16 - La fuga

—¿¡QUE yo he hecho qué!? —exclamó Konteau. La respuesta del Vyr recordó el retumbar de un trueno lejano.

—¡Ha robado! No tiene otro nombre. Ha quitado de la misma boca del dios un sacrificio propiciatorio. Un sacrificio mío. Debe pagar un robo tan sacrílego. No con la muerte. La simple pena de muerte no es nada para Kronos. No, después de muerto irá al infierno, para sufrir penas eternas.

Konteau sacudió la cabeza, asombrado.

—Pero Kronos no es más que un símbolo. Habla de él como si existiera de verdad un dios Kronos, con inteligencia propia, con el poder de regir nuestros destinos.

—¡Y existe! —el Vyr hablaba a gritos—. ¡Kronos es el Tiempo, y el Tiempo es Kronos! Y ¿qué es el Tiempo? El Tiempo es la Luz, pero es más que la Luz. El Tiempo forma parte de todas las dimensiones, y las unifica. El Tiempo es el gran Padre y Madre universal. ¿Existía el Tiempo antes del Big Bang? ¡Por supuesto que sí! Y era lo único que existía, y lo único que tenía que existir, para producir todo lo demás. Porque el tiempo es, en realidad, TODO: el espacio, la energía, la materia. El Tiempo era, es, y será siempre. El Tiempo es eterno. Entonces, ¿qué es el Tiempo? ¡El Tiempo es el gran dios Kronos! ¡Que transcurra eternamente!

—¿Y qué ha pasado con Jehová, Jesucristo, Alá, Brahma…? —preguntó Konteau.

—No ha pasado nada. Permanecen iguales, como siempre han existido, manifestaciones de Kronos, el único dios verdadero.

—Lo cree de verdad ¿no es así? —preguntó Konteau, maravillado.

—Por supuesto. Y usted también puede creerlo. Debe creerlo, si quiere morir sin dolor. Y puede creerlo. Repítase que Kronos existe. Repítalo una vez, y otra, y otra, y otra. Hágalo, y existirá en su mente. Se producirán los cambios dendríticos necesarios en su corteza cerebral. La fe se hace permanente e imborrable. Y cuando se cree, se puede comprender. A partir de la fe surge la comprensión. Y, quién sabe, quizá Kronos le perdone su robo. Quizá no lo haga arder eternamente en el infierno.

De una cosa estaba seguro: cuanto más tiempo hablase este loco, más tiempo seguiría vivo él, Konteau.

—Milord habla como si hubiera visto al dios en persona —dijo con respeto.

—Por supuesto.

—¿Y se dirigió a usted el dios en persona, y le ordenó que destruyera el Cinco Ocho Cinco?

—Muy agudo, Konteau. ¿Cómo lo supo?

—Una deducción muy lógica, milord, en vista de las circunstancias.

Dígame más cosas, por favor. Quizá me ayude a comprender.

El Vyr apoyó un codo en el brazo del trono y ordenó sus ideas.

—Puedo resumirle nuestro primer contacto.

—Sería muy edificante.

Los ojos elípticos miraron al pasado, y la voz se dulcificó.

—Hace muchos años, la noche anterior a mi coronación, el dios se me presentó en una visión. «Paul (dijo), te haré grande. Yo, Kronos, te exaltaré por encima de los demás Vyrs. Dominarás el sistema solar, y más allá».

Konteau vio que el Vyr ponía los ojos en blanco.

—Gran Kronos, dios de dioses (respondí), yo no soy nada, soy un insecto, ni siquiera soy Vyr todavía. ¿Cómo podré alcanzar un destino tan exaltado? —«Haz tus planes desde ahora (dijo él). Ofréceme un sacrificio. Un asentamiento». ¿Un asentamiento, Kronos, mi señor? (dije yo). «Un asentamiento. Envíame cinco mil almas, y ganarás mi amor, y el temor, el respeto y la admiración de los otros Vyrs. Te harán Jefe Supremo, y podrás derrocar al Consejo, y reinarás tú solo».

