LAURENZ Devlin era la única persona de origen plebeyo a la que Konteau llamaba «señor», aparte de a su padre. Devlin había sido el jefe del equipo de Konteau. Había sido un hombre bueno y valiente. Pero a cualquiera le pueden suceder accidentes estúpidos. Habían realizado un aterrizaje en el Pérmico, en Kappa, en la zona de Tejas. El manual de pilotaje no había indicado la falla, ni el abismo resultante. Los había atrapado a todos. El topógrafo auxiliar se había matado. El traje anticaídas no protege de una caída de trescientos metros. En picado. Dejaron allí el cadáver. Habían creído que Devlin también se había matado, pero Konteau lo descubrió en una repisa rocosa, inconsciente. La falla empezó a cerrarse cuando Konteau bajó a buscarlo. La tripulación consiguió sacar a Devlin en buen estado, pero las rocas que caían golpearon a Konteau en la cara y le sacaron un ojo. Pasó tres meses de cirugía plástica. Devlin quedó lúcido sólo a intervalos. Lo dejó. Todos intentaron convencerle de que no había sido culpa suya, pero no consiguieron nada. Konteau le había conseguido un empleo de guarda del parque Ratell.
—¡Saludos, Dev! —Konteau sonrió al hombre mayor—. ¡Tiene buen aspecto!
En realidad, pensaba que su antiguo jefe había envejecido bastante desde que se había despedido de él, hacía cuatro días.
El antiguo krono llevaba puesto, como siempre, un destrozado traje anticaídas; como si estuviese dispuesto a emprender de nuevo aquel catastrófico salto en el tiempo en Kappa. En realidad, el viaje más peligroso que emprendía Devlin cada día era de su sórdida habitación a la tienda de alimentos de la esquina. Pero Konteau no sonrió. Cada día era un nuevo Kappa para el envejecido jefe de equipo. Volvía a vivir cada día la caída por el abismo que había destrozado su mente, su valor, su cuerpo, su carrera. Konteau pensaba que, seguramente, la flora del parque alimentaba la alucinación de Devlin de que vivía en el Pérmico de hace doscientos ochenta millones de años. El hombre era bastante normal en casi todos los demás sentidos.
Contempló al recién llegado entrecerrando los ojos claros y envejecidos, y luego esbozó una media sonrisa. Konteau se tranquilizó. Devlin regiría, de momento. Se dieron la mano.
—Me alegro de verte, James. ¿Has vuelto antes de tiempo? —dijo Devlin.
—Sí, señor. Un trabajo especial.
Devlin le dio su traje anticaídas y su mochila delantera. Konteau se puso el traje, y se colgó la mochila de un hombro, dejándola suelta. Se dio la vuelta hacia la calle, con aire despreocupado. No había nadie.
Devlin percibió el gesto.
—¿Te sigue alguien?
—No, creo que no.
Konteau volvió a mirar al parque, y sorbió profundamente su aire.
—¡Ah, qué maravilloso aire! ¡Con oxígeno verdaderamente generado por clorofila! ¡Es el bueno! En los planetas no hay de esto.
Devlin pareció confundido.
—No es más que aire corriente.
—Sí.
No sabía si debía intentar explicarse, pero decidió no hacerlo.
—¿Me encontró una tripulación?
—Desde luego. Sin problema. Una buena exploradora, con experiencia. Ha traído a su propio topógrafo auxiliar.
—¿Exploradora?
—Es una mujer.
—Oh.
¡No! No podía ser. Pero así es como actúan las Parcas.
No había muchas exploradoras en la Viuda. Empezó a sufrir palpitaciones.
—¿Dónde?
—Por el camino, entre los árboles —el antiguo jefe hizo una pausa; empezó a formarse una arruga de preocupación en su frente—. Escucha, James…
—¿Señor?
—Ten cuidado con las irregularidades de la superficie. El manual de pilotaje de Kappa es una chapuza.
—Sí, señor, ya lo sé.
—Ahí hay una caída espantosa, James. No viene en el manual. De medio kilómetro, por un acantilado.
