9 - El Templo del Tiempo

¿JEFE?

—¿Sí? —¿Sabe que nos están siguiendo?

Konteau se estremeció. ¡Todos sus esfuerzos para escapar habían sido en vano! Y tan cerca del parque. A una calle. Miró hacia atrás. Un vehículo de los Casacas Grises, a cien metros por detrás de ellos. Y ¿qué era este edificio de aquí? Un edificio público… no sabía exactamente qué era… pero tenía que tener salida por el otro lado. Y así llegaría al parque.

—¡Pare aquí! —gritó. Arrojó al chófer un puñado de monedas, y se lanzó a la calle, corriendo.

Mientras subía corriendo por la escalinata de piedra, le dio tiempo de examinar el diseño de la fachada. Le resultaba familiar. Por supuesto: eran unas fauces abiertas. La boca del dios del tiempo. Estaba en el templo de Kronos. Había visto su cúpula desde el mirador del Vyr.

Se apoyó, jadeante, en la pared del vestíbulo. Hay que moverse… descubrir una salida posterior. Estaba oscuro. Rozó un tejido, y estuvo a punto de gritar. Pero no era una persona. Sólo era un sayo colgado de un gancho. Lo asió instintivamente y empezó a avanzar apoyándose en la pared, mirando hacia fuera y sintiendo las frías piedras con las puntas de los dedos. Como un ratón asustado, pensó sarcásticamente. Se detuvo al llegar al arco que daba a la nave central, que parecía todavía más oscura e imponente. Exploró con los rayos infrarrojos de su ojo artificial. Las formas aparecían confusas, pero podía distinguir un estrado central circular, rodeado de bancos concéntricos también circulares, separados por pasillos radiales. El camino más corto hasta el fondo era a través del pasillo central. Empezó a andar con cuidado por el mismo.

Algo, quizá una chispa de luz, relució en su ojo artificial. ¡Le estaban explorando con rayos a él!

Y entonces sonó una voz en su oído derecho. Tropezó al intentar darse la vuelta, y tuvo que agarrarse al respaldo del banco más próximo.

No había nadie.

—¡Peregrino! ¡Saludos!

Por supuesto. Era un altavoz direccional y de ángulo reducido.

—Peregrino —continuó la voz—, bienvenido a la Casa de Kronos.

Le hablaba un programa de ordenador.

Se sintió estúpido. Todo coincidía con sus informes extraoficiales. Éstas eran las primeras frases del Drama del Asilo. Pero tenía que repetir sus propias palabras con exactitud, o moriría sin necesidad de que le atrapasen los Casacas Grises.

Declaró en voz alta:

—¡Solicito asilo! —Las palabras resonaron, huecas, en la sala vacía: asilo… asilo… asilo…

La respuesta fue inmediata y desconcertante.

—¿Eres el que espero?

La pregunta tenía algo de melancólico. Konteau pensó en un perro que no pudiera aceptar la muerte de su amo y que escudriñase a todos los extranjeros que se encontrase por la calle, buscando aquel rostro perdido.

—No —dijo—, no soy Raymond Ratell.

¿Otorgaba asilo el ordenador a todos los fugitivos, confiando en que el siguiente podría ser el gran mago del tiempo?

—¿Cómo te llamas?

—James Konteau.

—¿Eres un krono?

—Sí.

—O sea, que has viajado por el tiempo…

—Sí.

—¿Y, quizá, has encontrado a mi amo, que me construyó?

Konteau suspiró.

—No, no he tenido el placer.

—¿Pero lo encontrarás algún día?

—¿Quién sabe?

(No le pareció adecuado explicar que Ratell había muerto hacía doscientos años).

La voz artificial pareció unirse a su suspiro, y se quedó callada.

—¿Me puedes dar asilo? —insistió Konteau—. Si no es así, debo marcharme enseguida.

Volvió a oírse la voz calmada.

