18 - D

LA escolta le guía por el pasillo del Ala Oeste, la especial. Se siente inquieto de repente. Esta sección está reservada al Consejo. El no tiene nada que hacer por allí. ¿Qué van a hacer con él? Probablemente no se trate de nada agradable. No importa. Por lo menos, Helen está a salvo. Está de compras por el Paseo, por lo menos en teoría. Espera que sea así.

Está lleno de malos presagios cuando la última puerta se abre con un silbido y le conducen hasta una sala abovedada.

Un momento después, está sentado al final de una gran mesa ovalada. Hay varios hombres y mujeres sentados alrededor de la misma, y le miran con expectación. (¡Hola, si es Zeke Ditmars! Se saludan con sendas inclinaciones de cabeza). Enfrente suyo, al otro extremo de la mesa y al lado de un asiento vacío, hay una mujer joven. Evidentemente, lleva la voz cantante. Da un respingo al reconocerla: es la señorita que le acompañó cuatro días en esta casa de locos en órbita, Demmie… que ahora lleva la blusa y la túnica de Démeter, hija de Kronos y Directora del Consejo.

Ella le sonríe, y se dirige a él con la voz que bien recuerda.

—Bienvenido, James Konteau. ¿Sabe dónde se encuentra?

El hace una pequeña reverencia.

—Supongo, señora Directora, que me encuentro en la Cámara del Consejo.

Eleva un poco la voz al final, de forma que su respuesta es más bien una pregunta.

—Así es, James. Y permita que le presente a los otros miembros del mismo. Ya conoce al doctor Ditmars.

Va recitando los demás nombres, y se levantan uno a uno y le dedican una reverencia. Todos le sonríen. Algunos dicen cosas… que él no llega a entender. Todo esto se le escapa. Ella advierte que no se hace cargo de la situación, y le pide que se siente. Añade:

—Sólo le presentaré a uno más de nosotros, James. A nuestro Director Honorario. Y ya lo conoce.

Ahora ha aparecido alguien sentado junto a ella. El hombre sonríe abiertamente, y sus grandes bigotes tiemblan.

—¡Ratell! —exclama Konteau—. Pero… pero…

—Estás viendo un holograma en directo, mi querido muchacho. Tú me ves a mí, yo te veo a ti. Pero la verdad es que sigo aquí abajo, terminando de arreglar los asuntos del Cónclave. Están depositando los últimos votos para designar al próximo Jefe Supremo. Tu viejo y piadoso amigo Paul ni siquiera consiguió ser nominado.

Konteau asiente con la cabeza, y Démeter continua.

—El Consejo reconoce su deuda de gratitud con usted por el rescate del Delta Cinco Ocho Cinco. La verdad es que no sabemos cómo agradecérselo.

Quizá usted nos pueda dar alguna idea.

—No lo hice yo solo —dice, arrugando la frente—. Sin la ayuda de mi exesposa y de su amigo, no hubiera sido posible. Pero, en realidad no lo hicimos pensando en el pago.

—Claro que no. Pero por lo menos, podemos asegurarles que no volverá a suceder. En este preciso instante se está forzando una reestructuración del orden social de Terra. Ya ha visto una parte de nuestro programa, en el Cónclave.

Algunas personas que ocupan altos cargos están siendo, digamos, degradadas. Pero no hace falta que entremos en eso.

Se calla de repente. Le está mirando las mangas. Los gemelos, para ser exactos. Luego le dirige una mirada acusadora. Él se la devuelve tranquilamente. Todo esto es muy divertido. Ella había sabido en Xanadú que no tenía sus relojes de arena, y ¿cómo podía haberlos recuperado durante sus peligrosas aventuras de las últimas treinta horas? Bueno, no pretenderás saberlo todo, mi querida Demmie.

Ella se recupera de la sorpresa con deportividad.

—Entonces, James Konteau, ¿no tiene nada que preguntarnos?

—La verdad es que sí que tengo un par de preguntas.

Pero no mira hacia ella. Mira el holograma de Ratell. Tiene los ojos clavados en los del mago del tiempo. Empieza a hablar casi como tanteando el terreno.