A Konteau se le revolvía el estómago. Dijo con voz monótona:
—Gracias por avisarme, señor. Tendremos cuidado.
—¿James?
—¿Señor?
—Estoy hecho polvo —dijo, casi lloriqueando—. Te esperan junto a la estatua. Toma el mando. Sácalos de aquí.
—No se preocupe, señor —tenía su único ojo lleno de lágrimas, y reluciente de pena—. Me encargaré de todo.
Se alegró de poder irse, pero eso le hizo sentirse culpable.
—Nos iremos por la salida del fondo. Hasta la vista. —(Pero ¿volvería a ver a su antiguo jefe? Buena pregunta. Según las Norns, su inconsciente había hablado con mucha precisión: a través de la puerta, y luego D(Al)eth. Es decir, la Muerte en Delta. Además de un «Al»).
Se marchó por el camino de losas para reunirse con su exesposa y con su amante.
Su pulso era cada vez más irregular. Percibía las contracciones ventriculares prematuras. Dios mío. Esto tenía que parar. No pensar en ella. Mirar a otra parte. Se obligó a caminar más despacio.
El bosque arcaico empezaba inmediatamente después de la casa del guardia. Había helechos gigantes, que se cernían sobre el camino. Reconoció los lepidodendros, algunos de los cuales medían casi cincuenta metros, con sus copas de ramas «lloronas», con punta cónica. Las cortezas como hojas de jacintos formaban espirales alrededor de sus troncos. Helen, ah, Helen, vuelves… Y compartían el cielo con el árbol helecho cordaites, con largas hojas lanceoladas en sus altas ramas. Los había visto muchas veces, en sus exploraciones en el Devónico y en el Pérmico. Entre las grandes palmeras cycadeoidas, con palmas de un metro y medio, había algunas coníferas primitivas que intentaban abrirse camino. Había musgos enormes y florecientes. El camino bordeaba charcas poco profundas, llenas de algas antiguas y de grandes juncos calamites. El aire húmedo estaba lleno de un olor rancio pero delicado. La vegetación crecía y moría a gran velocidad. En el mundo real, allá en el Carbonífero, estos maravillosos monstruos verdes se acabarían convirtiendo en carbón, en oro negro, por el cual las naciones intentarían destruirse mutuamente algunos centenares de millones de años después. Había unas varillas clavadas en el suelo, en las que se indicaba el nombre de los especímenes más notables. Advirtió, sobre todo, la Hornea; era una plantita humilde, sin raíz y sin hojas, del Devónico inferior. La había traído él mismo. Los paleobotánicos le habían dicho que era la primera planta, o una de las primeras, que recogía el dióxido de carbono de la atmósfera para convertirlo en oxígeno, poniendo en marcha así una atmósfera rica en oxígeno, e iniciando un nuevo sistema de evolución de animales respiradores de oxígenos, que acabó conduciendo a los mamíferos y al hombre. La Hornea y sus primas llevarían paso a paso a la vegetación del Mesozoico superior, verdaderamente moderna, y habría frutas, bayas, pastos, cereales y verduras disponibles para algunos mamíferos muy interesantes, que aparecerían poco después, en el Terciario.
Toda esa flora se había traído aquí con gran cuidado. Cada planta tenía su propia Declaración de Impacto Histórico, de manera que no se pudiese hacer nada en el Pasado que cambiase el Presente de ninguna manera. (Pero ¡qué tontería! —pensaba Konteau—. ¿Cómo nos enteraríamos?). Solía imaginarse, irónicamente, lo siguiente: un día, los paleobotánicos traían un árbol, por ejemplo, un ginkgo, del Cretáceo. Sin saberlo ellos, todas las musarañas arborícolas antepasadas de la rama homínida estarían escondidas en las ramas de ese árbol. ¿En qué momento del tiempo desaparecerían los lémures y los gibones y los babuinos y los chimpancés y los gorilas y los seres humanos? ¿Y quién lo sabría, o a quién le importaría?
