15 - La cárcel

LOS Casacas Grises le hicieron pasar la noche en un calabozo de la cárcel de Delta. Supuso que Helen también estaba detenida, en algún lugar del mismo edificio. Empezó la noche durmiendo a ratos, y pensando. Debería tener miedo, temblar y sudar… si no por mí, por lo menos por ella. Pobre Helen. Todo por su culpa. No soportaba la sensación de culpabilidad. Por su culpa, ella había pulsado un botón y un hombre había muerto. Sin olvidar que ella se había jugado la vida durante horas, y en verdad todavía se la estaba jugando.

Y ¿qué siento yo? —pensó—. Una pena enorme que me anula la mente, el cuerpo, el espíritu. Pensó en su hijo. Le había dado un ejemplo terrible a Philip, trabajando en la Viuda Negra. Era la Ley de Devlin: «Todo hombre que valga para algo no seguirá en la Viuda. Aplicará esa inteligencia para salir de aquí». ¡Poco halagador!

A veces sentía que la vida (o Kronos, o él mismo) estaba creando con él un número fundamental. Así como el número pi tenía infinitos decimales, él iba afinando cada vez más pero sin llegar a nada concreto. Le aguardaba un misterioso destino asintótico. Y estaba seguro de que no le iba a gustar.

A veces creía entender todo el flujo del tiempo, desde el Big Bang hasta las tres novas consecutivas que habían preparado los materiales de los que se habían formado el Sol y los planetas. Pero ¿para qué se habían formado? ¿Existía verdaderamente un fin último y excelente, detrás de todo ello? ¿O no era todo más que un extraño accidente, que terminaba en el hombre (de momento)? Era peor pensar en ello. Su concepto del Tiempo no servía más que para oscurecer el Gran Misterio.

Se sobresaltó de repente. El suelo estaba… ¿hormigueando? Lo sentía en las plantas de los pies. No, no era un mensaje de ningún asentamiento perdido. Sabía de qué se trataba. Estaba aterrizando una nave en el Interpuerto próximo, y temblaba el asfalto. De hecho, se imaginó que se trataba del expreso de Xanadú, el de las veintiuna horas. Se relevaría la tripulación de la nave, se abastecerían de combustible, subirían los pasajeros y tomarían carga, para volver a despegar dentro de media hora, otra vez rumbo a Xanadú. ¿Por qué había abandonado aquel lugar lejano y acogedor?

Helen… Helen… Helen…

Suspiró lentamente y cerró los ojos.

Al ir durmiéndose se volvió a encontrar con la figura con túnica, ante el tablero de ajedrez.

K: Es nuestra última sesión, D. Terminemos la partida.

D: Parece que tienes prisa.

K: ¿Por qué alargarlo? Tienes una posición ganadora desde hace diez movimientos. ¿Por qué no me rematas?

D: Tú ya sabes por qué.

K: ¿Porque tendrías que enseñarme la cara?

D:…

K: D de Death, Muerte, ¿recuerdas? Las Norns me dijeron todo acerca de ti.

D: Quizá sea D de Demmie. O quizá de Deimos, el satélite donde está Xanadú.

K: No me vengas con eso. D es de D(Al)eth. Ese hombre está muerto… muerto… muerto…

D: Murió uno, o morían cinco mil. ¿Qué era mejor? Ella lo hizo para que tú no tuvieses que hacerlo. Se arriesgó muchísimo. Podrían matarla por esto.

K: No quiero oír hablar de eso. Estoy cansado. Lo único que quería… lo único que he querido siempre… era la tranquilidad. Con Helen y con Philip. Y ahora la he matado a ella, y a él nunca lo volveré a ver.

D: O sea, que Mefistófeles tenía razón. Todo es nada.

K: No. Tiene que haber un significado. Y tú tienes que tener cara.

Durmió.