—Usted no nació hace un par de siglos, señor Ratell. Sus propias ecuaciones demuestran que una persona no puede viajar hacia delante en el tiempo, más allá de cierto punto. Y yo sé —y usted mismo lo dice— que usted estuvo en el Cónclave. Cabe suponer que usted sigue allí. Y otra cosa: nuestro nivel tecnológico es incapaz de originar los grandes transmisores de tiempo, los equipos, los estabilizadores… ni siquiera mi ojo artificial, Mimir. Con todos los respetos, Zeke Ditmars, ni siquiera tú podrías hacerlo. Usted, señor Ratell, usted ha traído todo esto del futuro, desde su propia época. Quizá desde un futuro muy lejano.

—Así es —reconoce Ratell con un suspiro.

—¿Y sus amigos aquí presentes? ¿Lo sabían? —pregunta Konteau.

—El Consejo es muy consciente del hecho.

—¿De cuándo es usted? —pregunta Konteau—. ¿De qué siglo?

—De dentro de casi cinco.

—Y supongo que tenemos otros… visitantes.

—No. Soy el único, que yo sepa. La verdad, hijo, es que yo mismo descubrí las nueve ecuaciones, las que vosotros llamáis las Ecuaciones del Tiempo, y también fui yo quien diseñó y construyó las primeras máquinas. Y luego abandoné mi tiempo natal. Si alguien invade este tiempo, tendrán que volver a inventar las ecuaciones y el equipo. Pero no creo que puedan.

Dirige una mirada al krono.

—¿Has oído hablar de un tipo que se llamaba Parkinson?

—No, creo que no.

—No es de extrañar. Vivió en el siglo veinte. Formuló una famosa ley: «Todo hombre asciende hasta su nivel máximo de incompetencia». Y esto no sólo se aplica a las personas. También es cierto para las poblaciones, para las razas, para las especies animales enteras. Bueno, el Homo Sapiens como especie llegó a su nivel máximo de incompetencia en el siglo treinta y tres. ¿Crees que las cosas iban mal en la época de la Interrogación, o que van mal ahora? Deberías dar gracias a tus dioses de que no conociste el siglo treinta y tres. Volví para ver si podía dar un cambio a la historia. Quizá hice algo útil, quizá no. Hasta que no vuelva a llegar el treinta y tres, no lo sabremos. ¿Te he aclarado las ideas? —añade, dirigiendo a Konteau una sonrisa.

—Casi todas.

—¿Pero te quedan cabos sueltos…?

—¡Es su hija! —exclama Konteau.

—¿Demmie? —dice Ratell, riendo—. De la misma manera que la Démeter mitológica era hija de Kronos.

—¿Kronos? —tartamudea Konteau—. ¡No! No existe tal ser. Si Demmie… entonces, ¿los otros?

Era inaceptable.

Pero sus nombres, empieza a recordar sus nombres. ¿Zeke Ditmars? Como Zeus. Y esta señora Herald. ¿No se parecía a Hera El almirante Poside? Poseidón, con su insignia de un tridente en la solapa y todo. Y el señor Haydon. ¿Hades, quizá? Y este tal Hestace. Como Hestus. Los seis hijos del dios Kronos. Naturalmente. ¿Había esperado librarse de esta loca mitología aquí? ¿En la cámara sagrada del Consejo? ¿En el último dominio racional del gran Ratell? No puede soportar esta situación tan irónica. Reprime una risa enloquecida. La verdad es que tiene sentido, en cierto modo. Quizá los nombres sean rituales, para identificar a los ministerios y a sus funciones. Tampoco le importa demasiado el sentido de todo esto. ¡Y lo que veía ahora! Había visto que el cuerpo holográfico de Ratell extendía las manos holográficas, y éstas levantaban de la mesa el informe que había allí y se lo acercaban al cuerpo.

El ojo bueno de Konteau casi se sale de la órbita. Casi pide a Mimí que investigue este fenómeno, pero decide que es mejor no hacerlo, ya que a ninguno de los presentes parece llamarle la atención. Pero estas cosas no parece que sean absolutamente lógicas, y la verdad era que deberían explicarle… si fuese capaz de formular las preguntas adecuadas. Empieza a decir:

—Bueno, esperen un momento —se da cuenta de que ha hablado demasiado alto—. Tengo derecho a…

Pero el holograma de Ratell se está desvaneciendo. El hombre, el informe, todo. La sonrisa es lo último que desaparece. ¿No había un libro antiguo que contaba algo parecido de una sonrisa… de un gato?

Konteau suspira. Es un misterio demasiado profundo.

La directora ha permanecido de pie todo el rato.

—¿Decía, James?

—No, nada.

—Entonces, creo que podremos pasar al punto siguiente del orden del día: su informe y recomendaciones de fecha veinticinco de julio, James.

