17 - Segunda luna de miel

HABÍA un asesino al acecho. Contrajo los músculos del cuello, que le formaron nudos vibrantes. ¿No acabaría nunca? Bueno, quizá debería haberlo supuesto. El Vyr era hombre cuidadoso, y pensaba en todas las posibilidades.

¿Helen? Tenía que pensar en ella, antes de nada. Afortunadamente, parecía que estaba bastante segura, de momento. Había desaparecido hacia proa, en dirección al tocador de señoras. Dentro de media hora empezarían a retransmitir el Cónclave en el salón principal de la nave. Los pasajeros empezarían a instalarse en sus asientos. Lo lógico sería que el asesino actuase en los próximos treinta minutos, mientras la gente seguía moviéndose por la nave.

Y ahora tenía que concentrarse. Tenía que planificar su defensa. Estudió sus posibilidades de actuación. ¿Esperar a que el asesino lo encontrase? No, sería darle una ventaja. Y si se retrasaba demasiado, podía decidir atacar a Helen primero. El tocador de señoras no era lugar seguro.

No era la primera vez que lo perseguían. Se había enfrentado a carnívoros, a reptiles y a mamíferos, en una docena de períodos prehistóricos diferentes, sin olvidar al sargento Odinsson en el templo. Por otra parte, nunca se había visto obligado a defenderse en el estrecho recinto de un expreso interplanetario. Pero esta limitación no quería decir nada. Servía para recalcar aún más la importancia de la estrategia elemental. Tres pasos: cazar al cazador… sorprenderlo… matarlo.

Le repugnaba, en cierto modo, la idea de matar a un se humano. Le destrozaba algo por dentro. Por otra parte, era necesario. No había ningún escondrijo en esta nave. Y también era cuestión de proteger a Helen lo mejor posible. No quería verse obligado a advertirla. Esperaba que ella no tuviese que ver con esto. Ya había sufrido bastante.

Muy bien —pensó—. Iré a buscarlo yo a él. Señas particulares, desconocidas. Ni siquiera sé si el asesino es hombre o mujer. ¿Cómo voy a reconocerlo? Interesante problema. ¿Me va a parar por el pasillo y me va a decir: soy yo? Me manda el Primer Secretario. ¿Me va a decir eso? En cierto modo, sí.

Fascinante.

—Mimí —dijo a su óculus—, vamos a hacer una prueba olfativa.

—Tendrás que decirme qué debo buscar. O qué rastro debo seguir. ¿A qué huelen los asesinos?

—En nombre de Kronos, no lo sé. Tú estate atenta… cualquier cosa rara que notes…

Se paseó despreocupadamente por el pasillo, estudiando los rostros. Todos normales. Había visto la misma serie de caras una docena de veces. Gente de vacaciones, sobre todo, que se dirigían a gozar de los placeres turbios de Xanadú. Personas solas de ambos sexos. Vendedores de a bordo. («¿Un recuerdo, señor? ¿Cintas? ¿Libros? ¿Máscaras? ¡Éstas no las hay en Terra!»). Viajantes de comercio, vendedores. Pasó por delante de un sacerdote de Kronos que estaba inclinado sobre una pareja, adoctrinándoles en las ventajas de la fe verdadera. Los adoctrinandos lo miraban abochornados. ¿Puede ser el sacerdote la persona que busco? —pensó Konteau—. Imposible saberlo. Por lo menos de momento.

—¿Hay algo? —preguntó a Mimí.

—Nada —respondió.

Siguió bajando el pasillo. En este vuelo debía haber unos doscientos pasajeros. Aquí hay un grupo de recién casados… en su luna de miel. Parece que se agrupan en una zona determinada. Más adelante, están los compartimentos privados. El suyo —¿y de Helen?— es el primero del pasillo. Quizá esté dentro el asesino, esperando.