Los Casacas Grises volvieron por la mañana, y los llevaron a Helen y a él a la sala de audiencias. Miró a la mujer con su ojo bueno. (Habían confiscado a Mimí. Ni siquiera disponía de un parche para taparse la órbita vacía). Advirtió que la cárcel de Delta había dejado su huella en ella, pero no había sido capaz de destruir completamente su gracia y su belleza maravillosas. Estaba algo arreglada. Pero era posible que a Edgardito Poe no le hubiese gustado su pelo.

Ella le miró; no había ira en sus ojos, ni reproches; era una simple mirada seria. Pero no era capaz de soportar esa mirada. Retiró la vista. Esta mujer oculta bien sus sentimientos, pensó. La verdad es que es probable que me deteste. Por mi culpa, un hombre está muerto y ella está en la cárcel.

—¿Dónde nos llevan? —preguntó al Casaca que tenía dos galones.

El suboficial le miró con impaciencia.

—¡Cállate!

—Estupendo. Eso lo explica todo.

El jefe hizo una seña, giró sobre sí mismo y abrió la marcha por el pasillo de la cárcel. Iban rodeados y seguidos por más Casacas. ¿De verdad somos tan peligrosos?, se preguntó el hombre-kron.

Y luego subieron en ascensores rápidos, y por último recorrieron otros pasillos y llegaron a la sala adornada y poco iluminada.

Un hombre diminuto, con una túnica negra, estaba sentado detrás de una gran mesa que había sobre un estrado, junto a la pared del fondo.

Konteau reconoció primero el mechón de pelo de la frente, luego la sonrisa cruel de la cara, después se dio cuenta del desastre que se avecinaba. El magistrado era el Primer Secretario del Vyr. Todo quedaba en la familia. Si no fuese por Helen, esta farsa casi sería graciosa.

Detrás del hombrecillo había un par de inscripciones grabadas en la pared. Konteau entrecerró el ojo bueno para leer:

Kronos es Dios, y Malthus es su Profeta. Y debajo:

Tengo poca fe en la capacidad de la raza humana para regular su número ejercitando la prudencia y la continencia.

Thomas Robert Malthus (1766-1834)

Konteau contuvo un escalofrío. Pero ¿qué esperaba? El Vyr se había educado en un monasterio maltusiano.

En otras mesas había un par de funcionarios y de taquígrafos. Había otros hombres y mujeres sentados en bancos, al fondo a la izquierda. Konteau reconoció a varios personajes importantes en Delta: el Ingeniero Jefe, el Director de Exploraciones, el catedrático de paleobotánica, y el paleógrafo travestido del Vyr. Todos iban a declarar… en su contra.

Apretó los dientes.

El hombrecillo sonrió tras la gran mesa. Cierta vez, en un viaje al Mesozoico, Konteau se había encontrado con un megalosauro, y el gran reptil le había dirigido exactamente la misma sonrisa. Recordaba los dientes como las espadas cortas de los romanos. Se había escapado por los pelos. Ojalá estuviera allí en lugar de aquí.

El Primer Secretario hizo una seña con la cabeza a los guardias, y los Casacas empujaron a los prisioneros hasta el banquillo de primera fila.

—Ésta es una sesión preliminar —dijo el Secretario—. En este acto lo único que pretendemos es decidir si se presentará una acusación oficial.

Los taquígrafos escribían deprisa. El orador continuó:

—Siguiendo la tradición de una jurisprudencia benigna, pido ahora a los reos que confiesen sus delitos públicamente, por separado o de forma conjunta, invitando así a la clemencia y ahorrando también a Delta un tiempo precioso, así como trabajo y dinero.

Miró fijamente a Konteau, y luego a Helen.

—¿No? Entonces, prosigamos…

—¡Un momento, haga el favor! —Konteau se puso de pie de un salto—. ¿De qué se nos acusa? No ha dicho…

El Secretario dio golpes con su mazo.

—¡Silencio! ¡Siéntese! Orden, o haré que los metan a los dos en jaulas con aislamiento acústico.

El hombre-kron se sentó en el banquillo, murmurando entre dientes.

