SI —respondió Konteau con cautela—, es mío. Y así empezó la conversación más sorprendente de su vida.
—Hijo —dijo el sheriff, no sin cierta amabilidad—, ¿cuánto retraso llevas exactamente?
Konteau se quedó de una pieza.
—Unos diez minutos.
—¿Te esperarán? —preguntó el otro en voz baja.
Esta pregunta tenía algo de maravilloso.
—En realidad, no lo sé —tartamudeó Konteau—. Les ordené que no lo hicieran.
—O sea, que puedes estar metido en un buen lío, ¿no?
—Sí —el monosílabo tembló en el aire.
—¿Una falla local?
—¿Una falla? —repitió estúpidamente.
—Ya sabes: una falla, una fisura, un temblor. Tu equipo no puede quedarse allí demasiado tiempo: pueden perder las coordenadas. No serían capaces de volver. Tú ya lo sabes.
Konteau estudió a este hombre, y luego estudió las expresiones de Peter Cooper, de Edgar Poe, de los del tren, del populacho de Ellicott’s Mills que se iba agrupando. De repente, cayó en la cuenta de algo que casi lo dejó inconsciente. Cuando volvió en sí…
—En una falla de tiempo se puede perder todo un pueblo —decía tranquilamente el sheriff—. Un asentamiento, creo que así los llaman ahora. Y me juego lo que sea a que así sucedió. Habéis perdido un asentamiento entero. Habéis vuelto a buscarlo, y tú has encontrado el estabilizador, y no es más que un sencillo: deberíais haber instalado dobles, incluso triples quizá.
—Recomendé triples. Pero instalaron sencillos, a pesar de ello.
—¡Ajá! Juego sucio en alguna parte. Pero ¿vais a juntarlo todo, a preparar un triángulo estable? Si es que tus dos compañeros te están esperando allí todavía, como duendecillos buenos —añadió en tono de pregunta.
Konteau miró la cara curtida por el sol… el magnífico mostacho con puntas caídas… los ojos negros y relucientes… la nariz de halcón. ¡Ya te conozco! Te he visto muchas veces. En fotografías, en hologramas, hasta en estatuas. Intentó comparar este rostro con la cara benigna de la estatua del parque Ratell. Sí que se parecía algo.
¿Era éste el hombre que había escrito las profundas Filosofías del Tiempo, el que había concebido las Nueve Ecuaciones (tan complicadas y tan terriblemente sencillas a la vez), y el que había diseñado las máquinas que permitían aprovecharlas? ¿Se escondía tras aquel bigote el rostro del genio escurridizo, al que se había dado por muerto hacía mucho tiempo, el que había fundado el primer asentamiento, allá en el Pérmico, cambiando para siempre el aspecto de la civilización?
No era posible. Este hombre tendría que tener casi trescientos años. Pero… pero… ¿y la teoría del viejo Zeke Ditmars, que decía que Ratell había llegado a conquistar totalmente el tiempo, y que había encontrado la manera de no envejecer? Pero ¿qué hacía el gran hombre aquí, en este rincón de la América del siglo diecinueve? Había leído cosas… El carácter de Raymond Ratell tenía otras facetas, además de las que se reflejaban en la historia oficial. Tenía un carácter exuberante, una faceta que contradecía el orden mundial férreo que había surgido como consecuencia de su propia labor. Los rumores tenían razón. Ratell, espíritu libre. Ratell, frío jugador del Mississippi. Ratell, forajido. Ratell, gourmet. Ratell, sheriff con buena puntería.
Si es este…
Buscó con su ojo bueno, y encontró los grandes gemelos de camisa de oro con un reloj de arena de esmalte negro y rodeados de piedras preciosas que relucían al sol.
—¿Es usted…? —empezó a preguntar Konteau.
—Bueno, hijito, no te emociones. Vamos a pasar al otro lado de este muro para poder hablar a solas. Perdonen, amigos, tengo que interrogar al preso.
Guió al viajero hasta un nicho en la pared.
—Terminaremos este pequeño edificio el año que viene —dijo tranquilamente—. Y será la primera estación de ferrocarril de los Estados Unidos de América. Toda de granito. Va a durar cerca de cuatrocientos años. La hundieron cuando aplanaron toda la zona para construir Delta.
—Señor Ratell…
El sheriff levantó una mano.
—Veo que tienes mucha prisa. Bueno, yo también. Pero tengo tiempo de charlar un rato. ¿Sabes por qué volví aquí, a este lugar y en este tiempo?
—No. ¿Por qué?
