11 - El viaje

SE dio la vuelta al llegar a la salida del fondo.

—Los Casacas Grises están vigilando todas las puertas, incluyendo el pórtico del Cinco Ocho Cinco. Tendremos que dar algunos rodeos.

—Qué bien —murmuró Artoy.

—¿Cuál es tu destino último? —preguntó Helen.

—Donde se perdió el contacto con el Cinco Ocho Cinco. Nos dirigiremos al emplazamiento original, y empezaremos a buscar desde allí.

—Es una aguja en un pajar —protestó Artoy.

—Es peor —reconoció Konteau, con voz amable.

—No podemos saber si la fractura temporal del Cinco.

—Ocho Cinco sigue activa —dijo Helen con preocupación—. Si sigue creciendo, nos atrapará y nos arrastrará.

—Es verdad —dijo Artoy—. No se puede detectar una fractura temporal hasta que se está dentro de ella, y entonces es demasiado tarde. Es peor que las arenas movedizas. Esto es cada vez más estúpido.

Konteau sonrió.

—Pensaba que no creías en los temblores de tiempo.

—Bueno, quizá, a veces… Vas a hacer que nos matemos. Vamos a morir los tres —añadió el topógrafo.

—Todo el mundo muere, tarde o temprano —dijo Konteau filosóficamente—. Mientras tanto, saldremos por esta puerta a uno de los túneles laterales, y luego tomaremos un vehículo hasta un túnel secreto de acceso al Cinco Ocho Cinco. No figura en el plano general de Delta, y no creo que lo vigilen. Pero, antes de nada, vamos a sincronizarnos. He estado fuera. ¿Ha habido cambios de pilotaje para finales del Triásico, en los últimos cuatro días? —preguntó a Helen.

—Uno pequeño. Lo cargaré en tu equipo —le alcanzó el cable—. Control de Instrumentos ha desconectado la comprobación de tiempos en relación al pulsar P5R. Dicen que se ha detectado una variación minúscula, seguramente debida al paso de la radiación del pulsar por el recorrido sinusoide del sol a través del plano galáctico.

—¿Podemos pasarlo a comprobación general? No me gustaría perderlo del todo.

—Desde luego.

¡Por Kronos! Le encantaba el sonido de su voz.

—¿Todo el mundo preparado? ¡Allá vamos!

El pasillo subterráneo estaba mal iluminado. Se encontraron de repente con el final, cerrado por una pesada hoja de bronce. A Konteau le latía el corazón más deprisa. ¿Había estado allí antes? Esa puerta tenía un aspecto extrañamente familiar. ¿Un caso de deja vu? No. Ahora sabía que ésta era la gran puerta de sus sueños. D(Al)eth. Pero no podía dejar de pensar en ello. Los sueños no eran más que deseos y miedos inconscientes; no eran hechos, no eran predicciones verdaderas. Y era natural que la puerta le resultase familiar: seguía el diseño habitual de los pasillos secundarios de delta. Las había visto antes. Pero se planteaba una buena pregunta: ¿quién sería el muerto?

Konteau observó cómo Artoy registraba la pared y encontraba el botón de «Abrir». Lo pulsó, pero no sucedió nada.

—Los daños llegan hasta aquí —murmuró Helen.

—Puede —dijo Konteau—. Pero es más probable que los contactos estén corroídos.

Descubrió la manivela manual de la puerta y le dio un tirón. No se movió nada.

—Apartaos.

Retrocedieron una docena de metros. Él tomó los explosivos que llevaba en la mochila, ajustó el disparador y luego se unió a ellos. La explosión se produjo algunos segundos después, seguida de una nube de polvo y del olor del metal incandescente. Luego, silencio.

Se aproximaron con cuidado al gran agujero, e iluminaron el gran vacío grisáceo con haces de luz. Seguía sin oírse nada.

Konteau se inclinó hacia delante, se sacó el ojo artificial con gesto de experto, y lo arrojó a aquel vacío insondable. La pequeña esfera se quedó flotando allí, a algunos metros de ellos, emitiendo destellos y pitidos.

Helen frunció el ceño.

—Esa señal atraerá a los Casacas Grises.

—No se puede evitar. Tenemos unos diez minutos.

