GRUÑO, abrió los ojos y levantó la vista. Percibió entre la penumbra algunos rostros que lo miraban. Advirtió que estaba tendido en un catre improvisado, dentro de una especie de cobertizo primitivo. Se veía que el techo era de tablas toscas. Había una ventana pequeña, cuyos vidrios dejaban pasar un haz de luz natural. El interior estaba iluminado por medio de un aparato portátil muy poco potente. Supuso que se trataba de una lámpara de petróleo con fanal de vidrio.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó una de las caras.
El acento le resultaba muy cerrado, pero parecía que se preocupaban de verdad por su salud, y él lo apreció. Se llevó la mano a la sien.
—Podría encontrarme mejor. ¿Qué ha sucedido?
Se ha llevado un buen golpe en el coco. Soy el doctor Wright. Deje que le mire a los ojos. Ah, perdón, sólo tiene un ojo. Bueno, así no puedo comparar la dilatación de los iris, creo yo. ¿Siente náuseas?
—No. Ayúdenme a levantarme, por favor.
—Yo no se lo recomendaría…
—Doctor, es cuestión de vida o muerte.
Se incorporó. Todos los huesos estaban en su sitio. Tendría algunas contusiones. Palpó su mochila delantera. Parecía que estaba intacta. ¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente? Se remangó y consultó su reloj. Se oyó una exclamación de asombro. Habían advertido la esfera brillante del reloj. Había estado desmayado una hora y media. Le quedaban treinta minutos. Hay que moverse, Konteau. Pero primero hay que enterarse.
—¿Qué ha sucedido? —volvió a preguntar.
—¿Que qué ha sucedido? —fue la triste respuesta—. Que ha hecho que el vapor retrocediese cien años. ¡Eso es lo que ha sucedido!
—¿Cómo?
Contempló al que había hablado. Era un hombre con anteojos, que llevaba unas patillas que le llegaban hasta la barbilla.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Peter Cooper, señor mío.
—Y yo soy James Konteau. ¿Qué es eso del «vapor»? Haga el favor de explicármelo, señor Cooper.
—¿Quiere oír la triste historia?
—Si tiene la bondad…
—Muy bien. La oirá. He construido con mi propio dinero una nueva locomotora, la Pulgarcito. Los de la Compañía de los Caminos de Hierro de Baltimore y Ohio no creían en ella. Llevan varios años con trenes de caballos entre Baltimore y Ellicott’s Mills, a trece millas por el valle de Patapsco, cambiando los caballos en la posta. El viaje dura una hora y media, y hacen cuatro viajes al día. Yo les dije que Pulgarcito era capaz de hacer el viaje en la mitad del tiempo. En los tramos rectos, mi pequeña locomotora puede alcanzar las dieciocho millas por hora. Demuéstrelo, dijeron ellos. Organicemos una carrera contra un caballo, en tramos paralelos. Y eso hicimos, y yo iba ganando. Pero cuando faltaban pocas millas para llegar a Baltimore, usted decidió saltar a bordo. Estropeó la correa del compresor. No pudimos repararla. El compresor no funcionaba, y sin compresor no se puede cargar bien la caldera. Cayó la presión del vapor, y perdimos potencia. Su caballo —era la yegua gris, la mejor— nos alcanzó. Perdimos. Perdió el vapor. Una desgracia, señor Konteau —concluyo con tristeza.
—Lo siento de verdad, señor Cooper. Intentaré reparar el daño. Pero antes de enfrentarnos a su problema, necesito datos para el mío.
—¿Datos?
—Información.
—Ah. ¿De qué tipo?
El señor Cooper se iba a quedar de una pieza, pero poco podía hacerse. En alguna parte, a pocos kilómetros, Mimí estaba flotando sobre el estabilizador número uno. Estaba emitiendo una señal continua (esperaba), para que la recibiera su equipo. Pronto lo sabría. Pulsó los botones de preparación de mapas, y empezó a salir una hoja de papel por una ranura del equipo. Todas las caras se empezaron a quedar boquiabiertas en la penumbra. Arrancó el papel y se dirigió a Cooper.
—Aquí hay una caja oscura muy pesada —dijo, señalando una colina entre dos ríos—. ¿Reconoce el lugar?
—Por supuesto. Es Ellicott’s Mills, entre los ríos Patapsco y Tíber. Y parece que estaría ni más ni menos que en el centro de la nueva estación que está construyendo la compañía B y O.
¡Qué suerte! Ahora tenía que ponerse a pensar. Podía seguir las vías con su equipo antigravedad, hasta llegar a Ellicott’s Mills. Estaba a trece millas, es decir, a veintiún kilómetros. No le daría tiempo. A diez kilómetros por hora tardaría más de dos horas. Y luego, al llegar a aquel lugar remoto, ¿no tendría problemas con los del pueblo? ¿Qué pasaría si se encontrase con fuerzas armadas custodiando el estabilizador? Podría matarlos a todos, por supuesto. No, no podría. Era impensable. Dijo con rapidez:
—Tengo que llegar a Ellicott’s Mills en seguida. ¿Cómo podría ir?