Comprobó su mochila delantera mientras andaba. Llevaba una lista mental de más de treinta variables y constantes. Todas y cada una de ellas debían ser exactas. En teoría, no se habían producido cambios desde que había dejado la mochila en el armario de Devlin, hacía cuatro días. Pero nunca se sabe. Lo más seguro es comprobarlo, empezando por el reloj primario de cesio. 9-192.631.770 ciclos por segundo. Tecleó el número, que se había aprendido de memoria hacía tanto tiempo, así como el valor de h, la constante cuántica y los valores de pi, e, y el logaritmo de dos en base diez. Todos ellos con diez decimales. Y los factores de ajuste de los segundos intercalares (más, menos), y luego, cuando se empieza a retroceder de verdad, los de las horas y los días intercalares. Luego, los reactivos de hidrógeno, los sensores de iridio (absolutamente fundamentales para salir del Paleoceno y entrar en el Cretáceo). Por último, los cristales de cuarzo. Los fieles trabajadores del sistema. Lo mejor y lo peor del sistema, ya que el cuarzo envejecía con el tiempo, con el uso, y con cierta tendencia propia de cada cristal. Afortunadamente, él disponía de los mejores, tallados a partir de enormes prismas que había recogido directamente de una pegmatita del Proterozoico, diez años atrás. Había corregido las variaciones debidas a la antigüedad, al uso y a la desviación natural de los cristales con una precisión de una milmillonésima al mes, lo que en cierto modo era un récord. Los cristales sintéticos, aunque se cristalizaran a partir de núcleos naturales, no eran tan buenos ni mucho menos.
Siguió caminando lentamente. El silencio era inquietante. Había visitado bosques del Mesozoico en los que había un estruendo ensordecedor. Una vez, dos dinosaurios de pico de pato muy estúpidos y muy enamorados no le habían dejado dormir en toda la noche. Pero aquí en el parque Ratell no se permitían animales: ni arqueópterix, ni insectos, nada.
El silencio antinatural se fue aliviando poco a poco al irse acercando a la estatua y al círculo de fuentes, cuyo sonido agradable ya se dejaba oír.
El parque Ratell —un kilómetro cuadrado de verdor muy cuidado— estaba prácticamente vacío. Y había una buena razón para ello. El parque estaba reservado para funcionarios con nivel novecientos, como mínimo. E incluso ellos no tenían derecho más que a un cuarto de día cada mes, no acumulable; y solían estar demasiado ocupados para disfrutarlo.
Siguió caminando. La gran estatua de bronce de Ratell estaba enfrente suyo, en el centro de su círculo de fuentecillas.
El obelisco de mármol sobre el cual se alzaba la estatua había llevado una placa, puesta del lado más próximo a la entrada, en la que estaba inscrito el nombre de los hombres-kron muertos en acto de servicio. Pero se decía que el Primer Secretario había pasado por aquí un día, por casualidad, y había ordenado que la retirasen, porque era demasiado deprimente. Pero, fuera como fuese, no importaba. Parecía que a nadie le importaba. ¿Existiría en alguna parte —pensó Konteau— un lugar, al otro lado de la vida, donde a alguien le importasen los hombres-kron? Era interesante. Él era un krono. Plural, kronos. Se podía aducir que el dios Kronos no era más que el colectivo de los kronos, vivos y muertos. Por los cuatro jinetes, ¡nosotros somos el Dios del Tiempo!
Y…
Estaban allí, sentados en los bancos, mirando hacia el camino, esperándole.
Tuvo una impresión repentina de desorientación total, casi de caída, muy parecida a aquella caída en picado en Kappa, cuando él había perdido el ojo, Devlin había quedado destrozado, y el topógrafo había muerto.
Esta mujer. La madre de su hijo. Helen ex Konteau. Todavía se dormía soñando con ella. Pero ella lo había abandonado, y él no era capaz de comprender por qué. Y ahora que había solicitado una tripulación contratada, por llamada urgente a Devlin, ella había respondido. Por lo menos había llegado a esperarle aquí. Sabía que era él, pero había acudido.