Dirigió al ojo artificial para que siguiese un patrón lógico de búsqueda, una serie de círculos cada vez más amplios. Como la paloma que soltó Noé desde el arca —pensó Konteau—, y con la misma pregunta. ¿Volvería el ojo con alguna señal de vida?, ¿con algún fragmento del Cinco Ocho Cinco?

Artoy lo contemplaba todo con fascinación.

—Había oído hablar de tu Mimir. ¿Qué hay que hacer para que le den a uno un ojo como ése?

—Lo primero, perder un ojo de verdad en un accidente —contestó Konteau, secamente. El topógrafo no insistió en el tema.

Esperaron.

—Diez minutos —dijo Konteau—. No ha encontrado nada.

Volvió a llamar al ojo, que regresó a su mano.

—Formad el triángulo, por favor.

Ocuparon los vértices de un triángulo equilátero imaginario, de dos metros de lado.

—Conectad —dijo.

Pulsaron los botones de puesta en marcha, y surgieron unas líneas azules luminosas, temblorosas, difusas, entre sus equipos delanteros, que unían a los tres. Quedaron unidos con líneas de fuerza tremendamente poderosas.

Artoy miró por el pasillo que había a su espalda.

—Creo que viene alguien —dijo con voz nerviosa.

—Un Casaca Gris —dijo Konteau, tranquilamente—. Tranquilo, Al. Estoy ajustando la entrada en el centro mismo del periodo del Cinco Ocho Cinco: doscientos veinticinco millones, en el Triásico.

La oscuridad del pasillo quedó rota de repente por un haz de luz blanca azulada. Una voz amplificada les gritó:

—¡Quietos! ¡Quedan detenidos!

—¡Va a disparar! —gritó Artoy.

—¡Es muy poco amistoso! —reconoció Konteau. Preparó los controles de su ojo artificial tal y como le había enseñado Ditmars. Le bastaba con un retraso de treinta segundos. Apuntó a la imagen infrarroja lejana con el pequeño instrumento. Apretó el pequeño gatillo. Se formó una línea azul delante suyo, y desapareció instantáneamente; como desapareció también el Casaca Gris, que había vuelto al pasado de hacía treinta segundos. Había vuelto otra vez más allá del recodo del pasillo, donde no podían verle. Konteau volvió a arrojar a Mimí por el agujero de la puerta.

—¡Vamos!

Sus vínculos se estrecharon mientras atravesaban el orificio y salían al silencio exterior. Konteau volvió la vista atrás al pasar, justo a tiempo de percibir otra vez el haz de luz blanca azulada. Se preguntó si el Casaca Gris recordaba haberles dirigido aquel haz de luz hacía treinta segundos. No había forma de saberlo, y la verdad era que no le importaba.

Todos ellos habían saltado al espacio-tiempo antes, y el salto no le pareció diferente a Konteau. Pero tuvo, como siempre, esa extraña sensación de caída; y no simplemente de caída: de caída de cabeza, inexorable, como se cae en la oscuridad agobiante de una pesadilla. Era peor que la falta de gravedad en un viaje interplanetario. Siempre tenía que sobreponerse a las náuseas incipientes. Se preguntaba qué pensarían los otros de él si supiesen que su jefe era tan debilucho. Pero lo más probable es que estuviesen demasiado preocupados por sus propios problemas como para pensar en él.

Extrajo la pantalla estelar de su equipo y la contempló. Los contadores iban reflejando fielmente los intervalos de precesión, cada veinticinco mil años, mientras ellos viajaban hacia atrás, hacia atrás… Contempló cómo iba oscilando el centro de giro aparente de las estrellas, entre Polaris y Vega, más deprisa cada vez. Y ahora no era más que una mancha. Pero todavía se podía comprobar bien la época estudiando la Osa Mayor: Alfa y Eta no formaban parte del grupo local, y se iban alejando rápidamente. Los milenios transcurrían velozmente. Cambio automático a estrellas cuyo movimiento propio se podía medir bien: la estrella Bernard, la Kapteyn, la Groombridge. Seguir las posiciones con el cronómetro de hidrógeno. La última vez que se calibró, la precisión era de ± 2 segundos cada 1015 segundos. El error equivale a menos de dos minutos desde el nacimiento del sistema solar, y esta precisión es absolutamente necesaria. Antiguamente se utilizaba el amoniaco, luego llegó el cesio, y ahora se utiliza el hidrógeno, lo mejor de todo. Pero hay que comprobar todo varias veces. Dos mediciones, tres. La rotación de la tierra se retrasa un milisegundo por siglo. Tomemos una medición de la rotación.

