Capítulo I

Condujo cautelosamente por la autopista hacia el Parque Estatal Morrison. Los casi 65 kilómetros desde Manhattan al Condado Rockland habían sido una pesadilla. Aun cuando ya eran las seis, no había señales del amanecer. La nieve que había empezado a caer con la noche había seguido haciéndolo, y ahora se acumulaba implacablemente contra el parabrisas. Las nubes allá arriba, pesadas y grises, eran como enormes globos inflados al máximo. El pronóstico había hablado de una nevada ligera que «cesaría después de la medianoche». Como siempre, se habían equivocado.

Pero estaba cerca de la entrada al parque y, con la tormenta, probablemente no habría nadie paseando o corriendo. Había pasado a un coche patrulla de rutas 19 kilómetros atrás pero el vehículo lo había superado con la luz roja destellando, probablemente en camino a algún accidente en alguna parte. Ciertamente, la Policía no tenía motivos para pensar siquiera en el contenido del portaequipajes del coche de él; ni el más mínimo motivo para sospechar que en el portaequipajes, bajo unas maletas, una bolsa plástica contenía el cadáver de una famosa escritora de sesenta y un años, Ethel Lambston, comprimida en el rincón contra la rueda de repuesto.

Salió de la autopista y recorrió la breve distancia hasta el aparcamiento. Tal como había esperado, estaba casi vacío.

Sólo unos pocos coches aquí y allá, y cubiertos de nieve. Algunos idiotas que habían acampado, supuso. Lo importante sería no tropezarse con ellos.

Al bajar del coche miró con cuidado a su alrededor. Nadie. La nieve se acumulaba en formas ondulantes. Cuando él se marchara, aquélla cubriría sus huellas, cubriría cualquier marca que dejara hasta el sitio donde depositaría a la mujer. Si tenía suerte, cuando la descubrieran ya no quedaría mucho por descubrir.

Primero fue solo al sitio. Tenía buen oído, y en esta ocasión trató de aguzarlo más que nunca, de obligarlo a meterse por entre los silbidos del viento y los crujidos de las ramas ya cargadas de nieve. En esa dirección había un sendero abrupto. Pasado éste, sobre una pronunciada pendiente había un montículo de rocas apoyadas sobre una capa de piedras sueltas. Muy poca gente se molestaba en subir hasta aquí. Era terreno prohibido para jinetes: la compañía que alquilaba los caballos en el parque no quería que las amas de casa suburbanas, sus principales clientes, se rompieran el cuello.

Un año atrás él había sido lo suficientemente curioso como para escalar hasta aquí, y se había apoyado en una roca; su mano resbaló, y sintió la abertura detrás de la piedra. No la entrada a una caverna, sino una formación natural de forma cóncava. Ya entonces se le ocurrió la idea de que sería un perfecto escondite para meter algo.

Era agotador llegar ahora, con la nieve transformándose en hielo bajo sus pies, pero resbalando y patinando, llegó. El espacio hueco seguía allí, un poco más pequeño de lo que lo recordaba, pero pudo meter el cadáver. El paso siguiente era el peor. De regreso al coche, tendría que tomar infinitas precauciones para evitar cualquier riesgo de ser visto. Había aparcado en un ángulo, de modo que nadie que entrara pudiera ver directamente qué estaba sacando él del portaequipajes, y de todos modos una bolsa plástica en sí no era nada sospechoso.

En vida, Ethel había sido engañosamente delgada. Pero al levantar el cuerpo amortajado en el plástico, pensó que sus ropas caras habían ocultado un esqueleto de huesos pesados. Trató de echarse la bolsa al hombro pero, perversa en la muerte como lo había sido en vida, Ethel debía de haber iniciado el proceso de rigor mortis. Su cuerpo se negaba a disponerse en posturas manipulables. Al fin él terminó llevando la bolsa, a medias arrastrándola y a medias cargándola, hasta la pendiente, y a partir de allí, con fuerzas que sacó no supo bien de dónde, logró subirla por las rocas resbaladizas hasta el sitio.

Su plan original había sido dejarla en la bolsa. Pero en el último momento cambió de opinión. Los investigadores de los laboratorios policiales se estaban volviendo demasiado listos. Podían encontrar pruebas en cualquier cosa, fibras de ropas o de alfombras o cabello humano, elementos que ni siquiera se veían a simple vista.