En algún lugar por detrás suyo, entre los recién casados, alguien tocaba un instrumento de viento de sonido metálico. Creyó percibir algunos ecos de antiguos cantos y marchas nupciales. Una mezcla del Lohengrín de Wagner y de algo de Mendelssohn. Se oyó de repente un cuchicheo general, como el que produce una tribu de monos en una selva húmeda, seguido de un estallido de risa estruendosa, y una nube de algo se elevó y golpeó la pared sobre su cabeza. Algo rebotó en su chaqueta. Eran granos de arroz, se imaginó. No era arroz de verdad, por supuesto. Era sintetiarroz, pequeñas cuentas de vidrio, una mezcla eutéctica de silicatos de calcio, sodio y magnesio. El nuevo símbolo de la fertilidad.

—He percibido una coincidencia —le informó su ojo artificial con calma—. Detrás tuyo, pero no te vuelvas de repente.

Se detuvo, casi como si nada, como si hubiese llegado al final de su paseo y se estuviese preguntando qué podía hacer ahora.

—Es la peluca amarilla de la novia al estilo de Tolstoi —siguió diciendo Mimí—. El olor es idéntico al de la peluca de aquella… persona recién casada que había en Xanadú.

—Hay muchas pelucas amarillas en el mundo —pensó Konteau.

—Ésta es de pelo sintético hecho de una fibra de poliamida, teñida con ácido pícrico. El sudor del cuero cabelludo ha hidrolizado en parte algunos restos de los materiales de la peluca, lo que da un aroma único…

—Bueno, bueno… —Konteau hizo memoria. Sí. Aquella subasta de la mariposita. Empezaba a atar cabos. Aquella pareja de recién casados. ¿Era ella el asesino? No sólo ella. Seguramente actuaban los dos en equipo.

Le empezaron a palpitar y a temblar los músculos de la mejilla derecha. Se dio la vuelta lentamente, y empezó a regresar por el pasillo.

Recordaba cómo se habían vuelto para mirarle fijamente en Xanadú. Allí habían llevado ropas nupciales largas y vaporosas. Pero ahora llevaban ropas al estilo de Tolstoi: él llevaba chaqueta ancha, pantalones bombachos y botas negras; ella llevaba una blusa amplia y muchas enaguas. Todas las telas llevaban preciosos adornos con hilo de oro y de plata.

Ahora estaba a su lado y podía ver el perfil de sus rostros. El hombre: rostro duro, cuadrado. La mujer: pelo rubio grueso, ojos con bolsas. Ya os conozco, ya. ¿Una segunda luna de miel, tan pronto? Bonita tapadera. Pero no debe matar a inocentes por error. Hay que estar seguros.

Mientras tanto, los dos sospechosos habían hecho girar sus asientos más o menos hacia donde estaba él. La verdad era que parecía que miraban a todas partes menos donde él estaba. Eso ya era interesante de suyo. Notó, casi entre paréntesis, que los dos estaban cubiertos de blancos granos de sintetiarroz. Por lo menos moriréis con sueños de fertilidad, pensó.

No lo miraron ni una sola vez, pero advirtió que estaban vigilándolo de cerca. Eran como dos zorros escondidos entre las matas, esperando a que se acerque un conejo que han olfateado.

Todo va bien, de momento. No creía que intentasen matarle allí, a vista de todo el mundo. Demasiados testigos en potencia. Se detuvo en el pasillo y se dirigió en voz baja al hombre.

—¿Me permite, señor?

El joven levantó la cabeza de golpe. Hizo un movimiento rápido con las manos: pareció que sólo pretendía esconder las mangas de la camisa dentro de la chaqueta. Konteau estaba preparado para enfrentarse a un arma, pero el otro no se movió más. Durante este breve instante, el hombre del tiempo advirtió que el rostro de la novia parecía todavía más duro y más musculoso que el de su cónyuge. De hecho, la fina capa de maquillaje de sus mejillas no llegaba a disimular del todo que le hacía falta un buen afeitado.

—Señor —repitió Konteau—, ahí viene por el pasillo un sacerdote de Kronos, sermoneando a todo el mundo. ¿Lo ve venir?