Siete millones A. P., y el primer «golpe».

—¿Recibido? —dijo.

—Comprobado —dijeron las dos voces.

De hecho, el Numero Siete apenas se detectaba, y ni siquiera tenía una boya. Némesis, la estrella oscura compañera del Sol, en su órbita eterna de veintiocho millones de años, había atravesado la Nube de Oort, origen de los cometas, y había arrancado algunos. Oort era una nube atravesada por los cometas, muy lejos del sistema solar, a unas diez unidades astronómicas del Sol, y el paso de la estrella negra a su través había tenido muy pocas consecuencias geológicas en esta ocasión concreta. Los impactos de los cometas que se habían producido sobre la Tierra un millón de años después habían ocasionado pocos destrozos sobre Terra, y el polvo que se había levantado se había ido retirando de la atmósfera en un par de siglos, un simple abrir y cerrar de ojos para la historia geológica. La verdad era que las expediciones-Kron siempre se alegraban de llegar al Número Siete. Quería decir que habían entrado bien por las puertas del tiempo. En este momento, Némesis estaba en su afelio, a 1,4 años luz, su distancia máxima al Sol. No volvería a aventurarse por la Nube de Oort hasta dentro de quince millones de años. El planeta natal era relativamente seguro de momento, aparte de las tonterías de sus formas de vida dominantes.

Algunos de los pasos de Némesis no habían sido tan tranquilos. El Número Treinta y Cinco tenía una boya. Aquí había habido una serie de impactos. Hace casi treinta y seis millones de años, Némesis había desplazado varios trozos grandes de la Nube de Oort, y no habían llegado a la vez. Sus impactos se habían espaciado a lo largo de centenares de milenios. Konteau había oído ese cañoneo cósmico muchas veces. Cada vez le imponía más.

—El Treinta y Cinco —dijo lacónicamente.

—El Treinta y Cinco —respondió Helen.

Esperaron.

—¿Al? —llamó Konteau.

—Oh… sí, comprobado el Treinta y Cinco. Pero…

—¡Quietos todos! —gritó Konteau—. ¿Pero qué?

Se quedaron colgados en el tiempo, oscilando entre los últimos siglos de los treinta y cinco millones de años A. P.

—¿Qué pasa? —preguntó Konteau.

—Se me ha estropeado el equipo —dijo Artoy con voz quejumbrosa—. Me salen valores prematuros.

—¿Qué valores?

—Sesenta y tres.

—Imposible —anunció Helen—. No estamos más que en el treinta y cinco.

—Ya lo sé. Por lo tanto, es una avería importante. Me vuelvo —añadió nerviosamente.

—Al —dijo Konteau—. ¿Llevas puesto un anillo de platino?

Oyó una exclamación de sorpresa apagada de Helen.

—¿Un anillo? Sí, llevo un anillo, ¿y qué?

—¡Tíralo con todas tus fuerzas! ¡Deprisa! ¡Ya! —Konteau hablaba rápidamente, con voz gutural y metálica.

—¡No! Ese anillo me costó setenta y cinco jeffs. Estás loco.

Helen intervino, con un cuchicheo apremiante.

—Escucha, Al. El platino que se utiliza en joyería lleva un diez por ciento de iridio. Con el desgaste normal, el anillo va perdiendo peso cada año. Esos residuos afectan a los sensores de iridio de tu equipo. Tu equipo cree que ha llegado a la capa de iridio del Cretáceo, en el sesenta y tres A. P. ¡Tíralo, Al!

—¡Maldita sea, Helen, podías habérmelo dicho! Sabías que nunca había pasado del Mioceno. Muy bien, ya no está el anillo. Os habréis quedado contentos —dijo, con voz de resentimiento helado y salvaje.