—Por la comida, muchacho. Me has hecho dejar un almuerzo sensacional, allá en el hotel Ellicott’s —indicó con la cabeza un bonito edificio de granito, al otro lado de la calle—. Lo sacan todo de la bahía. No de la bahía de Chesapeake que tú conoces, en el siglo veintiséis. Te hablo de la del siglo diecinueve, antes de que la contaminación la matase. Te adentras en una barca, te asomas con una sartén en la mano, y las escorpinas se pegan por saltar en ella. Las traes, y te traes de paso unos cubos de cangrejos y de ostras. Ah, muchacho, la escorpina a la parrilla con mantequilla y perejil picado, con una guarnición de rábanos picantes. Con unos cangrejos bien sazonados… mezclas la carne con leche, mostaza, pimienta verde (no eches pimienta de Cayena), mantequilla y pan rallado. Lo doras con cuidado, en el horno. Todo ello después de las ostras asadas y de los buñuelos de almejas.
—Señor Ratell…
—No me interrumpas, hijo. Lo primero, por supuesto, fue la sopa de ostras. Para hacerla, mezclas cebollas, clavos, unas lonchas de jamón, un poco de harina, nata, claras de huevo… —suspiró, y se le quedó fláccido el bigote—. Menos mal que por lo menos me tomé la sopa. Me temo que todo lo demás ya estará helado. ¿Sabes lo que has hecho, muchacho? Si lo estudiamos fríamente, quiero decir —dirigió a Konteau una mirada dura.
—¿Qué? —respondió Konteau, intranquilo.
—Has cambiado un asentamiento de nada, unos cuantos miles de subnormales sin rostro, por un verdadero almuerzo al estilo de Maryland de mil ochocientos treinta, con salsa de terrapene al vino de Madeira. Eso es lo que has hecho.
—Bueno…
(¿Terrapene? ¿Dónde había oído esa palabra?). Konteau estaba nervioso. Le estaban achacando delitos más deprisa de lo que podía defenderse. ¡Razón de más para darse prisa!
—Pero ¿cómo ha llegado aquí? Yo creía que todo el milenio a partir de 1942 era territorio prohibido.
—Sí, bueno, es verdad. Pero yo tengo patente de corso.
¿Y qué quería decir eso? Konteau pensó que era mejor no hacer preguntas. Respiró hondo.
—Señor Ratell, ha sido maravilloso poder conocerle, pero tengo que ponerme en marcha enseguida si quiero tener alguna oportunidad.
—Tienes razón. Te diré algo rápidamente. Existe una manera de recuperar el tiempo perdido; la mayor parte, por lo menos.
—¿Está seguro? —dijo Konteau, con ojos de asombro.
—Bastante seguro. La verdad es que nada es seguro cien por cien en esta vida, hijo. Pero creo que tienes poco donde elegir.
—¿Y podré sacar el estabilizador?
—También. Sólo que hay un problemilla.
—¿Cuál es?
—Que si funciona, te quedas vagando por el Tiempo. Nunca llegarías a ninguna parte. La soledad te volvería loco, si no te mueres de habré antes.
—Como ha dicho, señor Ratell, tengo poco donde elegir. ¿Qué tengo que hacer?
Varias cosas. Recupera el trazador, lanza una línea de tracción a aquel estabilizador, y marca un combinado doble especial, para retrocoordenadas de tiempo y espacio. Tal que así. Y ahora, un pequeño consejo.
—¿Señor?
—Hijo, te han montado una encerrona allá en el dos mil seiscientos y pico. ¿Conoces el mito según el cual Kronos se comía a sus hijos?
—Sí, desde luego.
—Pues algunos de los Vyrs, sobre todo los maltusianos, han profundizado en el concepto. Para ellos no es exactamente un mito. ¡Apártate de los Vyrs y de sus inquisidores!
¿Qué podía decir a esto? Era una simple confirmación de sus peores sospechas, pero no tenía tiempo de comentarlo, ni siquiera a este gran hombre.
—Entendido —dijo simplemente.
—Y, hijo, unos comentarios finales. Tienes una vena de idealismo: es un defecto en una personalidad que, por lo demás, está bien integrada. No importa. Lo puedo dejar pasar. Nadie es perfecto. Pero deja que termine con un consejo. No va a curar tus defectos de personalidad, pero te puede servir en otro sentido. ¿Quieres oírlo?
—Desde luego.
—Bueno, pues allá va. Si te encuentras en un país lejano, junto a una dama atractiva pero que no se decide, intenta fundir su corazón con una comida al estilo de la bahía de Chesapeake. Te garantizo los resultados.
—¡Que no se te olvide!
—No, no se me olvidará. Pero…
—Y si decides dejar de trabajar para la Viuda, vuelve aquí. Con la llegada del ferrocarril, y con todos los bandidos que van a aparecer, necesitaré un buen ayudante de sheriff.
—Gracias. Lo tendré en cuenta. Y ahora déjeme despedirme de mis nuevos amigos.
—Sí, desde luego.
Konteau se colocó a Mimí en la órbita vacía, lanzó una línea de fuerza al estabilizador y dirigió un gesto de despedida a los asombrados Peter Cooper, Edgar Poe y Horatio Alien, y a los boquiabiertos habitantes de Ellicott’s Mills. Y pulsó el interruptor de su equipo.