Ella tiene delante suyo el informe. El original. Y lo que tienen los demás miembros del Consejo son copias de su informe. Él lo había firmado y se lo había entregado para que lo hiciese llegar a la Directora. A sí misma, resultó ser. Hacía menos de dos días. Parecían veinte años. El informe no había salido de Xanadú. ¿Para qué? El consejo estaba aquí reunido, había estado aquí todo ese tiempo.

—Dentro de dos años queremos tener… debemos tener… una colonia completa, cinco millones de personas, en el Marte del Proterozoico —dice ella con una tranquila certeza—. Desde ahora, por razones de presupuestos y de planificación, debemos asignar un nombre a esa nueva colonia. Habíamos pensado darle un nombre que conmemorase su misión de rescate en Delta.

Konteau sonríe inseguro. Es un detalle. ¡No puede negarse!

—No podemos llamarla «Delta», por supuesto —prosigue ella.

Él se encoge de hombros.

—¿Qué le parece la inicial, «D»? —pregunta ella.

El corazón se le empieza a desbocar, y el rostro se le pone de un color cetrino.

Ella lo observa preocupada.

—James, ¿se encuentra bien?

El consigue asentir con la cabeza.

—¿No le gusta «D»? ¿Prefiere otro nombre? —apoya las manos sobre la mesa y se inclina hacia él.

¡Por las mandíbulas batientes de Kronos! D no es un hombre. D no es Death. D no es Daleth, ni Delta, ni Desastre. ¿Qué es D? ¡D es su proyecto favorito! ¡D es la primera colonia en Marte! Kronos le ha sonreído por fin.

—Me gusta «D». ¡Es un nombre perfecto! —declara con firmeza.

Por fin está llegando al fondo del gran misterio. Esto aclara lo de «D». Y ¿qué pasa con el misterioso jugador de ajedrez? El hombre al otro lado del tablero todavía le espera.

La partida no ha terminado, pero por lo menos ya no tiene miedo.

—Muy bien, entonces —dice Deméter—. ¿Cuándo puede empezar sus exploraciones?

—¿Yo?

—Usted.

—Pero trabajo para la Viuda. Tendrían que hablar con ellos.

Ella le muestra un sobre azul con el símbolo del reloj de arena.

—Ya hemos tomado las medidas necesarias. Todo está aquí. Tiene un año de permiso. O más, si es preciso.

Empieza a ordenar sus ideas. Pero esta vez quiere controlarlas de forma absoluta. Dirige a Deméter una mirada penetrante con el ojo bueno.

—No tan deprisa. Ustedes los del Consejo —se vuelve al doctor Ditmars—, y sobre todo tú, Zeke… tenían planeado todo esto. Se aprovecharon de mí. ¿Por qué voy a hacerles favores?

Deméter responde con voz tranquila.

—Lo elegimos a usted porque era el mejor. Tenía los conocimientos, la habilidad y la experiencia necesarias. Era hombre de recursos. Tiene un índice de supervivencia altísimo. Ha salido indemne de dos intentos de asesinato, por lo menos. Tenía una motivación. Y estaba aquí. Sí, nos aprovechamos de usted. La gente siempre se aprovecha de otra gente. Es la condición humana. Usted se aprovechó de Helen y de Albert Artoy.

Respira hondo, y luego suelta el aire lentamente. Ya no puede enfrentarse a esto. Además, ella tenía toda la razón. Era verdad que estaba muy motivado. Quiere este proyecto de todo corazón. Pero no quiere que estas personas se enteren de cuánto desea hacerse cargo del proyecto.

—Necesitaría una buena tripulación —gruñe—. Dos personas, por lo menos. Un piloto, un topógrafo…

—Ya están aquí. Le esperan en la sala de juegos.

La mesa de ajedrez está en la sala de juegos. Reprime un escalofrío repentino. Sacude la cabeza.

—Quiero elegir a mi propia tripulación. Este trabajo es peligroso. Tengo que tener a los mejores.

—Estos dos son los mejores. El piloto nos lo recomendó un viajero de gran experiencia. El topógrafo es experto en topografía marciana del Proterozoico. Acaba de terminar su tesis doctoral sobre las fuentes de oxígeno del Valles Marineris de mil millones de años A. P.

—¡Por los dioses! ¡Un sabihondo!

Ella sonríe levemente.

