberadamente la conversación del tema de Ethel. Le preguntó a Myles por algunos de sus casos famosos, tema del que Myles nunca se cansaba de hablar. Sólo cuando levantaban la mesa, Neeve advirtió que Jack sabía mucho sobre casos de los que seguramente nunca se habían ocupado los diarios del Medio Oeste.
—Estuviste investigando sobre Myles en diarios viejos —acusó.
Jack no pareció avergonzado.
—Sí. Eh, deja esas ollas en el fregadero. Yo las lavaré. Tú podrías estropearte las uñas.
Es imposible, pensaba Neeve, que hayan sucedido tantas cosas en una semana. Le parecía como si Jack siempre hubiera estado cerca. ¿Qué estaba pasando?
Sabía bien qué estaba pasando. Después la invadió un frío doloroso. Moisés viendo la Tierra Prometida, y sabiendo que nunca la pisaría. ¿Por qué sentía eso? ¿Por qué sentía como si, de alguna forma, se estuviera alejando de todo? ¿Por qué hoy, al mirar esa instantánea de Ethel, creyó ver en su expresión algo secreto, dirigido a ella, como si Ethel le dijera: «Espera un poco y verás»?
«¿Qué es lo que veré?», se preguntó Neeve.
La muerte.
El telediario de las diez contenía material sobre Ethel. Alguien había montado filmaciones de su casa, su barrio, las redacciones de las revistas en que trabajaba. El día había sido más bien escaso en noticias, y Ethel ayudaba a llenar el vacío.
El telediario terminaba cuando sonó el teléfono. Era Kitty Conway. Su voz clara, casi musical, sonaba algo ansiosa:
—Neeve, perdona que te moleste, pero acabo de llegar a casa. Cuando colgaba mi abrigo descubrí que tu padre había dejado el sombrero en el armario. Iré a la ciudad mañana por la tarde, así que pensé que podía llevárselo.
Neeve estaba atónita.
—Espera un minuto, te pasaré con él. —Al pasarle el receptor a Myles, le susurró—: Tú nunca olvidas nada. ¿Qué te traes entre manos?
—Oh, es la bonita Kitty Conway. —Sonaba complacido—. Me preguntaba si encontraría alguna vez ese maldito sombrero. —Cuando colgó, le echó una mirada tímida a Neeve—. Pasará por aquí mañana, a eso de las seis. La llevaré a cenar. ¿Quieres venir?
—Por cierto que no. Salvo que creas necesitar un testigo. De todos modos, mañana tengo que ir a la Séptima Avenida.
En la puerta, al despedirse, Jack le dijo:
—Dime si me estoy poniendo pesado. Si no, ¿qué te parece si cenamos mañana?
—Sabes muy bien que jamás podrías ser un pesado. Una cena mañana me parece perfecta, si no te molesta esperar a que te llame. No sé a qué hora estaré libre. Por lo general, los días que hago compras en la Séptima Avenida, termino en la oficina del tío Sal, así que te llamaré desde allí.
—No me molesta. Neeve, una cosa más. Ten cuidado. Eres una testigo importante en la muerte de Ethel Lambston, y al ver a esa pareja, Seamus Lambston y su esposa, me sentí intranquilo. Neeve, esa gente está desesperada. Culpables o inocentes, quieren detener la investigación. Ese deseo de confesarse con tu padre pudo ser sincero y espontáneo, o pudo ser una maniobra bien calculada. Lo importante es que los asesinos no vacilan en volver a matar, si alguien se interpone en su camino.