El novio asintió con la cabeza, sin perder de vista a Konteau.

—Si la señora y usted desean estar a solas, pueden utilizar mi compartimento. Es el A-1, el primero del fondo. Es mi regalo de bodas —dijo, sonriendo.

Se produjo una pausa brevísima mientras los dos se consultaban con la mirada, al parecer, para aceptar inmediatamente. El novio habló con voz nerviosa:

—Nos gustaría mucho… pero no estamos acostumbrados a estas cosas, la verdad… es la primera vez que viajamos en nave espacial. ¿De verdad no le importa?

—Estoy encantado.

—Bueno, entonces, ¿tendría la bondad de enseñarnos cómo funciona todo en el compartimento? —intentó poner una sonrisa de corderito—. Cómo se baja la cama, y todo eso…

—Por supuesto. Vengan por aquí los dos.

La «mujer» no había abierto la boca. Astuto por su parte, pensó Konteau. Volvió a advertir que los dos se cruzaban una mirada de emoción y de humor. Sabía lo que estaban pensando: este pajarito es tan tonto que está ante la boca del lobo y pide permiso para entrar.

¿Y si me he equivocado? ¿Y si esto no da resultado? No, es inútil pensar así. Mimí, vieja amiga, ¿estamos preparados?

Llegó la respuesta cortical, alta y clara. Preparados.

Abrió la puerta del compartimento. Advirtió que estaba allí su bolsa con el peso máximo permitido de diez kilos, atada a la rejilla de equipajes del techo. ¿Cuántas horas llevaba sin verla? ¡Cuántas vueltas y revueltas burocráticas ha debido superar hasta llegar aquí! Ojalá él tuviese tanta suerte.

Volvamos al asunto.

Ya estaban dentro todos, y se cerraba la puerta tras la novia. Los ojos de los asesinos lo miraban fijamente, brillantes de triunfo. La «señora» estaba de pie un poco por detrás del hombre, y Konteau advirtió que estaba abriendo el bolso. Iba a extraer el arma, apuntar y disparar de forma simultánea. El hombre, delante de ella, la cubriría. Lo tenían ensayado.

Konteau se agachó rápidamente pero sin bajar la cabeza, como se había agachado cierta vez para esquivar a un pteranodón que caía sobre él en picado en una playa del Cretáceo medio. De su ojo artificial subió durante un milisegundo un cono de una débil luz azul. El hombre que tenía delante se polarizó instantáneamente, y se quedó translúcido. Konteau lo empujó hacia la «mujer». Su pecho parecía gelatina pegajosa.

El krono retrocedió y contempló su obra.

Estaban muertos los dos, y sus cuerpos estaban soldados de forma grotesca. Los ojos sin vida de la «mujer», desorbitados, miraban a Konteau desde la chaqueta de su difunto esposo.

Pensativamente, frotándose la barbilla con el dorso de la mano, estudió este objeto macabro que flotaba libremente por este pequeño habitáculo, libre al fin de todas las preocupaciones humanas y no humanas. Sí, era un verdadero matrimonio en el sentido más estricto del derecho consuetudinario inglés, en el que se consideraba al marido y a la mujer como a una persona única. Por Kronos, ¡qué buena boda habían hecho!

Déjeme que ordene un poco la habitación y luego los enviaré a un viaje de novios que nunca habrían podido soñar.

El hecho un vistazo a la habitación. Flotaba sobre su cabeza una pistola lanzadora de dardos.

Se percibió un leve olor acre en el pequeño compartimento. ¡Kronos! «Ella» había conseguido disparar un tiro, después de todo. ¡Vaya si era rápida! O quizá fuese él el que ya tenía menos reflejos. O las dos cosas. Recordó vagamente que algo había pasado silbando por su oído cuando se agachaba. Sí, allí estaba. Era una cápsula hipodérmica clavada en el revestimiento de la pared. Todavía podía matar a alguien que estuviese limpiando la habitación. La extrajo con gran cuidado, entre el pulgar y el índice, y la dejó caer en el bolsillo de la chaqueta del hombre, e introdujo a continuación el arma.