—Écheles una ojeada, por lo menos. La puerta de tiempo se abre dentro de dos días, pero podemos retrasarlo si es necesario. Si no acepta a alguno de los dos miembros, podrá contratar a los que quiera. Prometido. ¿Trato hecho?

Bueno…

—¡Excelente! Encontrará su hoja de ruta en la documentación de la exploración. Y haga el favor de pasar a hablar conmigo antes de ponerse en marcha.

Ella se retira de la mesa, y los demás se levantan.

Konteau se levanta, gruñe algo de «vaya caradura…». Pero no puede quejarse. Al fin y al cabo, estas personas salvaron la vida a Helen (con un poco de ayuda de Ratell). Y a él también le salvaron la vida. Por lo tanto, dice con educación: «Señora, miembros del Consejo…», hace una reverencia y se marcha.

Se asoma a la sala de juegos, y su corazón empieza a saltar, a dar botes, como un coche eléctrico averiado.

Sentado ante la mesa de ajedrez, a sólo tres metros, hay un hombre con la chaqueta oscura de los aprendices de krono. La chaqueta lleva una capucha, y el hombre lleva puesta la capucha, que le oculta la cara.

No abandones la partida, hombre-kron. Se pasa la lengua por los labios y observa el tablero. Puede ver la posición desde allí. El jugador misterioso juega con negras, y tiene un peón pasado en la cuarta fila. Coronará en cuatro movimientos. El rey blanco está bloqueado. El negro dará mate con la reina al coronar. El blanco tiene que perder.

Murmura un monólogo interior al estudiar la figura sentada. Así, Muerte no-tan-poderosa, que no ha acabado todo. Te me presentas con la apariencia de este aprendiz. ¿Sabes tan poco que quieres que yo te enseñe algo? ¿Qué puedo decirte yo a ti de los peligros, del terror, y de la paz del sepulcro? Ha llegado el final. ¿O no es más que el principio? No importa. Por lo menos, te miraré cara a cara.

Empieza a sentir un hormigueo en las tripas. Qué raro, piensa. ¿Es una advertencia? ¿Tiene algo que ver con el tiempo?

La figura ya ha advertido su presencia; incluso es posible que la hubiese advertido desde que Konteau había cruzado la puerta.

Konteau se acerca a la mesa de un salto, y manda con una voz dura y gutural, que podría atravesar paredes de granito:

—¡Quítate la capucha!

La figura sentada, que lo ha estado contemplando desde el anonimato de su capucha, se pone de pie y se retira los pliegues grises con un gesto increíblemente airoso.

No. Dios mío, no.

A Konteau se le disuelven las vísceras al contemplar el rostro de su hijo. Tan orgulloso, tan frío, tan elegante. Retrocede medio paso. Quiere que se lo traguen las baldosas del suelo.

El joven lo contempla todo. Su boca regular forma una sonrisa tan repentina, tan luminosa, que a Konteau le da un vuelco el corazón.

—No te esperaba… a ti —dice débilmente—. ¿No será… un error?

—No.

El hombre mayor intenta controlar su propia mente y su cuerpo. Se acerca otra vez a la mesa, pero no intenta tocar a su hijo. Oh, que ojos azules más hermosos: como los de su madre. Tartamudea, está mudo.

—No sabía que habías entrado en la escuela de krons. Es… una sorpresa.

—No te lo dije. No se lo dije a nadie. Hubieras hecho que me expulsaran.

—Sí, eso hubiera hecho.

—Ahora es tarde. Ya no puedes hacer nada.

Eso no era verdad —piensa Konteau—, y él lo sabe. Pero estoy cansado. Ya no puedo luchar con él. Clava su ojo verdadero en la cara de su hijo, y tuerce el gesto.

—Pero sigo sin entenderlo. Aquí hay gato encerrado.

Te mandé hace dos días un mensaje de búsqueda. Estabas en algún lugar de Lambda.

—Era un plan mío para que no me encontrases si me buscabas. No estaba en Lambda.

—Pero tenías que estar en alguna academia-kron, en alguna parte.

—Así es. Estaba en Delta.

—¿Todo el tiempo?

—Todo el tiempo.

—¿En qué…? —traga saliva ruidosamente—. ¿En que asentamiento?

Ni siquiera es una pregunta. Se lo está diciendo él a su hijo.