Se pusieron de pie en silencio. Le miraron, y él los miró. Sobre todo a ella.
Kronos, qué hermosa era. Helen, tu belleza… ¡Déjame en paz, Edgar Poe!
Su mente, su sistema endocrino traicionero, no tenían ni orgullo ni dignidad. Durante un breve instante se limitó a acariciarla con los ojos; acarició mentalmente su cara, sus brazos, su cuerpo. No era suficiente. Pensó en correr hasta ella, arrancar el traje anticaídas de su cuerpo cálido, cubrir de besos su boca, su cuello, sus pechos. Se rehizo. Esto no servía de nada.
Ella retrocedió como para apartarse de su ojo penetrante, pero sin mover los pies. Extraordinaria maniobra; él se preguntó cómo lo había hecho. El momento pasó, y ella se quedó allí de pie, jugando con un rizo de jacinto con su índice derecho, aquel gesto que a él le resultaba tan familiar; pero sin mirarle.
Helen, piloto-exploradora. Era capaz de llevarles por un tortuoso laberinto de tiempo para dejarlos caer en una meseta del Precámbrico, desde una altura de menos de un centímetro. Y el joven que la acompañaba: Albert Artoy, topógrafo auxiliar. Konteau sólo le conocía de oídas. Algo menos de treinta años, pero ya tenía cuatro misiones de exploración de asentamientos en la hoja de servicios. Buenos trabajos, pero rutinarios. Y esto no era rutina. Intentó imaginarse a este hombre cara a cara con la muerte. ¿Se hundiría Artoy si se veía sometido a una gran presión? Pensemos en lo que nos espera. Supongamos por un momento que encontramos el Cinco Ocho Cinco, y supongamos que los tres estamos intentando mantenerlo en su sitio hasta que se vuelva a cristalizar. Necesitarían la potencia de las tres mochilas. Si fracasaban, ninguno tendría la potencia suficiente para volver al Presente. Estaban atados entre sí, como los escaladores. Si Artoy se dejaba arrastrar por el pánico y cortaba los vínculos y se iba, Konteau y Helen morirían. A no ser que Helen y Artoy se fueran juntos. Y ella bien podía hacerlo, por supuesto. Volvíamos a la primera pregunta: ¿tendría Artoy el suficiente miedo a la muerte como para cortar y huir? Es posible. Pero esta valoración suya ¿era objetiva? ¿Podía ser justo con el enamorado de Helen? Quizá le esté infravalorando porque tengo celos, pensó. Y, después de todo este tiempo, ¿tengo celos? Gruñó, indeciso. Debería decirles que se marchasen, que se largasen y no se jugasen sus valiosos pellejos. Pero ¿dónde encontraría otra tripulación? No había tiempo. Así sea.
Juntos los tres, formaban un bonito triángulo, un menage a trois. Recordó los tres vértices del triángulo base del Cinco Ocho Cinco, y casi llegó a sonreír. Los Trianguladores. En el trabajo de campo, el triángulo era la única figura geométrica lógica para los topógrafos. Todo lo demás se basa en el triángulo. Lo mismo sucede con las placas de asentamiento. El triángulo era el polígono que resultaba más sencillo estabilizar. Pero si se intentaba aplicar el triángulo a la mente y a la carne humana, se hundía como los juncos secos.
Esperaron a que Konteau se acercase.
Ella realizó las tensas presentaciones. El joven («llámame Al, simplemente») se dirigió a recibirle con seguridad en sí mismo y movimientos elegantes. Konteau se daba cuenta de por qué le podía resultar interesante a Helen. Dio la mano a «Al» brevemente, para entrar en materia inmediatamente.
—El Delta Cinco Ocho Cinco se ha hundido hace unas horas. El Vyr reconoce que no instaló triples. Dice que yo no los recomendé.
—¿Phil? —ella dejó escapar la pregunta, con los ojos muy abiertos.
—Sigue en Lambda. Lo comprobé.