—Tenemos aquí —dijo el funcionario— un informe del Ingeniero Jefe de Delta que nos hace saber que el Asentamiento Cinco Ocho Cinco de Delta desapareció el veinticinco de julio del año en curso, durante aproximadamente doce horas. El Ingeniero afirma, además, que el Cinco Ocho Cinco está en una zona de fracturas temporales, y que la desaparición se debió a que una fractura temporal incidió sobre el asentamiento, sacando de su sitio el estabilizador número uno. El informe sigue diciendo que se deberían haber instalado estabilizadores dobles, por lo menos, y que en dicho caso el asentamiento hubiera resistido la fractura.

El Secretario dejó las notas y contempló a Konteau por encima de la mesa.

—Señor Konteau: ¿está de acuerdo con todo lo que he dicho hasta el momento?

Todo esto tenía algo de irreal. A primera hora de la mañana de ayer, a las cuatro, una pesadilla lo había despertado en su cama de Xanadú.

¿Sólo había transcurrido un día? Parecían siglos. Y aquí estaba otra vez, con otra pesadilla. Vuelta al principio. Había dado la vuelta completa.

Se dio cuenta de que su guardián le estaba dando codazos. Levantó la cabeza con sobresalto. ¿Qué le habían preguntado? ¡Maldita sea, así no podía salvar la vida a Helen! Ah, empezaba a recordar. Le habían preguntado si estaba de acuerdo con lo que había afirmado el Secretario. Respondió:

—Estoy en desacuerdo, desde luego, con la idea implícita de que mi informe original no afirmaba que el Cinco Ocho Cinco estaba colocado en una zona peligrosa de fracturas. Y yo dije en el informe que recomendaba triples, y alguien lo borró, y casi mató a cinco mil personas.

—¡Ajá! —el interrogador le miró con ojos astutos—. ¿Quién hizo esto, señor Konteau? ¿De quién sospecha?

El hombre-kron se encogió de hombros.

—No es cuestión de quién lo hizo físicamente. La gran pregunta es: «¿Quién mandó que se hiciera?».

El magistrado habló ahora en voz muy baja, casi amable, pero con un fondo siniestro.

—Señor Konteau, ¿alega usted que una o varias personas con altos cargos son responsables de la falta de estabilizadores triples? ¡Responda!, ¿sí o no?

Konteau suspiró, y reflexionó un momento. Iban a intentar destruirle, de una manera o de otra. Quizá debería dar gracias porque le permitiesen responder a esta pregunta tan sencilla.

—Sí —respondió.

—Ya veo.

El bucle del Primer Secretario tembló ligeramente. Luego se formó una sonrisa entre sus mejillas llenas de colorete. Casi tenía un aspecto feliz, a su manera helada y laqueada.

—Muy bien. Esta augusta investigación considera su respuesta como una confesión completa, tanto en su nombre como en el de esta mujer, su compañera de conspiración. Podemos ahorrarnos, por lo tanto, los trámites de la acusación y el juicio. La sentencia es automática. Los sentencio a muerte a ambos. El reo femenino y usted volverán a sus celdas respectivas para esperar la ejecución. Que Kronos y Malthus tengan piedad de sus almas. ¡Guardias! —golpeó con el mazo, y los Casacas Grises tomaron sus cadenas y los sacaron de la sala a tirones y a empujones.

Media hora más tarde, Konteau se paseaba por su celda. Se paseaba y pensaba. Tengo que encontrar a Helen y salir de aquí con ella. Pero ¿cómo?, ¿cómo? Empecemos por Mimí. Voy a…

Venía alguien. Se sentó rápidamente en el taburete del rincón de su celda, y levantó la vista. Los guardias estaban abriendo la gran puerta metálica. ¿Le iban a ejecutar tan pronto? No, era otra cosa. Era algo muy diferente. Se dio cuenta enseguida, en cuanto entró su visitante, acompañado de cuatro guardias que apuntaban con sus armas al pecho de Konteau.