—En este momento están vigilando todas las salidas. Pero podré darte asilo durante cierto tiempo, y luego podrás irte sano y salvo.

—¿Entrarán?

Creo que en realidad sólo uno. Se está acercando a la entrada principal.

—¿Va a entrar?

—Sí.

—¿Y registrará el edificio?

—Desde luego que registrará el edificio. De hecho, queremos que entre. Queremos que lo registre todo bien. Insistimos en ello. Y entrará en este atrio consagrado, y explorará con láser cada metro cúbico de este santo recinto.

—Entonces, ¿dónde me escondo?

—En una ilusión.

—Explícate, por favor. ¿Me va a encontrar, o no?

—Sí, James, te va a encontrar, pero no, no te encontrará. Recuerda, te he dado asilo.

Alguien, alguna vez, escribió un programa excelente para este edificio —pensó Konteau—, pero me temo que se acaba de averiar. ¿Por dónde está la puerta trasera? Volvió a andar por el pasillo central.

Vio horrorizado que el estrado central estaba repentinamente bañado de luz.

—Sube, James —mandó la voz—. Pasa al frente de la plataforma.

Subió a la plataforma.

—¿Qué sucede? —susurró.

—Tenemos varios programas de Asilo —replicó la voz—, adaptados al perseguidor o perseguidores. Tenemos, por ejemplo, una secuencia muy eficiente que hemos utilizado en el pasado contra Casacas Grises de organización mental limitada.

Muy interesante.

—Pero supón que me persiga un Vyr muy poderoso, por sus propios intereses personales. ¿Querrías…? ¿Podrías resistirte a él y a sus agentes?

La voz parecía preocupada.

—Planteas una posibilidad que yo creía que ya había desaparecido. Sí, James Konteau, este templo se resistirá al sacrificio humano, aunque lo mande el Cónclave entero de los Vyrs.

¿De qué estaba hablando? —pensó Konteau—. ¿De sacrificios humanos? ¿Quién ha dicho nada de eso? ¿Sabía este programa tan bien informado cosas que Konteau ignoraba? Investiguémoslo.

—¡El Cinco Ocho Cinco! —exclamó—. ¿Qué le sucedió realmente al Delta Cinco Ocho Cinco?

—No te metas con Delta, James. Mantente alejado de ello. Pero ahora no hay tiempo de hablar.

—Pero…

—¡Ponte el sayo, peregrino! ¡Deprisa!

Konteau tragó saliva, pero siguió las instrucciones.

Era un blanco perfecto, rodeado de luz por todos lados y por arriba.

Gruñó.

—¡Silencio! —susurró la voz—. El hombre que se acerca tiene menos de treinta años; asistió a la escuela unos cuatro años, sólo enseñanza elemental. Está perfectamente hipnocondicionado. Debe responder bien al fuego, a la sangre y a la violencia. Actualmente está destinado en la Cancillería. Puedo leer «Sala de seguridad del Vyr».

—¡Tienes razón! —susurró Konteau—. Me crucé con este pájaro esta mañana. Su nombre religioso es Thor Odinsson. Seguramente lo enviaron de patrulla porque será capaz de reconocerme.

Se le ocurrió algo de repente.

—Ya sé lo que le vendría bien. ¿Te puedo enviar datos holográficos?

—¿Por el ojo artificial?

—Exactamente. Lo iré preparando sobre la marcha.

—Sí, desde luego. Y quizá pueda dar algunos toques propios. Ahora, cuidado. Aquí viene.

El sargento siguió en la oscuridad lejana, pero Konteau podía oírle andar lentamente por el pasillo central, tanteando. Era probable que estuviese explorando el interior con su lector de láser, y que ya hubiese llegado a la conclusión de que esta figura con sayo negro era el único ocupante de la gran cámara. Konteau adivinaba lo que pasaba por la cabeza del suboficial. Esta figura con sayo era (a) un verdadero sacerdote de Kronos, o (b) Konteau, el fugitivo. Descubramos cuál de las dos cosas.