Ella se tranquilizó y se apartó un poco.
—Creía que habías solicitado triples en tu informe.
—Y lo hice. Alguien ha cambiado el informe.
—¡Maldita sea!
Ella le miró fijamente a la cara.
—Mañana se reúne el comité de investigación —dijo Konteau.
—Podrás declarar que recomendaste los triples —dijo Artoy.
La cara del joven hizo sonreír a Konteau. Tan inocente, tan confiado. Era difícil explicarle la realidad.
—Dudo que me permitan declarar.
El topógrafo le miró fijamente.
—Pero… ¿cómo no te lo van a permitir? Es tu derecho. Lo dice el reglamento.
Konteau suspiró.
—Sería largo de explicar. Lo que nos ocupa ahora es qué podemos hacer con el Cinco Ocho Cinco.
—¿Han realizado una proyección? —preguntó Helen.
—El Vyr lo hizo. Su paleógrafo dice que el ordenador calcula que el Cinco Ocho Cinco está en la placa sumergida del Atlántico.
—O sea, que todos están muertos —dijo ella, lacónicamente.
Konteau sacudió la cabeza.
—Puede que todos estén muertos. Y puede que no.
Extrajo de un bolsillo interior de su chaqueta una guía de pilotaje, y buscó el mapa de la contraportada delantera.
—No sé si habíais visto esto antes. Recomendé estabilizadores triples porque mi equipo descubrió indicios de una fractura temporal latente, cerca de lo que hoy sería la orilla occidental de la bahía de Chesapeake. Aproximadamente, aquí —señaló.
—No estoy seguro de que existan las fracturas temporales —refunfuñó Artoy.
—El tiempo hace cosas raras —dijo Konteau, con paciencia—. Hace doscientos años, antes de Ratell y de sus ecuaciones, sabíamos muy poco acerca del tiempo. No sabíamos que tenía casi todas las propiedades de la luz, y de la radiación electromagnética. No sabíamos que el tiempo se podía reflejar, refractar y polarizar.
Tenía una impresión desesperanzada de que no iba a poder convencerlos, y de que al final tendría que irse él solo por aquel camino. Necesitaba tiempo para organizar sus pensamientos. Contempló la estatua, cubierta de la pátina del tiempo. ¿Serías capaz tú de convencerlos, Raymond Ratell? Ratell a los treinta años. El escultor había recogido casi con exactitud la expresión cambiante de astucia que se aprecia en la cara y en los ojos del gran hombre en los hologramas. Extraña expresión, desde luego. Hoy día —pensó Konteau—, tu propio principio de la Desviación Permisible te excluiría de todos los asentamientos, de todas las profesiones, de todas las academias, de todos los cargos oficiales. Tú eres el primero de los pensadores desviados. Los inquisidores te harían trizas inmediatamente. El gran Raymond Ratell: desaparecido a la mitad de su carrera. Y quizá habría sido lo mejor. Muerto en un accidente viajando por el tiempo, dijeron algunos. Tu cuerpo nunca apareció. Otros dicen que sigues viajando por ahí, por el tiempo. ¿Todavía vivo, después de doscientos años? ¡Imposible! Ditmars le había explicado cierta vez que no era imposible. Había aprendido a hacer cierta cosa con su cuerpo: el control total del tiempo. Ratell podría ser inmortal… ¡qué ideas tan estúpidas!
¡Volvamos a la realidad!