Konteau se limitó a sacudir la cabeza. Cada trozo de metal que llevaba un hombre-kron y su equipo debía estar libre de iridio. Lo decían los manuales. Se enseñaba en la academia. Pero de vez en cuando llegaba uno como Al Artoy, que ni leía ni escuchaba. Por lo tanto, además de su búsqueda del Cinco Ocho Cinco tenía que cargar con el problema adicional de cuidar que Al no los matase a todos. Artoy nunca llegaría a recibir su Reloj de Arena. Si seguía mucho tiempo en el Cuerpo, cometería alguna tontería muy grande y se mataría, y seguramente mataría a otros también.

Quizá no en esta misión. Quizá no en la siguiente. Pero acabaría sucediendo.

Bueno, se lo habían advertido; no tenía derecho a quejarse. Su inconsciente, las Norns —bendita(s) sea(n)—, había advertido del peligro. Delta igual a Daleth igual a Al + Deth.

—Al, ¿te da ahora treinta y cinco? —dijo con voz monótona.

—Comprobado —dijo el topógrafo, malhumorado.

—¿Helen?

—Preparada.

—Allá vamos —dijo Konteau—. Ahora, con cuidado todos. La próxima boya es la Sesenta y Tres.

Y ahora tenían que empezar a tener muchísimo cuidado. Sesenta y cuatro millones de años Antes del Presente, Némesis había arrancado un trozo monstruoso del Oort cargado de iridio. Y ¿qué había sucedido entonces? Inmediatamente después, nada. (El tiempo vuela, pero sin prisa). El monstruo se había despedido de sus hermanos cometas, y había emprendido su viaje largo y tranquilo hacia la Tierra. El resto era inevitable. Un millón de años, sesenta y tres millones A. P., se había estrellado contra Terra (algunos dicen que en lo que ahora es el Pacífico Sur). Había producido un cráter de doscientos kilómetros de diámetro, y había llenado los cielos de polvo rico en iridio, enfriándolos y alterando totalmente la ecología de todo el planeta. Había terminado con el Mesozoico y con el reino de los dinosaurios. Los antepasados de los hombres habían sobrevivido porque sabían hacer madrigueras, y porque eran capaces de comer casi de todo (incluidos los cadáveres en descomposición de los reptiles), y porque ya no les perseguían otros depredadores.

Aparte del mítico cultivo-R de Ratell, los seres humanos debían su existencia al cometa Monstro. Si no hubiera sido por aquel gran cometa —pensó Konteau—, los animales con escamas seguirían siendo la forma dominante de vida. Vivirían en grandes ciudades, y seguramente tendrían rebaños de mamíferos como fuente de alimentos.

Era una cuestión interesante, pero no tenía tiempo de pensar en ello porque se aproximaban a los límites del Sesenta y Tres.

Tu equipo lo sabe, y busca el iridio de la capa superficial del barro del Cretáceo, que detecta por análisis de activación de neutrones. En esa superficie de barro, el contenido de Ir solía ser de seis partes por mil millones, mientras que lo corriente en la corteza terrestre era de una décima de parte por mil millones. El aviso se detecta con gran precisión si estás totalmente libre de iridio, y si tu equipo de a. a. n. está perfectamente calibrado. Si no es así, corres un gran riesgo de que el golpe te atrape y te mate.

¡Ah, ahí está la boya de advertencia! Todo funciona bien. Su equipo ha recibido los tres pitidos de aviso, fuertes y claros. Traducción: «¡Peligro! ¡No acercarse!».

—¿Recibido? —preguntó.

—Sí… sí… —oyó sus respuestas apagadas.

No podía verlos, pero por lo menos los otros dos seguían ahí. En realidad, no podía ver nada. Era como conducir por una calle secundaria de un asentamiento, a medianoche y sin faros. O como bajar una escalera oscura, tanteando. Se hacía al tacto, por aprendizaje y por experiencia: despacio, con cuidado.

Una vez superado el Sesenta y Tres, podían acelerar un poco.

Pasó el tiempo, y fueron superando las boyas restantes, una a una, cada una en su lugar esperado. Serían ocho en total. Algunas de ellas marcaban pequeños baches, otras anunciaban verdaderas catástrofes cósmicas. Al llegar a la penúltima, a ciento ochenta millones de años Antes del Presente, lo habitual era reducir la velocidad al mínimo, y seguir adelante con gran cuidado. Lo hicieron.