—¿Preparado? —susurró Konteau mentalmente al ordenador del templo.

—Preparado.

—Adelante. Será interesantísimo.

El Casaca Gris se acercó al borde del estrado, se detuvo y alzó la vista a Konteau. Y mientras hacía esto, el fugitivo supo que el suboficial veía algo más allá del krono… algo extraño y terrible. Todo iba bien.

Konteau contempló la cara del intruso, con interés creciente. Sabía que se estaba formando una notable imagen holográfica en el estrado, a su espalda, a partir de las imágenes que su corteza occipital enviaba al ordenador invisible. Quiso mirar él también, pero no se atrevió a volverse. Tenía que decir algunas frases, y quería empezar ya. Habló al suboficial con voz suave y tranquilizadora.

—Detrás mío ves un hombre, un Hijo del Tiempo. Está clavado en el tronco de Yggdrasil, el fresno inmortal, con una gran lanza que le atraviesa el corazón. Es el árbol del Valhalla. El mismo Odín atravesó el corazón del Hijo del Tiempo con su lanza. Por eso fluye la sangre. Han existido muchos Hijos del Tiempo, y existirán muchos más. Un corazón se marcha, pero otro viene a ocupar su lugar, para que la sangre siga fluyendo eternamente.

Konteau se dio cuenta ahora de que la sangre estaba manando a borbotones incesantes de la herida del corazón del hombre sacrificado. Resistió la tentación de volverse para contemplar su obra de arte, a la vez que lo hacía el Casaca Gris. Pero si lo hacía podía romper el hechizo, y moriría. Siguió diciendo:

—Esto se hace porque es necesario. Tú lo comprenderás mejor que nadie. Este sacrificio a Kronos es preciso para que pueda sobrevivir la raza.

Oyó ruidos de chispas, y supo que los borbotones de sangre se iban convirtiendo en llamas al caer al suelo. Las llamas formaban un pequeño arroyo que cruzaba el estrado, pasaba a través de sus piernas (¿no sentía el calor?) y caía al suelo.

—Y ahora que tú has venido, él se puede ir —dijo Konteau.

Sabía que, a su espalda, el sacrificado del holograma había asido el astil de la lanza con ambas manos y se lo estaba arrancando del cuerpo. Resonó al caer al charco de llamas.

—Odín. Oh, sagrado Odín… —suspiró el sargento—. ¡Qué maravilla!

Konteau percibió de reojo el descenso lento y sibilante de unas grandes alas doradas. ¡Tal como lo había pedido! Contempló los ojos afligidos del suboficial.

—¿Ves la cara de ese hombre? —preguntó con calma.

—Sí —fue la respuesta, a la vez suspiro y monosílabo.

Konteau prosiguió con el implacable programa.

—¿De quién es la cara de ese hombre, que ahora se ha convertido en un ángel de Odín?

—¡Es mi propia cara! —gimió el suboficial.

Las alas se cernieron trazando hermosos arcos lánguidos. El suboficial observó cómo la criatura holográfica se elevaba del estrado y subía, formando grandes círculos por la nave, cada vez más alto…

Los dos miraron hacia arriba, siguiendo el ascenso lento y triunfal. Era imposible no mirar.

Allá en lo alto, en el centro de la cúpula, algo había empezado a moverse y producía un espeluznante crujido y rechinar. ¿Alguna máquina? El techo de la cúpula estaba mal iluminado, y al principio era difícil distinguir los detalles. Supuso que era un holograma de algún tipo, con sonido muy realista. Alguna broma del ordenador del templo. Desde luego, nada de esto podía ser real. Al seguir el movimiento, empezaron a reflejarse en el objeto que producía el ruido algunas luces de origen desconocido. ¿Serían dientes?, se preguntó Konteau, asombrado. Eran dientes, por supuesto. El techo del templo eran las grandes Fauces de Kronos, que se abrían para recibir su última ofrenda.