—El primer tren de caballos pasa esta tarde a las siete —dijo Peter Cooper.
Konteau volvió a consultar su reloj. Ya había perdido cinco minutos, desde que había vuelto en sí. Y si se retrasaba, ¿le esperarían Helen y Artoy? ¿Por qué deberían esperarle? Tendrían derecho a suponer que había muerto. La espera sería muy peligrosa para ellos. La ubicación del Cinco Ocho Cinco podría verse sacudida por otro temblor de tiempo en cualquier momento. No, no lo esperarían, y él lo disculparía. Dijo:
Vamos a volver a llevar su locomotora de vapor a Ellicott’s Mills.
No se puede, señor Konteau —dijo uno de los hombres, con respeto—. El compresor está averiado. La correa se sale de la polea ¿no lo recuerda?
—¿Quién es usted?
—Horario Alien, maquinista, señor.
—¿Y este buen hombre?
Se adelantó una cuarta persona.
—Ross Winans, señor. Ayudante del señor Cooper, y hombre para todo —dijo con orgullo.
Konteau advirtió la presencia de un quinto hombre en la penumbra, junto al doctor Wright. Era un joven, de poco más de veinte años quizá. El extraño medía cerca de un metro setenta, y tenía ojos atentos y profundos, bajo una ancha frente. Y le resultaba conocido, en cierto modo. Pero el joven no dijo nada, y Konteau decidió no hacerle caso.
El viajero del tiempo se dirigió a la puerta del cobertizo y se asomó al exterior. La Pulgarcito estaba sobre una plataforma giratoria, a pocos metros. Llegó hasta la máquina y la estudió con ojo crítico. Siguió los tubos con la mirada.
—¿Ha utilizado cañones de mosquete como tubos de vapor? ¡Qué ingenioso!
—Dan buen resultado —reconoció Cooper con modestia—. Y son baratos.
—¿Quedan más en el taller?
—Varios barriles llenos.
Estudió las posibilidades. ¿Qué sabía él de locomotoras de vapor? Poca cosa. Lo que había advertido al estudiar el pequeño modelo de vapor en la sala de juegos, allá en Xanadú. Cli-cli-cli-cli. Sonrió. Empezaba a recordar. Sabía lo que debía hacer. Iba a transgredir la norma número uno, e iba a llevar al pasado un poco de la tecnología moderna.
—Cañones de mosquete. Necesitaremos un par de ellos más.
—Winans… —empezó a decir Cooper.
Pero el ayudante ya se había dirigido al cobertizo. Volvió en seguida, cargado de cañones de mosquete.
—¿Qué pretende hacer? —preguntó Cooper, intranquilo.
—Vamos a desviar el vapor de los pistones, hacia el interior de la caldera. Eso le dará buena compresión. No le hará falta el compresor.
—Pero habrá que llamar al herrero, encender la fragua… Tardaremos varias horas.
—Nada de eso.
Konteau extrajo los cables de su mochila delantera, y soldó rápidamente por electrofusión un cañón de acero al escape del pistón. Calentó el cañón y lo dobló, formando una curva. Soldó otro cañón al extremo, y así sucesivamente hasta llegar a la parte superior de la caldera. No había tiempo de comprobar si había fugas. Tampoco importarían algunas fugas pequeñas, en todo caso.
—Le observaban llenos de asombro.
Cooper fue el primero que se recuperó.
—Tenemos agua, pero necesitaríamos algo de leña.
—No, yo pondré la energía térmica.
—¿Cómo? ¡Ah, el calor!
—Ahora, caballeros, ¿podemos darle la vuelta? —dijo Konteau.
Los cinco empujaron la plataforma giratoria. Giró ciento ochenta grados, y la pequeña locomotora quedó orientada hacia la vía.
—Usted no es de por aquí, ¿verdad? —jadeó Cooper.
—No —dijo Konteau, sin dar más explicaciones. Sería peor todavía. Hurgó un momento en su equipo, y colocó una buena carga electrotérmica en el fogón. Éste empezó a brillar, y se oía el bullir del agua que empezaba a hervir.
Detrás suyo, el joven silencioso de ancha frente se acercó para observar. Esta vez Konteau le dirigió una buena mirada de reojo. Desde luego, este joven le resultaba extrañamente familiar por algún motivo. ¿Nos hemos visto antes? —se preguntó Konteau—. Es imposible. Pero… Empezó a golpearle el corazón. Recordó los hologramas de Xanadú. Había visto… había oído. ¡Conocía a este hombre! ¿Cómo enfrentarse a la situación? Se dirigió al grupo con voz despreocupada pero rápida.