Encontrarían una boya más que anunciaba una distorsión, la número Doscientos Veinte, a finales del Triásico, a doscientos veinte millones A. P., inmediatamente antes de la ubicación del Cinco Ocho Cinco, en el lugar donde había caído otro gran visitante que procedía de la Nube de Oort y había levantado una nube mortal de polvo que había bloqueado la luz solar, exterminando a la mitad de las especies animales terrestres y marinas. Konteau había llegado a creer que bien podía haber sido esta catástrofe cósmica lo que había distorsionado el flujo ordenado del tiempo en la ubicación del Cinco Ocho Cinco.

—¡Nos acercamos al Doscientos Veinte! —anunció—. ¡Aflojad!

Evitaron la zona temporal en la medida de lo posible; con todo, Konteau llegó a sentir un temblor en su columna vertebral, debido a las turbulencias residuales.

Sólo unos estabilizadores triples podrían haber protegido al Cinco Ocho Cinco de este monstruo. ¿Había recomendado los triples, en realidad?

¡SI!

¡Sondeos! —anunció—. ¿Helen?

—Doscientos veintiuno y subiendo.

—¿Al?

Doscientos veintiuno con cinco.

—Aflojad. Pasamos todos a la escala centesimal. ¿Helen?

Doscientos veinte coma cinco uno.

—¿Al?

No hubo respuesta. Volvió a llamarle:

—Artoy, ¿no tienes medida? Deberías recibir una medida visual.

La respuesta fue un balbuceo nervioso:

Sí… bueno… yo…

Konteau sonrió tristemente. El topógrafo nunca había llegado tan abajo; sufría la fiebre del aterrizaje. Se recuperaría después de aterrizar. Se dirigió a su exesposa.

—¿Helen? ¿Puedes parar y darnos otra medida?

Coma cinco uno seis. Parados en el cinco uno seis.

—Estamos a menos de veinticuatro horas de la fundación. Con eso bastará. Al, Helen, marcad coma cinco uno seis cinco. ¿Entendido?

—Sí —respondió ella.

—¿Al?

—Sí… entendido.

—Caída lenta dijo Konteau.

Iban a llegar en cualquier momento.

¡Ah!

El suelo se empezaba a solidificar bajo sus pies. Era blando, pero resistente en cierto modo. Por lo menos habían caído en blando. No habían aparecido encima de unas rocas puntiagudas, ni sobre una fuente termal de agua hirviente; cualquiera de los dos casos habría presentado un tremendo peligro, ni siquiera con el mejor traje anticaídas.

Y ¿dónde estaba Mimí? Casi había esperado que su ojo artificial le estuviese esperando allí.

Plin-plin-plin…

¡Lluvia!

Levantó la mirada. Estaban al descubierto, sobre un terreno desnudo, vacío y desolado, que llegaba hasta horizontes bordeados de verde. Sobre sus cabezas no había más que neblina, rachas de lluvia, y una pequeña zona despejada por la que intentaba asomar el sol. No importaba. Sabía que estaban donde tenían que estar. El aterrizaje temporal había sido preciso y exacto. Siempre es agradable saber que has acertado exactamente. Porque a veces no se acierta. Buen pilotaje, Helen. Pero si se lo decía, ella iba a ponerse a la defensiva.

Los otros dos estaban cerca de él, en los vértices del triángulo formado por líneas de fuerza.

—¡Aquí estamos! —dijo Konteau—. Desconectad.

Artoy miraba a su alrededor, lleno de asombro.

—¡El Cinco Ocho Cinco ha desaparecido! ¡Todo el asentamiento! ¡Cinco mil personas!

—Desde luego —dijo Konteau, casi distraídamente—. Estoy de pie justo sobre el punto donde debería estar el estabilizador número uno. Donde estaba, podría decirse. Todavía se aprecia la huella. Imposible saber si era sencillo, doble o triple. Pero tomemos este punto como vértice de la triangulación del Cinco Ocho Cinco. Helen, haz el favor de localizar los otros vértices con Al. Debemos descubrir si han desaparecido también los otros dos estabilizadores.

La mujer extrajo de su mochila frontal el teodolito portátil, e hizo una seña al joven, que cargó su equipo antigravedad y empezó a flotar hacia su izquierda, sobre pequeños charcos. Mientras ella seguía haciendo observaciones, Al miraba atrás de vez en cuando. Konteau lo contemplaba por un telescopio. Por último, a una seña de ellos, Artoy se detuvo y se dejó caer al suelo.