—En el Cinco Ocho Cinco —dice Philip Konteau. Le mira con un silencio extraño mientras se empiezan a formar gotas de sudor en la frente de su padre—. Estaba en el Teknikron. Son nuevos, pero dicen que dan la mejor enseñanza de todo el Este. Cuando el Cinco Ocho Cinco empezó a patinar —añade—, te llamé. Supongo que podría llamársele telepatía. Y viniste. Y mamá también.

Se encoge de hombros, un gesto delicado y expresivo: apenas se percibe el movimiento del hombro izquierdo.

En el Teknikron, piensa Konteau. Había estado en aquel mismo edificio.

—¿La Viuda te dio este destino ayer mismo?

—Fue el mismo Consejo. Vine en el expreso nocturno.

—¿Sabe tu madre que estabas en el Cinco Ocho Cinco? —pregunta Konteau con voz suave.

—No, por supuesto que no.

Se intercambian una sonrisa de complicidad masculina.

Luego, Konteau padre estudia el tablero de ajedrez, sin estudiar verdaderamente la posición; se limita a pensar por qué estaba allí su hijo, en aquel preciso instante y lugar.

¡Por el cráneo reluciente de Kronos! Vuelve a percibir la mano astuta del maestro de las intrigas, del hombre de las mil épocas y las mil caras. Vuelve a levantar la mirada.

—Oye, Philip —dice—. ¿Has visto por aquí a un vejete, un tipo de aspecto excéntrico, con grandes mostachos? —se lleva los índices al labio superior, para indicar el tamaño del bigote.

—Ah, te refieres a Ratell. Vinimos juntos en el expreso de ayer, pero volvió a marcharse esta mañana. Es curioso que me lo preguntes. Pasó un rato por aquí y colocó las piezas sobre el tablero. Dijo que la partida tenía mal aspecto para el blanco, pero que en realidad tiene una jugada ganadora.

Konteau piensa en esto. Ratell… aparece incluso en su sueño ajedrecístico. O sea, que el maestro del tiempo debe haber tenido acceso a su ficha psiquiátrica. Bueno. Vamos a echar una ojeada a esta posición. ¿Blancas juegan y ganan? Sólo podrían ganar capturando inmediatamente el peón pasado de las negras. Lo que quiere decir, por supuesto, que el peón blanco de B-5 debe ser capaz de capturarlo al paso. ¡Por supuesto! El último movimiento del negro había sido el avanzar el peón dos pasos, desde su casilla inicial, lo que se llama «movimiento fantasma» en ajedrez artístico; por lo tanto, el peón se podía capturar al paso. ¡Todo es cuestión de Tiempo! Esta posición nos enseña una lección muy profunda. El Pasado siempre da forma concreta al Futuro. Pero es el Presente el que reconstruye el Pasado. Las reglas del juego son las reglas del Tiempo. El blanco gana porque comprende el Tiempo. Ratell quiso enseñarle esto. Todo empieza a tener sentido, aunque de forma enloquecida.

Konteau dirige una sonrisa feliz y espontánea a su hijo.

—¡Tenía razón!

—¿Has resuelto el problema?

—Sí. Peón por peón, al paso.

—Vaya, es verdad. Bueno, en ese caso te podré dar el resto de su mensaje.

Le toca a Konteau sorprenderse.

—¡Ah!

—Dice que deja la comida por imposible, a saber lo que quiere decir con eso, y me pidió que te diera esto.

Su hijo le alcanza un montón de paquetes de alimentos. Estaba al otro lado de la mesa, pero Konteau no se había dado cuenta.

—Dijo que eran «mariscos». ¿Qué son los mariscos? ¿Para qué sirven?

Konteau entreabre un paquete y huele el interior. ¡Todavía caliente! Mmm… Bollos de cangrejos, ostras asadas, escorpinas, molletes de pan de maíz con mantequilla, una terrina de madera con algo… ¿sería salsa de terrapene?… su rostro adopta una expresión soñadora.

—¿Parecía molesto?

—No. Un poco triste, como si se resignase a lo inevitable.

Cada uno tenemos nuestro papel, piensa Konteau.

—¿Por qué no echamos una ojeada a nuestro piloto? —dice—. Podemos compartir esta excelente cena con él e ir discutiendo algunos de los asuntos más complicados de la misión. Creo que no me han dado su nombre. ¿Te lo han presentado a ti?

—Sí. Pero no es «él». Es «ella».

—¿Una mujer?

Konteau vuelve a sentirse inquieto.

—Se presentó voluntaria —dice su hijo, adoptando cuidadosamente una expresión neutra.