—Este viaje va a ser inolvidable. Nos vendría bien un escritor que fuese capaz de preparar un reportaje para las revistas. ¿No habría entre ustedes…?
El joven tomó la palabra.
—Señor mío, me llamo Edgar Poe y soy de Richmond. Tengo aspiraciones literarias, aunque todavía no he publicado gran cosa. Ahora me dirijo a West Point; iba a pasar la noche en Baltimore. Me gustaría mucho ir con ustedes e informar del caso a las revistas.
—Por supuesto, señor Poe. Encantado de tenerlo entre nosotros.
Konteau le dio la mano ceremoniosamente. Intentó recordar. Hacía un par de años, el joven había publicado un libro muy delgado, Tamerlán y otros poemas. Nadie había prestado atención. Pero eso era todo. A Helen era cosa del futuro, como todo lo demás: diecinueve años de sufrimientos, de júbilo, de destrucción. No quería, no podía contar nada de esto al poeta. Retrocedió, consultó su reloj y dijo con voz monótona:
—Comprobación de tiempos, por favor.
Se oyó una campana a lo lejos. Contó las campanadas.
—¿Las tres de las tarde?
Es decir, las quince. Era el límite. Había dado permiso a Helen y a Artoy de que se marchasen; incluso se lo había ordenado.
Cooper extrajo un reloj de oro y lo estudió a través de sus anteojos con montura de acero.
—Más o menos. A los de la iglesia baptista les suele gustar ir algo adelantados.
—Estamos listos —dijo Konteau—. Todo el mundo a bordo. Agárrense a algo. Señor Poe, agárrese a aquella baranda. Adelante, Alien.
El maquinista asió la barra del estrangulador y la fue extrayendo lentamente. La máquina tembló. Las bielas salieron lentamente, y las ruedas empezaron a girar. Los cilindros enviaban bocanadas de vapor inerte a la caldera. Vieron salir una nube de vapor de la chimenea, iluminada por el sol de la tarde.
Pulgarcito empezó a traquetear por las vías, lentamente al principio, luego cada vez más deprisa. Cada vez metía más ruido. Y allá vamos pensó Konteau.
—¿Cuál es su velocidad punta? —grito a Cooper.
—Está diseñada para hacer dieciocho millas por hora, en tramos rectos. Mucho menos en las curvas. El camino sigue el río: es muy tortuoso.
—¿Vías de acero?
—Algunas son de acero, y otras de hierro.
Estaba bien. Podría ceñirse a las curvas magnetizando las ruedas.
—¡Más deprisa! —gritó a Alien—. ¡A toda potencia!
—¡No! ¡No! ¡Descarrilaremos! —gritó el ingeniero—. ¡Las curvas!
—¡No, no descarrilaremos!
—¡Pero reventará la caldera! ¡Nos matará a todos!
—¡No reventará! La chapa es buena. ¡Aguantaría el doble de presión!
Quitó a Alien el mando del estrangulador.
—¡Agárrese a la baranda!
Horatio Alien miró a Peter Cooper, como pidiendo su ayuda, pero éste no hizo nada. Todo lo contrario. El gran empresario, ebrio con la velocidad increíble de su demonio de hierro, de hecho estaba ayudando al extranjero a tirar del estrangulador. El maquinista se dirigió entonces a Edgar Poe, que le devolvió una mirada triste y filosófica, como si se tratase de una desgracia como otra cualquiera de las que sufría en su vida destrozada. Alien soltó un quejido, y murmuró entre dientes algo sobre quién iba a cuidar de su viuda.
Dejaron atrás granjas borrosas; formas difusas que Konteau supuso que eran árboles; largas superficies rocosas de color gris de granito. Los acantilados y las escarpaduras devolvían los ecos de su viaje insensato.
—¡Pasamos por la posta! —gritó Cooper al viento.
Se percibió un grupo de edificios junto a las vías, y desapareció al instante.
—¿La posta? —pensó el hombre del tiempo—. Ah, sí, era donde cambiaban los tiros de los trenes de caballos.
La cuesta se hacía más pronunciada. Iban llegando a la divisoria, al borde geológico que separa la meseta de las llanuras aluviales.
—¡Señor Cooper! —gritó Konteau.
—¿Señor?
—Pronto llegaremos, tenemos poco tiempo para hablar. ¿Me permite algunas sugerencias?
Iba a transgredir la norma número uno algunas veces más. Ya daba igual.
—¡Sí! —gritó Cooper.
Trazaron una curva cerrada, traqueteando. Konteau contó a los viajeros con la mirada, para cerciorarse de que no se habían dejado a ninguno por el camino. Alien le miró, pálido, suplicante. El viajero del tiempo no le hizo caso, y volvió a dirigirse al diseñador. Alzó la voz.