Luego polarizó el cadáver doble y una parte de la pared exterior de la nave, y empezó a empujar al monstruo a través de la misma, para dejarlo caer en el basurero helado del espacio exterior. Cuando el cadáver atravesaba las chapas de ferrotitanio, surgió un problema. Parecía que algo se atascaba. Dio otro empujón al monstruo. Éste acabó cruzando las chapas y desapareciendo. Al mismo tiempo, un objeto pequeño y reluciente pasó flotando por delante de sus ojos. Y luego otro. ¡Dos! ¿Era una pareja de asesinos de despedida? Se tapó la cara con el brazo y saltó hacia atrás. ¿Por qué no se habían polarizado aquellos objetos y habían atravesado la pared?

—Investígalos, Mimí —dijo con voz entrecortada.

—Ya lo he hecho. Son círculos del elemento setenta y nueve, rodeados de cristales de hábito cúbico covalente. El doctor Ditmars ya te advirtió que esos cristales podían dar problemas a la hora de polarizarse. Son unas chucherías inofensivas.

Konteau agarró una que pasaba flotando a la altura de su oreja.

Enrojecía al observarla de cerca. Era un gemelo de camisa dorado, con un reloj de sol negro esmaltado. Estaba rodeado de diamantes, y…

—No puede ser… —susurró.

—Comprueba la inscripción del interior —le aconsejó Mimí.

—No. No puede ser…

—Deja de repetir eso. James, ¡qué cobarde estas hecho! ¿Quieres que lo haga yo?

—No. Tengo que hacerlo yo.

Se acercó el pequeño objeto al ojo bueno. Movió los labios lentamente al leer las leves letras grabadas.

James Konteau

Cuerpo de Krons

2645; 2650

Recogió el otro con un gesto lento, como en un sueño. Los sostuvo ante sus ojos mucho tiempo, simplemente mirándolos, dándoles vueltas entre los dedos, creyendo sin creer.

No estaban sucios por haber pasado por las manos de los agentes del Vyr. Nada podía ensuciarlos. Eran tan puros y castos como el día en que la Viuda se los había entregado. Creo que los llevaba en Xanadú aquel día —reflexionó Konteau—. Recuerdo un brillo… Sí, Mimí lo confirmaba.

Los puso con cuidado sobre el pequeño escritorio plegable, se quitó la chaqueta y la camisa e hizo unos agujeros en las mangas de la camisa. Se puso los gemelos y se volvió a vestir. Se admiró con sus joyas recién recuperadas, en el espejo de cuerpo entero.

—Kronos… Kronos… —dijo, pensativo—. Casi basta para que crea en Ti… Mientras tanto, Mimí, tenemos que volver al salón. Me da la impresión de que ese Cónclave va a ser muy movido. No nos lo vayamos a perder.

Salió al pasillo, y estaba haciendo girar el pomo de la puerta para colocarlo en la posición de «No Molesten» cuando sintió una mano sobre su hombro. Se incorporó lentamente y se encontró ante el sacerdote de Kronos.

—Hermano —preguntó el hombre de la túnica— ¿estás salvado?

—Por los pelos —respondió. Se arrancó la mano de encima y se dirigió al salón; se sentó en un asiento vacío y se ajustó el cinturón. Las pantallas se encendieron un momento después, descubriendo el centro del gran salón del Cónclave, abarrotado. Había una persona con la cara completamente cubierta con una máscara negra, y a su lado estaba (Konteau tragó saliva) el aparato Arúspice. ¡Tages! El acólito de la máscara exclamó con voz sonora: «¡Oh Vyrs valerosos! ¡Señores gobernantes! ¿Estáis preparados? ¿Debo proceder a la adivinación?».

La respuesta fue un «¡Sí!» tronante.