El prisionero observó al recién llegado con su ojo bueno, pero la celda estaba oscura, los guardias le arrojaban la luz de sus linternas, y era difícil percibir el rostro de aquella persona. Con todo, tenía algo que le resultaba familiar. Era alto, y sus vestiduras bordeadas de oro y ligeramente luminosas le daban un aspecto regio. Era un aristócrata, desde luego.

Sí…

El Vyr.

La etiqueta exigía que Konteau se levantase e hiciese una profunda reverencia. Pero no le apetecía ceñirse a la etiqueta. Se limitó a quedarse sentado, mirando con expresión despreocupada.

—Patán —murmuró el prohombre. Arrugó la nariz en un gesto de desprecio. Extrajo de los pliegues de su túnica una botella de perfume, arrojó un poco por el aire malsano e hizo una leve seña a los guardias. Dos de ellos salieron un momento y regresaron con un trono y un estrado portátiles, y el líder de Delta se ordenó la túnica, volvió a olfatear el aire y tomó asiento. Luego dio instrucciones a los guardias, en voz baja. Con sorpresa por parte de Konteau, se fueron, y cerraron la puerta de la celda. Konteau los oía, inmediatamente detrás de la puerta. ¿Cómo podrían evitar que el reo se abalanzase sobre su visitante y lo estrangulase? Mientras se planteaba esta posibilidad, el Vyr respondió a la pregunta: relució un arma en su mano derecha, sobre los pliegues de su túnica.

Y ahora Konteau volvió a sentir aquel hormigueo en las plantas de los pies. Interrogó a su visitante con la mirada.

—¿Es el expreso de Xanadú de las doce?

El Vyr tosió.

—Exactamente.

—¿Y vuelve a despegar dentro de una hora?

Tiene razón otra vez, Konteau —dijo, con una sonrisa agradable—. De hecho, usted y la señora tienen billetes. El mejor compartimento privado de la nave.

Era interesante a la vez que siniestro, ya que podía suponer con realismo que ni Helen ni él estarían a bordo.

—¿Dónde está mi mujer?

—En la celda de al lado, mi querido amigo.

Tan cerca, y a la vez tan lejos.

—Supongo que esos billetes son para guardar las apariencias —dijo Konteau.

—En efecto. Así será más fácil dar explicaciones al Cuerpo, si vienen preguntando por usted.

El Vyr volvió a toser.

—Pero no he venido aquí a discutir su salida teórica. La verdad es que he venido por otra cosa.

Hubo un largo silencio. Por último, el Vyr dijo:

—¿No le interesa por qué estoy aquí?

—¿Tienen que matar también a la mujer? Es absolutamente inocente. Ya lo saben, ¿no?

El prohombre mostró su irritación.

—La mujer no nos interesa en esta discusión. Tenemos otros planes para ella.

Ahora, escúcheme. Intento hacerle un favor. Algunos hombres mueren sin saber por qué. Usted al menos morirá sabiendo por qué.

El preso intentó encogerse de hombros sentado. No consiguió un buen efecto.

—Antes de morir, Konteau, es importante para mí que comprenda lo enorme de su delito. Tiene poco tiempo, pero todavía puede arrepentirse.

—¿Y no morir?

—Ya llegaremos a eso.

—Y ¿qué hay de Helen?

—Ya se lo he dicho: es irrelevante.

Konteau titubeó. No llegaría a ningún trato que no tuviese en cuenta a Helen.

—Siga hablando —dijo.

—Sí. Bueno, ahora se siguen en el mundo dos grandes sistemas filosófico-sociales. Por desgracia, estos sistemas están en conflicto mutuo. Uno de ellos tiene la razón absoluta, es totalmente racional y lógico. El otro es absolutamente malsano, irracional, equivocado. ¿Sabe usted cuáles son estas dos ideologías, Konteau?

—He oído hablar de ellos. Uno de ellos dice: controlad la población haciendo que la tasa de mortalidad iguale a la de natalidad. El otro dice: encontrad cada vez más sitio para cada vez más gente.

—Bien dicho, Konteau, aunque dudo seriamente que usted sepa cuál de las dos doctrinas es la correcta, y cuál es la errónea.