—¡Aquí está! —transmitió el joven—. ¡El estabilizador número dos! ¡Y no es más que un sencillo!

—Ah —pensó Konteau—. ¿A quién le sorprende? Eran todos sencillos. Le habían hecho polvo su informe primitivo. Homicidio por alteración de textos. No era un simple asesinato vulgar y rutinario; era premeditado y con refinamiento, con un toque final elegante, aunque macabro. Asesinato a través de una mandíbula de Kronos de exquisito diseño. Y ¿quién era el autor? ¿Qué hombre tenía poder para hacer esto? Paul el Piadoso. ¿Era el Vyr el asesino? No tenía sentido.

—Pídele a Al que tome una medida —dijo a la mujer, con voz sombría.

Aseguraos de que no haya oscilado toda la superficie del asentamiento.

Ella envió una señal. Artoy extendió su mira topográfica plegable, y la puso vertical, después de varios intentos. Empezó a salir una luz amarilla del extremo superior de la mira.

Justo en el blanco —pensó Konteau—. Era una mujer increíble.

Helen hizo señas al topógrafo, y al cabo de diez minutos habían descubierto el estabilizador número tres, en el lugar exacto en que lo habían colocado los diseñadores hacía cinco años. Y, por supuesto, también era un estabilizador sencillo. Salió el sol, casi como si quisiera felicitarles, y de repente empezaron a arrojar sombras, nítidas y negras. Helen y Artoy desplegaron unas viseras.

—¿Entramos? —dijo Helen.

—Esperad un momento. Vamos a explorar un poco.

La pregunta que se les planteaba ahora era: ¿dónde estaba el estabilizador número uno? Sospechaba que encontraría a Mimí en el mismo lugar. Recorrió el paisaje con su ojo bueno. Transmitió a los otros: «Han desbrozado un kilómetro a la redonda, pero se ve el bosque a lo lejos». Estudió con cuidado la franja lejana de vegetación. «Hay coníferas, ginkgos, algunas palmeras. Helechos bajos, con juncos de tamaño medio. Ninguna vegetación de hoja caduca, que yo vea. No cabe duda que es del Triásico inferior, de doscientos veinte millones A. P».

Pensó en aquella época. En el Triásico, parecía que Terra se había parado a tomar un respiro. ¿Qué había conseguido Terra (y/o Ratell, o quien fuera) hasta el momento? Depende de quién lo contase. La verdad era que todavía no había hecho acto de presencia ni un solo mamífero. Ni siquiera los reptiles similares a los mamíferos, antepasados del orden de los mamíferos. Estas criaturas esperaron al Jurásico, para el cual faltaban todavía veinte o treinta millones de años. Y, con todo, Terra ya había funcionado casi 4,400 millones de años como planeta con un ecosistema biológico. ¿Qué frutos ha obtenido de este derroche de tiempo? Konteau se respondió a sí mismo. Había producido las tierras, los mares, el aire, y criaturas maravillosas que vivían en esos dominios. Había preparado el terreno para géneros posteriores, más competentes, entre ellos el Homo, que empezaría a destrozar ese entorno maravilloso casi inmediatamente después de dejar de andar a cuatro patas. Era posible que los maltusianos tuviesen algo de razón.

Helen y Artoy sacaron prismáticos, y escudriñaron el horizonte.

—Conque estamos en el Triásico. ¿Y qué? —protestó Artoy—. Todavía no sabemos nada más que cuando llegamos.

—No se trata de eso —dijo Konteau—. Estamos aquí, aquí exactamente, en este momento y en este lugar, porque hemos programado los equipos para llegar aquí. Pero Mimí no está aquí: ésa es la cuestión. No está aquí porque está posada en el Cinco Ocho Cinco, o en el estabilizador número uno, o en los dos sitios a la vez.

—Eso no puedes saberlo —dijo Helen.

—Tienes razón. No lo sé —dijo Konteau, lentamente—. Pero sí creo que ha encontrado algo. ¡Sssh! —se llevó un dedo a los labios, indicando silencio.

Lo contemplaron con curiosidad a través de sus prismáticos. Oyó que Helen transmitía a Artoy en un susurro: «Está recibiendo un mensaje sensorial. Creo que el trazador intenta establecer contacto».