El corazón de Konteau golpeaba como un martillo pilón. No son mis tripas —pensó—. Ni las de Helen. ¿De quién son? ¿De cualquiera? Aquella voz…

El acólito prosiguió.

—¡Arúspice espera! En esta ocasión…

Los pasajeros de la nave se inclinaron hacia adelante. Konteau era el primero de todos, sin ocultarlo. Intentó recordar el timbre y la modulación exactas de la voz de Tages. Había algo que no coincidía.

—… añadimos ciertos elementos piadosos a nuestro tradicional proceso de selección —prosiguió el acólito. Se le hinchaba la máscara al pronunciar cada palabra—. Por ejemplo, hoy, por primera vez en la historia, nuestro proceso de selección se retransmite en directo al público en general. Vuestros leales vasallos y vuestros súbditos en las lejanas colonias, en Terra, en los planetas lejanos y en las naves que surcan los mares y el espacio os contemplan ahora mismo.

Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada, para medir el efecto de sus palabras. En el gran salón del Cónclave reinaba un silencio increíble. Ni un carraspeo, ni un movimiento de pies.

—¿Cuál entre vosotros es el más noble, el más leal, el más modesto, el más amoroso, el más reverente en sus servicios al dios? ¡Que salga!

—Es para nombrarlo Guardián del Cónclave —susurró un pasajero, a espaldas de Konteau—. Pondrá en marcha a Arúspice. Es un cargo muy honorífico. Ya está nombrado Delta, por supuesto.

Paul Corleigh, Delta Vyr, se puso de pie en su escaño adornado de primera fila, sonrió, hizo unas modestas reverencias a derecha e izquierda y pasó adelante. Estaba solo, sin competencia.

—Ah, milord —entonó el acólito—, es una elección excelentísima y muy lógica.

Retiró de una bandeja que había a su lado una servilleta blanca, y tomó una jeringa enorme.

—Si milord tiene la bondad de remangarse el brazo derecho…

Levantó la aguja para dejar escurrir una gota de líquido.

—¿Por favor…?

—Pero… —tartamudeó el Vyr—. ¡Nadie me dijo nada de una inyección!

—¡Sin anestesia! ¡Milord! En toda mi carrera, jamás me he encontrado con nadie de tanto valor. ¡Es absolutamente magnífico!

—¿Anes… tesia? —dijo el aristócrata con voz entrecortada—. ¿Valor?

¿De qué me habla?

—Vaya, de la operación, milord. Como milord es el mejor, el más noble y el más piadoso de los Vyrs, lo que va a parar a la caja de vidrio es su, digamos, sistema, para que lo lea Arúspice y designe instantáneamente al nuevo Jefe Supremo.

—¿¡Y LA MUJER!? —chilló Paul—. ¡La mujer! ¡Iban a preparar una mujer!

—¡Oh, qué valor! —suspiró el funcionario—. ¿Está preparado ya?

—¡Nunca! —gritó el Vyr—. ¡Y ya tendrá noticias mías!

Lívido, se dirigió a su escaño a grandes zancadas.

El auxiliar se retorció las manos.

—¡Qué pena! Quizá hubo algún malentendido. ¿Otro, quizá? —recorrió el mar de rostros con los ojos—. ¿Alguien? —Pero ninguno le miraba a la cara.

—Oh, nobles Vyrs, ¿debemos romper entonces una tradición consagrada por el tiempo? ¿Debemos caer en el sucio juego democrático de un hombre, un voto?

Parecía que estaba a punto de echarse a llorar, y se inclinó para secarse los ojos con la máscara, dejando al descubierto unos largos bigotes grises que le llegaban hasta la barbilla.

Debí haberlo sabido, pensó Konteau. No quiso pensar lo que le habría pasado a Tages. Ojalá estuviese Helen ahora a su lado, para contemplar esto juntos. Pero ella se había exiliado voluntariamente, y quizá fuese mejor así. Podía hacer preguntas, y había cosas que él nunca sería capaz de contarle. Este mundo era un lugar salvaje.