—Esta caldera está en vertical. Es un error. Póngala horizontal: así bajará su centro de gravedad, aumentará su estabilidad en las curvas y reducirá la resistencia del viento.
—Son buenas ideas —gritó Cooper—. ¿Algo más?
—Recaliente el vapor, para reducir las pérdidas por condensación en el cilindro.
—¿Y?
—Ponga un techo para proteger al señor Alien del mal tiempo, sobre todo en invierno.
—Continúe.
—Ponga otro vagón, inmediatamente detrás de la máquina, para llevar la leña. O, mucho mejor, el carbón.
—Estupendo, estupendo. ¡Oh! Hemos chocado con algo.
—¡Era una vaca! —exclamó Alien.
—Instale una gran cuña delante de la máquina —dijo Konteau, en voz alta—. Apartará el ganado; incluso sin hacerle daño.
—¡Más despacio! —anunció Cooper—. ¡Llegamos a la ciudad!
Konteau empujó el estrangulador.
—¿Y no saben que llegamos?
—No.
—Podía instalar un silbato de vapor. Un cierto número de pitidos podría querer decir «¡Aquí estamos!».
—Magnífico, señor Konteau. Pero ahora despacio, despacio. Vaya, hay toda una multitud en la estación.
—¡Estupendo!
—¿Por qué estupendo?
—Eso quiere decir que mi estabilizador sigue allí. Se han reunido a su alrededor.
La locomotora fue traqueteando hasta quedar parada.
—Comprobación de tiempos —dijo Konteau.
—¿Las tres y ocho minutos? —dijo Cooper. Sacudió su reloj, y se lo llevó al oído—. ¡Ay de mí!, creo que se ha estropeado.
—Su reloj está bien. Son de verdad las tres y ocho minutos, hora local.
—Pero… trece millas en ocho minutos… ¡Son casi cien millas por hora! —dijo Cooper, horrorizado—. ¡Es imposible, señor Konteau!
—Digamos que es irrepetible —dijo Konteau secamente.
Y ahora iba a transgredir las reglas de nuevo. Se volvió a sus compañeros de viaje, y se dirigió al joven.
—¿Señor Edgar Allan Poe?
—¿Señor? ¿Cómo ha sabido mi segundo nombre?
—No tengo tiempo, señor Poe. Una pregunta. Tengo que saberlo. ¿Quién era Helen?
El poeta en ciernes le miró fijamente.
—¿Y quién es usted?
—No se lo puedo explicar… Creo que no lo entendería. Tenga la bondad de responderme deprisa, por favor. ¿Quién era Helen?
—Pero todavía no he publicado A Helen. Es imposible que lo conozca.
—Hágame el favor, señor Poe. Es muy importante para mí.
El grupo contemplaba la escena lleno de asombro. Alien lanzó una mirada a Cooper, que se encogió de hombros como diciendo «están locos los dos».
—Si usted sabe todo eso, quizá tenga derecho a hacer preguntas —dijo Edgar Allan Poe—. Helen era Jane Stith Stanard, madre de un amigo mío de la infancia, allá en Richmond.
—¿Tenía rizos de jacinto?
—Sí, y aires extraños de náyade.
—¿Y un perfil clásico?
El literato se quedó boquiabierto.
—¿La conoció, señor Konteau?
—¿Qué fue de ella? ¿Qué fue de la señora Stanard?
—Murió loca, hace cuatro años. Era muy joven —dijo Poe, con una tristeza infinita—. Está enterrada en el cementerio de Shockoe.
La idea retumbó una y otra vez en la mente de Konteau. Loca… loca…
Una parte de su herida causada por Helen se estaba cauterizando con un hierro al rojo. La de su Helen. ¿No estaba desapareciendo su angustia ante la mente catastrófica de este desgraciado en potencia, como cuando se apaga un incendio haciendo explotar una carga de dinamita? ¿Había acabado todo? ¿Estaba curado? ¿Quería curarse?
—Gracias, Edgar —dijo con voz cansada—. Ve con Dios. Y ahora tengo que encargarme de mi caja negra —dijo, dirigiéndose a los demás.
Cruzó las vías, seguido de sus compañeros, y se detuvo ante la puerta de la estación a medio construir. Se había reunido una muchedumbre, que rodeaba los muros bajos de granito.
La caja negra del estabilizador estaba aproximadamente en el centro del suelo de tierra batida. Mimí flotaba a un metro por encima y emitía destellos siniestros.
En la puerta había un hombre que contenía a la multitud. Era alto, y llevaba un mosquetón, una estrella de plata y unos enormes mostachos. Se dirigió a Konteau sin dudarlo.
—¿Es esto suyo, buen hombre? —dijo con voz pausada.