Bueno, ahora ya lo sabía, pero quería oírlo de labios de esta mente extraña.

—Dígamelo.

—Konteau, ya tendrá usted alguna idea, alguna indicación, de que este conflicto de ideologías ha llegado a los círculos más elevados de la religión y del Estado; de que, en concreto, la religión (representada por los Vyrs y, sobre todo, por los maltusianos) se ha agrupado en torno a una de las ideologías, y el Estado (representado por el Consejo) se ha agrupado en torno a la otra. Como bien sabrá, este conflicto de ideologías ha surgido de la actual carencia de ciertos fenómenos que antiguamente mantenían a la población dentro de unos límites aceptables. Me refiero a los Cuatro Jinetes: la Muerte, la Guerra, la Peste y el Hambre. En un pasado histórico lejano, estas medidas nos hacían un buen servicio. Pero ya no es así. El mundo lleva trescientos años de paz, y durante todo este tiempo hemos alimentado a toda la población, y muy pocos mueren de enfermedades. A falta de estos controles históricos, los dos poderes buscan otros medios de resolver el problema de la superpoblación.

Hizo una pausa, y contempló al hombre-kron.

—Usted presentó hace poco un proyecto de viabilidad de una unidad en Marte. ¿No es así?

Konteau torció el gesto, y luego asintió con la cabeza. No cabía duda: los Vyrs tenían la mejor red de espías del sistema solar. Era posible que la misma Demmie… No, no era capaz de creer que ella era un agente inquisidor.

El prócer continuó.

—Usted, y el Consejo también, ¿serían capaces de encontrar sitio en el Proterozoico marciano para un exceso de población de cinco millones de personas? ¿Y no sería más que el principio?

—En líneas generales, sí.

—Quizá no tenga usted toda la culpa de sus errores, Konteau. Al cabo de cierto tiempo, la mente de un hombre-kron se altera. Es la tensión de pasar por las líneas del tiempo: atrás, adelante… La corteza cerebral se altera de formas sutiles, sobre todo en lo que respecta a la capacidad de razonamiento silogístico de la mente —sacudió la cabeza, con verdadera pesadumbre—. ¿Es que no se da cuenta de lo grave de su error? ¡Piénselo! Supongamos que se llena Marte; después de eso, ¿dónde irían? Tiene que acabar parando en algún momento, en algún lugar. Que pare aquí y ahora.

Se empezaba a dar cuenta de algo. Se iban juntando las piezas del rompecabezas. En aquel momento congelado en el tiempo, Konteau lo comprendió todo al fin. Tragó saliva. Era algo tan horrible que era imposible imaginarlo.

—Usted —la palabra salió como un borboteo metálico—. Usted lo tenía todo planeado desde el principio. Usted hizo que el arquitecto diseñara las puertas de entrada al Cinco Ocho Cinco con la forma de las mandíbulas de Kronos. Usted se apoderó de mi informe sobre el Cinco Ocho Cinco. Usted hizo borrar del ordenador mi recomendación de estabilizadores triples. Lo sabía… planeó deliberadamente el asesinato de esos cinco mil inocentes…

Quería explicarle su indignación, pero le faltaban las palabras. Sobre todo porque el Vyr estaba sentado en su trono portátil adornado con joyas, sonriendo como si estuviese recibiendo unas alabanzas sinceras y bien merecidas.

—Desde luego, desde luego —reconoció—. Por lo menos, eso intenté. Y ¡qué magnífico sacrificio hubiera sido para el dios Kronos! Sin precedentes, ¿sabe usted? Y una forma segura de enfrentarse con los futuros excesos —dijo, con una sonrisa pensativa—. Para los griegos era un mito: Kronos se comía a sus hijos en cuanto Rea los paría: a Zeus, a Hestia, a Démeter, a Hera, a Hades, a Poseidón. En otras civilizaciones antiguas era una realidad. Los filisteos tenían los tophets, que eran grandes estatuas de Moloc de bronce, huecas, en las que quemaban vivos a los niños. Los moabitas sacrificaron a siete mil cautivos a su dios Kemoth, después del sitio de Nebo. Los persas también practicaban el sacrificio humano. Si un sacrificio humano es bueno, una docena es mucho mejor, y cien son todavía mucho mejores. Los aztecas eran de los mejores: miles de ofrendas humanas, en una ceremonia que duraba días enteros. Corazones arrancados, cabezas cortadas.