Ignorando el frío, las ráfagas de viento que le golpeaban la frente y los copos de nieve que transformaban sus mejillas y mentón en trozos de hielo, colocó la bolsa en posición sobre la cueva y comenzó a cortar. No cedía. Resistencia extra, pensó con humor negro, recordando la publicidad. Empujó ferozmente, y una mueca de triunfo se dibujó en su rostro cuando el cuerpo de Ethel salió a la vista.

El traje de lana blanca estaba manchado de sangre. El cuello de la blusa se metía en el agujero abierto en la garganta. Un ojo estaba ligeramente abierto. Bajo la luz creciente del amanecer, parecía menos ciego que contemplativo. La boca, que en vida de Ethel no conoció el descanso, estaba fruncida como si se dispusiera a emitir otra de sus frases interminables. La última que logró escupir había sido su error fatal, se dijo él con sombría satisfacción.

Aun con los guantes, odiaba tocarla. Hacía casi catorce horas que estaba muerta. Le pareció que del cuerpo emanaba un débil olor dulzón. Con súbito disgusto empujó el cuerpo hacia abajo y comenzó a deslizarle rocas encima. La apertura era mayor de lo que había creído, pero las rocas quedaban firmes en su lugar encima del cadáver. No se moverían bajo los pies de ningún montañero aficionado.

El trabajo estaba terminado. La nieve ya había cubierto las huellas de sus pasos. Diez minutos después de haberse marchado, todo rastro de él y del coche quedarían borrados.

Arrugó el plástico en una bola y marchó de prisa hacia el vehículo. Ahora estaba ansioso por marcharse, por estar lejos del riesgo de ser descubierto. En el borde del aparcamiento esperó un instante. Los coches seguían siendo los mismos; ninguno se había movido. No había huellas recientes en el área.

Cinco minutos después estaba de vuelta en la autopista; la bolsa ensangrentada y rasgada que había sido la mortaja de Ethel estaba nuevamente debajo de la rueda de repuesto. Salvo que ahora había lugar de sobra para las maletas y bolso de mano de ella.

La carretera estaba congelada, y la caravana de tráfico empezaba a formarse, pero en unas pocas horas él estaría de regreso en Nueva York, de vuelta en la cordura y la realidad. Hizo su última parada, un lago que recordaba, no lejos de la autopista, ahora demasiado contaminado para que acudieran pescadores. Era un buen sitio para arrojar el bolso y las maletas de Ethel. Eran cuatro objetos pesados. El lago era profundo, y él sabía que se hundirían y quedarían atascados para siempre en la selva de basura que había en el fondo. Había gente que incluso arrojaba coches viejos en ese lago.

Lanzó las pertenencias de Ethel tan lejos como pudo y las vio desaparecer bajo el agua gris oscuro. Ahora lo único que le quedaba por hacer era librarse de ese plástico rasgado y ensangrentado. Decidió detenerse en un cesto de basura cuando saliera de la autopista del West Side. Se perdería en la montaña de basura que se llevarían los camiones mañana por la mañana.

Le llevó tres horas regresar a la ciudad. El tráfico se hacía más peligroso, y él trataba de mantener la distancia respecto de otros vehículos. Prefería evitar una abolladura. Dentro de meses, nadie tendría ninguna razón para saber que hoy él había salido de la ciudad.

Todo sucedió de acuerdo a lo planeado. Se detuvo durante una fracción de segundo en la Novena Avenida, y se libró de la bolsa de plástico.

A las ocho estaba entregando el coche en la gasolinera de la Décima Avenida que alquilaba automóviles viejos. Sólo mediante pago en efectivo. Él sabía que no guardaban registros.

A las diez, recién duchado y cambiado, estaba en su casa, tomando bourbon puro y tratando de librarse de un súbito nerviosismo escalofriante. Volvía a vivir, con el pensamiento, cada instante del lapso transcurrido desde el día anterior, cuando había estado en el apartamento de Ethel, escuchando el sarcasmo, las burlas, las amenazas de ésta.

Después, ella había comprendido. Al ver la daga antigua que tenía sobre el escritorio, en manos de él. Su rostro se llenó de miedo y empezó a retroceder.

La euforia de cortar esa garganta, de verla tambalearse caminando hacia atrás, pasando por el arco de la cocina, y caer en el piso de baldosas de cerámica.