—Existen diversas maneras —prosiguió— en las que se puede producir un temblor de tiempo. Por ejemplo, el universo está en expansión, ahora mismo. Esto se debe a que las once dimensiones del espacio-tiempo se están expandiendo. Pero la expansión no es regular, continua ni gradual. Se lleva a cabo por quantas, a pequeños pasos y saltos. Como dijo Ratell, el tiempo se estira, y luego se rompe. Así explicó los temblores de tiempo. En teoría existen millones de fracturas de este tipo en cada galaxia, miles de millones quizá. Y por una extraña casualidad, el Cinco Ocho Cinco está —estaba— apoyado precisamente en una fractura de este tipo. No es la única teoría, por supuesto. También resulta que el Cinco Ocho Cinco estaba sobre el borde del sector norteamericano de Pangea, inmediatamente antes de que Eurasia, América del Sur y África se separasen del mismo. La ruptura bien puede haber enviado ondas de choque al Triásico, y al Cinco Ocho Cinco. En tercer lugar, el gran meteorito de hace sesenta y tres millones de años puede haber originado una fragmentación del tiempo local. En realidad, no lo sabemos. Pero, sea como fuere, digamos que el tiempo sufrió una ruptura. Se mueve la puerta del Cinco Ocho Cinco. No todo el asentamiento: sólo la puerta. La salida hacia el perímetro actual de Delta se mueve. No mucho, digamos unos cuantos metros y/o unos cuantos años. Pero ahora nadie es capaz de encontrar la puerta. Por lo que respecta al Cinco Ocho Cinco, esa puerta ya no existe. El Cinco Ocho Cinco está perdido en el Triásico.
Pensó en las otras posibilidades menos agradables que había citado el paleógrafo del Vyr, aquel extraño doctor-doctora Michaels. O, quizá, el Cinco Ocho Cinco se había trasladado en el tiempo hasta caer en el interior de un monolito de granito, en el cual todos habían muerto instantáneamente. O quizá no habían caído en la Tierra, sino a un millón de kilómetros en el espacio… donde seguirían, en forma de diminutos asteroides humanos, congelados, trazando un complicado minué en órbita alrededor de la Tierra, la Luna y el Sol. Era consciente de que existía una teoría, demostrable por medio de tensores, flexores y otros procedimientos de cálculo, que decía que la gente perdida se movía hacia atrás en el Mar del Tiempo, hacia el principio del universo, y que acabarían cayendo en la bola de fuego primigenia. Si era así, estaban haciendo el viaje sin saberlo y sin dolor, ya que se moverían a la velocidad de la luz, y, por lo tanto, el tiempo no transcurriría para ellos; por lo tanto, no podrían tener ninguna experiencia sensorial. Bonita manera de morir.
—Entonces, ¿qué quieres de nosotros? —dijo Helen.
Él la miró con su sonrisa asimétrica, y se encogió de hombros.
En la historia de la Viuda, dieciocho tripulaciones se han encontrado con fracturas, temblores, rupturas, o como los llamemos. Doce volvieron para contarlo.
Le miraron. Sus sospechas habían cristalizado en una certidumbre expectante.
Dijo con voz regular:
—Voy a bajar. Voy a encontrar la puerta del Cinco Ocho Cinco, y voy a unirla otra vez con la salida.
La risa de Artoy fue corta e incrédula.
—Estás más loco que Devlin.
Konteau no quiso mirarle. Tenía envidia al topógrafo, en cierto modo.
Al Artoy todavía tenía el sentido común suficiente como para tener miedo. Al cabo de cierto tiempo, lo olvidas… y empiezas a arriesgarte sin saber siquiera que te estás arriesgando.
—James —dijo la mujer con firmeza—, debes desaparecer enseguida.
Huye. Escóndete. Te ayudaremos.
—¿Para estar siempre escondido? Y ¿qué pasa con esos pobres desgraciados del Cinco Ocho Cinco?
—No es culpa tuya —se apresuró a responder ella—. ¿Te sientes mal? ¿Culpable? ¿Es ése tu problema? Sigue una terapia de pérdida. Te prestaré una casete. Te sobrepondrás en una semana. Garantizado.
—Voy a ir —la interrumpió.
—Yo no —dijo ella, en tono cortante.
—Y yo tampoco —dijo Artoy—. Eres hombre muerto, Konteau.
—Sí.
Les sonrió a los dos, se apretó la mochila al pecho y ajustó las correas. Se dio la vuelta y empezó a andar por un camino lateral. No se molestó en volver la vista atrás, pero los oyó seguirle. Creyó oír maldiciones en voz baja. Sonrió.