—Es bastante débil —dijo Konteau.

—¿No estás seguro, entonces? —preguntó Artoy. Empezaba a desanimarse.

—Bueno, estoy seguro de que es Mimí, pero no estoy seguro de cuándo está. Casi parece que me llama desde… un momento, ¿puede ser el siglo diecinueve? Creo entender que me dice que descubramos el estabilizador, lo pongamos en su sitio, y todo el asentamiento volverá a tomar forma, en su tiempo y lugar correctos. El Cinco Ocho Cinco y sus cinco mil personas volverán a estar aquí, y se volverán a abrir todos los canales con Delta Central.

—¿Eso ha dicho Mimí? —preguntó Artoy—. Bueno, quiero decir, el ojo…

—Sí. Bueno, eso creo.

—James —dijo la mujer con calma—. Te diré algo con todo el respeto. Estás loco.

—Sin duda. No obstante, os pediré que intentamos reconstruirlo siguiendo las recomendaciones de Mimí.

—Cualquier cosa… —suspiró ella.

Artoy tenía la voz alterada.

—¿Y ahora qué, Konteau? ¿Dónde… cuándo está el trazador?

—Yo diría que cerca de aquí, cerca de lo que era la antigua ciudad de Baltimore. Pero no en nuestro presente: no está en el Triásico.

—¿Cómo lo sabes? —exigió saber Helen.

—Recibo una red de interferencias, como las que forman los dos juegos de círculos concéntricos de dos piedras que se arrojan al agua. Esto quiere decir que hay dos fuentes de tiempo diferentes. Cuando elimino las ondas de nuestro propio tiempo, queda la otra fuente de tiempo. Percibo bastante bien la fuerza y la dirección de la señal, y Mimí lo confirma. Veintitrés kilómetros al sudoeste del antiguo Baltimore.

—Eso no es más que el dónde —repuso Artoy—. ¿Cuándo está?

—Lo estoy calculando. Dejadme afinar mejor la fecha… entre el 1825 y el 1830. Sigo afinando. Ah, creo que es el 1830. Agosto de 1830.

—¿En Baltimore? —preguntó Artoy—. ¿Eso fue antes de Cristo, o en nuestra era?

—¡Por Kronos! —protestó la mujer—. ¿Y qué piensas hacer? —transmitió a Konteau.

—Me voy a buscar a Mimí y el estabilizador. No os preocupéis. Volveré en un periquete. Me percibiréis a la vuelta. Cuando me percibáis, haced el favor de poner en marcha vuestros dos equipos. El mío puede estar casi agotado, o agotado del todo, y quizá necesitéis una potencia máxima para conectar conmigo.

Pero entonces se nos pueden agotar nuestros propios equipos —protestó Artoy—. Quizá nos falte energía para volver a Delta Central.

—Es muy posible —asintió Konteau—. Por otra parte, si la gastamos toda en restaurar completamente el Cinco Ocho Cinco, podremos embarcarnos los tres en el primer transbordador para la Central.

—¿Y cuánto tiempo debemos… esperar? —preguntó el topógrafo con indecisión.

—¿Quieres decir que cuándo debéis suponer que me he matado? —bromeó Konteau secamente—. Dadme dos horas —consultó su reloj—. O sea, hasta las quince. Luego, largaos a escape.

—Pero… —empezó a decir Artoy.

—¡Cállate! —dijo Helen entre dientes.

Konteau contempló el lugar donde había estado pisando el barro. Curioso: había dejado huellas como cualquier animal del Mesozoico. Quizá algún día un científico joven y emprendedor recortaría una parte del barro petrificado, y prepararía un artículo científico muy bien documentado, con el título de «Los últimos pasos de Konteau».

Vio desaparecer al hombre, la mujer y la llanura llena de barro.

—Y sintió una sensación de caída, y jadeó, y gritó.

No era de extrañar, pues había sufrido una caída de dos o tres metros, sobre un grupo de personas y encima de algo que iba traqueteando por unas vías de metal. Perdió el casco anticaídas, y su cabeza golpeó contra algo. Alguien dijo una palabrota. Una buena palabrota de las de toda la vida. Era un consuelo, pensó, mientras perdía el sentido.