Estudió al preso con ojo crítico.

—¿No le afecta para nada lo que le estoy diciendo?

—Oh, no, excelencia, desde luego que me afecta. Y me ha dejado claras muchas cosas.

—Entonces no está totalmente despistado, ¿verdad?

—No. Pero hay un par de cosas que siguen intrigándome.

—¿Y bien?

—¿Por qué no me ha mandado matar inmediatamente?

—Es fácil responder a eso. Como bien puede haber sospechado en la cancillería, necesitábamos un chivo expiatorio para mostrarlo al público. Necesitábamos un Konteau vivo para el juicio.

—Se proponían dar al público una versión, y otra muy diferente al Cónclave.

—Exactamente, Konteau. Verá usted, tengo que actuar políticamente a dos niveles. El primero es el de mis iguales, los Vyrs, y el del Cónclave próximo; el segundo, el de mis cinco millones de súbditos fíeles, inocentes, que no sospechan nada. Necesito verdades a dos niveles diametralmente opuestos el uno al otro. Mi público profano me ve eliminar y destruir al malvado: a usted, Konteau, por cuya negligencia murieron cinco mil personas. El Cónclave de los Vyrs contempla un espectacular sacrificio al dios Kronos, y ve en mí al próximo Jefe Supremo.

El Vyr se frotó la barbilla, y estudió el techo sobre la cabeza de Konteau.

—No fueron los únicos motivos por los que decidimos no matarlo inmediatamente. Temimos, por ejemplo, que el Concejo y otras mentes estrechas podían creer que su ejecución apresurada se debía a una creencia por mi parte de que el Cinco Ocho Cinco se podía salvar todavía. Y, por supuesto, nunca soñamos en que usted sería capaz de recuperar el asentamiento. Fue un logro increíble, Konteau.

Hizo una pausa, y dejó escapar un largo y triste suspiro.

—Pero es muy triste. Al rescatar el Cinco Ocho Cinco, echó por tierra un proyecto que no sólo habría resuelto un gran problema social, sino que habría garantizado mi elección como Jefe Supremo. Con mi elección, el sistema solar acabaría siendo regido por una teocracia benigna; sólo sería cuestión de tiempo. Ahora tendremos que intentar alguna otra cosa.

Qué pena, pensó Konteau.

—Pero ¿cómo podía estar tan seguro de que los estabilizadores fallarían inmediatamente antes de la muerte del viejo Jefe Supremo? —dijo.

—No estábamos absolutamente seguros, por supuesto. Michaels nos dio un valor probable, con un error máximo de un mes. Salió bastante bien.

—¿Y si el asentamiento desaparecía en vida del Jefe Supremo?

—Habría muerto poco después —los ojos de serpiente se clavaron en Konteau, sin pestañear.

—Lo eché todo a rodar —dijo el hombre del tiempo.

—Desde luego que sí. Pero eso no es lo peor.

—¿Todavía hay más? —dijo, con verdadera sorpresa.

—Ha ofendido gravemente a los inquisidores, y a mí mismo, Konteau.

Pero somos magnánimos, y podemos aceptar su muerte como plena disculpa.

Pero su ofensa al dios es una cuestión muy diferente.

Se inclinó hacia delante, y sus ojos perforaron el único ojo de Konteau. La boca del aristócrata formó una mueca.

—¿Sigue sin arrepentirse?

—¿De salvar a cinco mil almas?

—¡Déjese de palabrerías, Konteau! El Defensor de la Fe no ha venido para oír tonterías.

—Pero ¿qué es, exactamente, lo que he hecho y de lo que me tengo que arrepentir?

La acusación cayó como una avalancha de rocas.

—Ha robado al dios.