¿Otra vez Ratell? —piensa el hombre-kron—. Vaya, vaya. Puede ser. Pero tiene cuidado. No iba a hacerse ilusiones demasiado pronto. ¿No había terminado todo? La Helen de pelo de jacinto de Poe, Jane Stith Stanard, había muerto en un manicomio de Richmond en 1924. Se oyó al otro lado de la sala el cli-cli de la locomotora Pulgarcito. Escucha un momento. No, no ha terminado todo. Para él, nunca habría terminado. La necesita. La necesita tanto como el respirar. Recupera el dominio de su voz. Sólo se aprecia un leve carraspeo.

—¿Tiene experiencia?

Philip sonríe.

—Ya te lo dijo Demmie.

Demmie. Este chico se entera de todo. Vamos a saltar de cabeza.

—¿Es tu madre?

—Aterrizaste en el blanco —responde, y se le queda mirando.

Konteau dirige a Philip una sonrisa que parece ir creciendo cada vez más, y luego le da un puñetazo suave en el brazo, como hacen los adolescentes a sus amigos.

—Cuando la recojamos, voy a pedir unos cubiertos y un par de litros de vino blanco en el bar. ¡Y luego os voy a dar la mejor comida que habéis probado en vuestras vidas, viejos kronos!

El joven topógrafo le mira con sus ojos grises tranquilos.

—Papá, no puedo ir con vosotros. Lo siento de verdad. Tengo una reunión de trabajo con Demmie. Puede durar varias horas.

—Ah. Por supuesto. No te preocupes.

Ve a su hijo alejarse por el pasillo que se dirige al Ala Oeste.

Se siente abandonado. ¿Debe ponerse en camino, con una caja de comida a cuestas, a buscar a una piloto que no tiene el más mínimo interés por cenar con él? Maldita sea, Philip, podías haberla convencido tú de que cenase conmigo.

Valor, Konteau. La busca por el centro comercial abarrotado.

Entra una mujer por el pasillo que viene del Paseo. Se detiene junto a una de las grandes columnas centrales, y sus ojos recorren la sala. Lo encuentra, y le mira con tranquilidad. Se pone una mano en la cadera y dobla ligeramente una rodilla, inclinando así la pelvis. Se apoya sobre la columna sin dejar de mirarle. En la penumbra, su cara es un alabastro enigmático, pálido, sobrenatural.

Y esta columna es la que tiene forma de lepidodendro, con su típica corteza llena de escamas onduladas.

¿Helen? ¿Era esta Helen? Parece tan joven. Una niña, exactamente como la que había poseído en aquel bosque del Carbonífero Superior, hacía más de trescientos millones de años. El traje de faena de color púrpura… la camisa cuyos bolsillos delanteros se abrochan con pasadores que parecen pétalos de jacinto… el pelo oscuro, con rizos de jacinto. Siente que puede oler las minúsculas flórulas.

Esta mujer, esta náyade, esta belleza fantástica, es su antigua mujer. Está aturdido. No se atreve a pestañear. Ella podría esfumarse.

Su elegancia etérea no tiene connotaciones sexuales evidentes. Pero, con todo, como los elementos ajenos a una sonrisa pero que forman parte de la sonrisa de Mona Lisa, irradia una invitación. Él va abriendo la boca. ¿Es verdadera, o es una proyección de su mente? Si no deja caer el paquete de comida es porque tiene las manos paralizadas, de hierro. Y forman un contraste poderoso con su cerebro, que es una masa de gelatina también paralizada.

Se acerca un juerguista por un lado. Se tambalea un poco, y lleva una botella y un vaso a medio llenar. Se dirige a ella. Konteau sale de su ensueño y empieza a acercarse. Pero no tenía que preocuparse. Ella dice algo corto e incisivo por un lado de la boca, sin mirar al intruso, y éste se queda cortado, derrama la bebida, retrocede, desaparece.

Y ahora él empieza a percibir una alucinación auditiva muy notable. Todos los sonidos desaparecen uno a uno, como si los hubieran pedido prestados para la escena y hubiesen aparecido ahora sus dueños para llevárselos. El ruido de voces cesa. También las pisadas. Y el tintineo de los vasos. El crujir de las ropas. Y, por último, el cli-cli-cli de Pulgarcito, en sus pequeños y eternos raíles de la maqueta del rincón del fondo.

No, no es lo último. Queda otro sonido.

En el silencio sepulcral, oye el zumbido de las alas de una libélula gigante.

Helen sonríe y se dirige hacia él.