Levantó la vista. En el Cónclave estaban sucediendo más cosas.

—¡Rechazan nuestras mejores tradiciones! —se lamentaba el acólito impostor—. En mi pena, en mi vergüenza, en mi degradación, no me queda otra opción. Arúspice debe desaparecer para siempre. Yo personalmente destruiré la máquina. Y no sólo eso: dimito de mi cargo antiguo y honorable. Cedo el puesto a su noble hermano Harold el Santo, Vyr de Houston, Grande de Galveston y Barón de Buffalo Bayou. Todos conocéis a Harold. No necesita más presentación. Su señoría pasará al frente y tomará nota de las candidaturas para Jefe Supremo que presenten los miembros de la asamblea. Servirá de Secretario del Cónclave, y dirigirá el resto de la reunión. ¡Milord Harold!

Un hombre de rostro delgado que estaba sentado junto a Konteau soltó un gruñido de desagrado.

—No respetan las tradiciones —murmuró—. Llevan trescientos años utilizando la adivinación. Es un procedimiento seguro, preciso… Y ahora, todo a la basura. ¿Dónde vamos a parar? ¿No le parece? —añadió, mirando a Konteau.

—Es una pena —dijo Konteau, con tacto.

En la pantalla se veía que una persona gruesa se ponía de pie entre los asistentes al Cónclave y salía al pasillo, haciendo reverencias y dando la mano a los que le deseaban suerte. ¿Estaba todo preparado de antemano? Konteau se lo preguntó. ¿O conoce Don Bigotes tan bien a esta gente que sabe hasta dónde puede llegar?

El acólito Ratell hizo mutis por el foro, haciendo rodar delante suyo el ordenador arúspice, que estaba provisto de motor. ¿Volvía de una vez el mago del tiempo a terminarse aquella comida en la bahía de Chesapeake, o lo había dejado por imposible?, se preguntó Konteau. La verdad era que él mismo sentía mucha hambre. Se dio cuenta repentinamente de que no había probado bocado desde que salió de Xanadú. ¡Ojalá dispusiese él de aquella comida al estilo de Maryland!

Por lo menos la selección del vigésimo primero Jefe Supremo ya estaba en marcha, y nadie intentaría organizar otra selección utilizando el Arúspice en mucho tiempo.

Un joven le tiraba de la manga. Era el asistente de vuelo.

—Señor Konteau, pronto tomaremos tierra. ¿Tendría la bondad de acompañarme, por favor? Debe abandonar la nave por la puerta de la tripulación.

Eso le preocupó. ¿Le iban a detener otra vez? ¿O era algo peor? Quizá fuesen a pegarle un tiro en cuanto se bajase de la nave.

—El asistente percibió su duda, y sonrió.

—Perdone, olvidé darle esto.

Extrajo del bolsillo de su camisa una nota doblada.

Konteau la leyó rápidamente.

Me alegro de oír que has llegado a salvo. Haz el favor de reunirte conmigo en la sala de conferencias en cuanto salgas de la nave.

Demmie.

Respiró.

—La señora Helen viene conmigo.

—La señora tiene otra cita en el centro comercial, señor.

—¿Una cita? —dijo, confuso.

—Tiene algo que ver con nuevos equipos de peluquería, señor. La verdad es que no conozco los detalles. Nos encargamos de pedir hora en su nombre. Va a salir de la nave ella sola, y por la salida normal.

Por supuesto. Se decía que los centros de belleza, las boutiques y las casas de alta costura de Xanadú eran las mejores del sistema solar. No osaría molestar a Helen mientras se dedicaba a arreglarse. Se dio cuenta de que su propio aspecto tampoco era nada favorecedor. ¡Olvídate de esos quejidos del estómago! ¿Tienes tiempo de afeitarte, ducharte, ponerte una muda limpia?

Unos golpes y sacudidas silenciosos contestaron a su pregunta.

—Aterrizamos, señor. Venga por aquí, por favor.