El hombre alado desapareció en las mandíbulas, que se cerraron inmediatamente con un ruido metálico que sacudió todo el edificio e hizo temblar el suelo del templo. Konteau descubrió que estaba temblando al unísono con las vibraciones. Ya que el sonido de las mandíbulas al cerrarse no había sido el único. ¿Había oído bien? Un grito desde arriba, apagado, tragado, engolfado por aquel ruido metálico que todavía resonaba, resonaba, y seguía destrozándole los tímpanos.

Y ¿qué es eso?

Vio caer una solitaria pluma holográfica, que iba flotando, girando sobre sí misma. Se desvió hacia un lado, hacia la oscuridad.

¡Todo esto no podía ser verdad! Pero era un trabajo de imagen y sonido tan bien presentado y conjugado que se llegó a preguntar si no era verdadero, por lo menos en una parte pequeña. Y si él, que estaba en el secreto, llegaba a pensar aquello, ¿qué estaría pensando el sargento Thor Odinsson? Se dio cuenta de que estaba jadeando y de que tenía el sayo manchado de sudor, bajo las axilas. ¡Kronos santo! Tenía que volver a controlarse. No había terminado. Todavía tenía que decir unas frases muy importantes.

Notó que tenía en la mano la hololanza. ¡Volvamos a la tragicomedia!

—Thor Odinsson —dijo con suavidad—, has venido a renovar el pacto con el dios. Es bueno, y es justo. Ven, Hijo del Tiempo, anda a través del fuego. Eres santo, y Loki, el dios del fuego, te protegerá. Ponte en tu sitio ante el fresno, y desnuda tu pecho para la lanza. Sólo sufrirás durante un año. Y luego, tu sucesor, el próximo Hijo del Tiempo, entrará por esa puerta. Tu cara se convertirá en su cara, y tendrás alas, y te marcharás volando al Valhalla, donde vivirás para siempre como ángel de Odín. ¡Ven!

El suboficial profirió varios ruidos extraños, y luego se dio la vuelta y salió corriendo. No tenía buena coordinación en las piernas, y tropezó dos veces. Por fin, atravesó los arcos y desapareció.

Konteau le vio salir, y se quedó pensativo. ¿Qué parte de mí es real? —meditó—. ¿Cuánto de mí no es más que un holograma en la mente de algún superintelecto?

—Y ahora, volvamos a ti, James Konteau —dijo la voz del ordenador—. El Casaca Gris no era el que espero, y tú tampoco eres el que espero. Eres un buen hombre, aunque a veces cometas tonterías.

El espíritu del templo hizo una pausa, como para reflexionar.

—Era un buen programa, y me he tomado la libertad de archivarlo para usarlo en el futuro. Por otra parte, yo tengo otros más emocionantes, si quieres quedarte un rato para verlos. ¿Qué te parecería el de los cien Konteaus que se destruyen entre sí en una batalla campal? ¿O el de Konteau en el centro de Ylem, la bola de fuego primigenia? Ese pone la adrenalina en las venas. Sin olvidar el de…

—No, gracias —interrumpió Konteau—. Te lo agradezco de veras, en todo caso. ¿Está despejada ya la puerta trasera?

—La puerta trasera está despejada. De hecho, todo está despejado.

Todos se fueron. Si quieres, puedes salir por la puerta principal. Si buscas el parque, la entrada está subiendo por la calle y dando la vuelta a la esquina.

—Gracias, amigo, y adiós.

—Buen viaje, James Konteau. Cuando veas a Raymond Ratell, dale saludos de mi parte, y dile que no abuse de la salsa de terrapene.

—Salsa de terrapene… Las últimas palabras del Arúspice de Tages. Estos ordenadores deben de tener una sociedad secreta propia, una cábala cerrada para los seres humanos. En nombre de Kronos, ¿qué era la salsa de terrapene? Y en todo caso, ¿qué era un terrapene? Tendría que buscarlo en un diccionario.

Se marchó sin responder.