El prócer fue volviendo a la realidad poco a poco. Volvió a clavar los ojos en Konteau.

—Y así, con la ayuda del dios, desde hace una generación he gobernado esta miserable colonia con visión y con fuerza bruta. Satisfice mi deuda entregando un asentamiento completo: el Cinco Ocho Cinco. De hecho, el dios y yo lo habíamos planeado todo desde el principio. Yo sabía que el Cinco Ocho Cinco estaba sobre una fractura temporal, y el dios y yo ya habíamos diseñado la puerta de salida incluso antes de que volviese usted con su informe, en el que recomendaba los estabilizadores triples. Ya habíamos encargado los sencillos. Si todo hubiera seguido su curso normal, estos hechos hubieran bastado para hacerme Jefe Supremo.

Este ser le hablaba en una lengua extraña: en verdad, el Vyr venía de otro mundo. Los separaba un abismo infranqueable. Era como si el Vyr estuviese sobre la otra orilla del gran Valles Marineris de Marte, a setenta kilómetros de distancia, increpándole con frases ininteligibles. Y ¿por qué se molesta en explicarme todo esto? —se preguntó Konteau—. ¿Por qué no se limita a matarme aquí y ahora, y se olvida del asunto? ¿Es que cree que debe hacer o decir algo para aplacar a ese dios inexistente? Claro que, para él, el dios existía. Para él, Kronos es. Puede que ésa fuera la explicación de aquella prórroga de mi propia vida. Este loco lo tiene que explicar todo, para entenderlo él y para que lo entienda su dios, antes de accionar el interruptor.

Se daba cuenta de que el Vyr hablaba con sinceridad absoluta, de que estaba absolutamente convencido de lo que decía, sin dejar el menor resquicio a una duda inquietante. Mientras que él, Konteau, nunca estaba absolutamente seguro de nada, siempre estaba dispuesto a escuchar puntos de vista opuestos. El Vyr sabía que tenía razón. Su fachada de obsidiana era algo más que un revestimiento: era un monolito, era todo de piedra maciza. Durante un breve instante fue capaz de verse a sí mismo por los ojos del Vyr, como se ve una silueta a contraluz. Para el Vyr. Konteau era un ser irracional, desconcertante, un enigma absolutamente perverso y desprovisto de razón. Era inquietante. Imaginemos, imaginemos por un momento —pensó Konteau— que el Vyr tiene razón. Su reacción ante esta teoría fue un escalofrío prolongado.

Pero se recuperó enseguida.

No.

NO.

Reprimió el impulso de dejarse llevar. ¡Las ideas del Vyr eran tan firmes que podrían ser contagiosas! Por otra parte, los argumentos de su visitante se parecían mucho al discurso de Devlin sobre cómo aceptar el peligro de muerte constante. Tienes que organizar tu mente, decía Devlin.

Observó la boca del otro, casi esperando que empezase a soltar espumarajos. Reprimió unas locas ganas de reír. Si empezaba a reírse, nunca acabaría. Consiguió un control relativo de su laringe. Y ahora tenía que ponerse muy serio. Tenía que pensar en Helen.

—Usted dijo algo de un trato por el cual yo no moría.

—¿De verdad?

—¿Cuál es el trato?

—Oh, aquello… Es muy sencillo, Konteau. Póngase de nuestra parte, y todo quedará perdonado.

—¿Qué me ponga de su parte? ¿Y luego, qué?

—Luchar contra el Consejo, por supuesto. Será nuestro primer hombre-kron. Un Relojista con Diamantes. Buen trofeo. ¡Póngase de nuestra parte, y viva!

—¿Y Helen?

—Olvídese de la mujer, Konteau. ¿No entiende? Ella es irrelevante.

¿Helen, irrelevante?

Deben estar preparando algo muy desagradable para ella.

—No hay trato —dijo con voz tranquila—. Adelante, mátenme.

El Vyr expresó un verdadero asombro.