Seguía asombrado de la calma con que había actuado. Había echado el cerrojo de la puerta de modo que impidiese que, por uno de esos increíbles trucos del destino, justo en ese momento entraran el superintendente del edificio o algún amigo que tuviese la llave. Todos sabían lo excéntrica que podía ser Ethel. Si alguien que intentase abrir con la llave encontraba que la puerta estaba con cerrojo por dentro, supondrían que ella no quería ser molestada.

Después se había desnudado, incluso de la ropa interior, y se había puesto guantes. Ethel había estado planeando viajar a alguna parte a escribir un libro. Si lograba sacarla del apartamento, la gente creería que había viajado. No la echarían de menos en semanas, en meses.

Ahora, sorbiendo un trago de bourbon, pensó en cómo había elegido la ropa del armario, la había cambiado, desde el caftán manchado de sangre, a las medias que le puso, metiéndole los brazos en las mangas de la blusa y la chaqueta, abotonándole la falda, quitándole las joyas, poniéndole los zapatos que calzó con violencia en sus pies. Frunció el ceño al recordar la forma en que la había sostenido de modo que la sangre cayera sobre la blusa y el traje sastre. Pero era necesario. Cuando la hallaran, si la hallaban, tendrían que pensar que había muerto con ese atuendo.

Había recordado la precaución de cortar las etiquetas que habrían significado una identificación inmediata. Había encontrado la larga bolsa plástica en el armario, probablemente usada por una lavandería para devolver un vestido largo. Había metido el cadáver en la bolsa, luego limpió las manchas de sangre que habían salpicado la alfombra oriental, lavó el piso de la cocina con Clorox, colocó en las maletas ropa y accesorios, en todo momento corriendo una frenética carrera contra el tiempo…

Volvió a llenar el vaso con bourbon, hasta el borde, recordando el momento en que había sonado el teléfono. El contestador automático se había puesto en marcha, con el sonido de la pronunciación rápida y cortante de Ethel: «Deje un mensaje. Cuando yo quiera, si quiero, lo llamaré». Aquello había hecho que sus nervios aullaran. El que llamaba cortó la comunicación sin hablar, y él desconectó el aparato. No quería que quedara un registro grabado de llamadas, y quizá de recordatorios de citas incumplidas.

Ethel tenía el apartamento de la planta baja de un edificio de cuatro pisos. La entrada privada estaba a la izquierda de la escalera que llevaba a la entrada principal del edificio. La puerta, de hecho, estaba oculta a la vista de quien pasara por la calle. El único período de vulnerabilidad eran los doce escalones desde la puerta a la acera.

En el apartamento, se había sentido relativamente seguro. La parte más difícil había llegado cuando, después de esconder bajo la cama el cuerpo de Ethel cuidadosamente envuelto, abrió la puerta del frente. El aire había estado muy frío y húmedo; ya se sentía la nieve a punto de empezar a caer. El viento había entrado, cortante, en la vivienda. Había cerrado la puerta de inmediato. Eran apenas unos minutos pasadas las seis. Las calles estaban muy concurridas de gente que volvía del trabajo a sus casas. Había esperado casi dos horas más, después salió, cerró la puerta con doble vuelta de llave, y fue a ese establecimiento de alquiler barato de coches. Volvió en el vehículo al apartamento de Ethel. Tuvo suerte. Pudo aparcar casi frente al edificio de piedra parda. Estaba oscuro, y la calle desierta.

En dos viajes cargó todo el equipaje en el portaequipajes. El tercer viaje fue el peor. Se levantó el cuello del abrigo, se puso una vieja gorra que encontró en el piso del coche alquilado, y sacó la bolsa de plástico con el cadáver de Ethel. El momento en el que cerró de un golpe el portaequipajes del coche le trajo la primera sensación de seguridad.

Pero había sido un infierno volver a entrar en el apartamento para asegurarse de que no había rastros de sangre, y ningún indicio de que él había estado allí. Cada nervio del cuerpo le gritaba que se apresurase a ir al parque a deshacerse del cadáver, pero sabía que era una locura no esperar. La Policía podía tomar nota de alguien tratando de introducirse en el parque por la noche. En lugar de eso, dejó el coche en la calle a seis travesías de distancia, siguió su rutina normal, y a las cinco partió, con el primerísimo tráfico de la mañana.

Ahora todo estaba bien, se dijo. ¡Estaba a salvo!

Fue en el momento en que vaciaba el último sorbo reconfortante de bourbon, cuando recordó el único, pero terrible error, que había cometido; y supo exactamente quién lo detectaría, casi inevitablemente.

Neeve Kearny.