—¿Prefiere morir con dolor, condenado al infierno sin duda, cuando podría vivir una vida feliz y productiva en la corte?

Konteau le miró con aire contemplativo.

—¿Sabes una cosa, Paul? Te ahorraste mucho dinero al instalar sencillos en lugar de triples. ¿Te bastó para comprarle los pendientes negros de jade a la Michaels?

Devolvió plácidamente la mirada del Vyr.

El Vyr llamó a alguien por encima de su hombro, como para poner las cosas bien claras.

—¡Tages!

El miembro de los arúspices se deslizó hasta el interior de la celda, con las manos escondidas bajo la túnica con franjas escarlata. Inclinó la cabeza respetuosamente hacia su señor, y luego miró a Konteau y sonrió. Era una sonrisa feliz.

El hombre-kron se quedó helado, como una estatua de hielo. La presencia de este hombre le decía algo, algo terriblemente desagradable, algo que su mente ni siquiera le dejaba pensar. Pero advirtió con satisfacción que era capaz de hablarle con voz fuerte y bien modulada.

—¡Saludos, oh lector de entrañas!

Tages se inclinó ligeramente.

—Si creo más firmemente en Kronos —siguió diciendo Konteau—, ¿darán mis tripas una predicción más exacta en el Arúspice?

Otra inclinación.

—¿A favor de nuestro noble Vyr, presumiblemente?

—Por supuesto —dijo Paul el Piadoso con voz profunda—. Aunque tampoco habría grandes dudas al respecto. Pero la verdad, Konteau, creo que no ha entendido bien el motivo de la presencia de Tages.

Esta afirmación tenía algo de inquietante.

¿Qué…? Le daba miedo preguntarlo, comprobar sus sospechas repentinas y repugnantes.

—¿Qué quiere decir? —susurró.

Al Vyr le hizo gracia la pregunta, al parecer.

—Tages pretende que a igualdad de todos los demás factores, se adivina mejor con una mujer que haya viajado por el tiempo que con un hombre —inclinó la cabeza hacia el hombre de la túnica a rayas—. Augur Jefe, ¿tendría la bondad de explicárselo al señor Konteau? Sólo lo más elemental.

—Se le extraerán los intestinos en vida —dijo el adivino, con voz acaramelada.

A Konteau se le heló el corazón de miedo. Sus antiguas cicatrices faciales palpitaron de repente con un dolor terrible.

—Y sin anestesia, creo que era —dijo el Vyr.

—Sí, sire.

Konteau se volvió hacia el rincón y tuvo arcadas. ¡Por Kronos! Había leído que antiguamente, en Europa, a los que intentaban asesinar a los reyes los ahorcaban; poco después de colgarlos en la horca, todavía vivos, se les abrían las tripas y se les arrojaban los intestinos a la cara y, por último, se cortaba el cadáver en cuatro trozos que se colgaban por las murallas de la ciudad.

Se dio la vuelta.

—¡No hagan eso con ella! —dijo con voz ronca—. Haré lo que quieran. Seré su hombre. Les prometo…

No le hicieron caso.

—¿Tages? —dijo el noble.

—¿Señor?

—El Cónclave se abre dentro de una hora. Vuelva aquí con guardias dentro de treinta minutos. Que lo aten bien. Quiero que contemple… los preparativos.

—¡Por supuesto, milord!

Konteau escondió la cabeza entre las rodillas. Tenía que cortar estas náuseas. Tenía que encontrar a Mimí. Aquel expreso de Xanadú, inmediatamente detrás de los muros. ¿Cómo rescatar a Helen y subir a bordo? Sólo disponía de algunos minutos para superar esto. Si no, morirían los dos.

Mimí. Hizo memoria. Cuando iba a subirse al expreso, allá en Xanadú, las últimas palabras de Ditmars habían sido algo relativo a Mimí. Utilizar el tiempo para polarizar la materia, y pasar a través de ella. El «Polar-X».

¡Por supuesto! Empezaba a recordar.

Pero antes de nada, hacer que se larguen de aquí estos locos sádicos.

Se dirigió al Vyr.

—¿Sabes una cosa, Paulito? Si haces un agujero en ese trono y pones debajo un cubo, sería un buen retrete portátil. Mira, aquí tengo un cubo…

—¡Oh! —el Vyr contempló al blasfemo, escandalizado—. ¡No tiene usted arreglo! ¡Guardias!

Salió con una sacudida despectiva de sus vestiduras. Tages le siguió de cerca, y por último salieron los guardias, que se llevaron el estrado y el trono.

Konteau se levantó, se estiró y esperó a que se apagara el ruido de pasos.

Volvamos a Ditmars. «Polarizar el tiempo, rociar la materia… es experimental… utilízalo sólo en caso de vida o muerte…».

Mimí.

Su precioso ojo artificial estaba seguramente en un estante polvoriento de un almacén con puerta de malla de alambre, en algún pasillo recóndito. Seguramente no habría en el almacén más que un encargado Casaca Gris, que estaría roncando con las botas viejas apoyadas sobre un escritorio destartalado.

Envió el pensamiento: «¿Mimí?».

Recibió una respuesta inmediata. No estaba lejos, a un par de cientos de metros quizá.

¿Estás encerrada?

Recibió una radiación de carácter afirmativo.

—Llama a la puerta. Ráscala un poco, de paso.

—Un instante después advirtió que la puerta que mantenía encerrada a Mimí se abría lentamente.

—Cuidado ahora, Mimí. Va a disparar a todo lo que se mueva. Pasa volando por delante de sus narices.

Un movimiento rápido.

—Buen trabajo. Ha creído que eras un murciélago. Ahora, acércate aquí. Hay algunas escaleras y pasillos, pero no encontrarás más puertas.

Apenas había terminado de hablar cuando se deslizó entre los barrotes de su celda algo brillante de color bronce, que empezó a girar alrededor de la cabeza de Konteau como si fuera un halo intermitente. Por último, se quedo quieto delante de su nariz con un pitido.

Konteau sonrió.

—Yo también me alegro de verte, Mimí. Bienvenida a casa.

Tomó el óculus entre el pulgar y el índice y se lo puso en la órbita vacía.

—Ahora, a trabajar. Tenemos poco tiempo. Te encontrarán aquí. En primer lugar, Mimí, quiero que accedas a tu banco de datos y recuperes entre las instrucciones de Ditmars algo que él llamaba «Polar-X». ¡Eh! ¡Espera! Vuelve a empezar…

Escuchó con su mente.

La materia está compuesta principalmente de espacio vacío. Sólo una billonésima parte del volumen del átomo está ocupado por protones, neutrones, electrones… El resto no es más que un gran vacío.

Puedes polarizar esta materia, puedes polarizar también los átomos de tu propio cuerpo, y las sustancias que entren en contacto con tu cuerpo; entonces, podrás pasar a través de ellas. Es como cuando la luz polarizada atraviesa un prisma de calcita. Las vibraciones tienen que ser paralelas, por supuesto. El óculus lo puede hacer. Los materiales muy densos, como son los cristales de hábito cúbico covalente, pueden darte problemas. En tu cuerpo hay, aproximadamente, 3 por 10 elevado a 28 átomos, y 15 000 millones de células cerebrales. Mimir tiene que controlar completamente todo ese material, para garantizar un paso adecuado. Hará que todos esos átomos oscilen exactamente con los mismos armónicos al atravesar la materia. Todo está controlado por el tiempo. ¡Recuerda! Paso 1: dispara a Mimir sobre el objetivo. Paso 2: ponte en manos de Mimir, y ¡en marcha! Si pierdes el tiempo, te solidificarás antes de haber terminado de atravesar la materia.

Y moriré —pensó Konteau—. Recordó las descripciones de los primeros equipos de exploración del tiempo, cuando los tripulantes se materializaban dentro del granito, con medio cuerpo dentro y medio fuera. Por Kronos, menudo desastre. Contempló los barrotes de su celda. Se imaginaba a sí mismo con barrotes a través de los pulmones, del corazón y del cráneo, empalado por partida triple. Sonrió irónicamente. Los Casacas jamás comprenderían cómo se había metido allí.

Reflexionó. «¿Cristales de hábito cúbico covalente?». ¿Qué demonios había querido decir Ditmars con eso? ¿Iba en serio todo esto?

Oyó carreras, gritos: ¡Presagio de la Parca! ¡Por Kronos! Era demasiado tarde para atravesar los barrotes y salir al pasillo. Así no podía ir a la celda de Helen. Lo verían.

Existía otra manera, más directa todavía.

Se sacó el ojo, roció los átomos de la pared de la celda y se lo volvió a poner en la órbita rápidamente. Luego, esperando que Mimí hubiese tomado pleno control de su cuerpo, se lanzó contra la pared.

La atravesó, y se encontró en la celda contigua. Había empujado a su ocupante al suelo. Ésta empezó a ponerse de pie, protestando y jadeando.

—¿Helen? ¡Soy yo!

Ella le miró con incredulidad.

—¿Cómo?

—Escucha —su tono de urgencia hizo que ella le escuchara, suspensa—. Al otro lado de estos muros está la plataforma de despegue del Expreso de Xanadú. La nave despega dentro de pocos minutos, y nosotros vamos a subir a bordo.

—¡Estás loco! —susurró ella.

—¡Chist!

Le tapó la boca con la mano al pasar varios Casacas Grises por delante de la celda. Oyó el ruido metálico apagado que produjo la puerta de su antigua celda al abrirse. Luego se oyeron gritos y preguntas, con un volumen muy superior.

—Pronto pasarán aquí —dijo con voz crispada—. No sé si esto va a funcionar, pero tenemos que intentarlo.

La asió de la mano. Su carne cálida y húmeda lo tranquilizó, en cierto modo. Le hacía pensar que quizá los dos eran, en verdad, una sola carne. ¿Era eso fundamental para el paso a través de la materia? Pronto lo sabría.

¿Dónde estaba Mimí? Ah, todavía estaba en su órbita. La sacó y roció la pared trasera de la celda. Oyó la llave girar en la cerradura. Oyó la orden de quedarse quietos.

—¡Cuando diga «salta», salta conmigo! —le dijo a ella—. ¡Vamos a atravesar esa pared!

—¡Dios mío! —exclamó ella. Pero no se resistió.

Saltaron juntos, y atravesaron la pared.

La gran nave estaba a medio kilómetro, alta, radiante de potencia y de belleza sorprendente. En aquel momento estaban encendiendo los antigravedad, y el asfalto empezaba a vibrar. El sol de mediodía caía casi a plomo sobre la nave, bañando sus flancos relucientes con dorados suaves y vacilantes.

Era tan hermoso que le cortaba la respiración. Pero había un pequeño problema: las puertas se estaban cerrando. Consiguió articular: «¡Corre! Empujaba a la mujer, que tropezaba, se caía, protestaba».

Y ¿qué era aquello?

Había aparecido un cochecillo que se dirigía hacia ellos, zumbando.

El chófer… con largos bigotes grises. ¡Por las mandíbulas batientes de Kronos! ¡Ratell!

—¡Sube, hijo! Lleva a la señora: se ha desmayado. ¡Levántala, hijo! Vengo de la nave. Esperarán un minuto o dos, pero nada más.

—¿Y cómo supo usted que nos escaparíamos?

—No estaba seguro del todo. Pero parecía que teníais buenas oportunidades. Todo dependía de si te acordarías a tiempo de los poderes de Mimí. Si metías la pata, yo tenía otro plan. Pero no era tan bueno.

—¡Qué suerte que Helen estuviese en la celda de al lado!

—Nos costó un pico en sobornos a la administración de la cárcel.

—Ah.

Siempre había engranajes dentro de otros engranajes, tramas, contratramas.

—¿Terminó su comida, allá en Maryland? —Konteau hablaba con voz insegura, pero esperanzada.

—Hijo —respondió con voz pesada, resignada—, una cosa está clara. Te has erigido en comité unipersonal a favor de que yo no pueda terminarme la mejor comida al estilo de la bahía de Chesapeake que ha existido desde que George Washington se despidió de su ejército. He tardado tiempo en darme cuenta, pero ahora lo sé y lo acepto. Así sea. Insh’Allah.

Konteau se sintió tremendamente avergonzado.

—Lo siento de verdad.

—Estás perdonado. Por otra parte, no fuiste muy listo al volver. Te debías haber quedado conmigo en Ellicott’s Mills.

—Sí, supongo que sí. Pero toda esa gente… tenía que intentarlo.

Salvé cinco mil vidas. Pero nadie me quería hacer caso. Creí en el sistema. Y ahora quieren matarme.

—Nunca creas en el sistema, hijo, a no ser que seas tú el que lo dirige. Intenté decírtelo, pero es difícil enseñarte. Tengo que llevarte de la mano, como a un niño.

—Supongo que cree que soy bastante estúpido.

—No, hijo. Ingenuo, puede; e ignorante. Y quizá demasiado idealista.

Pero ¿estúpido? Desde luego que no. Si no lo fueras, yo no estaría aquí ahora.

—Y ¿por qué está aquí ahora?

—Tengo que charlar un rato con tu amigo el Vyr.

—¿No es eso un poco peligroso?

—Para nada. Soy hombre pacífico.

Konteau comprendió que el mago del tiempo no le explicaría nada.

Estaban ante las escaleras de acceso a la nave. Las puertas se habían vuelto a abrir, y un ayudante les dirigía desde arriba una mirada de reproche. Helen ya estaba semiconsciente y se apoyaba en Konteau. Ratell dio un golpecito en el hombro del fugitivo. Cuando el krono se volvió, el otro le entregó un sobre.

—Vuestros pasajes. El Primer Secretario reservó un compartimento privado para ti y para la señora. No soñó siquiera en que los llegaríais a utilizar de verdad.

Se le endureció la mirada, y su tono de voz cambió sutilmente:

—También hay una nota. Es muy importante. Léela en cuanto subas a bordo.

¿Una nota? —pensó Konteau—. ¿De qué se trata? Pero sabía que no debía hacer preguntas.

—¿Le veremos en Xanadú? —preguntó.

Ratell sacudió la cabeza.

—Acabo de llegar de allí en esta misma nave.

Adelante. Todos os esperan. Y a mí también me esperan.

Y ¿qué quería decir aquello? ¿Por qué tenía que andar todo el mundo con tantos misterios?

Entraron, dejando atrás al ayudante de vuelo airado.

Helen casi podía andar sola cuando llegaron a la cámara central de pasajeros. Dijo: «Voy al salón. Tengo la cara hecha polvo». Él miró su pelo: despeinado, liso, revuelto. ¿Dónde están ahora los jacintos? —se preguntó—. Se despidieron como extraños, casi sin dedicarse un gesto. No esperaba volverla a ver durante el vuelo. Y lo más probable es que ella siguiera evitándolo cuando llegasen a Xanadú. ¿Y luego, qué? Nada. Ella no quería volver a tener nada que ver con él. Tampoco era culpa de ella. El segundo nombre de Konteau era Desastre. Quizá venía de allí la «D». El Vyr ya debe saber que hemos escapado, pero de momento no iba a plantearse ese problema. Tiene otras cosas en qué pensar. Quiere ser Jefe Supremo. Tiene que hacer acto de presencia en el Cónclave y hacer que lo elijan debidamente y con todas las de la ley.

Veamos la nota de Ratell. Abrió el pequeño sobre. Están los billetes, desde luego. Compartimento A-1, el primero de todos, después de la sección de asientos comunes. Ah, aquí está la nota. Desdobló el pequeño trozo de papel y leyó lentamente:

Asesino a bordo. Señas particulares: Desconocidas.